A lo largo de los siglos han sido muchas las voces que han respondido a la pregunta «¿Por qué leer?», aunque sin duda muy pocas de estas voces resultan tan convincentes como la de Harold Bloom, lector apasionado e impenitente desde hace más de sesenta años y uno de los mayores conocedores del legado literario de la humanidad: «Para mí, la lectura es una praxis personal, más que una empresa educativa. […] Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas.
Leer para desarrollar la propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que se comparte con personajes, con historias y sentimientos en ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en fin, por el simple y egoísta placer de la lectura. Éstos son algunos de los argumentos que a lo largo de las presentes páginas esgrime el autor como excusa para intentar enseñar —con un lenguaje sencillo y con el entusiasmo de quien desea compartir la mayor de sus pasiones— cómo leer la obra de algunos de los mayores escritores de todas las épocas: de Shakespeare a Proust, de Cervantes a Dickens y a Flaubert, de Jane Austen a Hemingway o de Dostoievski a Borges, entre muchos otros.
Harold Bloom
Cómo leer y por qué
ePUB v1.2
Akakiy Akakiyevich14.05.12
Título original:
How to read and why
Harold Bloom, 2000.
Traducción: Marcelo Cohen
Diseño/retoque portada: Lázaro Enríquez
Editor original: Akakiy Akakiyevich
Segundo editor: Chungalitos
ePub base v2.0
Para Miriam Brutu Hansen
No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial por la cual debemos leer. A la información tenemos acceso ilimitado; ¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado se topará con un profesor particular que lo ayude; pero al cabo está solo y debe seguir adelante sin más mediaciones. Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional.
Este libro enseña cómo leer y por qué, y avanza afianzándose en una multitud de ejemplos y muestras: poemas cortos y largos, cuentos y novelas. No debe pensarse que la selección es una lista exclusiva de qué leer, se trata más bien de una muestra de obras que mejor ilustran por qué leer. La mejor forma de ejercer la buena lectura es tomarla como una disciplina implícita; en última instancia no hay más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo. Como yo he llegado a entenderla, la crítica literaria debería ser experiencial y pragmática antes que teórica. Los críticos que son mis maestros —en particular el Dr. Samuel Johnson y William Hazlitt— practican su arte a fin de hacer explícito, con cuidado y minuciosidad, lo que está implícito en un libro. En las páginas que siguen, ya trate con un poema de A. E. Housman o una pieza teatral de Oscar Wilde, con un cuento de Jorge Luis Borges o una novela de Marcel Proust, siempre me ocuparé sobre todo de modos de percibir y comprender lo que puede y debe hacerse explícito. Dado que para mí la cuestión de cómo leer nunca deja de llevar a los motivos y usos de la lectura, en ningún caso separaré el «cómo» y el «por qué». En «¿Cómo se debe leer un libro?», el breve ensayo final de su
Lector Común (Volumen II)
, Virginia Woolf hace esta encantadora advertencia: «Por cierto, el único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no acepte consejos». Pero luego añade muchas disposiciones para el gozo de la libertad por parte del lector, y culmina con la gran pregunta «¿Por dónde empezar?» Para llegar a los placeres más hondos y amplios de leer, «es preciso no dilapidar ignorante y lastimosamente nuestros poderes». Parece pues que, mientras uno no llegue a ser plenamente uno mismo, recibir consejos puede serle útil y hasta esencial.
Woolf, por su parte, había encontrado asesoramiento en Walter Pater (cuya hermana le había dado clases), y también en el Dr. Johnson y los críticos románticos Thomas de Quincey y William Hazlitt, sobre el cual hizo esta maravillosa observación: «Es uno de esos raros críticos que han pensado tanto que pueden prescindir de la lectura». Woolf pensaba incesantemente, y nunca dejaba de leer. Tenía buena cantidad de consejos para dar a otros lectores, y a lo largo de este libro yo los he adoptado muy contento. El mejor es recordar: «Siempre hay en nosotros un demonio que susurra “amo esto, odio aquello” y es imposible callarlo». Yo no puedo callar a mi demonio, pero en fin, en este libro lo escucharé únicamente cuando susurre «amo», porque aquí no pretendo entablar polémicas; sólo quiero enseñar a leer.
¿POR QUÉ LEER?
Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo —bien o mal— no puede depender totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y lamentablemente el cambio último es universal.
Me entrego a la lectura como a una práctica solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía satisfacer el principal compromiso de Johnson, que era con «lo que tenemos cerca, aquello que podemos usar». Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee». Permítanme fundir a Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es que
El rey Lear
te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de
El rey Lear
y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.
En definitiva leemos —como concuerdan Bacon, Johnson y Emerson— para fortalecer el sí-mismo (el
self
) y averiguar cuáles son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos momentos como placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda los placeres de la lectura son más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición, la esperanza social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria al bien público.
La pena de la lectura profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que conoció en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en
El rey Lear
, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y sin embargo no leer
El rey Lear
plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que supuestamente los trascienden.
En la vida como en la literatura, el valor está muy relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en marcha el sentido. No es casual que los historicistas —críticos convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad— consideren los personajes literarios como signos en una página y nada más. Si no tenemos un pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson:
Limpiate la mente de jergas
. El diccionario inglés dirá que «jerga» (
cant
), en este sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre. Dado que las universidades han potenciado expresiones como «género y sexualidad» o «multiculturalismo», la admonición de Johnson se convierte en: «Limpiate la mente de jerga académica». Una cultura universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto subsidiario de esta «poética cultural» es que no puede haber un nuevo Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la parodia? Los poemas de nuestra tradición cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Los nuevos materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el historicismo y afirman trabajar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para esto poco se requieren los hurras de una secta académica.