Constantinopla (20 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

Los consejeros no eran suficientes para permitir a Miguel entenderse con Krum, el poderoso búlgaro. En el 812, Miguel reconoció la validez del título del emperador Carlomagno. Era una concesión tremenda, hecha con la esperanza de que los francos, situados al otro lado del territorio búlgaro, atacaran a este, aliviando así las presiones búlgaras sobre el Imperio Bizantino. Si era eso lo que quería Miguel, tuvo que sentirse frustrado. Carlomagno casi había llegado al final de su largo reinado (murió en el 814), y una vez finalizado, con un sucesor mucho más débil, el Imperio Franco se sumergió por completo en una guerra civil y se hizo pedazos de modo gradual.

Por consiguiente, los búlgaros continuaban avanzando y Krum vencía por doquier. En el 812, y otra vez en el 813, ganó sendas batallas en Tracia y siguió su camino hacia la propia Constantinopla. De nuevo, la capital se enfrentó con un enemigo extranjero. Había sufrido a los hunos, los persas, los ávaros, los árabes y ahora a los búlgaros.

Fue una suerte para el imperio que en aquellos momentos el extremo abasida del cascanueces búlgaro-árabe se quedara quieto. Harún al-Rashid murió en el 809, y tras él vinieron varios años de guerra civil que ocuparon tanto a los árabes que dejaron a Asia Menor en paz durante algún tiempo. Además, los bizantinos consiguieron encontrar el hombre indicado para salvar a la ciudad. Fue casi una repetición de lo que había ocurrido un siglo antes, cuando los árabes sitiaron a Constantinopla por segunda vez. También esta vez un general se dio cuenta de que sólo se podía salvar al imperio si una mano (la suya) se hacia con el poder, y de nuevo el nombre del general era León.

Mientras los búlgaros avanzaban en tropel hacia los muros de la ciudad, las tropas de León le declararon emperador e hicieron una carrera con el enemigo a ver quién llegaba primero a Constantinopla. Miguel, tal vez feliz de verse libre de aquella carga, no opuso resistencia a pesar de que el partido de los monjes le apoyaba fuertemente. Abandonó el trono, y pasó tranquilamente los treinta años que le quedaban de vida.

El nuevo emperador, coronado en julio del 813, era León V, el Armenio (por su lugar de nacimiento), y su reinado fue parecido al de León III, al igual que su acceso al poder había sido similar. Mandó reforzar las defensas de la ciudad contra el ejército búlgaro, que había rodeado las entradas por tierra a la ciudad una semana después de su coronación.

Los sitiadores se encontraron, por supuesto, con que las murallas eran insuperables para ellos. León dirigió correrías fuera de Constantinopla y éstas hicieron retroceder a los búlgaros, provocando entre ellos una carnicería considerable. León intentó incluso tener un encuentro con Krum, durante el cual el jefe búlgaro sería asesinado a traición; pero su proyecto fracasó.

Finalmente Krum se vio obligado a retirarse y al año siguiente murió. Este hecho quitó fuerzas a los búlgaros. León derrotó al hijo y sucesor de Krum en una violenta batalla en el 817, y se firmó la paz. A partir de entonces, los búlgaros se contentaron con someter el norte y el oeste (la Rumania y la Hungría modernas). Crearon un reino considerable que ocupaba el espacio entre los imperios franco y bizantino.

En el interior, León V fue también otro León III. El nuevo León procedía también de Asia Menor y era favorable a la iconoclastia. Pero los tiempos habían cambiado, y no podía ir demasiado lejos. Convocó un concilio eclesiástico en Hagia Sofía, y volvió a establecer un tipo modificado y menos rígido de iconoclastia que no obstante, provocó la ira desatada de Teodoro Studita, quien fue rápidamente enviado al exilio por tercera vez.

León tenía un antiguo compañero en armas, Miguel el Amoriano (el nombre le venía de haber nacido en la ciudad de Amorium, situada en el centro de Asia Menor). Siendo emperador, León descubrió que era menos fácil tener amigos, y empezó a sospechar de Miguel. Posiblemente sus sospechas tenían fundamento, puesto que los monjes estaban organizando conspiraciones por todas partes.

León decidió que su antiguo amigo Miguel era culpable de traición, y mandó que le detuvieran y le ejecutaran. Fue la señal para actuar, ya que Miguel podía revelar otros nombres, y los conspiradores no se atrevían a esperar que eso ocurriera. El día de Navidad del 820, mientras León V dirigía el canto en los servicios de la capilla palaciega, se lanzaron sobre él. El emperador levantó una pesada cruz para defenderse, pero le superaban con mucho en número y le redujeron. Miguel fue sacado de su celda, todavía encadenado, y aclamado emperador con el nombre de Miguel II. Un defecto en su habla le mereció el apelativo de Miguel el Tartamudo.

Una vez más, el imperio sufrió un reinado débil, y el cascanueces búlgaro-árabe se puso en movimiento. Las incursiones búlgaras empeoraron en el norte; y los bizantinos sufrieron una derrota desastrosa contra el Islam en el mar. Para comenzar, el imperio se vio afectado por una insurrección en España, que desde luego parecía estar lo bastante lejos como para no preocupar a los gobernantes de Constantinopla. Pero no fue así. Los desordenes contra los nuevos impuestos agitaron Córdoba, la capital de la España musulmana, y las severas medidas de represión provocaron cientos de muertos y muchos miles de exiliados.

Unos 15.000 musulmanes españoles partieron por mar hacia el este, cruzaron el Mediterráneo y se establecieron en Alejandría, en Egipto. Allí se asentaron; y durante años fueron gentes ingobernables y de imposible integración, hasta que el gobernador egipcio les sobornó con una gran cantidad de dinero, y les indicó que se sentirían mucho mejor en un país que fuera de verdad suyo y que podrían arrancar al Imperio Bizantino (era el viejo sistema de los bizantinos de pagar y señalar a otro lado, dirigido ahora contra ellos).

En el 826, los moros invadieron Creta, se apoderaron de la isla tras una débil resistencia y la convirtieron en una nación islámica independiente. Edificaron una nueva capital llamada Chandax, y con el tiempo la isla fue llamada por su nombre italiano de Candia.

Sometida al gobierno islámico, Creta se convirtió en un nido de piratas que atacaban el comercio mediterráneo e iniciaron una tradición de piratería islámica que no desaparecería durante más de mil años. Estos acontecimientos significaron mucho más que la pérdida de una isla para el imperio. Durante un período, éste perdió el dominio del mar y sus costas quedaron expuestas a la depredación y el saqueo.

Otra gran pérdida se produjo más al oeste, en Italia. En el 827 el comandante naval bizantino Eufemio se sublevó contra el emperador. Le pareció una genial idea pedir ayuda a una fuerza exterior para luchar a favor de su causa. Esta misma idea genial se le ha ocurrido a los participantes en guerras civiles innumerables ocasiones a lo largo de la historia, y ha terminado casi siempre en una catástrofe, puesto que aquellas a quienes se ha pedido su intervención se quedan invariablemente con el poder. De las lecciones que nos ha dado la historia, ésta parece la más clara, y la más frecuentemente olvidada.

En el caso de Eufemio, la fuerza exterior eran los aglabidos, una tribu que dominaba lo que es ahora Túnez y Libia, y que se estaba independizando del califato Abasida. Los aglabidos enviaron una fuerza a Sicilia en el 827 e inmediatamente empezaron a luchar por su propia cuenta. Mataron a Eufemio en el 828 y tomaron Palermo en el 831. Ya disponían de una firme posición en la gran isla, que poco a poco fueron aumentando. Los bizantinos se defendieron tenazmente, manteniéndose con resolución en las menguantes zonas costeras. La tendencia occidental a considerar al Imperio Bizantino como decadente hace que resulte demasiado fácil pasar por alto esta tenaz defensa de Sicilia. El «decadente» imperio resistió durante un siglo y cuarto antes de ser expulsado de la isla.

Sin embargo, la invasión de Sicilia no tuvo que esperar hasta su triunfo final para convertirse en un desastre, tanto para Europa occidental como para los Bizantinos. Usando Sicilia como base, los expedicionarios islámicos establecieron posiciones temporales en Italia y obligaron a Roma a pagar tributo.

El patriarca y el papa

Miguel el Tartamudo intentó reforzar su posición con un acto simbólico. Después de la muerte de su mujer, hizo salir de un monasterio a una mujer llamada Eufrosina, hija de Constantino VI, el emperador que había sido cegado por su madre Irene unos treinta años antes. Miguel se casó con ella, y de esta manera se alió con la dinastía Isaúrica.

No tuvo mucha significación, puesto que no tuvieron hijos. Cuando murió Miguel en el 829, su hijo Teófilo, de su primera mujer, pudo, sin embargo, considerarse miembro por adopción de la dinastía Isaúrica. Podía haber tenido alguna influencia en la menguante porción iconoclasta de la población, pero no le sirvió de nada con los monjes.

Pero tampoco esperaba nada de éstos. Teófilo fue el emperador iconoclasta más declarado desde la muerte de León IV, medio siglo antes. En el 832, Teófilo promulgó un edicto que convirtió en ilegal el culto de los íconos, y por última vez, más de un siglo después de que León III hubiera iniciado esa práctica, se intentó hacer más sencillo y austero el culto bizantino.

Teófilo reorganizó también el sistema de
temas
, y lo amplió incluso a Quersona, la distante avanzada imperial en las costas del norte del mar Negro, donde Justiniano II había sido exiliado antaño. Hasta entonces, Quersona había sido un fósil muerto desde hacía tiempo, porque era, en cierta manera, la última de las ciudades-estado griegas. Aun siendo parte de un
tema
, conservó una sombra de autogobierno que hacía de ella la más oscura de las oscuras sombras en la antigua Grecia de doce siglos antes.

El reinado de Teófilo tuvo que enfrentarse con una larga guerra contra el califato Abasida, en el curso de la cual consiguió algunas victorias, pero que a la larga le valió el apelativo de Teófilo el Desafortunado recogido en las crónicas. En el 836, una ofensiva bizantina terminó brillantemente con el saqueo y destrucción del lugar de nacimiento del califa. El califa reaccionó furiosamente ante esta pérdida de prestigio preparando una gran expedición al Asia Menor en el 838, cuyo único propósito era la captura y destrucción de Amorium, la ciudad de origen de la nueva dinastía bizantina. En efecto, la ciudad fue tomada y destruida. No quedó ni un edificio en pie, y murieron 30.000 habitantes. Teófilo nunca se recuperó del golpe. Murió en el 842, dejando como sucesor un hijo de cuatro años que gobernó con el nombre de Miguel III. Fue la esposa del difunto emperador y madre del nuevo, Teodora, la que actuó como regente.

Una vez más la emperatriz, viuda de un emperador iconoclasta, se dedicó a la tarea de restaurar los íconos. Pero Teodora no era como Irene. Al igual que su difunto marido había sido moderado en su iconoclastia, también ella fue moderada en su reacción. Intentó ganarse a los iconoclastas en lugar de obligarles a cambiar, y por regla general tuvo éxito. De una vez para siempre, los iconodulas triunfaron en el 843, y la iconoclastia desapareció de la escena después de un siglo y cuarto de existencia.

En líneas generales, Teodora gobernó bien y se defendió contra los abasidas en la guerra que continuaba en Asia Menor. Antes del 856, sin embargo, su hijo tenía ya veinte años y estaba deseoso de gobernar por su propia cuenta. Teodora no tenía más ganas que Irene de renunciar al gobierno, pero su hermano Bardas organizó un golpe, se apoderó del control del gobierno, y apartó a Teodora del poder. Esta dio su consentimiento, se retiró a un convento, y al contrario de Irene, no hizo ningún intento de volver al poder. Pasó la década final de su vida en paz, mientras que Bardas se convirtió en el principal consejero de Miguel.

A pesar de las derrotas de los bizantinos en Asia Menor y en Sicilia (donde, al comienzo del 859, los musulmanes completaron la conquista del interior), el reinado de Miguel III vio como el imperio disfrutaba de un renacimiento cultural. La pompa y el lujo aumentaron, y Miguel estableció el esquema oficial de decoración de las iglesias bizantinas en el espléndido oratorio que construyó dentro del palacio. También se reorganizó la Universidad de Constantinopla, de forma que el profundo período de oscuridad desde los tiempos de Heraclio comenzó a despejarse, y la cultura bizantina empezó a difundirse hacia el exterior.

La difusión hacia el exterior provocó un serio conflicto de nuevo con el papa. Mientras los iconoclastas habían tenido el poder y el patriarca era un rompedor de imágenes, los iconodulas se habían callado en la cuestión del dominio papal, y habían aceptado la ayuda del papa sin exagerar la vieja discusión de quién era más importante, Roma o Constantinopla. Sin embargo, una vez que los iconodulas consiguieron de nuevo el poder, la discusión resurgió con fuerza. La disputa afectó incluso a la cuestión de la conversión de los paganos.

El cristianismo había sido siempre una religión proselitista, en parte por el vehemente deseo de que todos los hombres reconocieran lo que los cristianos consideraban la verdad, y en parte porque la conversión al cristianismo facilitaba el control político. Por lo tanto, la conversión se convirtió en instrumento del imperialismo.

Esto ocurrió incluso en el primer siglo de la Roma cristiana, cuando el imperio y Persia luchaba sin fin por el control de Armenia. Una gran parte de Armenia era ya cristiana, y para favorecer y extender este hecho, la Iglesia preparó una traducción de la Biblia al armenio.

Pero en esta época el cristianismo se había dividido prácticamente en dos religiones rivales, una encabezada por el papa en Roma y la otra por el patriarca de Constantinopla. Cada cual estaba ansioso por convertir a los paganos en competencia con su rival, puesto que cada cual aumentaría su poder si un grupo determinado de tribus rezaba en latín en lugar de hacerlo en griego (o al contrarío), y reconocía la supremacía del papa (o la del patriarca).

En cuanto a los bárbaros, tenían que ver qué rama de la Iglesia era menos peligrosa para su seguridad. Así los eslavos moravos que habitaban lo que hoy llamamos Checoslovaquia, consideraban a los germanos sus enemigos principales, y al Imperio Bizantino un posible aliado contra ellos. Por ello, pidieron al emperador que les enviara misioneros que les preparasen para ingresar en la Iglesia oriental.

En el 862, se envió a dos griegos, Cirilo y Metodio a convertir a los moravos. Emprendieron su labor con gran entusiasmo, inventando un alfabeto para emplearlo en los idiomas eslavos. Todavía hoy se emplea el alfabeto cirílico en ciertas naciones eslavas.

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