En
La voz solitaria
, Frank O’Connor —que detestaba a Hemingway tanto como amaba a Chéjov—, observa que los cuentos de Hemingway «ilustran el problema de una técnica en busca de un tema» y por lo tanto son «arte menor». Pues vamos a ver. Leamos el famoso boceto titulado «Colinas como elefantes blancos», cinco páginas casi enteramente de diálogo entre una joven y su amante, que están esperando el tren en una estación provinciana de España. Hay un continuo desacuerdo respecto al aborto al que él quiere que se someta ella en cuanto lleguen a Madrid. El cuento capta el momento de la derrota de la muchacha y, lo más probable, de la muerte de la relación. Eso es todo. El diálogo pone en claro que la mujer es vital y decente, mientras que el hombre es una vacuidad sensata, egoísta y fría. El lector se pone por completo del lado de ella cuando al «Yo por ti haría cualquiera cosa» de él responde con estas palabras: «¿Quieres quieres quieres quieres quieres quieres quieres callarte por favor?» Siete «quieres» parecen una enormidad, pero en «Colinas como elefantes blancos» son una repetición precisa y persuasiva. El símil del título prefigura la historia con elegancia. Es la mujer, no el hombre, la que ve como «elefantes blancos» las alargadas y claras colinas del valle del Ebro. Los elefantes blancos, regalo proverbial que se hacía en Siam a los cortesanos arruinados por gastos de manutención, se vuelven aquí metáfora de los hijos no queridos, y más aún de la relación sexual espiritualmente onerosa cuando el hombre no está a la altura.
La mística personal de Hemingway —sus poses de temeridad como guerrero, gran cazador, boxeador y torero— es tan irrelevante para este cuento como la insistencia del protagonista: «Sabes bien que te quiero». Más irrelevante es el comentario que Nick Adams, el alter ego de Hemingway, hace en «El final de algo» al terminar con una relación: «Ya no me divierte». No conozco muchas lectoras que aprecien esa frase, pero difícilmente es una apología; sólo es la autoacusación de un hombre muy joven.
El cuento de Hemingway que más me hiere es otra pieza de cinco páginas, «Dios les dé alegría, caballeros», que consta casi totalmente de diálogo pero se abre con una frase extravagante:
En aquellos tiempos las distancias eran muy diferentes, el viento traía polvo de las colinas que hoy están taladas y Kansas City se parecía mucho a Constantinopla.
Se puede parodiar esto diciendo: en aquellos días Bridgeport se parecía mucho a Haifa. No obstante estamos en Kansas City, el día de Navidad, escuchando la conversación entre dos médicos: el incompetente doctor Wilcox, que confía en un fláccido y numerado volumen de cuero titulado
Guía amistosa para el médico joven
, y el cáustico doctor Fischer, que empieza citando a su correligionario Silo: «¿Qué nuevas hay en el Rialto?» Como no tarda en enterarse, las nuevas son muy malas: al hospital había llegado un chico de unos dieciséis años que, obsesionado por la pureza, pedía que lo castraran. Como lo rechazaron, se mutiló con una navaja y probablemente iba a morir desangrado.
El interés de la historia se centra en el lúcido nihilismo del doctor Fischer, que prefigura el de Shrike en
Miss Lonelyhearts
, de Nathanael West:
—¿Cabalgar hasta allí, doctor, en el mismísimo día del nacimiento de Nuestro Salvador?
—¿
Nuestro
Salvador? ¿No es usted judío? —dijo el doctor Wilcox.—Lo soy. Lo soy. Constantemente se me va de la cabeza. Nunca le he dado la importancia apropiada. Hace muy bien en recordármelo.
Su
Salvador. Eso eso.
Su
Salvador, indudablemente
su
Salvador… y la cabalgata del Domingo de Palmas.
Lo que se está sugiriendo en la última frase es: «Usted, Wilcox, es el asno en el cual yo voy a Jerusalén». Sarcástico y brillante, el doctor Fischer ha atisbado el infierno, como él mismo dice. Su intensidad shylockiana es un tributo hemingwayano a Shakespeare, al que, en
Al otro lado del río y entre los árboles
, el Coronel Cantwell (alter ego de Hemingway), describe como «vencedor y hasta hoy campeón indiscutido». Cuanto más ambicioso es Hemingway en sus cuentos, más shakesperiano se vuelve; así sucede en el casi autobiográfico «Las nieves del Kilimanjaro», que era su favorito. De la historia del protagonista, un escritor fracasado de nombre Harry, Hemingway afirma: «Había amado demasiado, exigido demasiado y lo había consumido todo». El comentario crítico se podría aplicar soberbiamente al rey Lear, el personaje de Shakespeare más admirado por Hemingway. En la breve extensión de «Las nieves del Kilimanjaro», más que en ninguna otra parte, Hemingway intenta plasmar una tragedia y lo consigue.
Meditación de un moribundo más que descripción de una acción, este cuento barroco es el autocorrectivo más intenso que se infligió Hemingway, y creo que habría impresionado incluso a Chéjov, que era muy dado a esta práctica. No pensamos en Hemingway como un escritor visionario, pero al comienzo de «Las nieves del Kilimanjaro» un epígrafe nos cuenta que a la nevada cumbre occidental del monte se la conoce como Casa de Dios, y que cerca de ella está el cadáver reseco y congelado de un leopardo. No se explica qué podía estar buscando un leopardo a seis mil metros sobre el nivel del mar.
Muy poco se gana diciendo que el leopardo es un símbolo del agonizante Harry. Originalmente, en la Grecia antigua, un
symbolon
era una prenda de identificación, algo que podía compararse con un equivalente. Por lo común nosotros usamos «símbolo» con mayor vaguedad, para referirnos a lo que hace las veces de otra cosa, sea por asociación o por semejanza. Si uno identifica el cadáver del leopardo con el perdido pero aún residual idealismo estético del escritor Harry, hunde el cuento de Hemingway en el ridículo y lo grotesco. El propio Hemingway hizo algo por el estilo en «El viejo y el mar»; pero no en este cuento magistral.
Muy lentamente, Harry está muriendo de gangrena en un campamento de caza en África, rodeado de buitres y hienas, presencias palpablemente desagradables que no hace falta interpretar como símbolos. Tampoco es preciso interpretar así al leopardo. Como Harry, el leopardo está fuera de lugar, pero la visión que el escritor tiene del Kilimanjaro parece una más de las visiones nostálgicas de Hemingway sobre una espiritualidad perdida, siempre matizadas por un agudo sentido de la nada, por un nihilismo shakesperiano. Parece conveniente considerar la ominosa presencia del leopardo como una ironía fuerte, un antecedente de la vana gesta de Harry para recuperar su identidad de escritor en el Kilimanjaro más que, digamos, en París, Madrid, Key West o La Habana. La ironía existe a costas de Hemingway, en la medida en que Harry profetiza al Hemingway que, a diecinueve días de cumplir sesenta y dos años, se disparó en la boca una escopeta de dos cañones en las montañas de Idaho. Con todo la historia no es primordialmente irónica, y no hace falta leerla como profecía personal. Harry es un Hemingway frustrado; dada su capacidad de escribir «Las nieves del Kilimanjaro», Hemingway está precisamente lejos de ser un fracaso, al menos como escritor.
El mejor momento del cuento es alucinatorio y ocurre poco antes del final. Es la visión de muerte de Harry, aunque el lector no puede saberlo hasta que Helen, la esposa de Harry, se da cuenta de que ya no lo oye respirar. Mientras moría, Harry soñó que un avión de socorro iba a buscarlo, pero sólo podía transportar un pasajero. El vuelo visionario permite a Harry ver la cima cuadrada del Kilimanjaro: «grande, alta e increíblemente blanca bajo el sol». Esta aparente imagen de trascendencia es el momento más ambiguo del cuento; no representa la Casa de Dios sino la muerte. La fantasmagoría del moribundo no debe considerarse triunfal cuando, por lo que transmite todo el cuento, Harry está convencido de haber despilfarrado su talento de escritor.
No obstante, acaso Hemingway haya recordado la fantasía de muerte del rey Lear, en la cual el viejo rey loco se persuade de que, pese a que la han asesinado, su amada hija Cordelia respira de nuevo. Si uno ama demasiado, y exige demasiado, como Lear y Harry (y en definitiva Hemingway), acabará por agotarlo todo. Para Harry, la fantasía ocupa el lugar del arte.
Hemingway era un cuentista tan magnífico e imprevisible que he resuelto concluir este resumen con una de sus obras maestras desconocidas, el espléndidamente irónico «Un cambio radical» que, con su retrato de las ambigüedades sexuales, prefigura la novela póstuma El jardín del Edén. En «Un cambio radical» estamos en un café parisino, donde una arquetípica pareja hemingwayana se ha enzarzado en un vivo diálogo sobre la infidelidad. El lector tarda apenas unos parlamentos en comprender que el «ambio radical» del título no se refiere a la mujer, que, si bien está decidida a comenzar (o continuar con) una relación lésbica, también quiere regresar al hombre. Quien sufre el cambio radical es él, acaso para transformarse en el exuberante y extraño escritor que compondrá El jardín del Edén.
«Soy otro hombre», le anuncia al atónito camarero una vez la mujer se ha marchado. Mirándose en el espejo ve la diferencia, pero no se nos dice qué es lo que ve. Aunque le comenta al camarero que «el vicio es una cosa muy rara», no puede ser la conciencia del «vicio» lo que lo ha transformado en otro hombre. Si algo lo ha alterado para siempre, es su entrega imaginativa ante la persuasiva defensa de la mujer. «Estamos hechos de toda clase de cosas. Tú siempre lo has sabido. Bien que lo has utilizado», le ha dicho ella, y tácitamente él reconoce cierto elemento crucial en la sexualidad que han compartido. Ahora sufre un cambio radical, pero nada de él se apaga en este momento de pérdida sólo aparente. Casi demasiado audaz para la ironía, »Un cambio radical» es un autorreconocimiento muy sutil, una autobiografía erótica notable por su oblicuidad y por la matizada aceptación de sí que contiene. Sólo el maestro más excelente del cuento norteamericano habría podido poner tanto en un esbozo tan sutil.
D. H. Lawrence, soberbio escritor de cuentos, dio al lector una sabiduría permanente en una observación brevísima: «Confía en el cuento, no en quien lo cuenta». Me parece que este principio es esencial para leer a Flannery O’Connor, quien acaso haya sido la narradora de cuentos más original de Estados Unidos después de Hemingway. Su sensibilidad era una mezcla extraordinaria de gótico sureño y catolicismo romano. O’Connor es de un moralismo tan feroz que el lector necesita precaverse de su intransigencia: el designio de conmovernos con la violencia para despertarnos una sed de fe tradicional es demasiado palpable. Como cuentista era muy astuta; pero creo que sus mejores cuentos son más astutos que ella, y no imponen más moralidad que la de una imaginación moral avivada.
El sur de O’Connor es de un protestantismo salvaje; y no se trata del protestantismo europeo sino de la autóctona religión americana, ya se llame bautista, pentecostal o lo que sea. A los profetas de esa religión —«encantadores de serpientes, cristianos librepensadores, profetas independientes, estafadores, locos y a veces auténticos inspirados»— O’Connor los llamaba «católicos naturales». Exceptuando al puñado de éstos, quienes abarrotan los maravillosos cuentos de Flannery O’Connor son los condenados o malditos, una categoría en la que ella alegremente incluía a la mayor parte de sus lectores. La mejor manera de leer estos relatos, creo, es reconociendo primero que uno forma parte de sus condenados; luego puede pasar a disfrutar de un arte narrativo grotesco e inolvidable.
Una espléndida introducción a O’Connor sigue siendo «Un hombre bueno es difícil de encontrar». Durante un viaje en coche, una abuela, el hijo, la nuera y los tres nietos se encuentran con un preso que acaba de fugarse, el Inadaptado, y sus dos matones subalternos. En cuanto ve al Inadaptado, la abuela proclama tontamente su identidad, condenándose así con toda su familia. Mientras los matones se llevan a los demás para matarlos, la anciana le suplica al Inadaptado que no lo haga; pero en este asesino, que es un teólogo natural, O’Connor consuma una de sus obras maestras. Al resucitar a los muertos en un cosmos donde «no hay placer sino mezquindad», declara el Inadaptado, Jesús lo desequilibró todo. Entre el mareo y la alucinación, la aterrorizada abuela toca al Inadaptado mientras murmura: »Pero tú eres uno de mis niños. ¡Eres uno de mis hijos!» El hombre retrocede, le pega tres tiros en el pecho y pronuncia el epitafio: «Habría sido una buena mujer si a cada minuto de su vida hubiera habido alguien que le disparara».
Aquí confluyen el cuento y quien lo cuenta, porque claramente el Inadaptado habla en nombre de algo feroz y gracioso que habita a O’Connor. Lo que nos da ella es una anciana banal e hipócrita y un asesino que, en su visión, es un instrumento de la gracia católica. La situación intenta ser escandalosa y sin duda lo es porque, condenados como estamos, nos escandaliza a nosotros. O’Connor piensa que seríamos buenos si a cada minuto de nuestra vida hubiera alguien que nos disparara.
¿Por qué el palpable designio de O’Connor no nos irrita? Parte de la respuesta, sin duda, reside en su genio cómico; a alguien capaz de entretenernos tan hondamente le permitimos que nos condene todo lo que se le antoje. En «La buena gente del campo» conocemos a la desdichada Joy Hopewell
[2]
poseedora de un doctorado en filosofía y una pata de palo además del elaborado primer nombre de Hulga, que se ha dado ella misma. Un desenvuelto joven vendedor de biblias, cuyo implausible nombre fálico es Manley Pointer
[3]
, tumba a Hulga en una parva de heno y huye tras despojarla de la pata de palo. Hulga tiene precisa conciencia de pertenecer a los condenados (¿no es filósofa, acaso?), y respecto a su destino cruelmente cómico nosotros podemos deducir la moraleja que queramos. ¿Diremos de ella por ejemplo: «Habría sido una buena mujer de haber tenido alguien que a cada momento de la vida huyera con su pata de palo»?
O’Connor habría desdeñado mi escepticismo y comprendo bien que esta parodia es defensiva. Pero sus cuentos tempranos, aunque vivaces, no son sus mejores. La grandeza viene en obras posteriores como «Una vista de los bosques» y «La espalda de Parker«, y en su segunda novela, Los profetas (The Violent Bear it Away). «Una vista de los bosques» es una historia de una fealdad sublime que presenta al señor Fortune, de setenta años, y su nieta Mary Fortune Pitts, de diecinueve. Los dos son horrendos: egoístas, testarudos, malignos, huraños monumentos al orgullo. Al final del cuento, una desagradable pelea entre los dos se salda con la muerte de la chica, cuando el abuelo la estrangula y le parte la cabeza contra una piedra. Excitado y exhausto, ya bajo los efectos de un infarto, el señor Fortune tiene una final «vista de los bosques». Todo esto impresiona de un modo truculento, pero ¿cómo interpretarlo?