Contra Natura (41 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

Se ha decidido incinerar a Chipri. A este efecto, Allende ha organizado con una funeraria marbellí el traslado de los restos de Chipri al cementerio donde serán incinerados. Ya han sido incinerados y esto es lo que queda: un herméticamente cerrado jarrón, una urna que contiene dos kilos de ceniza, menos imposible: polvo será más polvo enamorado: ¡Una puta mierda! ¿Qué se hace con nada? ¿Se esparce por el aire, se tira al cubo de la basura? Detrás no hay nada, detrás no queda nada: la muerte absurda.

Ha llamado Araceli por teléfono. Ha cogido el teléfono Durán y quiere Araceli saber la misa a qué hora es. ¿Qué misa?, ha preguntado Durán. Ahora Durán ha entrado en la furia como en una devanadera, una lanzadera: buena es la furia como una lluvia que empapa los sembrados. La furia es buena porque es toda olvido y nada hay que más desee Ramón Durán a estas alturas que el olvido. Así que hay una misa en la parroquia de Chipri de Marbella, donde Durán nunca había estado: un funeral en la parroquia, mientras que en el cementerio se incinera el cuerpo de Chipri. Quiero decir que hay la misa primero y la incineración después y luego le entregan a Durán la repulsiva urna con el par de kilos más o menos de las cenizas de Chipri. No hay nada que añadir: eso es lo esencial de nuestra muerte: que no tengamos ya nada que añadir: que hasta la memoria misma sea superflua, que sea superfluo el dolor y el amor que un día sentimos. Éste es el silencio del Buda. Así que diremos, como Semónides de Samos, el elegiaco griego arcaico: Del muerto no deberíamos acordarnos, si fuéramos sensatos, durante más de un día. Y es verdad también que mucho tiempo tenemos para estar muertos y vivimos llenos de infortunios unos pocos años, ¿qué más puede decirse? Queda todo por decir, por supuesto.

Es curioso el estado mental de Paco Allende: frente al duro texto de Semónides se alza su conciencia cristiana o quizá, sencillamente, su conciencia de mortal: no somos sensatos: nos acordamos del muerto durante más de un día, durante toda una vida. En esto consiste, quizá —piensa Allende—, la mortalidad intrahumana. ¿Qué queda por decir? La posición de Paco Allende en todo este asunto es notable porque, desde un punto de vista objetivo, desapasionado, nada de todo esto le concierne directamente. No conoció a Chipri y su relación con Ramón Durán ha sido circunstancial y (exceptuado el hecho de que el muchacho le gusta físicamente muchísimo) muy superficial. Arrastrado por un sentimiento del deber apenas analizado, ha acudido a Marbella para hacerse cargo del chico. Pero el chico es mayor de edad y lo más probable es que, tan pronto como se libere de este opresivo ambiente de la policía y de la autopsia y de la incineración y del funeral, regrese a Madrid a casa de Salazar y Allende acabe siendo un mero episodio que cae en el olvido. Lo mejor sería llevar a cabo los trámites burocráticos que esta muerte conlleva lo más rápidamente posible, y despedirse de Ramón Durán después con cualquier pretexto. El pretexto que Paco Allende tiene a mano es legítimo y todo el mundo lo acepta: tiene que regresar a su puesto de trabajo. Si dijera al director del instituto que su relación con Durán es casual, ni siquiera quedaría justificada esta semana larga que va a pasar en Marbella. Así que ha tenido que volver a llamar al instituto, hablar con el director y repetir la mentira inicial: que se encuentra retenido en Marbella acompañando a un familiar cercano cuya madre ha aparecido muerta. El director se muestra, por supuesto, comprensivo. Pero no se mostrará comprensivo si descubre que entre Durán y Allende no hay la menor relación de parentesco y ni siquiera una estrecha relación de amistad.

Allende se ocupa de visitar una funeraria que a su vez se encargará de todo. Tiene que elegir un ataúd. Le muestran varios modelos. Elige uno de un precio mediano. El cuerpo de Chipri, recosido después de la autopsia, reposa aún en el Instituto Anatómico Forense. Ahí irán a recogerlo los empleados de la funeraria. Teniendo en cuenta las circunstancias de su muerte, Allende decide que el ataúd permanezca cerrado todo el tiempo. Todo sucede temprano, están presentes para recoger el cadáver de Chipri Allende y Durán. Siguen al coche fúnebre en un taxi hasta el cementerio. De alguna manera, ha corrido la voz y en el cementerio hay una pequeña reunión de dolientes. Destacan entre ellos Araceli, demasiado enlutada al estilo de los funerales de las películas americanas, el Manguis, con la nariz cubierta de esparadrapo a consecuencia del trompazo, Florentino Pelayo, acompañado de un secretario o ayudante. Hay también un cura. Entran todos en la fría capilla del cementerio. Allende y Durán se sitúan en la primera fila y detrás de ellos los otros cinco personajes. El sacerdote reza un responso. Y después el ataúd es conducido en un armazón de ruedas hacia un discreto lado de la pequeña nave, donde aparece una ventana velada por una cortina gris. Los empleados de la funeraria sitúan el ataúd en lo que parece ser una correa transportadora. Se cierra la ventanilla, se corre la cortina y el director de la funeraria anuncia a los presentes que podrán recoger las cenizas de la difunta dentro de dos horas. Allende y Durán se quedan todavía un rato sentados en el primer banco de la capilla del cementerio no sabiendo qué hacer. El resto de la comitiva sale fuera y encienden cigarrillos. Transcurren quince o veinte minutos.

—Vamos fuera si quieres —sugiere Allende.

Y salen los dos a la salitrosa mañana marbellí, blanca y nublada, una primavera cálida de playa. Toda la comitiva excepto el Manguis desfila ante Allende y Durán, que se han quedado de pie delante de la puerta de la capilla. Araceli se abraza a Durán llorando. La gran pena negra de gusto californiano ondea ligeramente al viento marítimo. Después de Araceli, Florentino Pelayo acompaña en el sentimiento a Durán:

—Lo he sentido mucho, chico, tienes que ser fuerte. Ha sido un golpe terrible. Yo quería mucho a tu madre. La he querido mucho, de verdad...

—¡Si tanto la quería, ¿por qué la dejó tirada?! ¡Usted tiene la culpa de todo, hijoputa!

La voz de Durán es apagada y monótona. La expresión hijoputa ni siquiera suena a insulto. El Floren hace un gesto equivalente a un puchero, su amable cara rellena de hombre de negocios seguro de sí mismo se contrae un poco con lo que puede suponerse que es amargura o melancolía, quizá sólo incomodidad ante una situación que le supera por todas partes.

—Estás muy confundido, chaval —dice por fin el Floren—. Es natural que lo estés. En tu caso yo también lo estaría. Una madre es lo más grande del mundo, pero hazte cargo de mi situación (ahora el Floren alza los ojos hacia Allende, que está a la derecha de Durán, como esperando algún apoyo del lado de ese hombre mayor que seguramente entiende cómo son las cosas de la vida).

En vista de que Allende no dice nada, el Floren prosigue:

—Mira, yo no podía seguir con tu madre. Tengo una familia yo mismo. Tengo una mujer y unos hijos. No era razonable que siguiéramos juntos tu madre y yo...

—¿Por qué lo empezó, entonces? —quiere saber Durán con el mismo tono de voz. No es, en realidad, una pregunta. Es un apagado improperio que el Floren apenas registra.

—La vida es muy compleja, muchacho. Cuando se es joven no se entienden estas cosas. Tu madre y yo fuimos muy felices un tiempo. La felicidad no da más de sí, sólo un poco de tiempo. Luego se acaba. Yo, de corazón, si necesitas algo, cualquier cosa que necesites... —Ha sacado de su cartera una tarjeta de visita que alarga a Allende.

—Gracias —responde Allende.

Apenas ha transcurrido media hora. La comitiva se disuelve deprisa. Se acerca a la puerta del cementerio un coche de la policía de donde baja Marisa, que abraza a Durán y también a Allende. Éste es el único gesto de afecto sincero de la mañana. Marisa tiene que reanudar el servicio. Allende y Durán se quedan paseando entre las tumbas todavía media hora más. Allende ha arreglado que el taxi que les ha traído al cementerio les espere en la entrada. Por fin, les entregan la urna con las cenizas. La capilla ha sido ocupada por otra familia, con otro ataúd. Es la rutina de los cementerios, el día va tornándose más y más claro cada vez. Caras de desconocidos, contristadas, ausentes, no les durará el duelo mucho más de un día porque son sensatos —piensa Allende—. Se encaminan con la urna de las cenizas al taxi y se dirigen al piso de Chipri.

Dejan las cenizas encima de la mesa del comedor. Allende ha ido poco a poco sumiéndose en un estado de perplejidad vacía y dolorosa. No sabe qué decir. Durán se sienta en la sala en silencio. Allende se sienta junto a él. Transcurre la mañana entera hasta la hora de comer con la ingravidez monótona y sosa de esos acontecimientos que parece que no están aconteciendo. Han bajado a comer a una cafetería cercana. Allende tenía hambre y ha comido con buen apetito su plato combinado. Durán ha pedido un plato igual pero apenas lo ha probado. Este hecho de no sentir hambre ahora le parece a Allende característico y, sin embargo, tranquilizador: Durán sentirá un hambre canina más tarde, a la hora de la cena. Cenará copiosamente. Allende le animará a beber un poco de vino y se acostará rendido. Mañana será otro día, piensa Allende.

A última hora, hacia las ocho y media, han encendido la televisión para ver las noticias de Telecinco. En esto, suena el teléfono. Allende descuelga el teléfono. Es Salazar. Salazar no tiene intención de hablar con Durán, sólo dice lo siguiente:

—Mira, Paco. Dadas las circunstancias creo que es mejor dejar a Ramón tranquilo por ahora, pero quiero que le digas de mi parte que aquí tiene su casa. Le das un abrazo fuerte de mi parte.

—¿No quieres hablar con él? —pregunta Allende a Salazar. Este contesta que no.

—Era Salazar, te manda un abrazo fuerte. Dice que tienes su casa a tu disposición.

—Ya —es todo el comentario que hace Durán.

—Tendrás que volver a Madrid, supongo —dice Allende.

—Claro.

—Estarás bien en casa de Salazar.

Ésta es la primera vez que Ramón Durán mira a los ojos a Allende en todo el día.

—Esa casa es un infierno, tú lo sabes. No es mi casa ni es verdad que Salazar quiera que vuelva.

—Parecía sincero —dice Durán mintiendo, porque la impresión que le ha dado Salazar no es de sinceridad sino de astucia.

—Estoy cansado, Paco —declara Ramón Durán—, todavía podemos quedarnos un día más aquí, ¿no? Quiero decir, tú no te tienes que ir, ¿verdad?

—Desde luego que no. Vamos a bajar a cenar ahora y luego vamos a procurar dormir los dos. Una noche entera. Mañana hablaremos.

—Te estoy muy agradecido. No sé qué voy a hacer. La verdad es ésa.

—Lo que vamos a hacer ahora es cenar, dar un paseo para bajar la cena y subirnos a dormir.

Durán se deja conducir a la cafetería una vez más y allí cenan. Como Allende suponía, Ramón Durán está hambriento. Devora su plato combinado y un banana split. Entre los dos beben una botella de vino tinto. Apenas hablan. Salen a pasear por las calles alrededor del bloque de Chipri y Durán toma la mano de su compañero, como la mano de un niño. Así pasean un rato, sin hablar. Luego vuelven juntos al piso. Mientras suben en el ascensor, Durán se abraza a su compañero llorando y Allende le besa en la cara, en el cuello, en la frente. Durán es ahora un chiquillo que llora y solloza. Es lo mejor que podía pasarles a los dos. Allende acuesta a Ramón en su antiguo cuarto. Le desnuda, le ayuda a meterse en la cama, le tapa. Siente una inmensa ternura por este muchacho que solloza y que no tiene ningún futuro: sólo el remordimiento y el recuerdo de su madre muerta. Allende, a su vez, se desnuda y se acuesta en la cama de Chipri. Deja las dos puertas abiertas. Los dos, agotados, duermen durante toda la noche.

35

La luz marítima llena todo el piso de Chipri. Allende se ha despertado muy temprano y ha recogido la cocina y el resto de la casa. Ha limpiado el polvo. Ha retirado la urna de la mesa del comedor y la ha colocado no lejos de la televisión en una estantería-aparador donde Chipri había instalado unas figuras de Lladró, unas colecciones de libros lujosamente encuadernados y nunca abiertos (la colección de Premios Planeta) y algunos tomos de obras completas de los que ahora se venden con los periódicos. También la enciclopedia de El País. La urna tiene un aire vagamente griego, un poco pretencioso —es dorada—, podría pasar por un bibelot más. Allende contempla satisfecho sus arreglos caseros. Tiene la sensación de que, al instalar la urna entre los Lladrós, entre los polichinelas y los animalitos de Lladró, las cenizas de Chipri participan del encanto convencional, clase media, de ese género artístico tan inconfundible, tan tranquilizador, en su monería anticuada. Allende confía en que esta exposición de los restos de Chipri entre los objetos que Chipri seleccionó tan cuidadosamente en vida, tranquilicen la conciencia del hijo cuando se despierte y se reinicie la continuación de la vida. Hacia las diez de la mañana aparece Ramón Durán descalzo, sin camiseta, con sólo los pantalones. El descanso nocturno ha hecho maravillas. Juventud es capacidad instantánea de recuperación física. Para esa hora ya tiene Allende preparada una cafetera —ha bajado un momento a la calle a comprar leche y pan—. Se instalan los dos a desayunar.

—Tienes buen aspecto esta mañana —dice Allende.

—¿Tú crees? No me siento bien, sin embargo. Tengo buen aspecto porque no tengo corazón. Mi madre ha muerto brutalmente asesinada, metida en un lío cutre con la gente de ese club. Yo estoy aquí tomando un café. A salvo. No tengo la menor justificación, nada a mi favor. ¿Qué puedes decir a favor mío? —Al hacer esta pregunta Ramón Durán ha alzado los ojos, que mientras hablaba tenía fijos en su taza de café, y contempla fijamente a su compañero. Ahora añade—: No tengo perdón de Dios. No creo que exista Dios, así que lo que acabo de decir es una frase que sólo significa que si alguien supiera lo que ha pasado de verdad, sabría que lo mío es imperdonable. ¿No lo crees tú así? Estás ahí sentado frente a mí, mirándome con tu cara amable, quizá pensando qué decirme para tranquilizarme. En realidad, ya estoy tranquilizado. Estoy disfrutando ya de mi nueva situación. ¿Te das cuenta, Paco? Este piso es ahora mío, lo poco o mucho que tenga mi madre en el banco es ahora mío. Nunca había pensado en esto. La verdad es que nunca pensé que mi madre moriría tan joven. Odio esta situación y odio sentirme tan cómodo en esta situación. Y, sin embargo, ésa es la verdad: estoy cómodo...

—Estás menos cómodo de lo que tú te crees. Si te fijas, estás tan avergonzado de ti mismo que prefieres hacerte peor, denigrarte, para no tener que encontrarte con lo que de verdad te espera ahora, que es tu vida futura sin tu madre. Yo creo que en eso te deberías concentrar ahora...

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