Constantinopla (21 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La Iglesia occidental se opuso enérgicamente a esta actividad de los misioneros griegos más allá de la línea que se consideraba como la separación entre Oriente y Occidente. El papa intentó con éxito invalidar la maniobra patrocinando él mismo a los misioneros. Cirilo y Metodio fueron llamados a Roma un par de veces, y el papa permitió que los eslavos usaran su idioma nativo, en lugar del latín, en la liturgia.

De este modo, se pusieron los cimientos para la subsiguiente absorción de los eslavos occidentales, no sólo en lo que hoy es Checoslovaquia, sino también en lo que es hoy Croacia (el noroeste de Yugoslavia), por la Iglesia occidental. En efecto, el papa fue más lejos. Los búlgaros consideraban a los bizantinos sus enemigos, y por consiguiente pidieron a su vez misioneros occidentales; y la Iglesia Romana aceptó. Se enviaron misioneros occidentales a los búlgaros, y entonces llegó el turno del clero bizantino para defenderse y ganar, porque, con el tiempo, los búlgaros se convirtieron a los ritos de la Iglesia oriental.

Entretanto, el patriarcado estaba desgarrado por un cisma. Ocupaba la sede patriarcal Ignacio, hijo del viejo Miguel I, que había gobernado durante un breve espacio treinta años antes. Fue nombrado por Teodora, la antigua reina madre, y se sospechaba que le gustaría verla de nuevo en el poder. Por esta razón fue destituido, y en su lugar se elevó a Focio, un sabio, al patriarcado. Este cambio no sentó bien en la Iglesia oriental, donde apareció una prolongada controversia entre los partidarios de ambos.

En el 858, Nicolás I se convirtió en papa. Fue uno de los papas más fuertes de principios de la Edad Media y un decidido defensor de la doctrina de la supremacía papal. ¿Qué mejor forma de demostrar esta supremacía que intervenir en la disputa sobre el patriarcado y establecer así su derecho a tomar decisiones en la cuestión? Decidió intervenir como partidario de Ignacio, y excomulgó a Focio.

En realidad, esto ayudó a Focio, que pudo aprovecharse del nacionalismo bizantino, denunciando los esfuerzos del papa por establecer la supremacía religiosa sobre los antiguos enemigos del imperio, los búlgaros. Para fortalecer su posición anti-papal, inició una nueva controversia entre las dos ramas de la Iglesia.

El Oriente y el Occidente llevaban casi cinco siglos de disputas sobre lo que en esencia era la cuestión de la primacía. Apenas había discusiones teológicas. Pero, entonces Focio sacó a relucir una cuestión que con toda seguridad parecía casi increíblemente insignificante a cualquiera que no fuera un teólogo (y, desde luego, a cualquiera que no fuera cristiano). Sin embargo, creó un obstáculo insuperable entre las dos ramas.

La Iglesia oriental sostenía que el Espíritu Santo procedía del Padre, y su juicio se basaba en las pruebas de la Escritura. La Iglesia occidental, deseosa de aumentar la simetría y la belleza del concepto de la Trinidad, sostenía que procedía tanto del Padre como del Hijo. En latín, la palabra adicional que significa que procedía también del Hijo era «filioque». La disputa que inició Focio fue la denuncia de esta palabra añadida, y por eso se la conoce como la Controversia Filioque.

Ninguna de las dos partes estaba dispuesta a llegar a un compromiso sobre la cuestión y de ahí vino un problema más que separó a Oriente de Occidente. De hecho, nunca se ha resuelto la Controversia Filioque; sigue siendo un punto de disputa todavía en nuestros días.

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Emperadores y generales
Una nueva dinastía

Sin embargo, los diversos altibajos en los asuntos bizantinos no preocupaban mucho al propio emperador. Miguel III era un joven inestable que mereció el apodo de Miguel el Borracho en las crónicas posteriores por ser bastante amigo de los placeres. Las realizaciones de su reinado se debían más a su competente tío Bardas que a él. Lo que pasó fue que Bardas era demasiado estricto y entregado al cumplimiento de su deber para complacer a un emperador frívolo durante mucho tiempo.

Miguel se sentía atraído por un joven que trabajaba en los establos en Constantinopla.

El joven se llamaba Basilio. Posiblemente su familia era de origen armenio, pero él habla nacido en Macedonia (donde Filipo y Alejandro Magno habían gobernado once siglos antes). Por esta razón se le conoce en la historia por el nombre de Basilio el Macedonio. Era fuerte, atlético, guapo e inculto (un tanto parecido al tío de Justiniano, Justino, tres siglos y medio antes). Miguel se sentía muy atraído por él, y por eso le convirtió en un compañero íntimo. Incluso recibió la orden de casarse con la amante del emperador.

Esto le venía bien a Miguel, ya que daba a su amante la condición social de mujer casada, pero en circunstancias que no le privaban de su compañía. Más tarde, la amante tuvo un hijo, lo que ha dado pie a algunas discusiones sobre si era hijo de Miguel o de Basilio. Tal vez ni siquiera ella lo sabía, pero los historiadores han decidido que era hijo de Basilio. Cuando Miguel se cansó de Bardas, Basilio animó a su imperial patrón a tomar medidas rigurosas. En el 865, con el permiso de Miguel, Basilio asesinó a Bardas. Miguel, estúpidamente, convirtió a Basilio en emperador asociado en el 866 y pronto recibió la recompensa por sus acciones, porque en el 867 Basilio le hizo asesinar cuando estaba borracho. (Se han contado muchos chismes escandalosos de Miguel, pero que empezaron a circular durante el reinado siguiente para difamar su nombre y conseguir que la población bizantina aceptara, el hecho de que el nuevo emperador (porque Basilio ascendió al trono como Basilio I) era el asesino del antiguo.)

Con el asesinato de Miguel III, la dinastía amoriana llegó a su fin. La formaron sólo tres emperadores, y duró algo más de medio siglo. Se podría pensar que, con semejante comienzo, el nuevo emperador sería un fracaso total, pero no fue así. La recuperación bizantina continuó bajo su gobierno y demostró ser un emperador prudente. De hecho, fue el primero de la mayor dinastía del imperio: la macedonia.

Basilio I era hombre frugal y buscó administradores honrados. Bajo su patrocinio se revisó una vez más el Código de Justiniano, en un gigantesco proyecto que no llegó a completar hasta mucho después de su muerte. Resúmenes preliminares del código se tradujeron a los idiomas eslavos y ello ejerció influencia a la larga sobre el derecho eslavo, incluido el derecho ruso.

Basilio pudo reforzar los puestos fronterizos del imperio, porque a ambos lados los grandes imperios enemigos se estaban fragmentando. El califato abasida iba haciéndose pedazos lentamente a medida que las provincias lejanas se hacían independientes y que los califas se recluían cada vez más en sus harenes. El Imperio Franco también se había fragmentado, y Basilio pudo ampliar el dominio bizantino en el sur de Italia a expensas de aquél.

Luchó contra la amenaza de los piratas que estaban haciendo del mar Mediterráneo una tierra de nadie, gracias a la base cretense que poseían, e incluso acarició la esperanza de recuperar Sicilia. Durante algún tiempo, las cosas parecían ir bien en la isla occidental. Desembarcaron tropas imperiales en Sicilia e hicieron algunos avances; pero después se produjo un cambio de suerte, y en el 878, las fuerzas islámicas tomaron la gran ciudad de Siracusa. Este acontecimiento disminuyó las posibilidades de recuperación, pero los bizantinos se siguieron agarrando con furor a unos cuantos lugares de la costa.

Basilio, puestos los ojos en la expansión hacia el oeste, hizo lo que pudo para cerrar la brecha con Roma. Destituyó a Focio como patriarca, y repuso a Ignacio. Una vez muerto Ignacio, repuso a Focio de nuevo, pero no le permitió tomar posiciones extremas contra Roma.

Los papas romanos de los tiempos de Basilio eran personalidades mucho más débiles de lo que había sido Nicolás I, y además, estaban despavoridos, por las afortunadas incursiones islámicas contra su ciudad. Así que en el 879 el papa Juan VIII, consciente de su propia incapacidad de defenderse de las fuerzas islámicas en Italia central, y al comparar esta situación con la eficacia con que los bizantinos les habían echado de la parte sur, consintió en reconocer a Focio como patriarca. La división entre las dos iglesias se palió de este modo; pero no se curó, puesto que no hubo conciliación en cuanto a la palabra clave: «filioque».

También se produjo en tiempos de Basilio el fracasado intento occidental de convertir a los búlgaros al cristianismo occidental. Los búlgaros aceptaron la versión oriental y se han mantenido fieles a ella hasta el presente.

Basilio I murió en el 886 como resultado de un accidente de caza. Un venado furioso enganchó sus astas en el cinturón de Basilio y, antes de que se pudiera librar al emperador, lo había arrastrado dieciséis millas (según una historia sin duda exagerada), y había recibido heridas mortales.

Su hijo le sucedió con pasmosa facilidad con el nombre de León VI, ya que el pueblo bizantino se había acostumbrado a las dinastías. Era evidente que la prosperidad era mayor que nunca y el imperio más fuerte cuando el trono pasaba pacíficamente de padre a hijo (sobre todo, cuando ambos eran capaces, como ocurrió con León III y Constantino V). También era evidente que en el interregno entre dinastías, cuando el imperio pasaba de una mano ávida a otra, existía anarquía en el interior y debilidad en las fronteras.

Cuando Basilio I ascendió al trono, se había difundido la idea de la legitimidad. Según esta idea, el trono debía pasar de padre a hijo o, si no había un hijo, al pariente, más cercano con arreglo a algún sistema aceptado. El sistema de legitimidad erradicó la elección del monarca por el pueblo o por un pequeño grupo de notables que podían decidir la sucesión. En lugar de esto, la elección procedía de Dios, porque era Dios quien decretaba quién iba a ser el hijo o pariente más cercano de cualquiera.

La idea de la legitimidad trajo como resultado casi inevitable, más tarde o más temprano, la idea del derecho divino de los reyes. Según ella, un monarca sólo era responsable ante Dios, que le había elegido para su papel, y no ante ninguno de sus súbditos que no tenían ni podían tener opinión alguna en su elección (al menos en teoría). El hijo de Basilio, León VI, recibió una educación más esmerada que la mayoría de los príncipes, y su maestro fue nada menos que el patriarca Focio. El nuevo emperador se consideraba sobre todo un erudito. Escribió sobre diversos asuntos, desde tratados militares hasta poesía, además de unos cuantos sermones. Siempre existe la tentación de suponer que el monarca pudo tener a su servicio a un «negro» que escribía sus obras, y algunos historiadores sospechan que León no era tan estudioso como se creía. Pero, por otra parte, es perfectamente posible que un emperador aislado tenga talento literario. En todo caso, al emperador se le conoce en la historia por el nombre de León el Sabio, o León el Filósofo.

León no mostró ningún cariño especial por Focio, pero es lógico que el mentor riguroso no se haga querer por su pupilo. Una de las primeras acciones de León fue, por lo tanto, destituir de nuevo a Focio del patriarcado y sustituirle por alguien que posibilitara la unión con Roma (pero como no se había resuelto la Controversia Filioque, poco se podía hacer). Esta vez la destitución de Focio fue definitiva, y el anciano pasó sus últimos años en un monasterio donde murió en el 891.

La mayor aportación de Focio a la historia, aparte de la disputa religiosa entre Oriente y Occidente, es su erudición clásica. Recopiló una voluminosa colección de extractos de la literatura griega acompañados por sus propias sinopsis. Habitualmente un trabajo así, derivado y de segunda mano, hubiera sido descartado por los eruditos serios como simple popularización e indigna de notoriedad en comparación con los originales, base de los extractos. Sucede así cuando el original no ha desaparecido. En este caso, muchos ya no existían. El popurrí popularizado de Focio es todo lo que nos queda de muchas obras. Por tanto, tiene gran valor.

Durante el gobierno de León se concluyó la revisión del código jurídico, iniciada por Basilio I. Era una obra increíblemente detallada en sesenta tomos. Con ella desapareció el último vestigio de autoridad del Senado, tal como era de esperar cuando la sucesión monárquica se inspiraba en el principio de legitimidad. El poder del emperador era ya, en teoría, absoluto, sin las limitaciones de un organismo consultivo.

Sin duda, el poder absoluto de cualquier monarca sólo alcanza normalmente hasta donde pueden llegar su ejército y su marina, y durante el reinado de León el imperio sufrió una humillación particularmente severa. El intento de Basilio de liquidar la piratería marítima había fracasado, y casi como si fuera una respuesta, los piratas se hicieron más osados. Los corsarios islámicos navegaban impunemente por el mar Egeo, el corazón del imperio bizantino. Un corsario especialmente atrevido, León de Trípoli, navegó hacia el norte a través de todo el Egeo en el 904, y cayó como un rayo sobre la confiada ciudad de Tesalónica. Consiguió coger 20.000 prisioneros que llevó a los mercados de esclavos del Islam.

León VI reforzó su flota como resultado de esta costosa lección y pudo echar a los piratas del Egeo. Intentó hacer más cosas, pero fracasó al igual que Basilio. En el 911, León de Trípoli derrotó a la flota bizantina en pleno Mediterráneo.

Los bárbaros del Norte

Un peligro todavía más serio amenazaba por tierra. Los búlgaros, después de casi un siglo de paz tras la muerte de Krum, empezaron a dar señales de vida. Los bizantinos pudieron llevarse un gran disgusto porque los búlgaros ya no eran unos bárbaros paganos. Se habían hecho cristianos y de la variedad oriental. El rey búlgaro Boris I sentía una natural inclinación hacia la vida religiosa, y aceptó el cristianismo en el 865.

Nada menos que el emperador Miguel III fue su padrino. Además, Boris se cuidó de que al convertirse él al cristianismo, todo el país se convirtiera con él. Le gustara o no (y a muchos nobles búlgaros, sin duda, no les gustaba), todo el mundo fue bautizado.

La cuestión que se planteó fue cómo iba a afectar el cristianismo a la existencia nacional de Bulgaria, Boris quería aceptar la religión del gran enemigo del sur sin tener que aceptar su dominio político, y, por lo tanto, pidió una iglesia independiente con su propio patriarca. Constantinopla se negó, y por ello Boris recurrió tranquilamente a Roma.

El papa Nicolás I le prometió un patriarca propio, pero, por una razón o por otra, nunca encontró oportunidad de nombrarle. Boris, ofendido, se volvió de nuevo hacia Constantinopla, y en el 870 hizo su elección final. Su elección fue definitiva, porque aún hoy, once siglos más tarde, los búlgaros son fieles todavía a los ritos orientales.

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