Contra Natura (20 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

24

Es la tarde siguiente. ¿Qué ha pasado la noche anterior? Durán no ha dormido en casa. Ha, sin embargo, regresado a mediodía, más o menos a la hora de almorzar, y ha almorzado en silencio con Salazar, un ligero almuerzo de lasagna precocinada y peras cocidas al vino, regado con media botella de Imperial Cune. La asistenta-cocinera le deja a Salazar, desde hace ya muchos años, una comida al día preparada, que Salazar distribuye a su gusto. Suele haber suficiente para dos personas. Han almorzado en la cocina, un tinello agradable que Salazar ha instalado en lugar de comedor. Durán apenas ha dicho nada. Ahora se siente embargado de remordimiento y de nostalgia. Es un mal estado de ánimo para enfrentarse a Juanjo y a Salazar. Cualquiera podría decirle a Durán que sería conveniente que sustituyese esa precaria situación anímica por la ira, por el desprecio, por el tedio. Todo menos un sentimiento contrito, nostalgia por sus tiempos a solas con Salazar. Javier Salazar, que sabe que Durán está sintiendo todo esto, sonríe y calla. Ninguna actitud en este mundo es más fácil de adoptar, ni Salazar es capaz de representarla con más habilidad teatral, que esta de sonreír y callarse. ¿Dónde está Juanjo? Durán supone que ha pasado la noche con Salazar, que se han enamorado y que lo único que él debe hacer, pero no quiere hacer ni tiene intención de hacer, es marcharse. Salazar, que suele leer durante los almuerzos si está solo, e incluso si está acompañado y hay confianza, tiene junto a él un libro en rústica impreso en Argentina, un ejemplar muy estropeado, de la editorial Kier, que se titula Raya Yoga, conquista de la naturaleza interior, de Swami Vivekananda.

—Te estarás preguntado qué va a pasar contigo, qué va a pasar en esta casa, qué pasó anoche entre Juanjo y yo. Sé, mi querido Ramón, que te estarás preguntando qué puedes saber, qué debes hacer, qué esperanza te queda en este mundo, y yo voy ahora a contestarte oblicuamente, leyéndote un admirable texto de Vivekananda, que sin duda tú interpretarás como algo escrito pensando en ti. Escucha con atención: Un rostro que los demás dicen ser hermoso, puede parecer al yogui como meramente animal, si no hay inteligencia detrás de él. Lo que el mundo llama un rostro muy común, él lo considera celestial si el espíritu lo ilumina. Y ahora, mi querido Ramón, fíjate muy bien y muy especialmente en esto: el ardiente deseo por el cuerpo es la mayor ruina de la vida humana. De modo que el primer signo de estar establecido en la pureza es que ya no pensáis más en que sois un cuerpo. Solamente cuando la pureza llega a nosotros, hacemos abandono de la idea de cuerpo. ¿Sabes por qué te leo esto?

Durán responde secamente que no.

—Te leo esto porque tú, en cuanto compañía, eres infinitamente superior a Juanjo. Tú eres mi compañía. Tú eres la claridad de mi conciencia, Ramón Durán. Juanjo en cambio es la turbiedad de mi cuerpo, que accede a mi conciencia a través del deseo. Juanjo me hace desear. Tú me haces reflexionar. ¿Qué te parece este delicioso reparto de papeles entre vosotros dos? ¿No es brillante? Debes beber algo más de este espléndido Cune que apenas has probado durante el almuerzo. Esto es la tierra alzada, este Cune. Este Cune es la reflexividad de mi vida. De alguna manera tú mismo estás expresado en este vino tinto maravillosamente cálido y suave. Tan fuertemente estás en mí en cuanto reflexividad y vino y don de la ebriedad, que he de sustraerte, tengo forzosamente que restarte, ¿me entiendes? Cuando estoy con Juanjo, tu malamigo Juanjo a quien amas... Estoy leyendo mucho últimamente, Ramón, gracias a ti. Tú me vuelves reflexivo, hermoso, espiritual, como una emanación arcangélica del Uno de Plotino. Por eso, cuando estoy contigo, no necesito acariciarte, sino que siento tremendamente reforzado el aspecto ilusorio del amor en este erotismo homosexual que por ti siento. Como confesaba Thomas Mann en sus diarios, y cita muy apropiadamente Hermann Kurzke, cualquier forma de realidad lleva esta sensación (del erotismo homosexual) «ad absurdum». ¿Qué te parece esto, mi vida? Ahora vuelves a estar interesado otra vez en mí, ¿a que sí? Porque lo cierto es que habías perdido un poco el interés en mí, ¿a que sí? Con esto de sentirte preterido ante Juanjo y a la vez saberte más amado que Juanjo. Porque, naturalmente, Juanjo no puede ser amado, ni siquiera deseado por sí mismo. Sólo deseado como reflectante por las emociones intensísimas que produce en mí: Reflections on a Golden Eye. ¿Recuerdas el texto fascinante de Carson McCullers?

—No, no lo recuerdo ni sé quién es, ni entiendo el título en inglés, pero sí entiendo, lo único que entiendo es que ahora te gusta Juanjo y no yo. ¡Lo que me estás diciendo es que mejor me vaya a tomar por el culo y os dejo en paz a vosotros dos!

—¡Ah, no, no, mon petit! Tú estás dejándote invadir por los tristes celos, yo qué sé. Tú eres lo más plus (esto es una broma), lo más de lo más, ¿no decís eso, los chicos? Tú eres tope-guay. Juanjo, en cambio, es un mero Garnacho, huevón, que nada significa, pero que a mí me pone, por todo lo peor que tengo yo.

—¿Tú te oyes a ti mismo? Toda esta mierda juvenil de mierda. ¿Te estás oyendo? No creí nunca que fueras tan vulgar. Todo esto se reduce, creo, a que me estás mandando a tomar por el culo lo más pronto posible. ¿Quieres que me largue? ¿No es eso?

—¡Pero no. Por favor. Por favor, Ramón Durán. Mírame bien, yo te amo!

Durán se encuentra ahora paralizado: nunca en su vida ha tenido que argumentar a favor de una ocurrencia suya o en contra de una ocurrencia ajena. Ahora se dice a sí mismo: Tengo que pensar velozmente algo que decir. Pero justo eso, pensar incluso lentamente, le resulta imposible, porque se enreda con su propia inseguridad: la inseguridad es una cualidad positiva en el sujeto inseguro: empieza siendo una conciencia muy viva de las propias limitaciones y fallos, que se combina con un deseo de quedar bien, de hacer o decir algo bien (este bien aparece como un desiderátum, como una perfección. De aquí que casi por definición sea inalcanzable): así, Durán siente ahora que debería estar a la altura de las palabras agradables que le dice Salazar, debería no sentir celos de Juanjo o, de sentirlos, debería poder hablar de ellos con Salazar con naturalidad: Tendría que ser capaz —piensa Durán— de exigirle a Salazar que enseñe sus cartas, que me diga lo que quiere hacer de verdad, pero, para hablar francamente con Salazar, necesitaría Durán estar seguro de su posición: saber qué quiere hacer él mismo. Y no puede decirse que lo sepa. Salazar parece haberse dado cuenta de la inseguridad de Durán, porque, tras permanecer un momento en silencio, le ha preguntado: «¿Qué quieres tú hacer, qué estás pen¬sando ahora? ¿Crees tú que realmente quiero yo sustituirte a ti por Juanjo?» Una vez más Durán se da cuenta de que cualquier respuesta a estas preguntas le entrampará igual. Se da cuenta de que la única manera que tendría de hacer frente a Durán sería yéndose de la casa. Pero, al irse, ¿no está rindiéndose sin más? ¿No está diciendo, si se larga, que no puede soportar la situación y que por consiguiente le deja el campo libre a Juanjo? ¿Y qué más da, después de todo? Lo confundente es justo esto: que para Durán lo que suceda o deje de suceder tiene una importancia enorme. Durán se da cuenta de que, pase lo que pase esta tarde o estos días, el potencial de significación y de acción que se concentra ahora en esta casa tiene capacidad para hacerle feliz quizá, pero con toda seguridad tiene la capacidad de hacerle desgraciado. ¿Por qué no se marcha? Salazar ahora ha dejado a un lado su libro, que durante todo el tiempo había sostenido sobre sus rodillas, y declara:

—Una parte de tus dificultades ahora mismo, Ramón Durán, procede de que eres incapaz de comportarte con chulería. Eres incapaz de decirme: «No te necesito, ahí te quedas.» Y eso es porque no crees que si ahora salieras de esta casa, encontrarías a alguien capaz de sustituirme a mí. Tu problema no es que te sientas humillado al creerte sustituido por Juanjo en esta casa. El problema es que en el fondo de tu corazón tú no crees que yo pueda ser sustituido por nadie. El problema es que tú me necesitas a mí mucho más que yo a ti. Yo te amo, pero, sin embargo, no te necesito. En cambio tú, que no me amas, me necesitas, y por eso no te puedes ir. Por eso no puedes hacerme frente. Por eso estás perdido. Si te vieras desde fuera, si pudieras verte a ti mismo y a mí, sentados en esta habitación, verías cómo resplandeces tú y cómo soy yo pálido e insignificante. Si te pudieras ver desde fuera, comprenderías que tú tienes los ases en este juego: todas las ventajas, y yo ninguna. ¿Por qué no puedes verte a ti mismo y a mí desde fuera de los dos?

—No lo sé.

25

¿Qué he hecho de mi vida? ¿Qué ha hecho Javier Salazar de su vida? Esta es una tarde brahmsiana. Esta no es una tarde madrileña de invierno, seca, fría, soleada. Ésta no es una tarde castellana. Es una tarde reducida, la rue est plus intime a cause de la brume. Y también las calles del barrio de Argüelles se han vuelto norteñas, íntimas y terribles, demoníacas y hermosas. Tardes de Glenmorangie, tardes del Dr. Jekyll. ¡Oh, pero qué bobadas! Boberías y bobadas. Nada ha sucedido en estos días —se dice a sí mismo Salazar— que no me haya sucedido previamente más o menos de la misma forma. No hay en todo esto ninguna novedad. Pero sí que la hay, musita, lejanísimo, dubitativo, tentativo, brahmsiano, un contradiós que se ha convertido en voz del clarinete del Clarinet Quintet in B minor, Op. 115. No hay ninguna prisa —se dice Salazar a sí mismo—, que la juventud se apresure, si así lo desea, los vulgares ejecutivos españoles que tanto me hacían reír, sonreír, en aquellos tiempos de director literario de aquella gran casa editorial. Iba yo en medio de ellos pero no era uno de ellos. ¡Oh, gran Eugene O'Neill! Ésta es mi hora de repesca. ¿Y si he fracasado? Javier Salazar toma otro sorbito de su Glenmorangie y se mira y se contempla en el admirablemente dorado espejo de su sala de estar, que refleja el fuego de su estufa de puertas de cristal refractario, que le refleja a él mismo en esta tarde gris, la grisalla de principios de diciembre. ¿No parece ahora mismo que he llegado al final y que he ganado la estúpida carrera de la vida? Soy una persona llena de significación, por eso los jóvenes se interesan por mí, aunque no son del todo jóvenes ninguno de los dos, con treinta años. Suena el teléfono y es Lucía Martín, una inteligencia fracasada en opinión de Salazar:

—Javier, Javier, Javier. ¿Cuándo vendrás a verme? Sé que nunca. Nunca suena igual que nuca, el hijo de una nuca y una monja. ¿A que no recuerdas quién hizo esa insensata asociación?

—¡Rilke, por supuesto, Lucía, eres tan previsible. Ni una sola vez, Lucía, imprevisible!

Lucía Martín salva, de momento, el ambiguo y mórbido estado mental de Javier Salazar.

—Oigo detrás de ti —dice Lucía, que en el teléfono tiene presencia real, como el cuerpo de Cristo en la sagrada Eucaristía—, oigo detrás de ti un musiqueo bellísimo. ¿Qué es? Quiero saberlo.

—¡Es Brahms, Lucía, es Brahms, quién si no! Mucho lamento que no seas capaz tú misma de reconocerlo y que tenga que serte palabra por palabra dicho como a una vulgar jovencita, una triste oca blanca. Ninguna mujer que no sea capaz de reconocer el Clarinet Quintet de Brahms, a simple vista, con sólo oír una nota, merece ser tenida en cuenta.

—¡Pero, por Dios, Javier, yo soy la única mujer que tú has tenido en cuenta! ¿cómo a mí puedes esto decirme por teléfono? Algo te esta pasando, algo terrible, algo que no puede ser dicho por teléfono.

—Pues sí, es verdad, Lucía, sí. ¿Quieres que por teléfono te diga lo que a mí me está pasando? Sólo podría por teléfono decírtelo, y nunca vis-à-vis. Me estoy enamorando de un jodio pendejo, de polla larga y entendimiento corto.

—Por favor, Javier, polla es la única palabra de todo el Diccionario de la Real Academia entero que no puedo soportar. ¡Es tan machista!

—Me estás, Lucía, impidiendo, te estás interponiendo físicamente, auditivamente entre Brahms y yo, te detesto, te cuelgo, llámame mañana.

Salazar ha colgado el teléfono y se ha sentido muchísimo mejor. Ahora Javier Salazar se siente muchísimo mejor, porque ha humillado a Lucía Martín, que es una pobre tonta, una antigua enamorada babosa del recién ex seminarista, aquel que nació, quién sabe dónde, cuando se salió del seminario y se hizo hombre, como el Verbo divino.

El color de la tarde trae consigo el color de las tardes del pasado. Dicen que lo olvidamos casi todo, que reconstruimos los fragmentos después, que casualmente emergen al cabo de los años sin valor de verdad, modificados por el presente y los sentimientos del presente: Salazar, sin embargo, ha adquirido esta noción de the pastness of the past, esta cualidad del pasado, de la literatura, por ejemplo, leyendo a Philip Larkin. No es, pues, su propia noción. Salazar considera que su pasado se distribuye en escenas muy precisas, como dibujadas por un pintor flamenco, como ciudades o interiores pintados por Vermeer. Que esto sea de hecho así en el caso de Salazar, o que simplemente se trate de una ilusión reconfortante, que Salazar ha mantenido intacta hasta la fecha, da un poco lo mismo. Salazar cree que su pasado está ahí en el ingens aula memoriae, espacializado, aunque también irrealizado o desrrealizado, virtual —si se quiere usar esta expresión—, que puede ser traído una y otra vez al presente en su integridad de estampa o de foto fija, como un dato archivado en un ordenador personal. Aunque Salazar no tiene un ordenador personal en su casa, aprendió a utilizarlos hace tiempo, cuando aún iba regularmente a su oficina, y siempre admiró esa memoria del ordenador, que nunca falla, siempre idéntica a sí misma, que emerge con sólo pulsar las teclas apropiadas: basta teclear el nombre del documento, basta teclear —cree Salazar— los nombres propios de su vida: Ramonín, Paco, el seminario, la playa, el recreo, el aula de ciencias naturales donde se guardaban en grandes armarios de cristal los utensilios para los experimentos de física y química, el aula de geología con las polvorientas bandejas de minerales y de rocas y de fósiles. Basta teclear el nombre de aquellos jóvenes que fueron todos ellos, para que las escenas reaparezcan idénticas y exactas, de un pasado sin modificar por el yo y sus sentimientos, su mala voluntad... Cree Salazar que este pasado, supuestamente codificado sin añadido alguno, le permite conocerse a sí mismo. En esta tarde de niebla y leños de encina ardiendo en su estufa, sin encender ahora ya la luz eléctrica, sus bellas lámparas de latón y cristal y porcelana inglesa, con sus pantallas amarillentas, alumbrado sólo por la luz del atardecer en la terraza, el canela encendido, el naranja encendido, el verdeazul agreste de la noche sin pájaros y el incesante, persecutorio idiolecto de las llamas que queman manteniendo intacto e incandescente el gran leño de encina, el gran silencio candente del tiempo pasado.

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