Cómo leer y por qué (24 page)

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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Que el enamoramiento sea una enfermedad como la tisis es en Mann una fantasía insistente, sin duda reflejo de un homoerotismo apenas reprimido, cuyo gran monumento sigue siendo la novela breve
Muerte en Venecia
. El lector se queda en la Montaña Mágica porque Castorp se enamora de Clawdia a primera vista. Cualquiera sea la realidad clínica de la enfermedad de Castorp, el lector cae hechizado en las incidencias de la novela, ya que una trama astuta integra la experiencia corriente del cambio de planes, de domicilio o de condición física por obra del amor con la inducción al mundo de la Montaña Mágica. Hasta donde yo sé, la lectora o el lector no se apasionan necesariamente por la sinuosa y enigmática Clawdia, pero el arte de Mann es tal que casi nadie se resiste a identificarse con Castorp, un joven de buena voluntad y distancia sexual infinitas. Si bien no siempre vemos, sentimos o pensamos como Hans, nos mantenemos invariablemente cerca de él. Aparte del Poldy de Joyce, mi tocayo protagonista del Ulises, no hay en toda la ficción moderna un personaje que despierte más empatías que Castorp. Joyce no tuvo éxito en sus intentos por alcanzar la distancia flaubertiana (tampoco lo tuvo Flaubert, quien acabó declarando «Madame Bovary soy yo»), y Leopold Bloom refleja las cualidades personales más atractivas de su creador. Pese a todos los esfuerzos que realiza, el parodista irónico Thomas Mann no logra mantenerse alejado de Castorp.

Dado que la moda crítica actual niega la realidad del autor y los personajes literarios (como todas las modas, pasará), insto al lector a no rehusar los placeres de la identificación con los personajes favoritos; pues no pocos autores han sido incapaces de resistirse a ellos. Mi exhortación tiene sus límites: Cervantes no es Don Quijote, Tolstoi (que la amaba) no es Anna Karenina y Philip Roth no es (ninguno de los) «Philip Roth» de
Operación Shylock
. Pero en general los novelistas, por irónicos que sean, vuelven a encontrarse dentro de sus protagonistas; y otro tanto les ocurre a los dramaturgos. Kierkegaard, el filósofo religioso danés autor de
El concepto de ironía
, señaló que el maestro de ese modo había sido Shakespeare, lo que es indiscutible. No obstante, y como vislumbro en otro lugar de este libro, hasta ese ironista de ironistas se encontró a sí mismo más extraño y más cierto en el personaje de Hamlet. ¿Por qué leer. Porque uno sólo puede conocer íntimamente a unas pocas personas, y quizá nunca llegue a conocerlas por completo. Después de leer
La montaña mágica
conocemos a Hans Castorp profundamente, y Castorp es muy digno de ser conocido.

Releyendo hoy la novela concluyo que la mayor ironía de Mann (quizá involuntaria) fue empezarla diciendo que el lector llegará a reconocer en Hans Castorp «un joven del todo común pero cautivante». En mi calidad de profesor universitario con cuarenta y cinco años de ejercicio, yo me siento obligado a decir lo siguiente: Castorp es el estudiante ideal que las universidades (antes de su actual autodegradación) solían encomiar pero no encontraron nunca. A Castorp le interesa todo intensamente; todo el conocimiento posible, pero como un bien en sí mismo. Para Castorp el conocimiento no es una forma de poder, ni sobre sí mismo ni sobre los demás. No es en absoluto fáustico. Si tiene un enorme valor para los lectores del 2000 (y más allá) es porque encarna un ideal hoy arcaico pero siempre relevante: el cultivo del autodesarrollo para la realización de todo el potencial del individuo. La disposición a enfrentarse con ideas y personalidades se combina en Hans con un sobresaliente vigor intelectual; si nunca se muestra meramente escéptico, tampoco lo vemos nunca apabullado (salvo en el pináculo de la pasión sexual por la un tanto dudosa Clawdia). La elocuencia humanística de Settembrini, los sermones terroristas de Naphta y los balbuceos dionisíacos de Peeperkorn rompen sobre él como olas pero nunca lo arrastran.

La insistencia de Mann en la falta de color de Castorp acaba por sonar como un chiste, ya que el joven ingeniero naval siente inclinación por las experiencias místicas y hasta ocultas. Ha llegado a la Montaña con un libro sobre transatlánticos pero se convierte en lector infatigable de obras sobre las ciencias de la vida, psicología y fisiología en particular, y de ellos pasa a un incesante «viaje cultural». Cualquier idea residual de su «carácter corriente» que hayamos conservado se diluye en el maravilloso capítulo titulado «Nieve», poco antes de que acabe la sexta de las siete partes de la novela. Atrapado por una tormenta durante una solitaria excursión de esquí, Hans logra sobrevivir a duras penas y recibe una serie de visiones. Cuando las visiones amainan, él otorga que «la muerte es una gran potencia» pero también afirma: «En bien de la bondad y el amor el hombre no debe conceder a la muerte dominio sobre sus pensamientos».

Luego de esa experiencia se inicia la danza mortal de la propia novela. Ya no falta mucho para que estalle la Primera Guerra Mundial. Naphta reta a Settembrini a un duelo con pistola; Settembrini dispara al aire y el furioso Naphta se mata de un solo tiro en la cabeza. Destrozado, el pobre Settembrini interrumpe su pedagógica prédica humanística. El dionisíaco Peeperkorn, afirmador de la personalidad y la religión del sexo, se enfrenta con la impotencia de la edad y también se suicida. Patrióticamente, Castorp marcha a luchar por Alemania y Mann nos dice que, si bien no tiene altas probabilidades de sobrevivir, la cuestión ha de quedar abierta.

Casi a pesar de Mann, el lector adjudicará a Castorp mejores perspectivas porque hay en él un algo mágico o encantado, por completo atemporal. Quizá
parezca
la apoteosis de lo normal, pero en rigor es un personaje demónico y en realidad no requiere la interminable instrucción cultural que recibe (aunque sea el mejor destinatario posible). Hans Castorp lleva la Bendición, como la llevará José en una posterior tetralogía de Mann:
José y sus hermanos
. Al despedirse de su protagonista, Mann nos dice que Castorp importa porque tiene «un sueño de amor». Y ahora, en el 2000 y más allá, Castorp importa porque la lectora o el lector, en la pugna por entenderlo, llegarán a preguntarse a sí mismos cuál es su sueño de amor, o su ilusión erótica, y cómo afecta ese sueño o ilusión sus posibilidades de desarrollo o despliegue.

OBSERVACIONES SUMARIAS

Leer una novela en el año 2000 es sin duda un acto muy diferente de lo que era cuando empecé a hacerlo, en 1944, tras varios años de haber leído únicamente poesía y la
Biblia
. Grandes novelistas como Philip Roth me dicen que hoy los lectores no se renuevan, y es evidente que un arte que no alcanzó su desarrollo hasta el siglo dieciocho bien puede expirar en el advenimiento del tercer milenio. Es posible que la ficción cyberpunk, la más reciente forma de relato de peripecias, esté presagiando una nueva venganza del romance sobre su hija más ingrata, la novela. Ésta, realista en mayor o menor grado, ha dominado la literatura occidental a lo largo de los últimos tres siglos; sus grandes monumentos abarcan desde Clarissa de Samuel Richardson hasta
En busca del tiempo perdido
, de Marcel Proust. ¿Cómo leer una novela cuando tememos que esta forma literaria desaparezca demasiado pronto? ¿No deberíamos conmovernos no sólo por las pasiones de los protagonistas de las novelas sino también por la suerte del género? Respecto al modo de leer una gran novela, acaso una lección potencialmente valiosa sea preguntar si los personajes principales cambian y, si en efecto cambian, qué los hace cambiar. En la magnífica
En busca del tiempo
perdido domina el patrón shakesperiano del cambio mediante el diálogo consigo mismo, mientras que en
La montaña mágica
de Thomas Mann el cambio del amable protagonista Hans Castorp sigue el modelo cervantino, según el cual el filósofo liberal Settembrini juega el papel de un Sancho intelectualizado frente al Quijote que es Castorp.

El cambio es la invención suprema de Shakespeare, quien se inspiró en el poeta medieval inglés Chaucer más que en el romano Ovidio, aunque éste haya ejercido, junto con Chaucer y Christopher Marlowe, gran influencia sobre el bardo de Stratford. Cuando personajes como Hamlet, el rey Lear, Antonio o Cleopatra cambian, casi siempre es porque se escuchan a sí mismos, casi como si estuvieran hablando con otra persona. Cuando Antonio se escucha decir a su escudero Eros: «Eros, ¿me contemplas aún?», la observación lo sorprende tanto que duda de su propia identidad:

Soy Antonio, y estoy aquí,

Y sin embargo, muchacho, no puedo conservar esta forma visible.

El lector puede reflexionar sobre la manera en que suele tomar conciencia de su voluntad de cambio luego de sorprenderse escuchándose a sí mismo. Sospecho que en las naciones donde se habla inglés o alemán, donde la influencia de Shakespeare nos ha alcanzado más íntimamente, cambiamos siguiendo este patrón más que el cervantino, en el cual la conversación cercana con un buen compañero lleva de manera más directa a la reflexión y a la subsiguiente alteración psíquica. Stendhal, Jane Austen, Dostoievski, Henry James y Marcel Proust siguen el paradigma shakesperiano, mientras que Dickens y Mann utilizan el modo cervantino, junto con Maupassant y Calvino en el ámbito del cuento. Los demás maestros del cuento que estudié en otro capítulo de este libro —Turguéniev, Chéjov, Hemingway y Borges especialmente— me parecen más en deuda con Shakespeare. Algo muy similar ocurre respecto a los novelistas norteamericanos que discuto en el capítulo final, con excepción del soberbio y fantástico Thomas Pynchon.

¿Nos permite la buena lectura aprender a escuchar a los demás, como ocurre en el modelo cervantino? Arriesgo la hipótesis de que es imposible escuchar a otros de la misma manera en que escuchamos lo que nos dice un muy buen libro. La poesía lírica, en sus momentos de mayor fortaleza, nos enseña, más que a hablar con los otros, a hacerlo con nosotros mismos. El lector solitario bien puede ser una especie en vía de extinción, y con él desaparecerá mucho más que el gozo de la soledad. La respuesta primordial a la pregunta «¿Por qué leer?» es que sólo la lectura constante y profunda aumenta y afianza por completo la personalidad. Si uno no llega a ser uno mismo, ¿de qué le sirve a los demás? Siempre recuerdo la admonición del sabio Hillel, el más humanitario de los viejos rabinos: «Si yo no soy para mí, ¿quién será para mí? Y si soy sólo para mí, ¿qué soy? Y si no ahora, ¿cuándo?»

¿Cómo leer una novela en la que el autor, como Shakespeare y hasta cierto punto Jane Austen, parece haberse borrado a sí mismo? Cervantes es el polo opuesto, como Stendhal y Thomas Mann, aunque ninguno iguala a Charlotte Bronté en su maravillosa
Jane Eyre
, en la cual a menudo golpea al lector, incluso dándole consejos. En el caso de George Eliot, valoro tanto las explícitas reflexiones morales de la novelista como su poder narrativo o las sutiles cualidades que da a sus personajes. Un narrador entrometido merece más que una bienvenida, especialmente si tiene la sabiduría de un Cervantes o de una George Eliot. Novelistas como Flaubert en
Madame Bovary
o James Joyce en
Ulises
parecen ocultarse de manera enigmática detrás de sus Personajes; pero, es curioso, pueden llegar a identificarse con sus creaciones más profundamente que Cervantes, quien se elogia a sí mismo sin reparos por ser el creador de Sancho y Don Quijote. Flaubert confesó públicamente «Madame Bovary soy yo», y Joyce, a pesar de la gran maestría con la que se distanció de Leopold Bloom, es en último término alma gemela del indomable y humano Poldy.

Una buena biografía, como la de Proust escrita por George Painter, puede ser de gran ayuda para la lectura, siempre y cuando el lector evite, como los buenos biógrafos, cometer el error de buscar la vida del autor en la obra. Es mucho más importante la presencia de la obra en la vida del escritor, el efecto que tuvo en la vida de Proust su ambicioso proyecto literario.

En nuestro tiempo muchas novelas han sido sobrestimadas por razones sociales, y las universidades han canonizado libros que deberían considerarse narrativa de supermercado. Como he intentado mostrar, la formidable ironía social y moral de Jane Austen es una defensa contra esa vulgarización del gusto y del juicio. Todo gran novelista, aun si es tan sofisticado como Austen o Henry James, comparte con Dickens el poder de hacernos leer como si pudiéramos regresar a la infancia. El niño enamorado de la lectura que se encuentre por primera vez con novelas como
David Copperfield
o
Grandes esperanzas
las leerá por la historia y los personajes y no para expiar culpas sociales ni para reformar malas instituciones.

Sin embargo, las grandes novelas tienden a ocuparse de enigmas cruciales o reflexionar sobre problemas fundamentales. Uno de los signos distintivos de la buena lectura es que permite que esos enigmas o preocupaciones se revelen o muestren por si mismos, que no debamos emprender tenaces indagaciones para encontrarlos. Si para el lector es de vital importancia desentrañar las causas que llevaron a Isabel Archer a optar por el espantoso Osmond, o la razón por la cual a Raskolnikov le es tan difícil arrepentirse, Henry James y Dostoievski tienen la responsabilidad de alertarlo y guiarlo, y a menudo lo hacen de manera fiable. Las novelas de gran escala, como
Don Quijote
o
En busca del tiempo perdido
son más pródigas en su exuberancia, al punto de que la obra misma se convierte en enigma. El mundo de la novela de Cervantes llega a un límite cuando el hidalgo se vuelve «cuerdo» y poco después muere. El pasado que se recupera en la épica visionaria de Proust es el triunfo del novelista y el preludio de su fin.

¿Cómo se debe leer una novela larga y maravillosa? Es probable que aun volviendo a ella día tras día tengamos dificultades para seguir el argumento. El Dr. Samuel Johnson, quien como yo admiraba profundamente
Clarissa
de Samuel Richardson, una novela tan larga como la de Proust, observó que si uno emprendía la lectura de
Clarissa
por el argumento acabaría colgándose. No se lee el
Quijote
ni
En busca del tiempo perdido
por el argumento, sino por el desarrollo progresivo de los personajes y por el despliegue gradual (esto es, la revelación) de la visión del autor. Sancho y Don Quijote, Swann y Albertine se convierten en presencias tan íntimas como nuestros mejores amigos, y no por eso menos enigmáticas.

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