Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Una vez en el piso, Durán va a preparar el café. Salazar se instala en su sillón. Juanjo recorre asombrado con la mirada, y a pasitos, la cálida habitación, repleta de libros. Salazar contempla a Juanjo, ahí de pie, acercándose un poco a un cuadro y separándose luego.
—¿Qué, te gusta mi casa?
—Mucho. Sí.
—Vosotros os salvasteis del sida, ¿eh?, tu amigo y tú, del sida fuerte del 82, del cáncer rosa. De eso os habéis salvado. Por eso tenéis la superficialidad y el aspecto de inmerecido bienestar que tienen todos los supervivientes.
Salazar habla despacio, modulando muy bien sus palabras, suavemente. Es como un introito. Una introducción ritual, melodiosa, un canto llano a no sabe muy bien qué tampoco el propio Salazar. A algo, en cualquier caso, comestible. Salazar tiene la sensación ahora análoga a la sensación que precede a las ingestas de los almuerzos: las expectativas ensalivadoras de las papilas gustativas que animaban al perro de Pavlov cada vez que oía la campana. Se siente bien estimulado y disfruta de su Vorlust. Pero no sabe aún qué quiere hacer con estos chicos o adonde se dirige ahora mismo. Sucede, sin embargo, que el dulce introito de Salazar ha picado el amor propio de Juanjo. Juanjo se encara ahora con Salazar y le pregunta:
—¿Y tú qué? Tú también eres un superviviente, más que nosotros. ¿Cuántos años tenías tú en el 82? Tú tendrías cuarenta y algo en el 82. Tú sí que eres un superviviente. ¿O es que no follabas? Si no follabas, tu caso es lamentable, perdona que te diga. ¿Por qué no follabas? Tú sí que eres un superviviente. A nosotros no nos tocó la china.
Salazar se echa a reír. Durán entra con el café. Sonríe al ver que Salazar se ríe de buena gana. La cara perpleja de Juanjo le divierte sin sorprenderle. Durán se siente una vez más feliz, contento, vuelve a sentirse atraído por Juanjo: tan guapo ahora que casi se pasa un poco de rosca, como debe ser. Salazar, hábilmente, ha desistido ahora de toda provocación y ha conducido la conversación por los tranquilos derroteros del tópico. Nada sucederá esta tarde. Sólo que Salazar anuda este cabo suelto, tan cómico, de Juanjo. Piensa que sacará partido de Juanjo, una concupiscencia de los ojos fácil, sólo eso, de momento. Sin saber bien cómo, Durán observa satisfecho que la tarde se inclina hacia su fin entre las bromas de sus dos amigos. A la hora de despedirse Juanjo —aún no son las once de la noche, han tomado una buena merienda entre medias—, Durán decide que no acompañará hoy a Juanjo cuando se marche. Siente una gran curiosidad por saber qué cara pondrá Salazar. La última estampa de esa tarde está impregnada de vivacidad falaz: una feliz pareja primavera-otoño se despide en el descansillo, frente al ascensor abierto, del amigo del más joven de los dos, Juanjo, que siente visible envidia de Durán. Los tres se dan la mano, no se besan. Salazar ha indicado esa misma tarde que detesta las costumbres camp del gremio: los amigos, por muy públicamente gays que sean, se saludan y despiden dándose sobriamente la mano: Darse besos en público —ha sentenciado Salazar—, e incluso con excesiva frecuencia en privado, es una mariconada.
—Es impresionante cómo pasa el tiempo —declara Chipri. Es la conversación telefónica de todas las noches. La voz de Chipri suena entre agobiada y pendenciera. Durán, como de costumbre, atiende a medias. Está acostumbrado a seguir el hilo de la voz de su madre por teléfono y sólo registra las variaciones que durante años apenas se producían.
Y que ahora, sin embargo, tiemblan entre pausa y pausa.
—Tampoco es eso, mamá. Total no hace poquísimo que me fui y todas las noches nos llamamos.
—A tu edad no pasa el tiempo. A la mía sí.
—Hay que poner, mamá, también un poco de tu parte. No sólo ver lo negativo.
—Eso se dice fácil a tu edad. A mi edad es cuando no. Y lo negativo, lo negativo es lo que hay, a las pruebas me remito. Entran por los aeropuertos.
—¿Quiénes entran, mamá?
—Gente rarísima por los aeropuertos entran. Vienen de todas partes a quedarse aquí en España. Mira las mafias chinas y la guerra del zapato. Arruinándoles en Elche lo poco que trajeron de Alemania para montar la fábrica pequeña, lo mismo en Onteniente y en Elche y en Almería. El zapato lo hacen con sintético, los chinos. ¿Y en Xeraco qué? Allí había también casos de mafias rusas, o lituanas, los ajustes de cuentas, como en Madrid persecuciones de potentes todoterrenos de albanokosovares.
Durán piensa: Mamá ha estado siempre «pa'llá» un poco. Que no estuviese mamá bien de la cabeza casi me alegraba y confortaba de chico: era lo elegante. No estar del todo bien de la cabeza era estupendo. Pero ahora hay algo que a Durán perturba y no sabe bien decir qué es. Quizá le perturba sobre todo la prosodia de Chipri: habla por teléfono más deprisa que antes, más deprisa que nunca: como si tuviese prisa por comunicar un comunicado que nada comunica. ¿Qué querrá comunicarme? Daría por saberlo media vida, rumia Durán al colgar el teléfono esa noche. Si tuviera sentido la frase dar la vida por alguien (Salazar piensa que esa frase no tiene sentido, y Durán lo piensa porque Salazar lo piensa) Durán daría la vida por ella. Durán admira todo de ella, lo conocido y lo desconocido, lo bueno y hasta lo poco que haya de malo: su madre indiscutible y clara en medio de toda la turbiedad del mundo. ¿Pero qué le está pasando, Dios? ¿Qué le pasa que suena tan accidentada y peligrosamente en peligro? Esa noche, nada más colgar el teléfono, Durán vuelve a marcar el número de su madre y —para gran desconcierto e inquietud— descubre que está comunicando. ¿Con quién puede estar ella hablando justo después de hablar con su hijo? ¿Con quién puede mamá estar hablando?
Era ésta una pregunta angustiosa para Ramón Durán porque sólo podía hacérsela a sí mismo. Se sentía de pronto intensamente aislado sólo por no poder preguntar —ni siquiera retóricamente— a ninguno de los dos hombres con quienes se relacionaba, con quién estaba su madre hablando, qué le estaba pasando. Se daba cuenta oscuramente Durán de que ésta era la hora de Allende, el momento de buscar una amistad acogedora y no simplemente estimulante o brillante. Pero Allende quedaba tan lejos estos días de finales de noviembre como el propio éter resplandeciente del cielo, frío y azul, con su memoria del Guadarrama, blanco y firme, dibujado a lo lejos. Allende no podía ser introducido —directamente al menos— por Durán en su presente situación, porque Allende no tenía ningún papel ahí. «Ni pincha ni corta», musitaba Durán empleando una expresión anticuada que había oído usar a su madre. Para que Allende pudiera ejercitar la función balsámica que Durán le atribuía, hubiera tenido que darle pormenorizada cuenta de todo, y en aquel momento no había realmente, para Ramón Durán, una totalidad coherente capaz de resumir su vida en Madrid: de alguna manera la sensación de totalidad postulada se contrapesaba por una intensa sensación negativa de totalidad imposible o de totalidad fragmentada o —lo cual quizá constituye una noción más angustiosa aún— de totalidad posible en el pensamiento, imposibilitada por la realidad efectiva de los personajes envueltos en ella: Salazar, Juanjo y Durán. Nada podía serle referido a Allende —en opinión de Durán— que fuese parte de la totalidad (no obstante ser parte realísima de la totalidad) sin mencionar a la vez toda la totalidad, que no podía ser mencionada. Pero ¿por qué no? Porque la vida de Durán en Madrid no era, en aquel momento, tras haberse conocido Juanjo y Salazar, ya una vida comprehendida, desplegada, directamente narrable, cronológicamente verosímil, accesible al buen sentido común, un poco ingenuo y no muy refinado, del buen muchacho que Ramón Durán aún seguía siendo: curiosamente, el sentido de la realidad, bien certero por cierto, que Durán tenía, incluía ahora un componente de desasosiego, un íntimo azogue, una impura conciencia de lo inesperado, lo grotesco, lo doloroso, lo accidental que podía brincar sobre Durán, tanto de dentro a fuera como de fuera a dentro, en un abrir y cerrar de ojos. Lo accidental había accedido a la vida de Durán al tramarse, entre Salazar y Juanjo Garnacho, una nueva relación, cada vez más intensa, ante la cual Ramón Durán no creía sentirse celoso: sólo perplejo, crecientemente perplejo, como un crío ante una relación amorosa entre crueles adultos. Y todas estas reflexiones —que no llegaban a ser reflexiones, que eran más bien conatos, irisaciones rumiativas del alma de Durán— que hubieran podido mandarse en un arrebato al carajo, y acabar en una llamada telefónica urgente a Paco Allende, transformada, por la simplificante virtud de la acción, en un relato consolador, no podían ser aventadas y desechadas, ni siquiera en un arrebato, porque Ramón Durán recordaba vivamente que, en su encuentro con Allende en el Templo de Debod y en su segundo encuentro en la Gran Vía, Allende había rehusado interferir entre Salazar y Ramón Durán. Y este rechazo a tomar parte había cobrado, a ojos de Durán, el aspecto intimidante de un imperativo: Durán presentía —equivocándose, pero eso en este momento da igual— que el carácter de Paco Allende era tal que una negativa a interferir entre dos amigos (incluso si estuviera noblemente motivada) constituía una barrera insalvable porque formaba parte de una admirable ética de la integridad. Durán, naturalmente, no hubiera podido formular nada de esto en estos términos, pero esto no impide que estas reflexiones frenasen su deseo de confesión.
Así las cosas, Durán era consciente de estar viviendo uno de los momentos más desazonantes e intransitables de su vida: y era a causa de su madre ante todo: no entender como de costumbre, con sólo oír a su madre por teléfono, qué le estaba ocurriendo y cómo se sentía. No era capaz, por teléfono, de hacerse idea de lo que estaba sucediendo allá abajo, en Marbella, pero sí era capaz de percibir la angustia de su madre en su prosodia acelerada. Esta angustia, a su vez, se empapaba de cerrazón al no poder Durán contarle a nadie de su entorno sus precisos pero difusos temores. Esto hacía de Ramón Durán un compañero insatisfactorio ahora. Ahora Salazar —cada vez más interesado por Juanjo, que excitaba su curiosidad y hasta cierto rebufo eréctil del pene, como un cosquilleo, con sólo contemplarle— percibía un aire cansino en Ramón Durán, un aire distraído y como cerril: con frecuencia ahora Salazar, al reunirse los tres, encontraba a Ramón torpe, deslucido, mal vestido, como si la preocupación, la distracción del chico, le afeara a ojos vistas, por comparación, sobre todo, con el excitado, hiperestimulado y bello Juanjo Garnacho, que resplandecía como una polla en pompa, no obstante no haberse producido aún desnudo alguno, ni voluntario ni involuntario: eso planeaba Salazar introducirlo sorpresivamente, después, incluso mucho después, para que la excitación, la sorpresa, el deleite, fuese realmente poderoso.
Chipri tiene un piso, un tercero, en uno de los bloques de mármol blanco que construyó Gilmar, es primera línea, de playa, un piso muy luminoso. Durán sólo ha pasado temporadas cortas en ese piso. Es un recuerdo de los buenos años de los Hoteles Meliá, que en un principio, cuando vivían en Málaga, Chipri tenía intención de usar sólo como sitio de fin de semana, aunque acabó trasladándose definitivamente ahí cuando empezó con lo de Floren. Ahora que Ramón tiene a su madre frente a frente, se siente más tranquilo. La emoción de volver a verse después de tantos meses de sólo hablar por teléfono les embarga a los dos: los dos están contentos de volver a verse. Y Durán, que decidió de sopetón hacer este viaje, que se ha presentado en Marbella sin avisar, disfruta ahora de las secuelas que esa agradable sorpresa ha tenido en su madre. Ahora Chipri no parece angustiada, sólo agitada, tal vez un poco demasiado. Al cabo de una hora —Durán ha llegado hacia las cuatro de la tarde en un taxi desde Málaga— ya atardece y el color del mar es entristecedor y cobrizo. Aún no han corrido las cortinas del cuarto de estar y la vegetación, las plantas de interior colocadas en la terraza exterior del cuarto de estar, produce un falso efecto de verdor, como una escenificación de una fiesta, como si fuesen, de alguna manera, partes de un decorado expresamente diseñado para producir sensación de lujo, buena vida, buen balance económico y sentimental. Durán, mientras su madre se afana en traerle una Coca-Cola (esa acción de ofrecerle, ir a buscar y traer una Coca-Cola en un vaso, de la cocina, ocupa un tiempo desmesurado), tiene la sensación de que su madre ha deliberadamente lentificado todo el proceso, quizá para reponerse de la emoción inicial, quizá para arreglarse un poco, o quizá —piensa Durán con una sonrisa— para buscar los vasos buenos —muy característico esto de su madre— que la ocasión merece. El hecho es que Durán tiene la sensación de una demora exagerada, y desde la puerta de la sala ha dicho en voz alta:
—¡Mamá, ¿quieres que te ayude?!
Y Chipri ha contestado jovialmente (desde el cuarto de baño):
—¡No! ¡No hace falta, ya está todo!
Durán ha vuelto a su sillón, desde el cual se ve el mar emplomado, el otoño cortocircuitado por las luces urbanas: esa imprecisa sensación marbellí de lujo y desarraigo. Durán no sabe bien decir qué quiere expresar con esta imagen de lo lujoso y lo desarraigado combinándose, se refiere quizá a la impresión de que sobre el primitivo pueblo pesquero —agrupado alrededor de la plaza de los naranjos y el ayuntamiento, con la churrería y las primitivas boutiques de antes del boom, un mundo de bienestar franquista de clase media enriquecida, que Durán no ha conocido personalmente pero del que ha oído hablar a su madre muchas veces—, sobre ese pueblo se ha superpuesto ahora el Marbella fastuoso y socarrón del Gil y de los promotores inmobiliarios. Durán no logra establecer conexiones causales entre estos datos: sólo siente una confusa inseguridad ante todo ello, sobre todo esta tarde sepia. Su madre estaba muy arreglada cuando Durán se presentó en casa. Tanto que Durán le ha preguntado si pensaba salir y Chipri ha respondido que no. Durán no cree que su madre le haya mentido, pero tiene la sensación de que hay una parte de la vida de su madre que realmente no conoce, la cual acaba de interrumpir con su precipitada y, hasta cierto punto, injustificada visita de esta tarde.
Le embarga ahora un sentimiento de ridículo: ha viajado precipitadamente de Madrid a Marbella con una sensación de angustia sentida al hablar por teléfono con su madre. No ha explicado bien ni a Salazar ni a Juanjo a qué se debe la precipitación de este viaje: no lo ha explicado porque él mismo, tanto ahora como al emprender el viaje, no puede darse ningún motivo preciso. No ha dado sin embargo explicaciones a sus dos amigos porque no ha creído que ninguno de los dos las precisaran: Durán se da cuenta de que ambos están demasiado interesados el uno en el otro ahora como para fijarse en si Durán se va o se queda. Esta constatación le ha producido hace unas horas, ya instalado en el AVE, una punzada de celos doble. Ahora no parece su madre angustiada, sino sólo inquieta, como alguien que estaba a punto de salir y es gratamente interrumpida por un visitante grato e inesperado que, sin embargo, interrumpe la salida planeada causando una molestia a la vez que un gozo: esta situación oscilatoria, piensa Durán, se refleja en el comportamiento entre agitado y solícito de la madre en este momento, pero no designa —cree Durán— angustia alguna. He hecho un viaje precipitado para nada, concluye.