Read Cómo leer y por qué Online

Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (35 page)

Es justo decir del joven Milkman Dead que combina la rapacidad del padre con el solipsismo de la madre. Emula a Hamlet infligiendo a Hagar —su Ofelia— fríos desprecios que la llevan a la locura; como ella no logra decidirse a matar a Milkman, muere en su lugar. Tras un vano arranque por superar a su padre en codicia financiera, Milkman emprende otra búsqueda que es la fuerza primordial de la novela. Marcha al sur, a la ancestral Shalimar, donde una bruja pasmosamente vieja, Circe, le narra la verdadera historia de la familia.

El regreso a Shalimar da paso a una metamorfosis circeana invertida: lenta y penosamente Milkman alcanza su verdadera forma interior. Aquí Morrison parodia con brillantez «El oso», la famosa saga de Faulkner donde Ike McCaslin es iniciado en la caza. Milkman cumple el mismo rito —pero desde una perspectiva negra— cuando arranca el corazón palpitante de un lince recién abatido. Transformado, el héroe de Morrison recupera su verdad, el nombre salomónico, y se lanza valerosamente al duelo a muerte con Cuitar. Es notable que Morrison pueda sostener su parábola simbólica con un realismo social de tal riqueza que lo fantástico parece apenas una versión más de lo cotidiano. Negándose a seguir adelante como hombre invisible, el Salomón reencontrado aprende a rendirse al aire y cabalgar en él como lo hiciera su ancestro. Si la apoteosis de Milkman resulta persuasiva es en virtud del puro ímpetu de Morrison y la seguridad con que maneja todas sus tradiciones.

En un comentario sobre
La canción de Salomón
—escrito con el fervor polémico que emana de una fusión de ideologías—, Morrison insiste en que el lector debe interrogar desde una perspectiva comunitaria, no individual:

El lector en tanto narrador hace las preguntas que hace la comunidad; lector y «voz» están en la multitud, dentro de ella, en una intimidad y un contacto privilegiados pero con una información no más privilegiada que la de la multitud. Para mí, el igualitarismo que nos sitúa a todos (lector, habitantes de la novela, voz del narrador) en un mismo pie reflejaba la fuerza del vuelo y la compasión, y también la mirada preciosa, imaginativa pero realista, de esos negros que (al menos en una época) no mitificaban lo que mitificaban. La «canción» misma contiene esta imperturbable valoración del vuelo milagroso del legendario Salomón…

Sin duda Morrison no está diciendo por qué hay que leer la novela; pero si la lectora o el lector solitarios no hacen las preguntas desde sí mismos, antes que desde la comunidad, ¿cómo van a ser sinceros? Puede aducirse (si se quiere) que en realidad deberíamos leer para socializarnos; pero entonces, ¿quién decidirá si ha sido correcto mitificar lo mitificado? Por mi parte, percibo en esa afirmación más que racional una ideología totalizante y vuelvo al postulado inicial de este libro: leer al servicio de una ideología cualquiera es no leer en absoluto. Por fortuna la Morrison temprana no ha encarnado aún en el Espíritu de la Edad, y
La canción de Salomón
sigue siendo un fuerte impulso en la búsqueda de cómo y por qué leer.

OBSERVACIONES SUMARIAS

Denomino escuela de Melville a las siete novelas discutidas en esta sección, puesto que su verdadero punto de partida es
Moby-Dick
. Como observó D. H. Lawrence,
Moby-Dick
es un Apocalipsis norteamericano, una visión catastrófica de «la nación norteamericana y su destino». Faulkner, West, Pynchon, McCarthy, Ellison y Morrison son todos hijos de Melville, si bien Pynchon elude la herencia y Morrison sostiene que hay en
Moby-Dick
un hilo oculto relacionado, no exactamente con la blancura de la ballena, sino con la blancura demencial que excluye a los afroamericanos de la visión manifiesta de Melville.

Quizás algún lector pregunte qué placeres y ensanchamientos se obtendrán leyendo
Mientras agonizo
o
Meridiano de sangre
o, para el caso, todos estos apocalipsis post — melvillianos. Cuando las novelas se vuelven tan difíciles y su visión es tan negativa, ¿siguen persuadiéndonos de que hay en nosotros una sustancia que prevalece? El interrogante vale para toda la mejor ficción nortamericana actual, aparte de Pynchon y Morrison. Los desastres que despliega Philip Roth en la brillante
El teatro de Sabbath
y la vehemente
Pastoral americana
, ese sublime vórtice que es
Underworld
de Don de Lillo, ¿nos enseñan de alguna forma cómo vivir, qué hacer? ¿Para qué le sirven al lector las ficciones apocalípticas?

La negatividad limpia, aunque al grave precio del nihilismo. Al final de
Moby-Dick
quedamos con «la gran mortaja del mar» e Ismael flotando, «tan sólo un huérfano más». No creo que haya en el siglo xx norteamericano un logro estético más alto que
Mientras agonizo
, una obra de originalidad demoledor; pero «emoledor», además, es el adjetivo más preciso que encuentro para el efecto que la novela tiene en mí. Darl Bundren es allí el delegado de Faulkner y la figura con la cual debe identificarse el lector sensible; pero, genio intuitivo, víctima de un padre indignantemente egoísta y una madre nada afectuosa, Darl marcha cuesta abajo por la senda, no de la sabiduría, sino de la locura. Por heroica que sea, la gesta de los Bundren —enterrar a la madre— culmina en un apocalipsis del Mississippi, una pesadilla de fuego y barro.

Miss Lonelyhearts
es una parodia que debe aclamarse como gran escritura; no obstante hay en ella una ranciedad nihilista sin paralelo desde algunas obras de Shakespeare como
Medida por medida
o
Troilo Crésida
. En
La subasta del lote 49
se salva muy poco de Norteamérica; si la novela nos da a elegir, es entre el cultivo de la paranoia o la práctica del sadoanarquismo. Aunque el
hombre invisible
de Ralph Ellison, superviviente de la hipocresía blanca y el apocalipticismo negro, da a entender que regresará a la vida corriente, la última vez que lo vemos sigue siendo un Hombre del Subsuelo. Y Milkman Dead, el más persuasivo buscador de Toni Morrison, acaba trabado en un duelo a muerte con su «hermano enemigo», el terrorista Cuitar. ¿Qué clase de personalidad puede ser asistida o aumentada por estas formidables negaciones de lo que aún debería ser la Norteamérica de Walt Whitman?

He pasado adrede por encima del apocalipsis de los apocalipsis,
Meridiano de sangre
, cuyo incesante frenesí de violencia dibuja con precisión nuestro pasado, a menudo representa la actual locura armamentística y sin duda profetiza nuestro futuro sangriento. Hace ya dos siglos que los Estados Unidos viven la obsesión de Dios y de las armas; es improbable que ninguna de las dos fascinaciones decaiga. Vemos a nuestro alrededor a los descendientes directos de los mercenarios de Glanton: posesos arianos armados hasta los dientes, maníacos que irrumpen a tiros en parvularios y escuelas, terroristas que ponen bombas en edificios estatales. Cormac McCarthy tiene una relevancia absoluta; es el Homero de nuestra trágica epopeya de la matanza y la religiosidad. Tal como promete, el juez Holden no morirá nunca; en este mismo instante baila y toca el violín en algún lugar de la noche del oeste.

No es función de la lectura levantarnos el ánimo ni consolarnos prematuramente. Pero yo concluyo afirmando que estas visiones norteamericanas del Fin de Nuestros Tiempos nos ofrecen más, mucho más que su negatividad higiénica. Relean ustedes lo más digno de ser releído y recordarán qué es lo que les fortalece el espíritu. Cuando pienso en
Moby-Dick
, lo primero que me viene a la cabeza es el amor fraternal entre Ismael y Queequeg, y luego respondo una vez más al valeroso reto de ese Prometeo americano que es Ahab. El efecto final de las seis novelas melvillianas subsiguientes no es nihilista sino ambiguo, y en esa ambigüedad arraigan soberbias recompensas para la identidad del lector. Ahab, Addie Bundren, Shreki, los anónimos agentes del Tristero, el malévolo juez Holden, Ras el Exhortador/Destructor, Rinehart el Traficante/Pastor y Cuitar constituyen una panoplia de pesadilla, pero no eclipsan para el lector las búsquedas (no importa si frustradas) de Ismael, Darl Bundren, Miss Lonelyhearts, Edipa Maas, el Chico, el hombre invisible y Milkman Dead. De todos estos, algunos sobreviven: Edipa, el Chico, el hombre invisible, Milkman. ¿Por qué leer? Porque se encontrarán habitados por grandes visiones: la de Ismael, que se salva para contarnos la historia; la de Edipa Maas acunando al viejo pordiosero en sus brazos; la del hombre invisible preparándose para salir de nuevo a la luz, como Jonas del vientre de la ballena. Todos ellos, en algunas de las frecuencias más altas, hablan para ustedes y por ustedes.

EPÍLOGO

COMPLETANDO LA OBRA

El rabí Tarfón decía:

El día es breve y el trabajo es grande, y los peones son perezosos, y los salarios son abundantes, y el dueño de casa es exigente.

El rabí Tarfón también solía decir:

No es necesario que acabéis el trabajo, pero ninguno de vosotros es libre de abandonarlo.

Leí por primera vez
Las sentencias de los Padres (Pirke Abot)
cuando era chico y, si bien me impresionaron ciertos aforismos de Hillel y Akiba, las marcas más duraderas me las dejaron los apotegmas del menos celebrado rabí Tarfón.
Las sentencias de los Padres
constituyen un epílogo añadido para «amansar» la
Mishná
. Este gran código de ley oral fue editado por rabí Judá el Patriarca hacia el año 200 de la Era Común; unos cincuenta años después se adjuntó el tratado de máximas sapienciales de los Padres, que desde entonces ha sido la única parte popular del gran código legal rabínico.

Las sentencias de los padres
comienza deliberadamente con una proclama majestuosa pero históricamente dudosa que afirma al judaísmo normativo como tradición continua, legitimando así la Ley Oral:

Moisés recibió la Tora del Sinaí y se le entregó a Josué, y Josué a los Ancianos, y los Ancianos a los Profetas, y los Profetas a los hombres de la Gran Sinagoga. Éstos dijeron tres cosas: Juzgad con deliberación, tened muchos discípulos y construid un cerco alrededor de la Tora.

Aquí «Sinaí» representa al propio Yahveh; no sabemos en dónde estaba el monte Sinaí, y es evidente que los rabinos tampoco. Esto sencillamente no importa. En cuanto a la Gran Sinagoga, también es un mito. Al parecer se refiere a los seguidores de Ezra el Escriba, quien acaso fuera el Gran Redactor que nos dio las Escrituras Hebreas como en esencia las conocemos hoy, es decir, como fueron llevadas de vuelta a Israel desde el Exilio en Babilonia. Aun así, nadie desearía disputar con la sabiduría de una máxima como «Juzgad con deliberación», aunque «tened muchos discípulos» es más problemática y alzar un cerco en torno a la Tora, pienso yo, es muy mala idea. Con todo, persuasivo o no, el comienzo de
Las sentencias de los Padres
sigue siendo de una grandeza arrasadora.

El judaísmo rabínico, cuya normativa se aplica desde hace más de mil novecientos años, es una religión ni más ni menos tardía que el cristianismo. Ambas resultaron de la terrible catástrofe del año 70 de la Era Común, cuando las legiones romanas saquearon Jerusalén y destruyeron el Segundo Templo, el templo de Heredes el Grande. Adonde fue Yahveh cuando lo expulsaron del Santuario de los Santuarios es cosa que nadie sabe, como se desconoce el arco completo de versiones de la religión de Judá que existían antes de la caída del Templo. Fueron los sabios que (con la indulgencia romana) escaparon a la ciudad de Yavné quienes fundaron lo que hoy conocemos como judaísmo. Yavné ardió en llamas en 132 de la Era Común, cuando el rabí Akiba —heroico, anciano y tal vez sublimemente loco— cometió el terrible error de unirse a la rebelión de Bar Kochba contra los romanos. Akiba, cuya religión aún puede considerarse la expresión definitiva del judaísmo normativo, proclamó a Bar Kochba el Mesías. El desastre engendró un Holocausto de judíos cuya magnitud sólo sería superada por el terror nazi, y concluyó con el martirio del propio Akiba.

Unos ciento veinte años después de esta catástrofe, las
Sentencias de los Padres
la pasan por alto tranquilamente, y de hecho desprecian toda historia como irrelevante frente a la cadena de la tradición, en la que un sabio sigue a otro y la sabiduría perdura. El Segundo Templo había desaparecido, también la academia de Yavné, pero la genealogía de la tradición normativa se mantenía serena. Se había consumado aquello que Donald Harman Arkenson define correctamente como «una gran invención religiosa». Sin embargo, hoy estamos a unos mil setecientos cincuenta años de distancia de
Las sentencias de los Padres
. ¿Conserva esta gran invención algún interés que exceda el de una antigüedad, en especial en los Estados Unidos, donde judíos, protestantes y católicos empiezan a mezclarse en lo que yo he llamado «religión norteamericana», una fe indígena nacional que, sospecho, aún no hemos comenzado a entender?

Vuelvo a mi interés por el rabí Tarfón, que me ha absorbido durante casi toda la vida. En términos históricos sabemos muy poco de Tarfón, sobre todo en comparación con su contemporáneo Akiba. Éste era una personalidad tan central y fuerte que nos da la impresión de conocerlo; en cambio Tarfón está subsumido en los textos rabínicos, y hay que escuchar sus sentencias con gran cuidado para hacerse alguna idea del hombre interior, que en asuntos de controversia rara vez coincidía con Akiba. Dado que la única e invariable fuente en torno a estas disputas son los discípulos de Akiba, cabe dudar de las historias en las que Tarfón siempre es superado. Al contrario que Akiba, que provenía del pueblo ordinario, Tarfón era sacerdote, especie de vestigio arcaico de las primeras épocas del Segundo Templo. Por eso una de sus preocupaciones fundamentales era la función y los privilegios de los sacerdotes, materia que a Akiba no le interesaba nada. Donde chocaban ambos sabios era en la oposición entre asunciones subjetivas y hechos supuestamente objetivos. De un modo que me recuerda a Sigmund Freud, Tarfón argumentaba a favor del Principio de Realidad. Su idea dominante es la primacía del hecho sobre la intención. Hayamos querido o no causarlos, los hechos son lo único que importa. En cambio Akiba decía que al juzgar nuestras acciones debe tenerse en cuenta qué pensamos y qué queremos. Las sentencias de los padres adjudican a Akiba esta formulación elocuente:

El silencio es el cerco que defiende la sabiduría. Todo está previsto, y el mundo es juzgado por la bondad, y todo es según la cantidad de trabajo.

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