Aunque
Retrato de una dama
es una especie de tragicomedia, a muy pocos lectores el libro los moverá a risa. Pese a la desagradable nitidez de Osmond y madame Merle, y los diferentes tipos espléndidamente ejemplificados en los admiradores de Isabel —Touchett, Warburton, Goodwood— James se cuida de que el centro de nuestra preocupación sea siempre Isabel. Lo que importa sin duda es su retrato; todo lo demás sólo existe en relación con ella. Su figura significa demasiado para James y para el lector sensible como para que le resulte adecuada una perspectiva cómica, cualquiera que sea. Tampoco permite James que la ironía domine el relato de la odisea de conciencia de Isabel, por muy absurdamente irónica que sea su situación. Ella aceptó a Osmond bajo la ilusión de estar eligiendo —y concediendo— la libertad. Había pensado que él sabía todo cuanto valía la pena saber y que a su vez desearía abrirle todo lo cognoscible de la vida. Ese error terrible parecería casi una crueldad de James hacia la heroína, pero James sufre con ella y por ella y el error es absolutamente capital para el libro. «La vida necesita los errores», observó Nietzsche. Ni Henry James ni Isabel Archer son nietzscheanos en absoluto, pero el aforismo ilumina la enorme equivocación de Isabel.
¿Por qué esa ceguera? Para preguntarlo de otro modo: ¿por qué James inflige tal catástrofe a su autorretrato como mujer? En las revisiones para la edición de 1908, una falsedad, una inutilidad y un esnobismo auténticos oscurecen considerablemente a Osmond, con lo que el erróneo juicio de Isabel se vuelve tanto más peculiar. La primera descripción de Osmond alcanza para prevenir al lector de que el futuro marido de Isabel no augura nada bueno:
Era un hombre cuarentón, de cabeza alta pero bien formada, y llevaba casi rapado el pelo, todavía espeso pero prematuramente encanecido. Tenía un rostro fino, angosto, extremadamente modelado y compuesto, sin otra falta precisamente que ese efecto de cierta tendencia a una exagerada afiliación, al que contribuía no poco la forma de la barba. Esa barba, recortada a la manera de los retratos del siglo xvi y completada por un bigote claro cuyas puntas adquirían un romántico sesgo ascendente, daban a su poseedor un aspecto extranjero, tradicionalista, y sugerían que el caballero era un estudioso del estilo. Sus ojos conscientes, curiosos sin embargo, a la vez vagos y penetrantes, inteligentes y duros, expresión tanto de un observador como de un soñador, habrían asegurado que sólo estudiaba el estilo dentro de ciertos límites bien escogidos, y que en la medida en que lo buscaba lo encontraba. Se habría encontrado uno muy perdido para determinar su clima y su país de origen; carecía de cualquiera de los signos superficiales que suelen volver insípidamente fácil la respuesta a esa pregunta. Si llevaba en las venas sangre inglesa, probablemente era con algún aporte francés o italiano; pero, fina moneda como era, no se adivinaba en él sello ni emblema de la acuñación corriente que garantiza la circulación general; era una de esas medallas elegantes y complicadas que se graban para una ocasión especial. Tenía una figura leve, delgada, un poco lánguida, en apariencia ni alta ni baja. Vestía como quien no se toma por ello otra molestia que evitar las prendas vulgares.
Osmond, norteamericano establecido en Italia, «era un estudioso del estilo», pero «sólo dentro de ciertos límites bien escogidos», y «en la medida en que lo buscaba lo encontraba». Magníficamente jamesiana, la observación revela al lector cuan estrecho y poco fiable es Osmond. Comparen esto con la primera descripción de Isabel Archer que hay en la novela:
Había vuelto a mirar a su alrededor: el prado, los grandes árboles, el argentino Támesis bordeado de juncos, la hermosa casa antigua; y ocupada en aquel repaso había hecho lugar en él a sus acompañantes; con una abarcadura capacidad de observación fácil de concebir en una joven, era evidente, a un tiempo inteligente y emotiva. Se había sentado y apartado el perrito; las manos blancas le descansaban en el regazo, cruzadas sobre el vestido negro; tenía la cabeza erguida, encendida la mirada y volvía sueltamente la silueta a un lado y otro, en armonía con la vivacidad con que a todas luces recogía sus impresiones. Esas impresiones eran numerosas, y se reflejaban todas en una sonrisa clara y serena.
—Nunca he visto nada tan hermoso.
Isabel es una estudiosa, no del estilo, sino de la gente y los lugares, y nunca dentro de límites bien escogidos. Inteligente y emotiva, consciente de su belleza, alerta a sus numerosas impresiones, amistosamente divertida: no extraña que Ralph Touchett, Lord Warburton y el anciano señor Touchett se hayan enamorado de ella a primera vista, ni que nos enamoremos también nosotros en cuanto la veamos con más claridad. En la edición de 1908 hay ciento setenta páginas entre las dos descripciones precedentes, pero, aunque demorada, la yuxtaposición es directa y desconcertante. La sublime Isabel Archer —como las heroínas shakesperianas Rosalinda, Viola, Beatriz, Helena y otras— está obligada a casarse mal, pero ni Ralph Touchett, ni Lord Warburton ni Gaspar Goodwood son desastres potenciales; Gilbert Osmond es una catástrofe. Corresponde a cada lector juzgar si es cierto que Henry James hace persuasivamente inevitable la elección de la heroína. Tanto como me encantan James, Isabel y
Retrato de una dama
, yo nunca me he persuadido, y considero esa elección el único defecto de una novela por lo demás perfecta. La ceguera de la joven es necesaria para que el libro funcione, pero la más jamesiana Isabel de la revisión de 1908 es demasiado perceptiva para dejarse engañar por Osmond, sobre todo porque, definitivamente, el Osmond revisado 720 es el «heredero de todas las edades».
James, el más sutil de los maestros de la novela (Proust aparte) aplica todo su arte para hacer plausible el error. Osmond —dice— es «la convención misma»: algo cuya función teórica es liberarnos del caos, pero cuyo efecto práctico es apagar las posibilidades de Isabel. A su hija Pansy la toma básicamente corno una obra de arte a ser vendida, de preferencia a un marido rico y noble. «Moneda de oro» andante, Osmond ve en Isabel no sólo una fortuna (que le han legado sus parientes los Touchett) sino también «un material de trabajo», un retrato a ser pintado. Pero Isabel sólo advierte todo esto cuando ya es tarde para salvarse. ¿Por qué? James nos da varios indicios, ninguno definitivo. Está Pansy, que despierta en ella instintos maternales (el hijo que tiene con Osmond muere a los seis meses y James sugiere que poco después muere la relación sexual del matrimonio). Y está su creciente obsesión por «legir» una forma de vida: Ralph Touchett es pariente suyo y está enfermo; Lord Warburton representa la aristocracia inglesa, ante la cual la condición americana de Isabel se retrae; Gaspar Goodwood, su temprano pretendiente de Albany, es demasiado posesivo y pasional, la ama demasiado. Como Henry James, Isabel quiere que la quieran, pero no ser objeto de una pasión sexual abrumadora.
Además James imputa la decisión a favor de Osmond, hombre de gustos caros e ingresos limitados, al generoso idealismo de la muchacha (al fin y al cabo es muy joven) y a la culpa que le provoca haber heredado de los Touchett. ¿Alcanza con todo esto? Aunque yo —repito— creo que no, James es muy shakesperiano y acaso realista en cuanto a los misterios de la elección marital. Shakespeare se casó con Anne Hathaway y luego vivió veinte años separado de ella, en Londres, enviando dinero a Stratford para ella y los niños y yendo a visitarlos lo menos posible. James, homoerótico hasta la médula aunque no lo llevara al acto, expresaba una extraordinaria consideración por el valor y la santidad del matrimonio heterosexual, mientras observaba secamente que por su parte tenía la vida en demasiado poco para aventurarse a ese bendito estado.
Aunque también sea enigmático, me cuesta menos resolver por qué al final de la historia Isabel regresa a Roma y a Osmond. Habiendo rechazado una vez más a Goodwood, no obstante experimenta (y teme) la fuerza de su pasión:
Por un momento él la miró furiosamente en la penumbra, y al instante siguiente ella sintió los brazos rodeándola y los labios en los suyos. El beso fue como un relámpago blanco, un fulgor que se propagaba, y volvía a propagarse y perduraba; y fue extraordinario como si, al recibirlo, ella sintiese cada una de las cosas de la ruda virilidad de él que menos le habían gustado, cada dato agresivo de su rostro, de su figura, de su presencia, justificado en su intensa identidad y aunado con aquel acto de posesión. Había oído decir que así los náufragos, en el agua, siguen una sucesión de imágenes antes de hundirse. Pero cuando volvió la oscuridad estaba libre.
Es libre para tomar «una senda muy recta» de regreso a Roma ya Osmond. Esa voluntad la mantendrá a salvo de Goodwood, pero en el mejor de los casos la vida con Osmond va a ser una tregua armada, ¿Y
éste
es el final de la heredera de todas las edades? James no nos lo dice, porque él ya ha cumplido su función en la historia; no sabe nada más, y es probable que en este momento tampoco sepa más Isabel. ¿Pero qué será del potencial de ella para la grandeza de espíritu y la amplitud de conciencia, sin el cual el libro zozobraría? James se ha negado a darle alternativas al miserable Osmond; al contrario que éste, Goodwood le amenaza el sentido de autonomía. Pero incluso en 1908 la otra opción de Isabel habría podido ser ella misma: el divorcio y un arreglo financiero la habrían librado de Osmond. Acaso aún pueda suceder esto, pero James no da ninguna pista. Aunque de espíritu maligno, Osmond no es tan formidable como Isabel. Ella regresa, infiero, para elaborar las consecuencias de su desatino idealista y afirmar así la continuidad de su conciencia. En su forma final, Retrato de una dama exige una lectura atenta y comprensiva. Tal vez la elección de Isabel no nos satisfaga, pero su historia vuelve a hablarnos de un motivo para leer: conocer mejor la conciencia, demasiado valiosa para que la ignoremos.
«Cómo leer una novela» significa hoy, para mí cómo leer a Proust, el esplendor final de la novela clásica. ¿Qué hemos de hacer cuando nos enfrentamos a la inventiva absoluta de
En busca del tiempo perdido
?
La vasta novela de Proust está narrada por un casi innominado Marcel, mayormente retrato del novelista joven, que nos ofrece un recuerdo laberíntico de la sociedad francesa desde la década final del siglo diecinueve hasta 1922 (año de la muerte de Proust). Por orden alfabético, entre los grandes temas del libro figuran la amistad, la belleza, los burdeles, el caso Dreyfus (y su inmersión en el antisemitismo), los celos (¡sobre todo!), las costumbres, el dormir, el esteticismo, la inversión (la homosexualidad, tanto femenina como masculina), la literatura misma y el gradual desarrollo del narrador en novelista, el mar, la memoria (y su predominio en los celos sexuales), la mentira, los muertos (anexos a los vivos), el sadomasoquismo, el tiempo (casi tan omnipresente como los celos y la memoria) y el vestido.
En busca del tiempo perdido
cuenta tres historias de amor (sería mejor llamarlas «eróticas»). Charles Swann, de origen judío pero de relevante posición social, se obsesiona eróticamente con Odette de Crécy, con quien acaba casándose después de haber sufrido todos los tormentos del amor y los celos. Gilberte, hija de ambos, es el primer amor del narrador Marcel, antes de casarse con el mejor amigo de éste, Saint — Loup, cuya pasión temprana fuera la actriz Rachel. Gilberte Swann es sólo una precursora del apabullante segundo amor de Marcel, Albertine Simonet, con quien el narrador tiene un romance largo y complejo que culmina con la fuga de ella y su subsiguiente muerte en una cabalgata.
Maravilloso como es el relato de los dolorosos celos de Swann respecto a Odette, y de Saint-Loup respecto a Rachel, la apoteosis de lo que podría llamarse el punto sublime de los celos se alcanza en la retrospectiva búsqueda por parte de Marcel del tiempo perdido en las «traiciones» lésbiscas perpetradas por Albertine contra su muy posesivo amante. Habría que remontarse a la Biblia, Shakespeare o Dante para encontrar análogos idóneos al ahínco, la intensidad y los padecimientos del narrador en su búsqueda de lo que Norman Mailer llamaría «el tiempo del tiempo de Albertine». Lo que más se acerca a la soberbia ironía y el rancio encanto de la gran búsqueda de Marcel es la tragicomedia shakesperiana, por ejemplo
Medida por medida
.
En la actualidad se murmura que el innominado narrador (algo provocadoramente, en las 3300 páginas de la novela sólo se lo menciona como Marcel dos veces) es una maniobra evasiva de Proust, ya que es heterosexual y cristiano. Son afirmaciones obtusas; los homosexuales y lesbianas que abundan en la novela, como los judíos y los dreyfusistas, son tanto más objeto de simpatía cuanto mayor es el desinterés del narrador (Proust, desde luego, era homosexual, dreyfusista e hijo de una amada madre judía). Como sustituto del magnífico autor, el narrador tiene el privilegio de presentarnos la constelación de personajes más amplia, vital y diversa que pueda encontrarse fuera de Shakespeare. Cómo leer una novela, y en particular la novela de Proust, equivale en primer lugar a cómo leer y apreciar el personaje literario. Por orden alfabético, las personalidades indispensables que aparecen en Proust son: Albertine, Charlus, Francoise, Oriane de Guermantes, la madre del narrador, Odette, Saint-Loup, Swann y madame Verdurin. Añadan un décimo en la figura del narrador mismo y tendrán la lista más llena de vida introspectiva y titánicamente cómica que nos haya proporcionado novela alguna. El cosmos de Proust es tan irónico como el de Jane Austen, pero pienso que la ironía proustiana es menos defensiva y también menos un sostén de la invención. Se puede afirmar que en Proust la ironía, antes que formular una cosa que quiere decir otra, expresa vislumbres demasiado amplios para cualquier contexto social. Estos vislumbres se extienden hasta los rincones de la conciencia del lector en busca de principios para la acción justa. Parece extravagante calificar una ironía así de mística o quietista; con todo, es el equivalente secular de una espiritualidad profunda. Aunque no querría confundir a Proust con el Krishna del
Bhagavad-Gita
, al cabo la memoria proustiana parece un modo de acción justa que cura al narrador, y al lector, de lo que la antigua obra hindú llama «inercia oscura». Leemos novelas (las más grandes) para tratarnos la inercia oscura, la enfermedad-que-empuja-a-la-muerte. Nuestra desesperación requiere consuelo y la medicina de una narración profunda. Como en Shakespeare, en la novela de Proust el personaje lleva a cabo el trabajo de cura que le ha prescrito una cultura literaria. Por una desdichada ironía social del momento que vivimos, una cultura fracasada en todos sus modos conceptuales— filosofía, política, religión, psicoanálisis, ciencia —se ve obligada a volverse literaria, muy a la manera de la antigua Alejandría. Proust —al igual que Shakespeare, mejor médico que Freud— nos ofrece sus personajes con tanta humanidad como Shakespeare y Chaucer nos presentaron los suyos. Todos los personajes de Proust son esencialmente genios cómicos, y como tales nos abren la opción de creer que la verdad es tan graciosa como lúgubre.