El poema nos está conduciendo al filo de un viaje postrero, no profetizado por el inquietante Tiresias cuando, en La Odisea, XI, 100 — 137, augura que el héroe morirá «rico y anciano,/ rodeado de la bendita paz de tus gentes». La fuente de Tennyson, tan contrario en espíritu a su monólogo dramático, es el canto XXVI del Infierno de Dante, donde se pinta a Ulises como un buscador transgresivo. El Ulises de Dante termina su larga permanencia junto a la hechicera Circe, no para volver a Itaca con Penélope, sino para navegar allende los límites del mundo conocido, para irrumpir desde el Mediterráneo en el caos del Océano Atlántico. Dante tiene callada conciencia de la identidad entre el viaje que él ha emprendido en la
Comedia
y la búsqueda final de Ulises, pero —poeta cristiano— se ve obligado a situar al griego en el octavo círculo del infierno. Muy cerca está Satán, arquetipo del pecado de Ulises en tanto consejero fraudulento. El Ulises de Tennyson lleva a cabo el enloquecido viaje final del pecador de Dante, pero no es un héroe — villano. El Ulises Victoriano descubre al Victoriano paradigmático en su hijo Telémaco, a quien se diría que describe como un mojigato:
He aquí a mi hijo, mi Telémaco,
a quien dejo la isla y el cetro: muy querido
para mí, cumplirá con buen discernimiento
la labor de suavizar con prudencia despaciosa
a un pueblo tosco, y por grados paulatinos
someterlo a lo útil y lo bueno.
Es impecable en grado sumo, centrado en la esfera
del deber común, lo bastante honrado
para no flaquear en sus tareas por blandura
y rendir adoración a los dioses del hogar
cuando yo ya no esté. Hace su trabajo, y el mío.
El giro «muy querido» no convence demasiado, en especial si se lo compara con el poder expresivo de «Hace su trabajo, y el mío». El lector oye el alivio con que Ulises se aparta del virtuoso hijo para dirigirse al fin a sus envejecidos marineros, ésos que lo acompañarán en el viaje suicida.
He allí el puerto; el barco hincha la vela:
crecen las sombras en los anchos mares. Marineros míos,
almas que os habéis afanado y forjado junto a mí,
que conmigo habéis pensado, que con ánimo de fiesta
habéis recibido el sol y la tormenta y les habéis
opuesto frentes y corazones libres: sois viejos como yo;
con todo, la vejez tiene su honor y sus esfuerzos;
la muerte todo lo clausura: pero algo antes del fin
ha de hacerse todavía, cierto trabajo noble,
no indigno de hombres que pugnaron con dioses.
Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces:
se apaga el largo día: sube lenta la luna: muchas voces
rodean los hondos gemidos. Venid, amigos míos,
aún no es tarde para buscar un mundo más nuevo.
Desatracad, y sentados en buen orden amansad
las estruendosas olas; pues mantengo el propósito
de navegar hasta más allá del ocaso, y de donde
se hunden las estrellas de occidente, hasta que muera.
Puede que nos traguen los abismos: puede
que toquemos al fin las Islas Felices y veamos
al grande Aquiles, a quien conocimos. Aunque
mucho se ha tomado, mucho permanece; y si bien
no somos ahora aquella fuerza que en los viejos tiempos
movía tierra y cielo, somos lo que somos;
un parejo temple de corazones heroicos, debilitado
por el tiempo y el destino, mas fuerte en voluntad
para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse.
«La muerte todo lo clausura» está más en la vena de Hamlet que en la de Dante (o la de Tennyson), y su fuerza como declaración crece cuando se la yuxtapone a la extraordinaria sensibilidad de Ulises frente a la luz y el sonido:
Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces:
se apaga el largo día: sube lenta la luna: muchas voces
rodean los hondos gemidos.
Tennyson termina con otra colisión entre voces antitéticas, una de ellas universalmente humana («Aunque mucho se ha tomado, mucho permanece») y otra que remite inconfundiblemente al Satán de Milton: «para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse». Satán hace una pregunta grandiosa: »Ser valiente es no rendirse ni someterse nunca: ¿y qué otra cosa es no sufrir derrota?». Dante —el más grande poeta católico— y Milton —el mayor poeta protestante— habrían hablado de rendirse a Dios, pero uno no supondría que el Ulises de Tennyson, tras una vida de batalla contra el dios — mar, fuera a someterse a ninguna divinidad. A la lectora y el lector, dondequiera que se sitúen en relación a Dios o a las posibilidades del heroísmo, la inhabitual elocuencia de Tennyson no puede sino conmoverlos, más allá del escepticismo que el poema nos suscita sutilmente respecto de Ulises.
Algo se ha indicado sobre cómo leer el poema sublime; ¿pero por qué deberíamos seguir leyéndolo? Los placeres de la gran poesía son muchos y variados, y para mí el «Ulises» de Tennyson es una fuente inagotable de deleite. Sólo en muy contadas ocasiones —momentos raros, como el del enamoramiento— la poesía nos ayuda a comunicarnos con los otros; pensar lo contrario es bello idealismo. La marca más frecuente de nuestra condición es la soledad. ¿Cómo poblaremos esa soledad, entonces? Los poemas pueden ayudarnos a hablar más plena y claramente con nosotros mismos, y a oír esa conversación. De ese tipo de atención casual Shakespeare es el maestro supremo: sus personajes se oyen hablar consigo mismos; sus mujeres y hombres son precursores nuestros, y también lo es el Ulises de Tennyson. Hablamos con una otredad que hay en nosotros, o con lo que puede haber de mejor y más viejo. Leemos para encontrarnos, acaso más plenamente y con más sorpresa de la que habríamos esperado.
A lo largo de muchos años enseñé que en la capacidad de oírse a sí mismos (como desde fuera, por así decirlo) radicaba la originalidad de los personajes mayores de Shakespeare, sin recordar dónde había encontrado esa noción. Mientras escribía el párrafo anterior de pronto me vino a la mente un contemporáneo de Tennyson, el filósofo John Stuart Mill, que en su ensayo «¿Qué es poesía?» (1833) dice acerca de un aria de Mozart: «La imaginamos oída al pasar». También la poesía, da a entender Mill, es algo que se oye como de pasada, o casualmente, más que en el sentido habitual de oír. Me vuelvo ahora hacia una obra maestra del verdadero rival de Tennyson, Robert Browning, hoy en día muy descuidado a causa de las auténticas dificultades que presenta. »Childe Roland a la torre oscura fue» toma el título de un fragmento de canción que canta Edgar en la escena cuarta del tercer acto de El rey Lear de Shakespeare:
Childe Rowland a la torre oscura fue
y dentro la voz decía
: «Fim, fam, fem,sangre británica ya se empieza a oler».
Éste es Edgar en su abyecto disfraz de vagabundo «Tom el loco rabioso», un mendigo a la Tom O’Bedlam
[5]
, a veces llamado hombre de Abraham. Se supone que Edgar está citando una balada antigua, pero nunca se ha encontrado esa balada y yo sospecho que la espantosa rima la escribió Shakespeare. Más adelante en este capítulo citaré y discutiré la más grande canción loca de la lengua inglesa, la anónima «Tom O’Bedlam», descubierta en un álbum literario de recortes de 1620, un poema tan magnífico que me gustaría poder atribuirlo a Shakespeare sólo para añadirle mérito. Como sea, escribiera o no Shakespeare la tonada de Edgar, ésta le inspiró a Browning el más asombroso de sus monólogos dramáticos:
I
Primero pensé que ese viejo tullido
mentía a mansalva, recelosos como estaban
sus malignos ojos de ver el efecto de su embuste
en los míos, y su boca apenas capaz de permitirse
reprimir el júbilo, que ceñía y hostigaba
los bordes, de haber cobrado una víctima más.
II
¿Qué otra cosa podía proponerse, con ese bastón?
Qué, sino detener con sus mentiras y enlazar
a los viajeros que lo encontraran clavado allí
y le preguntaran el camino? Imaginé qué risa
de calavera estallaría, qué muletas iban a gozar
escribiendo mi epitafio en la vía polvorienta.
III
Eso si a su consejo yo me desviaba
por esa senda ominosa que, todos concuerdan,
esconde la Torre Oscura. Y sin embargo accedí
a enfilar por donde él señalaba: no por orgullo
ni esperanza renovada de divisar el fin,
mas por alegría de que un final hubiera al menos.
IV
Pues, aunque con la arrancia por el ancho mundo,
con la búsqueda de largos años, mi esperanza
había menguado a fantasma incompetente ya para lidiar
con la dicha bullanguera que traería el éxito,
apenas pude ahora refutar el salto que el corazón
me dio al avistar en su horizonte el fracaso.
¿Quién es exactamente este personaje desesperanzado que nos habla con tal elocuencia desesperada? Un
childe
es un joven noble, aún no ungido caballero pero candidato a serlo; pero Roland sólo quiere ser apto para fracasar en la tradición de quienes lo han precedido en la búsqueda de la Torre Oscura. En ningún momento se nos dice quién o qué habita la Torre, aunque cabe presumir que sea el ogro cuyas palabras eran «Finí, fam, fem, / sangre británica empiezo a oler». Truculenta perspectiva, aunque no más sombría que la apabullante tierra baldía por donde avanza el negativamente heroico Childe Roland:
X
Seguí la marcha, pues. No había visto nunca, creo,
naturaleza más famélica e innoble; nada prosperaba:
ni una flor —¡mucho menos cedros en un bosque!—,
sino espinos y cizaña propagaban sus especies
de acuerdo con ley propia, sin nadie, se hubiera dicho,
que les temiera; un abrojo se habría dado por tesoro.
XI
¡No! Penuria, letargo y amargura, extrañamente
eran la dote de esa tierra. «Cierra los ojos
si no quieres ver», decía la naturaleza disgustada;
«si no hay quien lo remedie, mi caso está perdido.
La cura del lugar será el fuego del Juicio:
calcinará la tierra y librará a mis prisioneros».
XII
Si el tallo de algún maltrecho cardo descollaba
por sobre los demás, era decapitado; de lo contrario
los celos se imponían. ¿Qué originaba las grietas y carcomas
en las ásperas hojas de acedera, heridas como para hundir
toda esperanza de verdor? Como si un bruto hubiera andado
pisándoles la vida, con intenciones brutales.
XIII
La hierba, por su parte, era escasa como el pelo
de un leproso; flacas briznas secas asomaban
en el barro, cuyo sostén parecía sangre coagulada.
Llegado vaya a saberse cómo, un rígido caballo ciego,
en piel y huesos, se alzaba estupefacto.
¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!
XIV
¿Vivía? Lo mismo habría podido ser cadáver,
Con ese pescuezo rojo, endurecido, descarnado,
y los ojos cerrados bajo el cabestro herrumbroso;
rara vez convive así el dolor con lo grotesco;
nunca una bestia me despertó tanto odio;
ha de ser malvada para merecer tal pena.
Si, de cabalgar al lado de Roland, nosotros veríamos un paisaje tan deforme y ruinoso como él, es materia de discusión. Si bien ese caballo horrendo, ni del todo vivo ni muerto, parece incontrovertiblemente descrito, ¿gritaríamos nosotros? «¡Lo habrían jubilado de las cuadras del diablo!» ¿o pasaríamos a la pueril reflexión siguiente: «nunca una bestia me despertó tanto odio;/ha de ser malvada para merecer tal pena»?
Nadie deja a un niñito solo con un gato herido, y uno se pregunta cuan seguro es dejar que Childe Roland viaje solo. Desesperado por su propia visión, Roland intenta convocar imágenes de sus precursores en la búsqueda de la Torre Oscura, pero sólo recuerda amigos queridos caídos en desgracia como traidores. «¡De vuelta pues a mi sendero en penumbras!», exclama; pero quizá convenga saber que el lector debería cuestionar lo que el joven noble ve. La inclemente
Tierra baldía
de T. S. Eliot parece hospitalaria comparada con este paisaje:
XX
¡Qué insignificante y despreciable a la vez!
achaparrados alisos se hincaban a todo lo largo;
sauces empapados caían sobre ellos en un arrebato
de desesperación muda, cual suicidas en tropel:
el río que les había causado todo el mal,
cualquiera fuese, corría sin inmutarse un ápice.
XXI
Cuando empecé a vadearlo, por los santos, cómo
temí apoyar el pie en la mejilla de un muerto,
o sentir que la vara que empuñaba para sondear pozos
se enredara en una cabellera o una barba. Tal vez
lo que ensarté fuese una rata de agua, pero ¡aj!
el grito que oí parecía de un recién nacido.
XXII
Me alegró mucho llegar a la otra orilla.
Pensé que sería una región mejor. ¡Vano presagio!
¿Quiénes eran los combatientes — y qué guerra libraban —
cuyas violentas pisadas podían hacer del suelo húmedo
semejante tremedal? Sapos en un estanque envenenado
o gatos salvajes en una jaula al rojo vivo.
XXIII
Tal habría debido ser la pelea en aquel caído circo.
¿Qué los agolpaba allí, teniendo libre todo el llano?
Ni una pisada conducía a las hórridas caballerizas,
ni una salía. Locas maquinaciones les afectaban
los sesos, sin duda, como a esos esclavos que los turcos
arrojan a un pozo, cristianos mezclados con judíos.
XXIV
Y como a un estadio de distancia, ¡todavía más!
¿Cuál era el uso dañino de esa rueda — o freno,
que no rueda —, de esa rastra apta para enrollar
cuerpos de hombres como seda? Tenía todo el aire
del tormento de Tofet
[6]
, dejado en la tierra al descuidoo para que se le afilaran los dientes oxidados.