Con respecto a Stendhal y Dickens, apoyo la idea de la relectura, que me parece aún más esencial con Jane Austen y Cervantes (como con Shakespeare). La primera lectura de una gran novela es puro placer, pero creo que releer
Grandes esperanzas
o La cartuja de Parma constituye una experiencia diferente y mejor. Uno se entrega a perspectivas que no tenía antes, y los placeres de la relectura pueden ser más variados y penetrantes que los que da el primer encuentro con una novela. Uno sabe va a ocurrir, pero el cómo y el por qué pueden ser cada vez más reveladores. Tal vez en una segunda lectura el lector se convierte, hasta cierto punto, en lo que contempla.
Cuando somos jóvenes y leemos con más pasión y asiduidad es probable que nos identifiquemos, tal vez ingenuamente, con nuestros personajes favoritos de una novela. Como anoté con respecto a La montaña mágica de Mann, esa identificación placentera es parte legítima de la experiencia de lectura a cualquier edad, aun si el placer deja de ser ingenuo y se vuelve sentimental a medida que nos hacemos mayores. Las novelas, como la vida, apenas existen sin los encuentros con el amor, por más irónicos que sean Mann y otros novelistas al representar al eros y sus sinsabores. Los personajes conocen a otros personajes de la misma manera en que nosotros conocemos a otras personas: abiertos a los desórdenes del descubrimiento. Así debemos estar abiertos a lo que leemos.
Cuando uno conoce a alguien, no es recomendable empezar la relación con miedo o condescendencia. En la primera lectura de una obra literaria, aunque sea la más formidable de todos los tiempos
— La divina comedia
de Dante o
Las alas de la paloma
de Henry James — el miedo y la condescendencia destruyen la comprensión y el placer. Tal vez sea preciso que al abrir un libro, al menos al comienzo, aflojemos la voluntad de poder. Esa voluntad puede volver después de habernos sumergido en la lectura y haberle dado al escritor todas las oportunidades de usurpar nuestra atención. Hay muchas maneras de leer bien, pero todas suponen una atención receptiva. No entiendo muy bien el budismo (por mi temperamento impaciente), y por eso la «sabia pasividad» de Wordsworth me parece el mejor símil para el tipo de atención que requiere la buena lectura.
DRAMAS
He escogido tres obras dramáticas para discutir en este libro:
Hamlet
, tragedia de Shakespeare,
Hedda Gabler
, tragicomedia de Ibsen, y
La importancia de ser Ernesto
[10]
, comedia de Oscar Wilde. Aunque arbitraria por fuerza, la elección ilumina la naturaleza y la historia del drama occidental cuando acaba nuestro siglo y empieza otro.
Ninguna introducción a cómo leer una obra podría omitir a William Shakespeare, dramaturgo supremo de todos los tiempos. De las tragedias tempranas de Shakespeare,
Tito Andrónico
es una farsa sangrienta, posiblemente incluso una parodia.
Romeo y Julieta
es un triunfo de la lírica, pero como tragedia es más familiar que individual.
Julio César
es un modelo de obra bien hecha, pero al Dr. Samuel Johnson le resultaba fría y a mí también.
Hamlet
es la primera gran tragedia escrita después del ciclo de Edipo de Sófocles, la trilogía de Agamenón de Esquilo y el pathos humano que llevó Eurípides al escenario ateniense.
Hamlet
es la obra más larga de Shakespeare y una de las más difíciles. Ha sido más que popular, y hoy en día es tan familiar, aun para quienes no la han leído nunca ni la han visto en el teatro (o en versiones fílmicas), que releerla se parece mucho a quitar el barniz que desfigura un cuadro antiguo. Intentaré aquí retirar parte del barniz.
Como segunda obra he elegido
Hedda Gabler
porque Ibsen (junto con Moliere, maestro francés de la comedia del siglo diecisiete) es el principal dramaturgo europeo posterior a Shakespeare. Profundo psicólogo, Moliere se atuvo con todo firmemente a la comedia —salvo en su
Don Juan
. Es un error frecuente considerar a Ibsen un realista social, padre de Arthur Miller. Ibsen está embebido de Shakespeare, tanto en la tragedia
Brand
como en la comedia heroica
Peer Gynt
o en el romance visionario
Cuando los muertos despertemos
. Hedda Gabler es una notable mezcla de la Cleopatra con el Yago shakesperianos; su tragicomedia concluye con propiedad el siglo diecinueve que, al morir incómodo mientras ella se ríe de sí misma, cierra la aventura estética de críticos como Walter Pater, poetas como Algernon Swinburne y hasta el gran novelista Henry James. Para los estetas, vida y literatura por igual eran cuestiones de percepción, sensación y conciencia. Las tres se han vuelto venenosas para Hedda Gabler, cuyo temperamento histérico anticipa las exacerbadas sensibilidades de mujeres y hombres en el drama post— ibseniano del siglo veinte.
La deliciosa
La importancia de ser Ernesto
, de Oscar Wilde, es un genuino antídoto contra
Hedda Gabler
. En la que acaso sea la mejor comedia escénica inglesa desde las de William Congreve, Wilde nos transporta, a través del espejo de Lewis Carroll, al encantador mundo de los sandwiches de pepino y de Lady Bracknell, que funde las exuberantes bravatas de Sir John Falstaff con los ondulantes períodos sintácticos del Dr. Johnson. Wilde, de excesiva buena educación para ser satírico, parodia el mundo de la alta sociedad y transforma a sus habitantes en niños que juegan. Ingenio, encanto, placer, calidez y el portentoso sinsentido de los libros de Alicia se mezclan con el controlado absurdo de Gilbert y Sullivan en un drama del entretenimiento puro — con sutiles dejos de la propia e inminente tragedia de Wilde.
Ha habido escritores magníficos guiados por las ambiciones espirituales más altas: Dante, Milton, Blake. En cambio Shakespeare, como Chaucer o Cervantes, tenía otros intereses: en primer lugar la representación de lo humano. Aunque acaso su obra no habría debido convertirse para nosotros en Escritura secular, a mí, en cuanto a poder literario, se me antoja la única rival posible de la Biblia. Mirado con cierta distancia, nada parece más raro ni fabuloso que el hecho de que nuestro más exitoso proveedor de entretenimiento aporte (bien que involuntariamente) una visión alternativa a las explicaciones de la naturaleza y el destino humanos proporcionadas por la Biblia Hebrea, el Nuevo Testamento y el Corán. Así como Yahvé, Jesús y Alá hablan con autoridad, en otro sentido lo hacen Hamlet, Yago, Lear y Cleopatra. Shakespeare es más persuasivo porque es más rico; sus recursos retóricos e imaginativos trascienden los de Yahveh, Jesús y Alá, lo que no me parece tan blasfemo como suena. Hamlet tiene una conciencia y un lenguaje para extenderla más amplios y ágiles que los que hasta ahora ha manifestado la divinidad.
Hamlet guarda muchos enigmas; tendremos que seguir develándolos, tal como místicos y teólogos continuarán exponiendo los misterios de Dios. Aunque siempre meditamos sobre Hamlet con menos urgencia que sobre Dios, me siento tentado a observar sobre Hamlet aquello que los antiguos gnósticos afirmaban de Jesús:
primero
resucitó y
después
murió. El Hamlet del acto V se ha alzado de la identidad muerta del Hamlet anterior. Es el Hamlet resurrecto quien dice «Sea lo que fuere» en lugar de «Ser o no ser». En los romances tardíos de Shakespeare hay resurrecciones menos sutiles; no conozco en toda la literatura nada más sutil que la transformación y aparente apoteosis de Hamlet.
Hamlet dice unos mil quinientos versos, en un papel escandalosamente largo que representa algo menos del cuarenta por ciento del texto completo de la obra. Como es un intelectual libresco y un hombre que acecha los teatros (en particular el Globe), su modo natural es una ambivalencia extrema. Cuando se trate de apreciar a alguien o algo, será nuestra apreciación la encargada de crear el aprecio. A nosotros Horacio nos parece leal, el típico personaje serio; para Hamlet es el mejor de los seres humanos. Aunque cuesta no dudar de la validez del elogio que Hamlet le dedica, percibimos que en cierto modo es un cumplido para nosotros, el público, y nos resistimos a rechazarlo:
No, no creas que te adulo;
pues, ¿qué beneficio puedo esperar de ti
que para alimentarte y vestirte no tienes otras rentas
que tu buen ánimo. ¿Por qué adular al pobre?
No, que la lengua azucarada lama la pompa absurda
y los grávidos goznes de la rodilla se doblen
allí donde la lisonja prospera. ¿Me escuchas?
Desde que mi querida alma dominó sus decisiones
y pudo distinguir qué hombres elegía,
te señaló a ti con su sello; pues has sido
uno de ésos que lo sufren todo sin sufrir,
un hombre que con iguales gracias recibe
los favores y reveses de la suerte; y benditos sean
aquéllos cuya sangre y juicio equilibrados
les impiden ser flautas que la Fortuna hace sonar
y silencia a su antojo. Dadme un hombre que no sea
esclavo de las pasiones, y lo llevaré en el centro
de mi corazón, sí, en el corazón del corazón,
como te llevo a ti.
(Hamlet, acto III, escena 2, 57-74)
Está claro que por una vez Hamlet no habla en tono irónico. Por lo normal es tan burlón como Falstaff; y como la de éste, su popularidad instantánea tuvo alguna relación con el atractivo de la ironía dramática. A ambos ironistas, Hamlet y Falstaff, pensar demasiado y demasiado bien los perjudica; pero para el público es un beneficio. La ironía de Hamlet es trágica y la de Falstaff cómica; sólo que las feroces ironías de Hamlet llegan a resultar hilarantes y la hilaridad de Falstaff acaba siendo trágica. Pero en definitiva Hamlet es del todo sincero en su elogio de Horacio, única persona de la corte de Elsinore a quien Claudio no logra manipular. Cuando dice que ha sido «uno de esos que ésos que sufren sin sufrir», sugiere a las claras que Horacio se ha convertido en delegado del público. Como público de Shakespeare, en efecto, nosotros sufrimos todo lo que él nos ofrece; pero, como sabemos que es una obra, al mismo tiempo no sufrimos nada. Al elogiar a Horacio como hombre no esclavizado por las pasiones, Shakespeare desea que el público se vuelva más estoico y sabio.
Ciertos reseñadores me han reprobado por sugerir que Shakespeare «inventó lo humano» tal como lo conocemos ahora. El Dr. Johnson dijo que la esencia de la poesía era la invención, y no debería sorprender que la poesía dramática más fuerte del mundo haya revisado lo humano tan pragmáticamente como para reinventarlo. La distancia shakesperiana, tanto la de los sonetos como la de
Hamlet
, es un modo bastante original. Como tantas otras invenciones de Shakespeare, tiene sus orígenes en Chaucer; pero tiende a superar las ironías chaucerianas. Gilbert K. Chesterton, que sigue siendo uno de mis héroes críticos, señala que el humor de Chaucer es astuto pero carece de la «fantasticidad salvaje» del de Hamlet. La astucia de Chaucer, dice Chesterton, es una especie de prudencia muy diferente del salvajismo shakesperiano. Este razonamiento me parece útil; el salvaje desapego del príncipe es otra de las formas en que busca liberarse: de Elsinore y del mundo.
Los siete soliloquios que dice Hamlet tienen dos públicos, nosotros y él mismo, y paulatinamente nosotros aprendemos a emularlo en el hábito de oír atentamente. Seamos Hamlet o no, en contra de la conciencia del hablante, y quizá incluso de su intención, lo oímos sin que él se lo proponga. Oír a Yahveh, Jesús o Alá no es imposible pero sí bastante difícil, porque uno no puede convertirse en Dios. A Hamlet uno lo oye de ese modo llegando a ser Hamlet; de esta índole es el arte de Shakespeare en la más original de sus obras. Hoy resulta casi antinatural rehusarse a la identificación con Hamlet, sobre todo si uno tiende a ser un intelectual. Cierta cantidad de actrices han interpretado el papel; ojalá hubiera más que lo intentaran. Como representación, Hamlet trasciende la masculinidad. Es el oyente supremo, condición ésta que desborda los géneros.
Tendemos a definir el genio como un poder intelectual extraordinario. A veces añadimos a la definición la metáfora de la «creatividad». De todos los personajes de ficción, Hamlet es el de genio más descollante. Shakespeare da copiosas pruebas de la fuerza intelectual del príncipe. De su poder creativo nos da signos más bien equívocos, salvo por el gran monólogo del rey-actor y las cancioncillas disparatadas que el propio Hamlet interpreta en el cementerio.
Sugiero que la obra Hamlet es un estudio de la creatividad frustrada del protagonista; del incumplimiento de su fama de poeta. Es una sugerencia muy poco original; está implícita en William Hazlitt y es el centro de la lectura de Harold Goddard. Pero quiero ser lo más claro posible. No estoy diciendo que Hamlet sea un poeta fracasado; ese es el Hamlet francés de T. S. Eliot. El obstáculo del Hamlet de los primeros cuatro actos es el fantasma del padre; es decir, su internalización parcial y problemática del fantasma del padre. En el quinto acto el Fantasma ha sido exorcizado mediante un gran esfuerzo creativo que en gran medida Shakespeare deja implícito. El exorcismo tiene lugar en el mar, en un intervalo entre los actos cuarto y quinto. Shakespeare, que por lo general parece enormemente abierto, también puede ser de lo más elíptico. Le encanta poner cosas hasta el exceso al tiempo que nos educa astutamente dejando algunas fuera. Hamlet es una obra voluminosa, pero también un busto gigante en el cual se ha omitido mucho a propósito. Cómo leer Hamlet es un reto que llega a su punto álgido en la transición entre el cuarto y el quinto acto. ¿Por qué leer Hamlet? Porque a estas alturas la obra nos hace un ofrecimiento que no podemos rechazar. Ha llegado a ser nuestra tradición, y aquí el posesivo es enormemente abarcador. El príncipe Hamlet es el intelectual de los intelectuales: la nobleza y el desastre de la conciencia occidental. Hoy Hamlet se ha convertido también en la representación de la inteligencia misma, un atributo ni occidental ni oriental, ni masculino ni femenino, ni negro ni blanco, sino, en su punto más alto, meramente humano. Porque Shakespeare es el primer escritor auténticamente multicultural.
De Shakespeare uno aprende que la función primaria del soliloquio es escucharse a sí mismo involuntariamente. En sus siete soliloquios, Hamlet nos enseña qué es lo que puede enseñar la literatura imaginativa: no cómo hablar con los demás sino cómo hablar con uno mismo. Con la posible excepción del Fantasma, a Hamlet no lo interesa escuchar a nadie. A través de él Shakespeare nos muestra que la poesía no tiene ninguna función
social
más allá de la de entretener. Pero tiene una función decisiva para la identidad; Hamlet llega casi a curarse a sí mismo, pero entonces toca un límite que no puede trasponer ni el personaje literario más inteligente.