Contra Natura (23 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—Vamos a subirnos ya, que hace aquí frío —declaró Salazar nada más poner el pie en la playita de bajamar.

—A veces se puede querer a una persona tanto, que se te seca la boca al hablar. Vas a hablar y se te ha secado el paladar, y con la boca seca no se puede hablar, eso pasa, de puro a una persona que la quieres.

—No te enrolles, Charles Boyer —gruñó Salazar.

—Siéntate aquí un momento que te tengo que decir una cosa un minuto.

—¿Qué me tienes que decir? Dímelo mientras subimos. —E hizo ademán de empezar a subir.

Y dijo Mansilla:

—Te quiero. Sólo te quiero a ti y no quiero a nadie más. Sólo pienso en ti. En ti pienso todo el día y también por la noche, día y noche. ¿A que no te has dado cuenta?

—No. No me he dado cuenta. Y menos mal que no. Si me llego a dar, te doy un puñetazo que te rompo los dientes. ¿Qué es eso de que me quieres, qué tonterías son ésas?

Era tan ácida y tan baja la voz de Salazar, que Carlos Mansilla sintió un sudor frío, un goterón de sudor espalda abajo. Como un animalillo, una gusana blanca. Y entonces dijo:

—Si no quieres, no te digo nada. Pero no puedo sin decírtelo vivir. No puedo. Te veo en clase o en el patio o jugando al fútbol, o te veo en la capilla de perfil, te veo comulgando, y cierro los ojos y te veo en pijama, en el dormitorio.

—Eres un guarro tú, eso es lo que eres. ¡Que me ves en pijama, tú! ¿Cuándo me has visto en pijama? Eres un maricón y un anormal, tú estás enfermo. Si piensas eso, estás enfermo.

Y Carlos Mansilla se había quedado quieto, contemplando a su amado, que quedaba un poco más alto que él, sobre una roca no muy alta.

—No me hables así. El quererte no se puede remediar. Yo no lo puedo remediar. No es nada malo.

—¿Que no es nada malo? Es pecado mortal para empezar, pero sobre todo estás enfermo. Eres repugnante. O sea, ¿que eso son la mierda de poesías que recitabas? ¡A ti hay que darte una paliza, chico, raquítico, miserable...!

Salazar giró en redondo. Empezó a subir la cuesta arriba, y Carlos Mansilla le siguió detrás y se le echó encima y cayeron los dos a un lado, en la hierba. Y Carlos Mansilla le abrazaba y le decía: Abrázame mi amor, y: Abrázame, mi vida. Quiéreme, por favor, abrázame. Y llegó a besarle en los labios, un beso pegajoso, lacrimoso, de niño. Salazar logró zafarse y se puso en pie y emprendió el camino senda arriba a buen paso, y se volvió y gritó: ¡Esto lo vas a pagar caro, maricón, muy caro!

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el padre espiritual, un tal Zaldívar, mandó llamar a Carlitos Mansilla y en el cuarto del padre espiritual estaba también el padre rector. Y el padre Zaldívar dijo:

—Mira, Carlos, lo que ha pasado entre Javier y tú no puede volver a pasar más. Estas cosas no se pueden consentir. Javier es un chico muy bueno, muy devoto, como sabes, a quien han perturbado mucho las cosas que le dijiste la otra tarde. Tienes que prometerme que no vas a volver a hablarle más. Yo estoy seguro de que estás arrepentido. Ahora estarás arrepentido, nuestro Señor todo lo comprende y lo perdona.

Y Carlitos Mansilla miró primero al padre espiritual y luego al rector y dijo:

—No estoy arrepentido.

—¿Pero cómo que no estás arrepentido? Claro que estás arrepentido. Lo que tú has hecho no se puede hacer, lo sabes tú de sobra.

—No estoy arrepentido —repitió Carlitos.

El padre rector se mostró inquieto e hizo lo que pareció una seña al director espiritual y dijo:

—Ahora lo que vas a hacer, Carlos, es volver a clase y tranquilizarte un poco y pensarlo todo bien y esta tarde en la capilla, después del rosario y la bendición, delante del Santísimo Sacramento, yo estaré allí, en el confesionario, y te puedes confesar.

Y Carlos se levantó y preguntó:

—¿Me puedo ahora ir?

—Sí. Ahora vete —dijo el padre rector.

Y Carlos salió de la habitación, se quedó de espaldas a la puerta en el pasillo, donde daba el sol de la primavera relajada, que se vencía ya hacia el mediodía, y no volvió a clase. Y se salió al campo.

Todo, después de lo anterior, se les vino encima muy deprisa. Carlos Mansilla no reapareció en todo el día. Así que, en las dos clases de la tarde y en el estudio de antes de la capilla y en el comedor, se pasó lista y se le echó en falta. Allende tenía los pies fríos. Se sintió helado toda aquella tarde y no durmió por la noche. Y tampoco volvió Mansilla al seminario aquella noche. Se tranquilizó a los estudiantes, se les dijo que Carlos Mansilla estaba indispuesto, pero casi nadie creyó lo que se dijo. De haber estado indispuesto, aunque sólo fuese una diarrea o cualquier tontería, se hubiera subido a enfermería, y el hermano Antolín era allí quien contaba a todo el mundo quién estaba y quién no: el hermano Antolín sabía hacer trampas cuando había que hacerlas, y se disculpaba diciendo: «Son faltas veniales.» La vida era fácil con el hermano Antolín en la enfermería, con la bata sobre el hábito, mal cerrada por detrás. Allende recuerda aún el olor de la enfermería: a desinfectante, a pan tostado y tazones de leche caliente, a guisitos de pollo que guisaba el propio hermano para los enfermos, y caldos con unos pocos fideos finos. Aquella misma noche, antes de acostarse, se escabulló Paco Allende a la enfermería a hablar con el hermano. El hermano, que todo lo sabía, también había sabido lo que había pasado, por lo menos la primera parte: que a Carlitos le había llamado el padre rector al cuarto del padre espiritual, y que ninguno de los dos había luego soltado prenda, según el hermano, aunque se les vio ir y venir por los pasillos, a paso largo, algo pálidos quizá, con gran zarandeo talar de balandranes y sotanas. El hermano Antolín, naturalmente, sabía menos de lo sucedido que Paco Allende, que a su vez sabía menos que Javier Salazar, que era quien de verdad lo sabía todo, habiéndolo causado él mismo, el día anterior a última hora de la tarde. Paco Allende no pudo dormir aquella noche, así que de madrugada se vistió, se puso los calcetines, pero no las botas, que crujían, se fue a la celda de Salazar, abrió la puerta sin llamar, y entró dentro y cerró la puerta, no tenía encendida la luz. Las celdas eran iguales todas, con una cama, una mesa y una silla y un reclinatorio. Así que era fácil no tropezar y moverse. Había además cierta claridad fría, porque las contraventanas de las celdas no cerraban bien. Y a la luz de la contraventana vio dormido, bien arrebujado, a Salazar. Y Allende sintió un intenso aborrecimiento, una rabia informe de ver dormir a pierna suelta a Salazar mientras que Carlitos nadie sabía dónde estaba aquella noche y qué le había pasado. Así que Allende sacudió a Salazar por el hombro y Salazar, somnoliento, le preguntó qué quería.

—¿Qué le has hecho a Carlos? —preguntó Allende.

Y Salazar contestó:

—A Carlos nada, ¿qué le voy a hacer?, ¿qué le pasa?

—Le pasa que no sabemos dónde está. Pero ¿cómo puedes dormirte tan campante, Carlos dónde está?

—¡Y yo qué sé!

—¡Tú sabes algo! —acusó Allende—. Estás tan campante porque sabes algo, si no, no lo estarías.

—No sé nada. Y, ahora, ¿qué hora es? Vete. Como te cojan aquí, me buscas un lío.

—Tú sabes dónde está. Tienes que saberlo.

—Vete.

—Algo sabes. Estás mintiendo.

—No sé nada, vete a la mierda, déjame dormir.

Finalmente Paco Allende tuvo que irse.

Lo encontraron a bajamar. Al final del día siguiente. Desfigurado. Como un muñeco de trapo amoratado, descosido. Lo más vivo de todo el cuerpo muerto de Carlitos era, nada más, el pelo, ahora que sobre la frente los ojos los tapaba. Les dijeron que se había caído paseando por el acantilado y nadie lo creyó. Sólo Salazar pareció dispuesto a creer desde un principio la mentira piadosa que les contó el rector en la capilla. El horrible funeral. Pasó una semana entera Allende sin hablar con nadie, no quiso hablar con nadie.

—No puedes estar así —le dijo el padre espiritual—. Dios no quiere que sintamos un dolor tan grande. Tienes que aceptar la voluntad de Dios.

—La voluntad de Dios no puede ser lo que ha pasado. Dios no tiene que ver nada en esto.

Paco Allende era un crío todavía en aquel entonces, con diecisiete, eran todos críos: con dieciocho los más viejos del curso. Eran adolescentes, casi niños. También Salazar pareció de pronto un adolescente aterido, huidizo. Pero el que peor estaba, el de peor aspecto y más desesperado, era Paco Allende. Pasó una semana entera y al llegar el paseo del domingo Allende se puso al lado de Salazar y a uno que se les juntó le mandó ir delante, le dijo: Déjame que tengo que hablar con éste.

—Quiero saber lo que ha pasado, tú. Tú sabes cómo ha sido, estoy seguro. Y me lo cuentas, o aquí va a pasarte algo malo.

—¿Qué me va a pasar?

—O me lo cuentas, o cuento yo que le has matado tú.

—Mentirías.

—¿Mentiría? ¿Y qué? Si no me cuentas ahora mismo, voy al rector y digo que le empujaste tú y que yo os vi. Da igual que sea mentira.

Algo en la entonación de Allende hizo que Salazar perdiera su habitual seguridad en sí mismo. Así fue como contó a Paco Allende la mayor parte de lo ocurrido, aunque en ese primer relato sólo refirió, muy por encima, lo que el propio Salazar había contado al padre espiritual. Eso mencionó apenas aquel día.

Y, sin embargo, se acabó sabiendo. Como no era secreto de confesión al fin y al cabo, y como acabó tan trágicamente, quizá el rector y el padre espiritual, contristados, lo comentaron con otros padres o lo dejaron entrever a algún alumno de los muchos que les visitaban para las tutorías. O quizá la versión que a Allende le llegó fue una versión cualquiera, una de las muchas posibles que los estudiantes inventaron y que acabó circulando como lo que de verdad había sucedido. En cualquier caso, cuando Allende, indignado por la versión aquella, se la presentó a Salazar bruscamente, éste no negó que fuera cierta: Siempre se exagera, fue su único comentario.

—La gente dice que se mató por ti, y quizá sea verdad porque me consta que te quería mucho, pero no tienes de eso tú la culpa. Lo que quisiera saber yo, oírtelo decir a ti es lo que de verdad pasó entre vosotros, y sobre todo lo que contaste al rector. Eso fue lo que desencadenó el suicidio. Estoy seguro.

—¿Cómo vas a estar seguro? Nadie puede estar seguro de lo que pasa por la cabeza de un suicida en el último momento. El pobre Carlos no tenía sentido de la proporción, sentido de lo que conviene o no conviene hacer o decir. Si, como dices, se suicidó por culpa mía, sólo fue porque yo no le seguí la corriente. ¿Qué esperabas tú que hiciera? ¿Hubiera sido preferible, crees tú, Paco, que hubiera yo fingido amarle o que me hubiera dejado querer? ¿Hubiera sido eso mejor?

—No sé qué hubiera sido mejor o peor en este caso, pero lo que se cuenta no es eso. Nadie discute lo que tú debiste hacer o dejar de hacer con Carlos. Lo que se dice es que tú le denunciaste.

—Tuve que denunciarle, tuve que contar lo que pasó al rector porque ésa era mi obligación. Suponte que te hubiera sucedido a ti. ¿Qué hubieras hecho si Carlos te dice que está enamorado de ti?

—Sé lo que no hubiera hecho —contestó Allende, procurando contenerse—. No se lo hubiera contado a nadie, y menos al rector.

—¿Ah, no? ¿Y qué hubiera pasado entonces? ¿Crees que Carlos se hubiera conformado con eso? ¿Crees que hubiera sido mejor no contar nada? Porque si de verdad crees que Carlos se hubiera tranquilizado, te engañas. Yo hice lo que estaba seguro de que era lo mejor para todos, corté por lo sano. Y lo sano en este caso, lo único sano que todavía le quedaba al pobre Carlos, era su relación con el colegio, nuestra relación con el seminario. Lo único sano que le quedaba a Carlos, la única sanidad posible, era ponerse en manos de la autoridad competente. Y como él, por sí solo, no iba a hacerlo, lo hice yo por él. Nunca sabremos qué pasó después, nadie lo vio, nadie estuvo allí para verlo.

Allende no pudo desahogar su gran ira de aquel momento, que se volvió en pocos días contra sí mismo: le pareció que él era el único culpable de la muerte de Carlos, por no haberse dado cuenta de la inútil pasión —tan conmovedora a la vez— del chico. Al cabo de una semana, no mucho más, decidió que dejaría el seminario a fin de curso: nada podía ser ya igual sin Carlos Mansilla, tampoco la amistad con Salazar podía seguir. Entonces, a la vez que Paco Allende evitaba encontrarse con Salazar en los recreos o en los paseos, Salazar hacía ahora todo lo posible por coincidir con Allende. Era una contradanza estúpida, era, a la vez, intrigante y desasosegante para Allende. ¿Por qué quería Salazar proseguir la relación si se veía claro que no podía ya seguir sin Carlos lo que había habido antes entre ellos? Por otra parte, Allende, al cabo de un mes de contradanza, de solicitaciones y de evitaciones, era ya casi pleno verano y las vacaciones se echaban encima, comenzó a sentir una gran compasión por Salazar. Al fin y al cabo, ¿quién era Allende para juzgar lo sucedido, para sentirse tan entristecido que ya no fuese capaz de reanudar la amistad? ¿Y si Salazar le necesitaba? ¿Y si Salazar no hubiese tenido, realmente, culpa alguna? ¿Y si Carlos Mansilla no le hubiera dejado ninguna otra opción a Salazar excepto el rechazo? Tuvo Allende la impresión de que Salazar, a consecuencia del rechazo que sufría por parte de Allende (a consecuencia quizá también de pensar que había causado el suicidio de Carlos), había perdido algo de su aire olímpico inicial, había accedido quizá a un estrato más profundo de sí mismo, donde surgía el arrepentimiento y quizá el amor. Así que con ocasión de un paseo de domingo Allende dio por terminada la evitación y accedió a relacionarse con Salazar en los antiguos términos. Pero entonces ocurrió algo muy raro que aterrorizó a Allende, porque no podía desmenuzarlo en su conciencia, ni dejarlo correr como si no tuviera importancia: Allende se enamoró de Salazar. ¿Era esto monstruoso? ¿No era monstruoso que Salazar ahora, aparentemente compungido, hablando dulcemente de Mansilla, resultase adorable? ¿Estaba Allende abandonándose a una trampa tendida expresamente por Salazar? ¿Qué sucedió entre ellos en ese mes escaso en que, de alguna manera, Allende se convirtió en una imagen de Carlos Mansilla?

Paco Allende había ya aquella primavera rechazado del todo su incipiente vocación sacerdotal: era un error, había sido un error: el ambiente tan de derechas de su casa, tan católico y también tan cultivado en muchos sentidos —su padre leía el Criterio de Balmes y los Fundamentos de filosofía y la Historia de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo, y la revista de los dominicos de las Caldas de Besaya—. En su casa se recibía Razón y fe, había un ambiente de catolicismo ilustrado, con las lecturas de Jacques y Raisa Maritain y también de Bernanos y de Julien Green y de Mauriac. Irse al seminario había sido un muy natural, muy intelectual proyecto de Allende. La culminación de toda aquella cultura de católicos ilustrados fueron los libros sobre el sentido teológico de la liturgia, la revista Art sacré y sobre todo el famoso libro en seis volúmenes Literatura del siglo XX y cristianismo de Charles Moeller, traducido por Valentín García Yebra. Tenía una vocación de intelectual católico Paco Allende que, de alguna manera, por esa inercia fogosa de la juventud, le condujo al seminario. El enamoramiento de Carlos Mansilla (ahora que Carlos había muerto, tenía la impresión Allende de que la vida de Carlos quedaba expuesta, objetivada ante todos como para servir de ejemplo. ¿Ejemplo de qué? ¿Ejemplo de absurdo, ejemplo de los desastres de la pasión amorosa, ejemplo de inocencia? Era un por ejemplo que no ejemplificaba nada en particular: era la forma pura de un ejemplo que no podía del todo especificarse) servía de pronto a Allende a manera de un gran primer plano en un cuadro que relativiza todo el resto del cuadro: sobresale lo que se halla en primer plano y todo lo demás, de algún modo, pierde interés, se limita a ser sólo acompañamiento o ambientación. Así, la abultada y estrambótica pasión de Carlos (lo estrambótico parecía sobresalir ahora en la pasión de Carlos, mientras que antes, Allende al menos, no lo había percibido) había, al presentarse con tanto detalle en primer término, sombreado las propias emociones de Allende con respecto a Salazar: Salazar era a los diecisiete casi el prototipo de todo lo que Paco Allende había querido ser y sabía que nunca llegaría a ser: alto, hermoso, misterioso, de inteligencia rápida y muy buena memoria, irónico y tierno a la vez. En esta nota de la ternura no había reparado Allende hasta entonces: siempre le había parecido Salazar una persona fría. Ahora, de pronto, le percibía tierno y frágil. Ahora, de repente, horrorizado, descubre Allende que Carlitos Mansilla era un incordio. De pronto, Carlos Mansilla es un insensato, un borrón, un perrito del hortelano, un pobrecillo que había elegido la salida aparatosa del suicidio (quizá fue después de todo un simple y triste accidente) porque la continuación de la vida le resultaba imposible.

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