Cómo leer y por qué (6 page)

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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

O’Connor comenta que Mary Fortune Pitts obtuvo la salvación y el señor Fortune fue condenado, pero no puede explicar por qué: ambos son personas igualmente abominables y la lucha a muerte podría haber acabado al revés. Es magnífico que O’Connor fuera tan dada a indignarse, porque nuestro escepticismo la indignaba y le servía de inspiración artística. Con todo, esa espiritualidad obsesiva, esos juicios morales absolutos, no pueden sostenerse únicamente a expensas del lector. Pero mientras pienso esto, recuerdo de pronto cuan cerca estaban sus gustos literarios de los míos: para ella
Mientras agonizo
, de Faulkner, y
Miss Lonelyhearts
, de Nathanael West, estaban en la cumbre de toda la ficción norteamericana moderna; y para mí también. Leyendo los cuentos de O’Connor y
Los profetas
me siento estimulado casi hasta el miedo, algo que también me ocurre con las grandes obras de Faulkner y West y con
El meridiano de sangre
, de Cormac McCarthy, un libro que, de haber vivido para leerlo, sin duda O’Connor habría admirado. Turguéniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, no eran ideólogos, y es cierto que la tradición principal del cuento moderno les pertenece a ellos y no a O’Connor. Y sin embargo su brío y su empuje, el ímpetu propulsor de su espíritu cómico, son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, su catolicismo bien puede considerarse un Santo Oleaje. Allí podemos localizar su astucia natural: por más que parodiemos a esos religiosos americanos condenados y dementes, la parodia nunca tocará el seguro catolicismo romano de la autora. Más que simple comediante de genio, O’Connor entrevió con lucidez que la religión de sus coterráneos no era el opio sino la poesía de un pueblo.

6. VLADIMIR NABOKOV

Voy ahora a ocuparme de un soberbio cuento de Vladimir Nabokov, «Las hermanas Vane», porque me refresca pasar de un enfoque de espiritualidad por la violencia a un esteticismo que juega con lo espiritual. Nabokov solía lamentar que su inglés americano no pudiera compararse a la riqueza de su nativo estilo ruso, lamento que parece irónico cuando uno se enfrenta con las texturas profusamente barrocas de «Las hermanas Vane». Nuestro innominado narrador, de origen francés, enseña literatura francesa en una universidad para mujeres de Nueva Inglaterra. Nabokoviano de una pieza, el hombre es un esteta maniático, versión inofensiva del Dorian Gray de Oscar Wilde. Las hermanas Vane son Cynthia y Sybil, cuyo nombre y suicidio son préstamos de la victimada novia de Dorian Gray; si bien ambas son jóvenes, por su personalidad evanescente e indirecta, son más jamesianas que wildianas. Profesor de Sybil y distanciado amigo íntimo de Cynthia, el innominado francés no fue amante de ninguna de las dos.

El relato empieza cuando el narrador se entera por casualidad de que Cynthia ha muerto de infarto. En medio de su habitual paseo de tarde de domingo, se para «a contemplar cómo una familia de carámbanos brillantes gotean desde el alero de una casa de madera». A dichos carámbanos dedica un largo párrafo y más adelante señala que «el escuálido fantasma, la prolongada sombra proyectada por un parquímetro sobre un parche de nieve húmeda tenía un extraño tinte rubicundo». Al final del cuento despierta de un vago sueño con Cynthia, pero no logra desentrañarlo:

Podía aislar, conscientemente, muy poco. Todo parecía difuso, amarillento de nubes, intangible. Los ineptos acrósticos de ella, sus lacrimógenas evasiones, sus teopatías: cualquier reminiscencia formaba olitas de significado misterioso. Todo parecía amarillentamente borroso, ilusorio, perdido.

Aquí la autoparodia del estilo de Nabokov atestigua que los acrósticos de Sybil no son tan ineptos como los de Cynthia. Si decodificamos el acróstico formado por las letras iniciales de este pasaje obtendremos:
Icicles by Cynthia, meter from me, Sybil
. («Los carámbanos son de Cynthia, pero el parquímetro es mío, de Sybil».)

O sea que al narrador lo obsesionan las dos mujeres; pero ¿por qué? Probablemente porque las hermanas Vane pasaron por su propia existencia planeando como fantasmas; la muerte apenas puede alterarlas. ¿Pero por qué el profesor de francés es objeto de estas sombras encantadoramente dañinas? Puede que el narrador, siendo una autoparodia de Nabokov, esté recibiendo el castigo que merecen el esteticismo y el escepticismo de éste. Muy diferente de «El Horla», que representa una locura creciente, «Las hermanas Vane» es un verdadero cuento de fantasmas altamente original.

El día siguiente al examen parcial de literatura francesa, dado por el narrador, Sybil Vane se mata porque la ha abandonado su amante, un hombre casado. Tras su muerte empezamos a conocer un poco más a Cynthia, la hermana mayor. Cynthia es pintora y espiritualista, y ha desarrollado una «teoría de las auras intervinientes», auras de los difuntos que ejercen una acción benigna en los vivos. Una vez que el escepticismo del narrador aleja a Cynthia —con toda precisión ella lo tilda de engreído y esnob— él rompe con ella y la olvida hasta que le cuentan que ha muerto. Discretamente ella lo persigue, hasta que sobrevienen el indescifrable sueño culminante y el acróstico final que podemos descifrar.

Aunque breve, el cuento de Nabokov rebosa de alusiones literarias — desde la contemplación transparente de Emerson (en Naturaleza) hasta Coleridge y su Porlock (el personaje que supuestamente interrumpió la composición del «Kubla Khan«). También hay vividas manifestaciones de Oscar Wilde y de Tolstoi en una sesión de espiritismo y una extraordinaria atmósfera general de preciosismo literario. Lo que hace de «Las hermanas Vane» una pieza mágica es que el curioso encanto de esas mujeres afables, de existencia tan tenue como sus auras póstumas, triunfa sobre el escepticismo del lector. Podemos sentir rechazo por la petulancia del narrador, pero no necesariamente por su escepticismo. En el plano pragmático, sin embargo, aquí el escepticismo importa poco. Si esos fantasmas persuaden es porque no se proponen persuadir. Uno no piensa que el autor de
Pálido fuego
y
Lolita
sea un autor chejoviano. Nabokov adoraba a Nikolai Gogol, hombre de espíritu más feroz (y más lunático) que Chéjov. Pero Cynthia y Sybil Vane estarían a gusto en casa de Chéjov; como tantas de sus mujeres, representan el pathos de la vida no vivida. Nabokov, a quien el
páthos
no le interesaba gran cosa, las prefiere como fantasmas juguetones.

7. JORGE LUIS BORGES

El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista; esto es tan cierto respecto del James Joyce de Dublineses como de Hemingway o Flannery O’Connor. Percepción y sensación, centros de la estética de Walter Pater, lo son también del cuento impresionista, incluidas en este rubro las mejores piezas cortas de Thomas Mann y de Henry James. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas.

Al contrario que las miradas impresionistas de Chéjov a las verdades de la existencia, las obras de ficción de Borges siempre insisten en un consciente carácter de artificios. Convendrá que, cuando vaya al encuentro de Borges y sus muchos seguidores, los lectores sepan albergar expectativas muy distintas a las que tienen frente a Chéjov y su vasta escuela. Ya no se oirá la voz solitaria de un elemento sumergido en la población, sino una voz habitada por una plétora de voces literarias precedentes. La gran proclama con que Borges profesa su alejandrinismo es que no hay para un Dios gloria mayor que ser absuelto del mundo. Si en los cuentos de Chéjov hay un Dios, no puede ser absuelto del mundo, como tampoco podemos serlo nosotros. Pero para Borges el mundo es una ilusión especulativa, o un laberinto, o un espejo que refleja otros espejos.

Necesariamente, entender cómo debe leerse a Borges es más una lección en la forma de leer a sus precursores que un ejercicio de autocomprensión. No quiero decir que Borges sea menos entretenido o iluminador que Chéjov, sino que es muy diferente. Para Borges, Shakespeare es todo el mundo y a la vez nadie: es el laberinto vivo de la literatura misma. Para Chéjov, Shakespeare es obsesivamente el autor de Hamlet, y el príncipe Hamlet se convierte en el barco en el cual Chéjov navega (del modo más literal en «En el mar», el primer cuento que publicó bajo su propio nombre). El relativismo de Borges es un absoluto; el de Chéjov es condicional. Cautivado por Chéjov y sus discípulos, el lector puede gozar de una relación personal con cada cuento, pero Borges lo cautiva en el campo de las fuerzas impersonales, donde la memoria de Shakespeare es un vasto abismo en donde uno puede tambalearse y perder los restos de individualidad que le queden.

Cada lector confeccionará una lista selecta de las ficciones de Borges; la mía consta de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «Pierre Menard, autor del Quijote», «La muerte y la brújula», «El Sur», «El Inmortal» y «El Aleph». De esta media docena, aquí me concentraré sólo en la primera, y con cierto detalle, para ayudar a culminar esta sección sobre cómo leer cuentos y por qué necesitamos seguir leyendo los mejores ejemplos que encontremos.

«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» empieza con una frase desarmante: «Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar». Esto es puro Borges: añádase a la enciclopedia y el espejo un laberinto y se tendrá su mundo. De todas las ficciones de Borges, ésta es la más sublimemente exorbitante. No obstante, el lector sucumbe a la seducción y busca encontrar creíble lo increíble, porque Borges tiene la habilidad de emplear personas y lugares reales (sus amigos mejores y más literarios, por un lado, y por otro una vieja mansión de campo, la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, un hotel familiar). Uno le concede la misma realidad natural al ficticio Herbert Ashe que al real Bioy Casares, mientras que Uqbar y Tlön, aunque fantasmagorías, resultan poco más maravillosas que la Biblioteca. Una enciclopedia que trata enteramente de un mundo inventado es algo muy distinto que la verificación de un mundo porque figura en una enciclopedia, obra a la cual solemos dar autoridad. De hecho esto es desconcertante, pero de una manera sesgada. A medida que los objetos y conceptos tlönianos se propagan por las naciones, la realidad «cede». En ningún momento la seca ironía de Borges es más imponente:

Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, al nazismo— para embelesar a los hombres.

Borges, firme oponente tanto del marxismo como del fascismo argentino, incrimina lo que llamamos «realidad», pero no esa fantasía que es Tlön, parte del laberinto vivo de la literatura imaginativa.

Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

En otras palabras, Tlön es un laberinto benigno, en cuyo final no hay Minotauro que espere para devorarnos. La literatura canónica no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia vastamente proliferante del deseo humano, un deseo por ser más imaginativo en lugar de hacer daño a otra individualidad. Aunque no se trata de que Tlön nos hechice o nos hipnotice, no se nos da información suficiente para descifrarlo. Precisamente, Tlön queda como una vasta cifra a ser resuelta sólo por todo el universo literario de la fantasía.

El cuento de Borges comienza cuando él y su amigo más íntimo (y en ocasiones colaborador), el novelista argentino Bioy Casares, después de cenar en una quinta que han alquilado, sienten que los «acecha» la presencia de un espejo al fondo de un corredor. Entonces Bioy recuerda que «uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que
los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres
». No se nos revela nunca el nombre de ese asceta gnóstico, que indefectiblemente es el mismo Borges, pero Bioy cree haber leído la frase en un artículo sobre Uqbar incluido en lo que se presenta como reedición (con otro título) de la
Encyclopaedia Britannica
de 1902. El artículo no aparece en los volúmenes que hay en la casa alquilada. Al día siguiente Bioy lleva su propio y relevante volumen, que contiene cuatro páginas sobre Uqbar. La geografía y la historia de Uqbar son igualmente vagas; la localización del país parece ser transcaucásica, mientras que su literatura es totalmente fantástica y se refiere a territorios imaginarios, entre ellos Tlön.

En este punto el cuento, que apenas empieza, se acabaría de no ser por Herbert Ashe, un reticente ingeniero inglés con quien, a lo largo de dieciocho años, Borges dice haber mantenido desganadas conversaciones en un hotel que ambos frecuentaban. Tras la muerte de Ashe, Borges encuentra un volumen que el ingeniero ha dejado en el bar del hotel:
A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr
. El libro no lleva fecha ni lugar de publicación y consta de 1001 páginas, en clara alusión a
Las mil y una noches
. Absorto en esas páginas míticas, Borges descubre buena parte de la naturaleza (por así llamarla) del cosmos que es Tlön, en donde la ley primordial de la existencia es el idealismo feroz del obispo Berkeley, con su convicción de que nada puede ser como una idea salvo otra idea. En ese cosmos no hay causas ni efectos; predominan la psicología y la metafísica de la fantasía absoluta.

Hasta aquí el «artículo» titulado «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» que, dice Borges, incluyó en su
Antología de la literatura fantástica
publicada en 1940. Una «posdata» de 1947 expande la fantasmagoría. Se explica Tlön como una benigna conspiración de hermetistas y cabalistas a lo largo de tres siglos, que en 1824 cobró un giro decisivo cuando «el ascético millonario» Ezra Buckley propuso convertir un país imaginario en un universo inventado. Borges sitúa la propuesta en Memphis, Tennessee, haciendo así de lo que hoy conocemos como Elvislandia un lugar tan misterioso como la Menfis del antiguo Egipto. Los cuarenta volúmenes de la
First Encyclopaedia of Tlön
se completan en 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En 1942, en medio de la Segunda Guerra, empiezan a aparecer los primeros objetos de ese universo: una brújula cuyas letras corresponden a uno de los alfabetos de Tlön, un cono metálico de peso insoportable, un juego completo de la
Encyclopaedia
. Otros objetos, hechos de materiales no terrestres, inundan luego las naciones. La realidad cede y con el tiempo el mundo será Tlön. Escasamente alterado, Borges permanece en su hotel revisando lentamente una «indecisa traducción quevediana» del
Urn Burial
de Sir Thomas Browne, del que mi frase favorita sigue siendo: «La vida es pura llama, y vivimos de un Sol invisible que está en nosotros».

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