Contra Natura (32 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

Paco Allende sintió de pronto un frío intenso, una intensa sensación de lucidez y suspensión, como cuando tomaba anfetaminas. Sumido en aquel abstracto emocional del sentir y no sentir que sentía, del desear sin desear, del ser capaz de pensar desear sin estimulación orgánica. Tal vez —pensó— fuera así como Salazar se sentía siempre: anfetaminizado por la percepción de la propia belleza o por la vanidad física. Era la primera vez que Allende se sentía dueño de una situación amorosa. De ordinario se sentía endulzado y esclavizado tanto como su compañero y por lo tanto a salvo los dos de la tortura del deseo insatisfecho. Se sintió Allende, en aquel momento, clausurado, dentro de una bola de cristal, como en el Jardín de las Delicias. Dentro de esa bola de cristal estaban ellos dos y el mundo en torno era el boscaje, el Parterre, el cielo urbano de ese lado de Madrid, con sus ruidos del tráfico en Alfonso XII, con las sombras masculinas que entraban y salían, como almas en pena, en gloria, del laberinto de los aligustres: la intensa poética de lo homoerótico encarnizado, intenso y volandero. Se sentía muy excitado sexualmente. La intensidad de su excitación le hizo, a contrapelo, pensar que acababa de pensar una inexactitud: acababa de pensar que dominaba la situación, ¿pero dominaba la situación? Por un instante había creído a Salazar, por un instante había pensado que Salazar se le ofrecía. ¿Pero se le ofrecía Salazar? No domino la situación, piensa Allende ahora. Y añadió mentalmente: Así que tengo que irme, tengo que largarme a toda prisa, dejar a Salazar con la palabra en la boca, que se corra solo, que se corra con otro, no conmigo. Y salió corriendo en dirección a la puerta que da al Casón del Buen Retiro. Poco antes de llegar al final de la balconada, se volvió para ver si Salazar le seguía. Pero no le seguía. Había desaparecido Salazar. Ahora Allende se sintió apenado. ¿Cómo puedo estar tan loco? —pensó—. ¿Por qué no aproveché la ocasión? ¿Cómo puedo ser tan desconfiado, si yo le deseo y le amo? ¿Qué más da quién domine la situación? ¿Por qué no hice lo que me decía? Se sentía tan excitado y tan triste, que no quiso salir del parque y volvió a subir lentamente por el otro lado del Parterre. Voy a volver a buscarlo. Seguro que está con los demás. Así que dio toda la vuelta, pasó por el lugar donde Salazar le había seguido y paseó por el paseo central, metiéndose por los caminitos de la derecha, en busca de las sedientas sombras masculinas, en busca de Javier Salazar, sumido ahora, según creía, entre ellas. Las blancas piernas desnudas (la noche verdosa blanquea las blancas piernas masculinas, las hace relucir, peladas, de alabastro tiznado), con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, eran irresistibles: dúos y tríos. Se metió debajo de uno de los pinos y se bajó él mismo los pantalones y los calzoncillos y se corrió violentamente abrazado a un chico joven que olía a sudor y le hocicaba la cara como un perro. Correrse le alivió. Un ruido, una voz de alarma los dispersó a todos, un coche patrulla, despavoridos. Se dispersaron todos, fragmentadas las esferas de cristal, las delicias del Jardín de las Delicias. Se iba a cerrar el parque, así que a buen paso se dirigió a la puerta más cercana, la que da a la cuesta de Moyano. Ahora ya no deseaba a Salazar: sólo deseaba regresar a la pensión y dormirse. Mañana, claro está, sería otro día.

Esto, agitadamente, Allende rumia y rumia, no sabiendo si telefonear a Salazar o no. Contando con que Salazar le llamará, contando con que Salazar, que dijo que le deseaba, dijo la verdad. En el fondo cree que Salazar no le llamará: He aquí que puedo recorrerlo todo otra vez y no he olvidado nada. Dentro de una semana o dentro de un mes, dentro de un año, lo habré quizá olvidado todo y de nada habrá servido que sucediera lo que sucedió. Pero ahora mismo aún lo recuerdo, no lo he olvidado aún, aún lo tengo en la punta de los labios, en la punta del nardo, y eso es... ¿qué? Empezando por lo más obvio: ¿por qué los dos nos hablamos de ese modo salvaje, brutal, vulgar, no como los heteros hablan a las mujeres que desean, o como a ellos les hablan sus mujeres? Sólo con sus putas hablan los hete ros como nosotros nos hablamos de ordinario, brutalmente, carcelariamente, como en la puta mili, ¿y por qué? Es evidente que goloseamos las palabras, las vergas, las pollas. Hay una obra de teatro o una película inspirada en Genet, Chanson d'amour, cuyo único asunto son dos presos que se observan el uno al otro por una rendija entre las celdas y agitan las pollas delante de la rendija alternativamente. Eso en Londres lo hice yo, en los urinarios de Victoria Station y otros sitios: (Allende ha ido a Londres un verano y sólo fue a eso, a ligar, y ligó mucho, por las calles calurosas del Londres estival, tan prohibido el amor que no se atreve a confesar su nombre, allí como aquí). Aquí lo único que se añade nuevo en mi lengua materna —piensa Allende—, es este lenguaje homomacho: esta nostalgia de los lugares machos, de los tópicos machos, de los uniformes machos. Allende recuerda su servicio militar (hizo milicias universitarias en La Granja): las ocurrencias, los deseos, las letrinas, la corriente de la conciencia, que vela toda lucidez, se retuerce dentro de Allende como una lombriz solitaria. Una y otra vez el lenguaje homomacho vuelve a repetírsele: ¡Por mis santos cojones que vas a barrer la tienda!: todo el remusgo homomilitar, homohombrón, homopelón, reluce ahora, se corre ahora por la lengua de Allende y emplasta el semen—engrudo en su conciencia que no llega al concepto, que se queda en los capullos floripulcros pulilindos bubónicos del deseo palabrón. Allende se pregunta una y otra vez lo mismo: por qué este lenguaje envilecido, castrense, cojonudo, imitamonos, imitahombres. ¡Algo hay aquí que me dice quién soy yo, pero no puedo sacarlo en limpio! Y vuelve Allende, una y otra vez —traspasada toda esta delicuescencia homofilológica— al asunto central que ni siquiera sabe cómo formular y que por fin formula preguntándose, una vez más: ¿Se estaba tirando Salazar un farol conmigo, contra mí, cuando dijo que quería meterme mano? ¿O es todo parte de mi autoengaño, mi babosa locura?

Al escaparse a la carrera esa noche, Allende, sin saberlo, optó por la única vía capaz de atraer a Salazar. (Esta fascinación por lo que le rehúye explicará más adelante el apego mórbido de Salazar por Juanjo Garnacho y el desdén que acaba sintiendo por Ramón Durán, quien, al no escapársele, no puede retenerle ni atraerle.) Para sorpresa, pues, de Allende, Salazar le telefonea, por mediación de Almudena, la noche siguiente a la noche del Retiro. Quedan en verse al día siguiente.

Ya es el día siguiente, la tarde siguiente. Han vuelto a quedar en el Paseo de Coches, enfrente de las Escuelas Aguirre. Para sorpresa (y también deleite) de Allende, Salazar, casi lloroso, dice que está leyendo ahora mucho a Nietzsche. Parece estar algo bebido. Los chicos guapos parecen mucho más inteligentes que los feos: es la gran imbecilidad que acompaña a la percepción de lo bello cuando se entrecruza el deseo. Emprende Salazar ahora el recitativo de un fascinante fragmento de La voluntad de poder que Allende no ha oído nunca: Deseo para mí mismo —recita Salazar lentamente, apoyando la mano derecha en el hombro del conmovido Allende, conmovido y desconfiado a la vez como una buena chica a la antigua usanza—, deseo para mí mismo y para todos los que viven —para todos los que se permiten vivir— sin los miedos de una conciencia puritana, una espiritualización, Paco, una espiritualización y una multiplicación cada vez mayor de sus sentidos; sí, queremos estar agradecidos a los sentidos por su fineza, su plenitud y su fuerza, y ofrecerles en cambio lo mejor del espíritu que tengamos.

—Maravilloso —murmura Allende, sin llegar a entender adonde quiere ir a parar Salazar.

Allende no es un chico duro e intransigente, sino un buen homosexual, un mariquita bueno, generoso. Entonces ya lo era, en aquel entonces. Por eso quiere entender de verdad a qué viene esta exaltación nietzscheana, este aparentemente alcohólico recitativo. Con ese instinto del aún enamorado que sin embargo desconfía ya de la crueldad (quién que es no desconfía de la crueldad y Salazar se ha mostrado a menudo cruel), quiere entender Allende lo que Salazar quiere decirle esta dulce noche en el Retiro, en el Paseo de Coches, llena de aéreo amor, como una bomba opiácea, entrecerrados los ojos: el destino de los dos aparece ahora entrecerrado como el anochecer, como los veinte, veinticinco grados de temperatura ambiente, tan castellano-manchego, como el firmamento cuajado de extenuados lirios montunos: he aquí que todo pudiera aquí acabarse con sólo besarse y meterse los dos mano. ¡Ah, pero las cosas nunca son tan fáciles y menos con Salazar! Lo que Salazar pretende es, en su ensoñación de sí mismo, recuperar el deseo amoroso de Allende, que cree perdido a causa de su comportamiento de la otra noche. Para lograrlo, se sirve de un espléndido texto de La voluntad de poder donde, efectivamente, se habla de algo que Salazar no entiende ni entenderá nunca y que en cambio Allende entiende ya de sobra, aunque no filosófica sino vulgarmente: Allende entiende que el amor que ahora siente por su antiguo compañero de seminario —y que luego sentirá por otros muchachos y mucho más tarde sentirá por Ramón Durán— requiere una multiplicación y espiritualización, cada vez más grande, de los sentidos corporales, repletos de plenitud, finura y firmeza. Y cree por un momento que es posible aplicar este refinamiento espiritualizante de los sentidos al amor que ahora mismo siente por Salazar. Si Salazar le dejara —que no le dejará—, Allende haría lo posible por amarle ahora con toda la intensidad de sus espiritualizados sentidos. Pero demasiado joven es todavía Allende para entender todo lo que luego entenderá de viejo, para entender que todo lo que Salazar desea ahora mismo es recuperar al fascinado, enamorado Allende de la pasada noche: la vanidad empapa ahora a Salazar casi como una voluntad de gran estilo, la vanidad casi se confunde ahora con la dignidad. La vanidad casi se confunde ahora con la voluntad y el poder de la verdad. Pero, curiosamente, Allende, Paco Allende, tan insignificante —ya entonces, alrededor de los treinta— y contra toda verosimilitud, desconfía. Y la desconfianza es una estructura fuerte que impide que Allende se deje arrastrar como antes y se entregue, cándidamente, a Salazar. Lo cual hace a su vez que Salazar siga deseando a Allende porque le rehúye, pero también hace que, en la medida en que le rehúye y le destempla y le hiere, le odie. Todo sucede de tal manera que parece que Salazar es víctima de un destino perverso que no se pliega a sus planes, cuando sólo es él mismo, su carácter, lo que le impide ver qué pasa en torno a él y qué es qué.

—¿Has bebido? —pregunta Allende.

—¿Parezco bebido?

—Pareces sacado de quicio. Dices cosas interesantes pero no sé qué quieres de mí. Da la impresión de que sigues deseando lo que dijiste que deseabas la otra noche y, a la vez, da la impresión, o yo al menos tengo la impresión, de que no deseas lo que dices que deseas, da la impresión de que no quieres de verdad que yo te meta mano.

—¿A qué viene tanto análisis? Se supone que tú eres el apasionado y yo el frío. Y ahora resulta que es al revés.

—Es que no me fío de ti. No acabas de poder representar satisfactoriamente la figura del amante. Es como si te faltara práctica. Como si hubieras aprendido unos pasos de baile y estuvieras decidido a bailar y comenzaras a bailar... rígidamente, incluso la otra noche, que dijiste toda clase de cosas eróticas sobre la polla y la bragueta y todo aquello, sonabas a conversación de colegial que ha aprendido el torpe vocabulario erótico de la calle, del cuartel, donde lo ha oído usar, y lo reproduce crudamente. No puedo librarme de una intensa sensación de frialdad por tus parte, de artificialidad, de pasos de baile aprendidos de memoria pero no practicados y, sobre todo, no dulcificados por la música, por la melodía del amor...

Se han desviado hacia la derecha y ahora, pasado el Parterre, recorren el parque al rape del muro por el interior. Allende piensa: Si de verdad esta reunión fuese amorosa o, sencillamente, erótica, nos meteríamos detrás de cualquier arbusto y gozaríamos en paz. No hay nadie a la vista, está oscuro, es confortable y tibio el aire, he estado miles de veces en situaciones así y siempre me ha salido bien. ¿Por qué ahora no? Y Allende tiene la respuesta muy a mano: Porque no me fío de Salazar. Reconozco que siento mucha curiosidad por hacer el amor con él. Pero es una curiosidad fría y cruzada por la desconfianza, que es una corriente de aire frío. Pero al mismo tiempo que piensa esto, Allende está excitado. La excitación sexual, genital, tiene su propio recorrido y hace que Allende rodee con el brazo derecho la cintura de Salazar. Por debajo de la chaqueta, Allende palpa la camisa y la calidez de la cintura y al subir la mano hacia arriba nota las cosquillas de su compañero. Es el momento adecuado. Salazar es más alto que Allende. Dulcemente Allende hace que su compañero gire hasta tenerle enfrente y le acaricia el pene con la mano. Salazar está excitado también. Estupendo. Los dos se detienen, definitivamente, y se tumban debajo de un magnolio. Nadie les ve. Son dos sombras, forman parte de todo el esquematismo de las sombras masculinas del parque. La situación es perfectamente familiar para Allende. Allende sólo tiene que dejarse llevar por sus instintos eróticos del momento. Ha sacado la camisa de los pantalones de su compañero y le recorre con las manos el torso. Percibe la excitación de su compañero. Salazar suda. No está siendo agradable. Entonces Salazar habla y dice:

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a violarme?

—Me encantaría. Pero no te dejas. No respondes.

—No sé qué tengo que hacer.

—¿No te gusto yo?

—No me gusta la situación. Me siento ridículo, siempre es igual. Solamente una vez en la vida, hace muchos años, me gustó que me metieran mano. Ellos no tenían dudas, ellos no hablaban. Eran fuertes y guarros ellos dos. Aquello sí que valía la pena. Tú no tienes firmeza, no me deseas.

—Sí te deseo, pero eres prohibitivo —dice Allende. Salazar le separa suavemente.

—Vamos a dejarlo —dice Salazar. Allende se echa a reír.

—Eres el perfecto calientapollas, chico. Debe ser que no te gusto.

—No, no me gustas. No me gusta la situación. No me gusta la oscuridad. Todo esto es ridículo.

Allende se separa definitivamente de Salazar.

—Quizá no seas marica después de todo.

—Tal vez no —dice Salazar.

—Y, entonces, ¿a qué viene lo del otro día?

—Yo tampoco lo sé. He querido probar una comida que no me gusta. No estoy acostumbrado a este juego. No estoy acostumbrado a ti, ni tampoco estoy acostumbrado a mí mismo en esta situación. Es humillante.

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