Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Juanjo ebúrneo, Juanjo criselefantino: se siente Juanjo amado y adorado y aceitado, se siente cuerpo todo él. Pone a los chicos, pone sobre todo a los mayores de cincuenta: nunca jamás ha conocido Juanjo otro deleite ni mayor deleite que el que siente ahora siendo deseado por los cuarentones y los cincuentones. La torpeza es, paradójicamente también, un principio de inteligibilidad: en su torpeza, como un eczema, vive Juanjo su ser-deseado como un don del Espíritu Santo. Por eso ha convencido a Salazar (aunque no es Juanjo quien ha convencido a Salazar sino Salazar quien ha convencido a Juanjo: la malicia de Salazar consiste en parte en esta leve inversión del quién convence a quién) de que, cuanto más nocherniegos sean sus rumbos, más rumboso será también Juanjo con Salazar en las mamadas. Sobre todo en las exhibiciones, porque de esto se trata sobre todo: de la exhibición del cuerpo desnudo. Esto es con lo que más disfruta Salazar ahora: concupiscencia de los ojos. Hace ya mucho que se desentendió Juanjo Garnacho del cursillo de entrenadores y también de su mujer y de su hija allá en Málaga. Desentenderse fue dejarlas caer en el olvido y dejarse caer él mismo también, como quien se abandona al sueño por las noches viendo la televisión.
Juanjo ha logrado olvidarse de todo lo que no sea este tejemaneje de la vida con Salazar, cuyo centro es él mismo, el propio Juanjo, sabiendo que en la periferia está el pobre Durán no entendiendo lo que pasa. Una situación como ésta tiene, sin embargo, un orden propio de producción: no transcurre de cualquier manera sino que, una vez iniciada, las casualidades u ocurrencias del momento van siendo sustituidas por necesidades, por fijaciones —con distintos grados de intensidad— de los hábitos de los participantes. Así que, por ejemplo, Juanjo y Salazar ya no pueden realmente hablar de nada. Lo único que Salazar desea es manosear el cuerpo de Juanjo: se trata de poseer el cuerpo ajeno como se posee el cuerpo propio, como una fuente de placer. Pero el cuerpo propio ya no es una fuente de placer para Salazar, o no lo es directamente: Salazar tiene que rehacer imaginativamente los centros de placer corporales que, con la edad, se le han ido borrando. En realidad, ahora Salazar no desea a Juanjo: desea desear a Juanjo. Y las exhibiciones que Juanjo hace ante Salazar, a su vez, no están en última instancia informadas por un deseo intersubjetivo de agradar a su pareja, sino por un deseo intrasubjetivo de contemplarse a sí mismo en el espejo frío de Salazar. En una pareja así, lo lógico es acabar excitándose con películas porno-gay. Y Juanjo lo ha propuesto ya varias veces, pero Salazar rechaza esta fórmula porque desea eso que los dos ahora, Salazar y Juanjo, denominan reality shows: una escenificación que tenga la cualidad de realidad que faltaría en una película porno. Aún las cosas funcionan bien de este modo, pero Salazar se da cuenta ya, y Juanjo se dará cuenta enseguida, de que esta escenificación de los dos por las tardes y noches no sólo va a necesitar de un tercero, Durán, sino que va a necesitar terceros, cuartos y quintos: una variedad de estimulaciones cada vez cuantitativamente mayores.
En medio de esta excitante escenificación de la seducción, Ramón Durán recibe una llamada telefónica de la mujer de Juanjo, que le pregunta si se ve con Juanjo en Madrid. Durán asegura que no y le cuenta a Juanjo, en presencia de Salazar, que le ha llamado Sonia, su mujer.
—Le habrás dicho que no sabes nada, ¿no?
—Sí, eso le he dicho, pero creo que no me ha creído. Supongo que tú le habrás contado lo nuestro.
—¿Lo nuestro de entonces? ¡Qué va! Cuanto menos sepan las mujeres, mejor.
Dos reacciones ante esta situación de la casa de Salazar se entrecruzan ahora: una es la reacción inmediata, próxima, pegada a lo que sucede en la casa: es la reacción de Ramón Durán. Otra es la reacción lejana, por lo tanto imprevisible para los actores principales, de Sonia allá en Málaga. La reacción de Durán responde sobre todo a la confusión, entrecruzada de curiosidad, con que Durán vive el romance de sus dos amigos. Se siente a ratos estafado y a ratos requerido por los dos amantes, como una especie de Cupido: Durán percibe que su presencia física es indispensable para que se dispare con eficacia el erotismo de la pareja: lo que estos dos hacen en presencia de Durán y hacen, o dejan de hacer, a solas, está en función de este comburente que es el guapo y deportivo Durán, curtido por sus sesiones de jogging matinales. Y Durán es además la encarnación de un primitivo relato pederástico: ni por un momento ha olvidado Juanjo al adolescente que sedujo con dieciséis en las duchas de los vestuarios del colegio: aquella escena —ha descubierto Juanjo— excita invariablemente y regocija a Salazar: lo llama perversión vivible de ambos chicos. Juanjo Garnacho no es muy sensible ni muy atento, pero es capaz de percibir las atracciones y repulsiones que causa en Salazar y en estos hombres mayores que, cada vez más, son su teatro de operaciones. Ha descubierto curiosamente Juanjo Garnacho el poder de la palabra, de los relatos eróticos en hombres de la edad de Salazar. Por eso tiene ligues (que cobra) que fija por teléfono, o en los cibercafés: Salazar está al corriente de estos ligues, que autoriza a Juanjo (tiene el poder de autorizarlos o desautorizarlos, puesto que Juanjo se ha convertido ya en un mantenido de Javier Salazar) a condición de que Juanjo le dé todos los detalles reales o inventados de sus encuentros. Juanjo vive este empalabramiento de su nueva vida de chapero de lujo como una primavera soleada y florida. Manso sol entreverado con chubascos son estas relaciones con cincuentones afeados por las grasas, deseosos de hacer olvidar su lascivia, su impotencia, pagando bien a Juanjo. Salazar autoriza un cincuentón por semana y desaprueba cualquier pago inferior a ciento cincuenta euros la mamada (la mamada, por supuesto, a la que se somete Juanjo mientras contempla una película porno en la televisión del mamón). Este extraño comportamiento de Salazar es una novedad otoñal que, a ratos, vive como una ampliación generosa y cómica de su existencia y, a ratos, como un absurdo, como una disonancia, un giro grotesco de su erotismo sexagenario por cuyo desarrollo siente —también sólo a ratos— una curiosidad intensa. Pero el relato pederástico básico que Salazar desea oír una y otra vez es el del colegio: de cómo el entrenador de futbito fue deseado y amado por un chaval de dieciséis y cómo éste sedujo y se dejó seducir por su entrenador, y cómo se lo hacían los dos una y otra vez. (Resulta curioso que el elegante y libresco Salazar, tan desdeñoso siempre, como editor, de lo que él mismo denominaba subcultura homoerótica, lea con fruición estos días un libro de aquel célebre ex jesuita, José Luis Martín Vigil, titulado Ganímedes en Manhatan. Juanjo, que apenas lee nada, leyó por casualidad ese libro hace años —Martín Vigil era el autor de La vida sale al encuentro, que durante muchos años fue modelo de narrativa juvenil en España— y se lo ha pasado a Salazar.) Desea Salazar que Juanjo vuelva a describir las posturas y los gestos amorosos de sus primeros encuentros con Durán. Es insaciable Salazar en esto: quiere saber quién se agachó primero, si se dieron mutuamente por el culo o sólo uno y quién, y cuánto duró la penetración y si sacó la polla excrementada, o no, del culo de Durán: ¡es fascinante —piensa Juanjo, fascinado— lo muy interesado que Salazar está en saber si la dura polla de Juanjo, al entrarle recto arriba a Durán, se le llenó de dulce mierda maloliente, y si al sacarla luego se la chupó con mierda y todo Durán o si sólo Juanjo se la lavó en la ducha! Un cielo excremental de tiza rosa y mariposas y lombrices blancas resplandece en lacas de paneles y biombos chinos. Todo es verbal. Pero si fuera todo verbal, se aburrirían: no todo es verbal. Esta exploración corporal que, por primera vez en su vida, Javier Salazar tiene la oportunidad de emprender ahora, le ciega hasta tal punto que no sale de casa, apenas come. Sólo se arregla cuidadosamente. Ha descubierto los productos no perfumados de Aramis y su delgado rostro absorbe las excelentes cremas: le hacen brillar. Y resplandece Salazar pulcro y pulimentado. Cuida su rostro ahora Salazar, lo curte, como quien curte un cinturón de cuero o unas botas con grasa de caballo. Estas imágenes machistas le entretienen ahora. La reacción de Durán, en la medida en que incluye una mitad de curiosidad, le engolfa en este reino de deleites provocados por sus dos compañeros que le rozan como una brisa cálida en la terraza al caer el sol. Está atrapado porque desea que Juanjo le vuelva a hacer el amor como al principio: esto es ya imposible. Juanjo es cada día más brutal. Y le golpea al masturbarle, le hace daño al penetrarle: le emparedan entre los dos, le escurren como a un trapo. Y Durán se deja acariciar y besar y penetrar y acaricia a su vez a los dos, sin saborear más amor que el que le queda en la memoria de cuando amaba a Juanjo, joven, de cuando los dos, por un instante, creyeron que el deseo duraría eternamente y les convertiría en una sola criatura deseante y deseada. La curiosidad de Durán se apoya en la débil creencia —aún viva a estas alturas— de que los tres se aman. Y no percibe evidencia alguna del desamor o de la destrucción o del carácter neurótico de casi todas estas prácticas. Pero a la vez incluye esta reacción de Durán gran confusión porque se siente manipulado y no ve futuro alguno, ni ternura alguna, en todo esto. Y, naturalmente, en la medida en que Durán es más bien objeto de deseo que sujeto deseante, se distancia de sus compañeros y se siente preocupado por su madre con una preocupación paralizante. ¿Cuál será el final de todo ello? Durán supone que más pronto o más tarde tendrá que terminar. Y ¿puede acabar bien? Durán, pues, se acuerda de su madre pero no ve el momento de interrumpir lo que sucede en casa de Salazar, no ve el momento de irse: el momento de decirle a Salazar: «Voy a pasar quince días con mi madre.»
La reacción de la lejana Sonia es un creciente maremoto que se desparrama sobre sí mismo de momento puesto que Sonia no sabe qué hacer. Y, para colmo, las amigas de Sonia, que siempre odiaron al Garnacho, celebran ahora entusiasmadas la confirmación de sus peores augurios. «¡Te lo dijimos, ya te lo dijimos! ¡Era un baboso hijo de puta y te ha dejado!» Y el caso es que no hay nada que Sonia pueda decir o hacer que contrarreste la negrura de la mala intención de sus buenas amigas: es evidente que tienen toda la razón. Juanjo está ilocalizable allá en Madrid y Sonia no sabe qué hacer. «¡Denuncíale a la policía por abandono del domicilio conyugal, el hijoputa!» En esta idea tan precisa —verbalmente al menos— del abandono del domicilio conyugal encuentra Sonia una especie de consolación jurisprudente que las amigas alimentan recitando picos negros del Código Penal: «¡Mira, mira —le dicen—, lo que pone. Míralo tú misma! Artículo 487 del Código Penal: será castigado con la pena de arresto mayor y multa el que dejara de cumplir, pudiendo hacerlo, los deberes legales de asistencia, inherentes a la patria potestad, la tutela o el matrimonio en los casos siguientes: si abandonara maliciosamente el domicilio familiar, ¡éste es tu caso, Sonia! ¡Éste es tu caso!», leen en voz alta regocijadas las amigas de Sonia. «Y también lo siguiente: si el abandono de sus deberes legales de asistencia tuviera por causa su conducta desordenada.» Aquí se detienen las amigas de Sonia, con ojos grandes como platos, repletos de excitación y de amor por Sonia y de malicia, todo en uno. Y alrededor zumban como moscas. Y Sonia se calienta y recalienta sin saber qué hacer. ¡Ah, pero sí que sabe qué paso es el siguiente! El siguiente paso es volver a telefonear, una vez más, al amiguito de Juanjo, el tal Ramón Durán que asegura que de Juanjo nada sabe pero que, con toda seguridad, miente más que habla y sí sabe lo que dice que no sabe.
Las amigas de Sonia no son como la pobre Sonia, bobas chicas pierniquebradas que se quedan en casa, a diferencia de Sonia, que se ha quedado en casa y ha hilado (domiseda, lanifica, que recordaba Ortega y Gasset en una ocasión). Estas enérgicas y guerreras amigas de Sonia, feministas todas ellas, han puesto, de momento, a los hombres en su sitio. Por eso odiaron al Garnacho, porque vieron que Sonia iba a dejarse comer la merienda y achicarse al casarse en vez de acrecentarse y hacerse dueña de su propio destino, que no incluía ni el matrimonio ni los hijos, pero que excluía, por lo menos, cierto tipo de guapazos: los garnachos que, por no saber, no saben ni follar como es debido, en opinión de estas guerreras amigas de Sonia. Sonia no las creyó y se casó por amor con Juanjo, tuvieron la niña, y ahora la niña es mayorcita ya. Y Sonia se ha quedado para vestir santos, casada y compuesta y sin novio, a pesar de estar casada por lo civil y por la Iglesia. La verdad es que cada día que pasa y Juanjo no llama por teléfono, Sonia se siente más perdida: al principio se sintió irritada, pero ahora por fin la irritación ha cedido el paso al desconsuelo. Sin sus bravas amigas, ¿qué sería de Sonia? A Dios gracias tiene a sus amigas, que han estudiado en Sevilla y en Madrid. Licenciadas o a punto de licenciarse en Farmacia o en Derecho. Y que ahora releen los dos códigos penales españoles, el antiguo y el nuevo, en busca de la culpa y de la falta y del delito, que con toda seguridad ha cometido el Garnacho, ese perfecto soplapollas. Encuentra Sonia que esto es consolador y se siente animada a defender su causa, que es también la de su hija. Entre estas amigas, hay una de Derecho que está en cuarto, que se llama Pacita, que tiene en Madrid mucha familia y que cree que es necesario investigar. Esta Pacita, que sabía vagamente de la existencia de Ramón Durán, ha descubierto ahora que Sonia ha hablado por teléfono con Ramón Durán y que Ramón Durán niega saber nada de Juanjo. Y esto Pacita ni se lo cree ni se lo traga, ni está dispuesta a consentir que Sonia dé por buena una mentira tan visible:
—¡Y éste lo sabe, este Durán que dices está al tanto! ¡Éste en Madrid se lo ha montado con el Juanjo, y si no al tiempo!
No se le puede ocurrir a Sonia qué puede significar este montárselo los dos. Pero, al fin y al cabo, la idea está en las teles ya, en el Diario de Patricia: tíos que se lo montan con tíos. Nada tiene de raro por muy mariconada y marranada que eso sea. Una vez sembrada la simiente de que Juanjo se lo monta con Durán, no puede Sonia librarse de esa idea. En su ayuda viene la memoria, hasta entonces dormida y desunida. Ahora se unifican las estampas, las cosas raras que de novios se asomaron y que huyeron al tener la niña y al casarse y al vivir juntos en un piso nuevo. Por eso, ahora vuelve Sonia a telefonear a Durán. Le interrumpe la situación de la casa de Salazar de un modo nuevo: al volver a hablar con Sonia por el móvil, se encuentra Durán con que, además de resistirse a bajar a Marbella para ver qué pasa con su madre, se resiste también a decir a Sonia la verdad: siente que tiene que ser leal a Juanjo. Pero ¿qué clase de lealtad es ésta? Decide Durán que, puesto que no puede delatar a Juanjo —esto le parece muy claro—, debe, sin embargo, hablar con Juanjo de este asunto en serio. Decirle por lo menos que tiene que llamar a su mujer aunque sólo sea para decirle que no quiere volver a verla nunca. Le parece a Durán que esto es un mínimo que Juanjo no puede rehusarse a realizar y un mínimo, también, que el propio Durán no puede no ofrecer aunque sea sin decírselo a la pobre Sonia que pregunta, en vano, por su marido allá en Málaga.