Detrás del carro triunfal se tambalea una innumerable horda de cautivos, en donde los jóvenes amantes poseídos de locura erótica se mezclan con los viejos «totalmente descompuestos» que aún intentan mantener el paso del carro de la Vida. Desesperado por entender, Shelley encuentra un guía en Rosseau (como Dante en Virgilio), quien le habla con elocuencia y urgencia proféticas:
«Ante tu memoria digo
»que amé, temí, odié, sufrí, hice y morí,
y, si la Tierra hubiera abastecido con alimento más puro
la chispa con que el Cielo encendió mi espíritu,
»la corrupción no heredaría ahora mucho
de lo que un día fue Rousseau, ni este disfraz
mancharía eso que hay debajo y aún desdeña llevarlo.
Ésta es la poesía más difícil que haya tenido que presentar a lector alguno, pero lo cierto es que estamos aprendiendo cómo leer y por qué. El terrible orgullo de Rousseau surge mezclado con un sentimiento de espantosa degradación; no obstante, la afirmación es universalmente humana y trasciende la figura histórica de Rousseau. El tardío guía de Shelley habla en nombre de algo que todo lector lleva oculto en sí, porque ¿quién de nosotros no teme vivir disfrazado, separado de la identidad verdadera (la chispa) por la corrupción de la muerte —en— vida?
Espero que el lector se interne sin mí en lo que resta de este gran poema — torso, recordando siempre leer muy despacio, y de preferencia en voz alta, bien a sí mismo, bien a otros. La intensidad y el vigor de la proclama final de Shelley le recompensarán la labor, tanto por su elocuencia amarga como por la lucidez con que juzga la condición humana.
Pero aquí quiero yuxtaponer el epílogo trágico de Shelley a la magnífica balada de John Keats titulada «La Belle Dame Sans Merci», una obra que, con toda su cautivante añoranza, en definitiva es tan desesperada como
El triunfo de la vida
:
¿Qué te aflige, caballero en armas,
que sólo y pálido merodeas?
La juncia se marchita en el lago
y ni un pájaro canta ya.
¿Qué te aflige, caballero en armas,
que te consume la pesadumbre?
La ardilla ha llenado el granero
y la cosecha acabó.
En tu frente veo un lirio
rociado de angustia y fiebre;
y en tu mejilla la rosa ajada
se vuelve mustia también.
Encontré una dama en la pradera
plena belleza de hija de hada:
cabellos largos, paso ligero,
ojos de fiera vivacidad.
Le hice guirnaldas, pulseras
y un cinturón de varias fragancias;
me miró como si me amara,
y dulcemente gimió.
La senté en mi corcel descansado,
y en todo el día no hubo más;
pues ella se inclinaba cantando
una mágica canción.
Me encontró deliciosas raíces,
miel silvestre y rocío del cielo,
y en muy extraño lenguaje dijo:
«Yo te quiero de verdad».
Me llevó hasta su cueva de duendes
y allí lloró y suspiró dolorida,
y allí yo con cuatro besos
sus ojos salvajes cerré.
Y ella me cantó hasta dormirme
y yo soñé —¡mísero de mí!—
el último sueño que haya soñado
de la fría colina al pie.
Vi pálidos monarcas, príncipes,
guerreros de mortal palidez;
«¡La Belle Dame Sans Merci»,
Vi en la sombra los labios hambrientos
abrirse en advertencia atroz
y desperté encontrándome aquí,
de la fría colina al pie.
Y por eso es que aquí habito
sólo, pálido, indolente,
aunque la juncia se seque en el lago
y ni un pájaro cante ya.
Puede que ésta sea la balada más poéticamente lograda de la lengua desde las populares baladas de frontera de la Edad Media. Para el lector alerta, es una oportunidad inusitada de aprender a leer mejor un poema. Algo muy malo ocurre en «La Belle Dame Sans Merci», que no es en absoluto un poema celebratorio, como afirmó el difunto poeta y novelista Robert Graves. Para Graves, la Belle Dame era a la vez la tuberculosis (que mató a Keats a los veinticinco años), Fanny Browne (a quien Keats amaba pero no poseyó nunca), el amor, la muerte, la poesía y la Diosa Blanca, la musa mitológica que criaba, desposaba y enterraba a los verdaderos poetas. Graves era un excelente lector de poesía, pero en la balada de Keats leyó algo propio: la relación sublimemente destructiva que mantuvo con la poetisa americana Laura Riding.
«La Hermosa Dama sin Piedad» toma el título de un poema medieval francés, pero es de una originalidad y una sutileza tales que nunca estamos seguros de haberlo leído bien. Leyéndolo con atención, sin embargo, bien nos cabe dudar de que la «hija de hada» carezca de piedad, aunque evidentemente ha tenido una larga serie de amantes victimados: monarcas, príncipes y guerreros pálidos que, incapaces de volver al alimento terreno tras haber probado el feérico, presumiblemente murieron de inanición. Pero eso es lo que sueña el caballero, y no tenemos por qué creerle.
Estamos a fines de otoño o comienzos de invierno, y el caballero en armas está angustiado, enfermo y acaso a punto de morir de hambre. Las primeras tres estrofas las dice Keats; las otras nueve el doliente amante del hada. Cuando la última estrofa cierra el círculo volviendo a la primera, notamos que Keats ha evitado enmarcar la balada volviendo también a sí mismo como narrador. ¿Sugiere esto sutilmente que Keats y el caballero son idénticos, como leyera Graves?
Lo más crucial del poema es que la Belle Dame y el caballero hablan lenguas diferentes, y acaso él esté malinterpretando los gestos y expresiones faciales de ella. El caballero se ha enamorado de la hermosa hechicera a primera vista; ¡y cómo iba a evitarlo, pensamos nosotros! Pero sus palabras nos llevan a dudar de que la haya leído correctamente: «
Me miró como si me amara
/ y dulcemente gimió». Ese gemido bien podría ser más ominoso que amoroso, y cuando ella canta sentimos la misma incertidumbre que el caballero: «Y en muy extraño lenguaje dijo: «¡Yo te quiero de verdad!». Dado que al parecer él erró en la interpretación, nos preocupa debidamente saber que ella «lloró y suspiró dolorida», como si otro desventurado amante se estuviera engañando.
Puede que dos versos que están entre los más tristes de nuestra lengua, y expresan a la perfección a todo amante desposeído, conlleven también un autoengaño ulterior:
y desperté encontrándome aquí,
de la fría colina al pie.
El caballero se durmió en la «cueva de duendes» de la Dama, a qué fin efectivo no se nos cuenta, pero es posible que los «cuatro besos» fueran toda su recompensa. ¿Cómo fue transportado de esa glorieta de dicha a la fría ladera del despertar? Tal vez haya habido un agente mágico, pero ¿podemos estar seguros de que la experiencia entera no fue ilusoria? ¿Cuándo empezó el sueño del caballero?
La balada es de una destreza demasiado firme para responder cualquiera de estas preguntas. Quedamos con la duda; pero también embelesados, como parece haberse embelesado Keats a sí mismo. ¿Por qué leer «La Belle Dame Sans Merci?» Por su maravillosa expresión del anhelo universal de romance y, al mismo tiempo, por su conciencia profunda de que todo romance, literario y humano, depende de un conocimiento incompleto e incierto.
Entre los mayores poetas de lengua inglesa del siglo que ha acabado, sin duda habría que nombrar en primer término al norteamericano Robert Frost, al anglo —norteamericano T. S. Eliot y al poeta— novelista inglés Thomas Hardy. Pero quiero empezar estas observaciones con cuatro poetas de eminencia por lo menos igual: el anglo —irlandés W. B. Yeats, los norteamericanos Wallace Stevens y Hart Grane y el profético poeta— novelista inglés D. H. Lawrence. Yeats es heredero de la lírica simbólica de William Blake, del monólogo dramático de los Victorianos y de las posturas visionarias de Shelley y Keats. Aunque comparten parcialmente ese linaje, Stevens y Grane son también legatarios de la tradición norteamericana de Whitman y Dickinson. Lawrence, tan cercano a Blake como a Whitman, culmina la desesperanza visionaria que me parece central en la poesía mayor de la lengua inglesa.
«¿Pero dónde están los poemas de otro carácter?», podría preguntar un lector. «¿Toda la poesía soberbia tiene que ser desesperada?» Por cierto que no, pero la relectura de mis comentarios sobre el «Ulises» de Tennyson, sobre Whitman y Dickinson, sobre «Tom O’Bedlam» y los sonetos de Shakespeare, sobre Milton y Wordsworth, demostrará que la «esesperación visionaria» no es la desesperanza que los lectores y yo podemos experimentar en la vida cotidiana. Si he elegido algunos de mis poemas predilectos es precisamente porque su calidad visionaria trasciende la oscuridad mundana. Tal como yo insto a leerla, la poesía puede ser una forma de trascendencia, secular o espiritual según cómo se la reciba. Pero primero ilustraré esto brevemente en los cuatro poetas modernos que he escogido.
Yeats, que jugó con el ocultismo (decía que los espíritus le proporcionaban «metáforas para la poesía»), escribió el poderoso «El hombre y el eco», uno de sus poemas de muerte. Atormentado por el remordimiento («paso noche tras noche en vela»), el anciano sólo recibe del eco respuestas pétreas: «Acuéstate y muere» y «Entra en la noche». Pese a todo, con un coraje agnóstico y estoico, el poeta acaba respondiendo a la pregunta que hace él mismo —«¿Hemos de celebrar esa gran noche?»— con la irrecusable verdad de la condición humana:
¿Qué más sabemos sino que estamos
unos y otros en este lugar cara a cara?
Cualquiera sea su edad, el lector podrá encontrar en estos versos una calidad que está más allá de la desesperación, parecida a la del gesto con que Childe Roland se lleva la trompa a los labios y a la profética trompeta de Shelley. Otro poema de muerte que mira de frente las pruebas extremas es el majestuoso «Sombras», de D. H. Lawrence, donde el poeta de mediana edad, enfermo de tuberculosis como el joven Keats, también encuentra el valor necesario para formular una nueva visión:
Y si esta noche mi alma puede encontrar su paz
en el sueño, y hundirse en la bondad del olvido,
y mañana despertar como una flor recién abierta,
me habré embebido otra vez de Dios, y seré recreado.
La voz poética de Lawrence, liberada por las cadencias heroicas de Whitman (que según señala John Hollander no son «verso libre», porque no es libre ningún verso auténtico) se abre a la «bondad del olvido» más que a las ideas corrientes de la muerte como aniquilación o supervivencia sobrenatural. Como buscador del hecho de ser «recreado», signifique esto lo que signifique, Lawrence admite con elocuencia el horror de la autoderrota: «me he roto las muñecas». Pero lo que se eleva desde «Sombras» es la reanimación de su sentido del espíritu,
sostenida por el poema que está escribiendo
. Por mi parte creo que la poesía es la única «autoayuda» que realmente da resultado, y que recitar
Sombras
fortalece mi propio espíritu. El lector ha de recordar que es preciso leer toda gran poesía en voz alta, sea en soledad o con otros.
Wallace Stevens, ante la evidencia del cáncer, tuvo en el poema más exaltado de sus últimos días, «Sobre el mero Ser», una visión de «la palmera que se alza en el confín de la mente». Enfrentado con aquello que sabe una fantasmagoría, el poeta moribundo alcanza el conocimiento: «No es ésa la razón/ que nos hace felices o infelices». Al final de la mente se alza una palmera. Ignoro si Stevens conocía o no el hermoso mito sufi de que Alá, tras haber dado forma al primer hombre, usó un resto de arcilla para modelar la palmera, «la hermana de Adán». ¿Pero acaso importa que Stevens supiera de esta preciosa parábola? Surge aquí la cuestión de las mediaciones que requieren los poetas alusivos, difíciles, si el lector común ha de comprenderlos plenamente. Sin duda la mediación beneficia a Milton, el poeta más culto de todos los tiempos. Aunque en grado menos intenso, con Stevens ocurre lo mismo. Shakespeare, dada la potencia inigualable de su mente, es un caso único: a la vez excelso animador popular y, en el fondo, supremamente difícil. Stevens es alusivo, en ocasiones reacio, pero su visión final es simple y enigmática:
El pájaro canta. Sus plumas brillan.
La palmera se alza al filo del espacio.
El viento se mueve lento en las ramas.
Las incendiadas plumas del pájaro se balancean.
El fénix, en su origen un mito egipcio, vivía 500 años; después era consumido por un fuego interior y en su momento volvía a alzarse de las propias cenizas. Stevens no sabe (tampoco nosotros) si el vistoso pájaro de su visión es o no un fénix. ¿Pero importa eso? El pájaro
canta
, la palmera se
alza
(dentro de su precariedad), el viento se
mueve
: son fenómenos seguros, consuelos para el final. El balanceo es ambiguo; acaso el lector recuerde la imagen de muerte presente en un poema que Stevens escribió cuarenta años antes de «Sobre el mero Ser»: «… al hundirse en la oscuridad con las alas abiertas». Pero este verso final («Las incendiadas alas del pájaro se balancean») es mucho más exuberante, mucho más la afirmación de una conciencia fuerte al final de la vida. Una vez más, queda al lector elegir si está ante una imagen de trascendencia secular o ante un presagio de lo espiritual.
De todos los poetas modernos mi favorito es Hart Grane, que a los treinta y dos años se suicidó echándose al mar Caribe por la borda de un barco. Su poema de muerte (probablemente no concebido así) es la extraordinaria autoelegía «La torre rota», una de cuyas estrofas me persigue día a día desde que tenía diez años — es decir, hace casi sesenta.
Y fue así que entré en el mundo roto
a rastrear la compañía visionaria del amor, cuya voz
era un instante en el viento (no sé para qué aullaba)
pero no retenía largo tiempo cada elección desesperada.