En una de sus formulaciones más hamletianas, Nietzsche nos advirtió que aquello para lo cual se puede encontrar palabras ya ha muerto en el corazón, de modo que en el acto de hablar hay siempre implícita una suerte de desprecio. Proust, al contrario que Shakespeare, está libre de ese desprecio, y sus personajes mayores son manifestaciones de generosidad. Tanto en Proust como en Shakespeare, lo que hay de muerto en el corazón, nuestro egoísmo mezquino, es una preocupación intensa; pero se manifiesta más en los celos sexuales que en cualquier otro afecto humano. Yo arriesgo que hoy la lectura de novelas realiza el trabajo de purgarnos de la envidia, cuya forma más virulenta son los celos sexuales. Puesto que los dos maestros occidentales de la dramatización de los celos son Shakespeare y Proust, de momento la indagación de cómo leer una novela puede reducirse a cómo leer los celos sexuales. A veces siento que la mejor formación literaria que pueden obtener mis alumnos de Yale y la Universidad de Nueva York es sólo un ensanchamiento de su instrucción práctica mediante los celos sexuales, la más estética de las enfermedades psíquicas —como bien sabía Yago. Será por eso que Proust compara las investigaciones de sus amantes celosos a las obsesiones del historiador del arte, como cuando Swann reconstruye los detalles del pasado sexual de Odette con «tanta pasión como el esteta que registra de arriba abajo los documentos florentinos del siglo quince para penetrar más en el alma de la Primavera o la Venus de Botticelli». Es de presumir que en ese registro los historiadores del arte se deleitan, mientras que el pobre Swann contempla «el abismo sin fondo con una angustia impotente, ciega y vertiginosa». No obstante, aunque nos crispen, los sufrimientos de Swann nos provocan un placer cómico. Puede que leer la ficticia tortura de otros a manos de los celos no nos cure de personales tormentos paralelos, ni acaso nos enseñe nunca a aplicarnos una perspectiva humorística, pero, se diría, el placer empático que nos causa está muy cercano al centro de la experiencia estética. En Proust y en Shakespeare el arte mismo es naturaleza, observación ésta crucial para
Cuento de invierno
, que compite con Otelo como visión shakesperiana de los celos sexuales. Aunque Proust no hace del lector un Yago, nos solazamos en los daños que el narrador se inflige; y es que en esta novela cada personaje importante, pero sobre todo Marcel, se convierte en Yago de sí mismo. De todos los villanos de Shakespeare, Yago sobresale por la inventiva con que estimula los celos sexuales en su víctima predilecta, Otelo. El genio de Yago es el de un gran dramaturgo que se complace en atormentar y mutilar a sus personajes. En Proust, muchos personajes son ejemplos de Yago vuelto contra sí. ¿Hay algo estéticamente más placentero que el orgullo de un Yago automutilador? Mi pasaje favorito de toda la novela de Proust viene después de la muerte de Albertine, y resulta de las minuciosas investigaciones que el narrador lleva a cabo sobre las pasiones lésbicas de su amada:
Albertine ya no existía; pero para mí ella era la persona que me había ocultado sus citas con mujeres en Balbec, que imaginaba haber logrado mantenerme en la ignorancia. Cuando intentamos pensar que será de nosotros después de la muerte, ¿no es nuestro ser viviente el que proyectamos erróneamente en aquel momento? ¿Y es mucho más absurdo, una vez se ha dicho todo, lamentarse de que una mujer ya inexistente ignore que nos hemos enterado de lo que hacía seis años antes, que dejar que dentro de un siglo el público siga hablando con aprobación de nosotros, que estaremos muertos? Si bien el segundo caso tiene más fundamento real que el primero, las penas de mis celos retrospectivos procedían de la misma ilusión óptica que en otros hombres provoca el deseo de fama póstuma. Y sin embargo, si la impresión de la finalidad solemne de mi separación de Albertine había suplantado momentáneamente a la idea de sus felonías, dándoles a estas un cariz irremediable no conseguía sino agravarlas. Me vi perdido en la vida como en una playa infinita y desierta en donde, mirase hacia donde mirase, no la encontraría nunca a ella.
La formulación «Cómo leer una novela» bien podría compendiarse en «Cómo leer este pasaje», que es la
Búsqueda
en miniatura y por lo tanto un modelo de la novela tradicional. La visión proustiana de los celos —muy shakespeariana, además— consiste en que efectivamente los celos son una búsqueda del tiempo perdido, y también del espacio. Otelo, Leontes, Swann y Marcel sufren todos de «la misma ilusión óptica», el resentimiento celoso de que no habrá nunca espacio ni tiempo suficientes para su goce personal de Desdémona, Hermiona, Odette y Albertíne. Tal resentimiento es otro modo del ultraje extremo la muerte del amante más que la del amado. Como escritor Proust desea necesariamente la inmortalidad literaria, crasamente reducida a la aprobación pública un siglo después. Los sonetos de Shakespeare están suspendidos en el filo de la asociación entre celos sexuales y envidia de los poetas rivales, pero sólo Proust adscribe genialmente ambos resentimientos a la «ilusión óptica» (maravillosa denominación), sin duda unos de esos errores vitales que Nietzsche consideraba necesarios para la vida. Leyendo a Proust llegarnos a entender nuestras propias ilusiones ópticas, la sordidez de nuestros celos, pero también nuestros motivos para buscar la metáfora, para leer todavía una novela más. Grandioso comediante del espíritu, Proust parece ahora haber anticipado la carga de retraso, de ingreso demasiado tardío en el relato, que sobrellevamos al filo del Milenio. Proust definió la amistad como un fenómeno «la mitad de camino entre el agotamiento físico y el aburrimiento mental», y dijo que el amor era un «ejemplo llamativo de lo poco que significa para nosotros la realidad». Si Nietzsche nos previno de que la mentira era un agotamiento, Proust exaltó «la mentira perfecta» como la apertura a lo nuevo. Antes me referí a la rápida mengua de lectores serios de novela y, releyendo a Proust, me doy cuenta de que la huida de la novela es un rechazo de la literatura de la sabiduría. Pues, ¿en que otro lugar encontraremos sabiduría aún?
Aunque la sabiduría de Proust no es la de George Eliot ni la de Jane Austen, se diría que hay una sapiencia que comparten todos los grandes novelistas. Llamémosla pragmatismo novelístico: algo en lo cual las únicas diferencias verdaderas son las que marcan una diferencia para los maestros de la prosa de ficción. Acerca de la muerte, Proust observa que nos cura del deseo de inmortalidad, ironía ésta que acaso para Eliot y Austen sea demasiado salvaje pero extiende legítimamente la batalla de ambas contra las ilusiones. Yendo más hondo, Proust encuentra innumerables formas de decirnos que la individualidad y la sociedad son irreconciliables; lo cual no significa que seamos meros espejismos del lenguaje o el contexto social. La personalidad, dice Proust, es un «ejército compuesto». Esto ya estaba implícito en George Eliot, pero él lo acentúa; el movimiento es adecuado a su novela de novelas, que toca la verdadera grandeza cuando se atreve a nombrar a la perdida Albertine como «potente diosa del Tiempo». De la Dorothea Brooke de Middlemarch o de Emma Woddhouse nosotros podríamos decir otro tanto, pero no podrían haberlo dicho George Eliot ni Jane Austen. Proust nos enseña tanto la adivinación retrospectiva (viendo a sus personajes como divinidades situadas en el tiempo) como los celos retrospectivos, y sugiere que las dos sensaciones son una. Sus héroes y heroínas son como los dioses de Homero, a quienes también consumen los celos sexuales y las pugnas interiores.
El poder curativo de Proust es grande, pero yo ya no puedo leer novelas igual que hace medio siglo, cuando me perdía en lo que estaba leyendo. Si no recuerdo mal, la primera vez que me enamoré no fue de una chica real sino de la Marty South de
Gentes del bosque
, de Thomas Hardy, y me afligió terriblemente que ella se cortara el magnífico pelo para venderlo. Hay muy pocas experiencias tan intensas como la realidad de enamorarse de una heroína y su libro. Uno mide la vejez que se avecina por cómo Proust se profundiza en ella y por la profundidad que Proust le da. ¿Cómo leer una novela? Amorosamente, si se muestra capaz de alojar nuestro amor; y celosamente, porque puede convertirse en imagen de nuestras limitaciones de tiempo y espacio, brindando sin embargo la bendición proustiana: más vida.
Cuando yo era chico y lector feroz —hace unos sesenta años— se aclamaba ampliamente
La montaña mágica
, de Thomas Mann, como una obra de ficción moderna casi comparable al
Ulises
y a
En busca del tiempo perdido
. La novela se publicó en 1924. Acabo de releerla por primera vez en quince años y me alegra descubrir que sus placeres y su poder no han disminuido. No tiene nada de pieza de época; es una experiencia de lectura tan fresca y penetrante como siempre, aunque sutilmente alterada por el tiempo.
Es una pena que en el último tercio de este siglo Mann se haya visto un poco relegado a la posición de novelista de la contracultura. Lo cierto es que no se puede leer
La montaña mágica
emparedada entre
En el camino
y una rodaja de ciberpunk. Es uno de esos productos de la alta cultura que hoy se encuentran en cierto peligro, porque exigen educación y reflexión considerables. El protagonista —Hans Castorp, un joven ingeniero alemán— llega a un sanatorio para tuberculosos en los Alpes Suizos con la intención de hacer una breve visita a su primo. Una vez le diagnostican la enfermedad a él también, Castorp permanece en la Montaña Mágica siete años para curarse y continuar con su
Bildnng
o educación y desarrollo cultural.
Que al principio Mann describa a Hans Castorp como un joven «totalmente común», es a todas luces una ironía. Castorp no es el hombre medio, aunque —al menos al comienzo— tampoco es un buscador espiritual. Pero es muy poco común. Inacabablemente abierto a la enseñanza, inmensamente susceptible a la conversación profunda y al estudio, en la Montaña Mágica emprende una notable educación avanzada, sobre todo hablando y con dos maestros antitéticos: Settembrini, un liberal humanista italiano —discípulo del poeta y librepensador Carducci— que aparece primero y establece su prioridad y, mediada la novela, Naphta. Reaccionario radical, Naphta es un jesuíta judío y marxista nihilista que denigra la democracia, se inspira en la síntesis religiosa de la Edad Media y lamenta que los europeos se hayan apartado de la fe. Los debates entre Settembrini, partidario del Renacimiento y la Ilustración, y Naphta, apóstol de la Contrarreforma, son siempre despiadados, y llegan prontamente al meollo cuando Naphta lanza una profecía de lo que habría de triunfar en Alemania diez años después de publicarse
La montaña mágica
:
—¡No! —continuó Naphta—. El misterio y el precepto de nuestra época no son la liberación y el desarrollo del ego. Lo que necesita nuestra época, lo que exige, lo que creará para sí misma es… el terror.
Naphta y Settembrini comprometen por igual la atención del lector pero, pese a las incesantes ironías de Mann, sólo Settembrini nos despierta afecto. La ironía es a un tiempo el recurso más formidable de Mann y quizá su mayor debilidad (como él sabía). No deja de ser útil recordar la protesta que en 1953 elevó contra sus críticos:
Siempre me aburre un poco que ciertos críticos asignen tan definida y acabadamente mi obra al campo de la ironía y me consideren un ironista de lleno sin tomar también en cuenta el concepto de humor.
La ironía tiene en literatura muchos significados, y raramente la de una época es la de otra. En mi experiencia, la escritura imaginativa siempre contiene un grado de ironía: a eso se refería Oscar Wilde cuando dijo que toda la mala poesía es sincera. Pero la ironía no es la condición excluyente del lenguaje literario mismo, y no siempre el sentido es un exiliado errante. En términos generales, ironía significa decir una cosa y querer decir otra, a veces hasta lo contrario de aquello que se está diciendo. A menudo la ironía de Mann es una especie sutil de parodia, pero el lector abierto a
La montaña mágica
se encontrará con una novela de seriedad alta y amable, y en última instancia con una obra de enorme pasión intelectual y emotiva.
Lo que primordialmente ofrece hoy la maravillosa historia de Mann no es ironía ni parodia, sino la visión afectuosa de una realidad desaparecida, de una alta cultura europea que ya no existe; la cultura de Goethe y de Freud. El lector del año 2000 debe experimentar
La montaña mágica
como novela histórica, monumento de un humanismo perdido. Publicado en 1924, el libro retrata la Europa que había empezado a romperse en la Primera Guerra Mundial, esa catástrofe a la cual se une Hans Castorp cuando desciende al fin de su Montaña Mágica. Buena parte de la cultura humanista sobrevivió a la gran guerra, pero, en vena profética, Mann percibe el horror nazi que se tomaría el poder una breve década después de la aparición de su novela. Si bien puede que Mann haya intentado una parodia afectuosa de la cultura europea, en el año 2000 las contraironías del cambio, el tiempo y la destrucción hacen de
La montaña mágica
un conmovedor estudio de las nostalgias.
El mismo Hans Castorp me parece ahora más sutil y querible que la primera vez que leí la novela, hace más de cincuenta años. Aunque Mann desea verlo como un buscador, pienso que no hay en él ninguna búsqueda central. Castorp no ansía ir en pos de un grial ni de ideal alguno. Figura de admirable desapego, escucha con pareja satisfacción al ilustrado Settembrini, el terrorista Naphta y al insólitamente vitalista Mynheer Peeperkorn, que llega tarde a la Montaña en compañía erótica de una belleza eslava, Clawdia Chauchat, con quien el prendado Castorp disfrutará de una sola noche de realización. El desapego erótico de Castorp resulta del todo extraordinario; tras siete meses de amor por Clawdia, disfruta de un solo momento de pasión intensa para luego retraerse por el resto de su permanencia de siete años en el sanatorio; tampoco siente demasiados celos de Peeperkorn, en cuya compañía regresa Clawdia. Huérfano desde los siete años, Castorp ha experimentado un vínculo homoerótico de gran intensidad con su compañero de estudios Przibislaw Hippe, precursor de Clawdia. El amor por ésta renueva la reprimida pasión por Hippe; de modo más bien místico, este arrobamiento amalgamado le produce síntomas de tuberculosis y lo confina en la Montaña para recibir siete años de educación en el espíritu del humanismo agonizante.