McCarthy nos muestra con sutileza el lento desarrollo del Chico, de uno de tantos desaprensivos desolladores de indios a valeroso retador del juez en el debate final que transcurre en un salón. Pero aunque la maduración moral del Chico es alentadora, su personalidad se mantiene en gran medida enigmática y anónima — en concordancia con su falta de nombre. Las tres glorias del libro son el Juez, el paisaje y (qué terrible es decirlo) las matanzas, con las cuales McCarthy toma distancia estética mediante procedimientos varios y complejos.
¿Qué ha de hacer el lector con el juez? Como principio —como Guerra Eterna— es inmortal; ¿pero es una persona o alguna otra cosa? McCarthy no nos lo dice; tanto mejor, porque la ambigüedad es de lo más estimulante. El capitán Ahab de Melville, aunque semidiós prometeico, es necesariamente mortal y perece con el Pequod y toda la tripulación, salvo Ismael. Después de matar al Chico, el juez Holden —Ismael de
Meridiano de sangre
— es el último superviviente de la cruzada de Glanton. Si bien apenas hay analogía entre la destrucción de las naciones nativas del sudoeste norteamericano y la caza de Moby-Dick, McCarthy ofrece curiosos paralelismos. El más llamativo es el que hay entre el capítulo 19 de
Moby-Dick
, donde un harapiento profeta que se hace llamar Elías advierte a Ismael y Queequeg que no deben navegar en el
Pequod
, y el capítulo 4 de Meridiano de Sangre, donde «un viejo menonita desequilibrado» previene al Chico y a sus camaradas de que no se unan a los filibusteros del capitán Worth, desastre éste que preludia la gran catástrofe de la campaña de Glanton.
Aunque impresionante y sugestiva, la invocación de McCarthy a Melville no echa gran luz sobre el juez Holden. Ahab tiene sus aspectos sobrenaturales, entre ellos el arponero Fedelá, la tripulación parsi y su propia conversión a la fe zoroastriana. Elías le proporciona a Ismael briznas de otros misterios árabes: un trance de tres días frente a Cape Horn, el asesinato de un español frente a un presunto altar católico en Santa, una enigmática escupida en una «calabaza de plata». Pero todo esto es transparente comparado con los enigmas del juez Holden, que parece juzgar a la tierra entera y cuyo apellido tiene connotaciones de control accionario sobre todo lo que encuentra a su paso. No obstante, al contrario que Ahab, el juez no es del todo ficticio: es un pirata o filibustero histórico. McCarthy nos lo cuenta mayormente a través de las visiones oníricas que, hacia el final de la novela, tiene el Chico del juez (Capítulo XXII):
En ese sueño y en sueños siguientes el juez hizo sus visitas. ¿Quién otro si no? Un gran mutante ruinoso, silencioso y sereno. Cualesquiera fuesen sus antecedentes, era muy diferente de la suma de ellos, como no había sistema apto para dividirlo de nuevo en sus orígenes porque se resistiría. El que pretendiera seguir el rastro de su historia desentrañando los libros de contabilidad o vísceras que fuesen, quedaría por fuerza a oscuras y aturdido a orillas de un vacío sin término ni origen y cualquier ciencia que pudiera echar sobre la polvorienta materia elemental que soplaba desde los milenios no descubriría traza alguna de huevo atávico definitivo en el cual discernir sus comienzos.
Creo que McCarthy está advirtiendo al lector que, más que Ahab, el juez Holden es Moby-Dick. Como a la ballena blanca, al juez albino nadie puede matarlo. Melville, gnóstico profeso convencido de que «una mano anárquica o un chapucero cósmico» nos había dividido en dos sexos caídos, nos da en Ahab un buscador maniqueo. McCarthy da al juez Holden los poderes y propósitos de los ángeles malos o demiurgos que los gnósticos llaman arcontes, pero (como señala con gran autoridad el crítico Leo Daugherty) a nosotros nos dice que no hagamos esa identificación. No hay «sistema» que pueda dividir al juez Holden en elementos originales. No encontraremos el «huevo atávico definitivo». ¿Qué puede hacer el lector con ese personaje obsesionante y terrorífico?
Empecemos diciendo que, si bien la alegre profecía de una guerra eterna es genuinamente universal, y por muy cosmopolita que sea su formación (habla todos los idiomas, conoce todas las artes y las ciencias, lleva a cabo metamorfosis mágicas chamánicas), en primerísimo lugar el juez Holden es un norteamericano del Oeste. La frontera con México es un lugar soberbio para esa especie de dios de la guerra. Lleva un rifle bañado en plata con su nombre inscrito bajo el lema
Et in arcadia ego
. En la Arcadia Norteamericana también está presente la muerte, encarnada en la infalible arma del juez. Si la tradición pastoral americana es en esencia el western cinematográfico, el juez encarna también esa tradición, aunque le haría falta un director a años luz de distancia de Sam Peckimpah, cuya
El grupo salvaje (The Wild Bunch)
es un retrato de la dulzura misma si se la compara con los paramilitares de Glanton. Por eso, como antes, yo recurro a Yago, único rival digno del juez Holden. Yago, que del campo transfiere la guerra a cualquier escenario, es un piromaniaco que todo lo incendia con el fuego de la batalla. El juez podría ser Yago antes de que
Otelo
comience, cuando el belicoso dios Otelo es adorado aún por su portaestandarte o insignia. El juez habla con una autoridad que me hiela tanto como Yago me aterroriza:
Tal es la naturaleza de la guerra, cuya apuesta es a la vez juego, autoridad y justificación. Vista así, la guerra es la forma más sincera de adivinación. Es la prueba de la voluntad propia y de la voluntad de otro dentro de esa voluntad mayor que al enlazarlas está forzada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque en definitiva la guerra impone la unidad de la existencia.
Aun si McCarthy no quiere que consideremos al juez como un arconte gnóstico o un ser sobrenatural, acaso al lector le resulte muy insuficiente designarlo como Yago del oeste norteamericano del siglo diecinueve. Dado que
Meridiano de sangre
, como la más larga
Moby-Dick
, es menos una novela que una epopeya en prosa, la expedición Glanton parecería una búsqueda post — homérica entre cuyos diversos héroes (o matones) hay escondido un dios; tal sería el papel hercúleo del juez. Los carniceros de Glanton acceden a una siniestra gloria estética al final del capítulo xiii, cuando pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a masacrar a los mexicanos que les pagaban:
Entraron en la ciudad macilentos y sucios y apestando a sangre de los ciudadanos para cuya protección los había contratado. Las cabelleras de los pobladores asesinados fueron colgadas de las ventanas de la casa del gobernador y se pagó a los partisanos con dinero de las arcas exhaustas y la Sociedad se desbandó y se anuló el botín. Una semana después de que dejaran la ciudad se ofrecería una recompensa de ocho mil pesos por la cabeza de Glanton.
Interrumpo el pasaje, en parte para observar que de aquí en adelante los filibusteros entran en la pendiente que llevará a un final apocalíptico, pero también para instar al lector a que oiga y admire la sublime frase que viene a continuación. Estamos en el centro visionario de
Meridiano de sangre
:
Se alejaron de la ciudad por el camino del norte como hacían las partidas que iban hacia El Paso pero antes de perderse de vista ya habían vuelto las trágicas monturas rumbo al oeste y cabalgaban hechizados y medio orates hacia el deceso del día, hacia las tierras del ocaso y el pandemonio del sol.
Como a menudo el lenguaje de McCarhy —lo mismo que el de Melville y el de Faulkner— es deliberadamente arcaico, es probable que el «meridiano» del título signifique cénit o posición del sol a mediodía. Glanton, el juez, el Chico y sus compinches no son descritos como trágicos —este adjetivo es en realidad para los sufrientes caballos—, «hechizados» o «medio orates» porque han roto con algún orden aparente. Como el lector, McCarthy sabe que un «orden» que llama a destruir toda la población nativa del sudoeste norteamericano es un orden obsceno, pero también quiere comunicarnos que ahora la banda es consciente de que nadie la patrocina y libre de enloquecer por completo. Si la grandeza de la frase que acabo de citar está grávida de ambigüedad moral,
de esa índole
es la grandeza de
Meridiano de sangre
, y por cierto la de Homero y la de Shakespeare. McCarthy contextualiza la frase de tal modo que el asombroso contraste entre el tono elevado y los sórdidos matones que evocan el esplendor no es irónico sino trágico. La tragedia no atañe a los de Glanton sino a nosotros en tanto lectores, porque cuando ellos mueran no los lloraremos, salvo al Chico, e incluso entonces nuestra reacción será equívoca.
Siento por
Meridiano de sangre
una pasión tan feroz que me gustaría seguir exponiéndola; a estas alturas, no obstante, el lector valiente ya estará en contacto (espero) con el movimiento principal del libro. Por eso me limitaré al encuentro final entre el sobrenatural juez Holden y el Chico, que rompió con la demencial cruzada hace veintiocho años y ahora, a los cuarenta y tantos, tiene que enfrentarse con ese hombre sin edad. El diálogo entre ambos es el logro más excelso de un libro que acumula maravillas, y quizá conmueva al lector como ningún otro episodio. Yo lo releo constantemente y nunca logro persuadirme de que he llegado al final.
Una vez que el vengativo juez le ha dicho al Chico que esa noche le reclamarán el alma, ambos están bebiendo juntos. Si bien sabe que es invencible, el Chico desafía a Holden puntuándole la desenfrenada grandilocuencia con réplicas lacónicas. Tras haber exigido saber dónde están sus camaradas muertos, el juez pregunta: «¿Y dónde está el violinista y dónde la danza?»
Supongo que usted me lo puede decir.
Te diré una cosa. Según la guerra caiga en la deshonra y su nobleza sea puesta en cuestión los hombres honorables que reconocen la santidad de la sangre serán excluidos de la danza, que es derecho del guerrero, y la danza se volverá danza falsa y los bailarines bailarines falsos. Sin embargo siempre habrá allí un bailarín de veras y a que no te imaginas quién será.
Usted no es nada.
Conocer al juez Holden, haberlo visto en plena acción y decirle que no es nada es un gesto heroico. «No sabes cuánto aciertas», replica el juez, y dos páginas más tarde asesina al Chico de la forma más horrible. Si se exceptúa un «Epílogo» de un solo párrafo,
Meridiano de sangre
acaba con el juez bailando mientras toca el violín, triunfante, y proclama que nunca duerme y no morirá jamás. Pero McCarthy no le deja a Holden la última palabra.
Ese «Epílogo», el pasaje más extraño de la novela, transcurre al amanecer. Un hombre innominado avanza por una llanura valiéndose de los agujeros que hace en el suelo rocoso. Mediante un implemento con dos mangos, «saca a golpes el fuego que Dios ha puesto en la roca». A su alrededor hay vagabundos en busca de huesos; él continúa extrayendo fuego de los agujeros y los otros se alejan. Eso es todo.
Meridiano de sangre
lleva como subtítulo
El rojo del oeste al anochecer
, frase ésta que pertenece al juez, último superviviente de la banda Glanton. Acaso el lector sólo pueda inferir con alguna certidumbre que el hombre que extrae fuego de la roca es una figura opuesta al rojo del atardecer. El juez nunca duerme y puede que no vaya a morir jamás, pero quizá haya un nuevo Prometeo alzándose para hacerle frente.
Parece razonable decir que el mayor logro estético de los afroamericanos es la obra de los grandes maestros del jazz: Louis Armstrong, Charlie Parker, Bud Powell y otros. Al mismo tiempo el jazz es el único arte autóctono de Norteamérica. Pese a la confusión crítica de algunos de sus aclamadores académicos politizados, los escritores afroamericanos no han estado en situación de fundar un arte literario original.
hombre invisible
(1952), de Ralph Ellison, sigue siendo la novela más vigorosa escrita por un negro norteamericano y (el mismo Ellison lo reconoció) tiene palpables deudas con Melville, Mark Twain, Faulkner, Dostoievski y el lenguaje poético de T. S. Eliot. Aunque sostenga apasionadamente lo contrario, Toni Morrison también es hija de Faulkner, así como de Virginia Woolf. Ellison era un escritor de sensibilidad inmensa y mordaz, y el factor más importante de que se negara a publicar una segunda novela en toda su vida fue sin duda el orgullo de haber compuesto hombre invisible. Exhorto al lector a leer
hombre invisible
y no
Funeteenth
, editada a partir de los manuscritos de Ellison. Creo que el autor no habría aceptado la publicación de este libro: más de una vez me preguntó si, exceptuando a Henry James, algún novelista norteamericano había escrito de verdad más de una obra maestra.
Es de presumir que estuviera pensando en Melville, Twain, Faulkner, Hemingway y Fitzgerald entre otros, y, como de mi parte habría sido una falta de tacto sugerir candidatos, no lo hice. No obstante él tenía clara conciencia de la trayectoria de Faulkner, que en su gran etapa temprana había creado
El ruido y la furia
,
Mientras agonizo
,
Luz de agosto
y
¡Absalón, Absalón!
Faulkner, blanco del Sur, se enfrentó con muchas presiones, que fueron minucias comparadas con las que molestaron a Ellison durante el último cuarto de su vida. La crítica feminista, marxista y nacionalista afroamericana se quejó de su insistencia en situar el arte por encima de la ideología. Rehusándose a polemizar, en parte el novelista se retrajo en su enorme dignidad. Hay un sinfín de ensayos (él me comentó algunos con irónico menosprecio) que riñen con Ellison y con su narrador — protagonista,
El hombre invisible
, por no abrazar la verdadera fe «política». Aunque, como verá el lector, el libro termina con una ambigüedad teñida de esperanza, la condena típica es que el hombre invisible nunca saldrá del subsuelo porque le falta la madre negra, la musa negra o la determinación marxista capaces de propulsarlo devuelta a la sociedad. Pero Ellison escribió una novela personal y a nosotros más nos vale aprender a leerla y descubrir por qué la leemos. Vendrán otras épocas con políticas culturales diferentes, pero hombre invisible conservará la vitalidad norteamericana y universal que Ellison le confirió.
Al final de la novela el narrador invoca una vez más a Louis Armstrong, a quien desde el comienzo ha señalado como precursor, guía espiritual o Virgilio para su papel de Dante: