Contra Natura (30 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—Me miras —dijo de pronto Salazar— con tus ojos brillantes, redondos, de perro. Pareces uno de esos perritos de ojos negros, con la lengua un poco fuera, un caniche. ¿Y sabes por qué me recuerdas a un caniche lo que más? Porque, no has hablado nada desde que te has sentado en este cuarto, igualito que un caniche, que no hablan.

—¡Si quieres, ladro un poco para complementar tu retrato!

—En vez de ladrar, dime qué te pasa.

—Que me gustas mucho, eso me pasa.

—¿Ah, sí? Hablas de mí como de un helado de vainilla. ¿Cómo te voy a gustar, hombre? No soy comestible.

—A mí no me gustan las mujeres. Te habrás fijado en eso, supongo.

—La verdad es que no me había fijado. A mí tampoco me gustan las mujeres gran cosa. Son secuelas de la vida del seminario, eso. Las personas en general me gustan poco.

—A mí las personas sí me gustan —murmura Allende—, me gustas tú.

—¡Y dale!

—Me gustas tú porque soy homosexual, porque me gustan los hombres, y me gustas tú por eso.

—¡Mi querido Paco Allende! ¡Tienes el don de la obviedad! ¡Un don del Espíritu Santo, por cierto! ¡Claro que eres homosexual, se te ve a la legua!

El tono ligero, gozoso casi, de Salazar confunde a Allende: le exalta por una parte, pero por otra le cohíbe una vez más: no puede en este momento decidir si Salazar le está tomando el pelo. Ahora no puede decidir si Salazar le dice lo que dice con intención de herirle o con intención de abrirse paso para un revolcón. De alguna manera ahora las rodillas de ambos se tocan y Allende pone su mano derecha en la rodilla izquierda de Salazar.

—¿Me vas a meter mano? —pregunta fríamente Salazar.

—Yo no lo llamo así, perdona.

Allende retira la mano de la rodilla de su amigo. Salazar piensa: ¡Ea, ea! Hasta aquí hemos llegado porque yo he querido, y aquí lo vamos a dejar. No descubrirse es siempre preferible. El caso es que ahora no sé yo si Paco Allende será capaz de dejarlo aquí, sin más ni más, o no. Caso de que sí, bien está. Caso de que no, entonces tendré que torearle, y esto me divertirá. ¡Pero para torearle tengo que primero ver si claramente entra al trapo...!

—¡Ea, chico, no te pongas mustio! Tú también me gustas, hombre. Si no me gustaras, ¿crees tú que hubiéramos venido aquí a casa de mis tíos a pasar la tarde, casi ya la noche?

—No sé —murmura Allende, que recobra un poco la esperanza de que al final todo acabe amorosamente esa noche.

—¡Sí sabes. Prueba de que me gustas, es que ya me gustabas en el seminario, que te acordarás de que éramos los dos los más amigos, luego entró Carlos Mansilla...!

—... que estaba loco por ti —continuó Allende.

—No sé si por mí o por quién. Muy en sus cabales no estaba. Y yo le dije la verdad. Y tú pensaste entonces que yo tuve la culpa de aquel accidente o lo que fuese, de su muerte.

—Ya no lo pienso. Ahora ya no lo pienso.

—Seguro que todavía sí lo piensas algo. Hace un momento habrás pensado que soy cruel porque no te dejé meterme mano.

Allende vuelve a colocar la mano en la pierna izquierda de su amigo. Esta vez Salazar no dice nada. Allende corre la mano hacia la bragueta. Tiene la impresión de que la bragueta se abulta, quizá es sólo una impresión determinada por el intenso deseo que siente de acariciar a su amigo. La mano llega a la bragueta. El rodillazo de Salazar le tira al suelo. Salazar sigue sentado en la cama. Allende, según está de rodillas, le mete el rostro entre las dos piernas. Siente en la nariz, en la boca, en la frente, la presencia del pene de Salazar, está seguro de que erecto. Salazar le agarra del pelo y le echa la cabeza hacia atrás:

—¡Guarra! —le dice dulcemente Salazar.

—Te amo. Te la chupo. Por favor. Déjame chupártela.

Salazar se ha puesto en pie. Allende se ha puesto en pie.

—Yo no soy Carlos Mansilla, no estoy avergonzado, no me avergüenza desearte.

—¡Espléndido! ¡Me alegro mucho de que así sea! Pero vamos a enfriar la situación un poco. Yo no siento por ti nada de esto. Si te dejara que, como tú mismo tan gráficamente dices, me la chuparas, me sentiría incomodísimo. Deberíamos aflojar.

—¿Quieres entonces que me vaya?

—¿Sabes qué? Quiero que conozcas a mis tíos. Han debido de terminar ya la partida. ¡Ven! Quiero que conozcas a mis tíos.

Efectivamente, del lado de la sala viene un rumor de grupo que se levanta y que sale. Allende se siente enrojecido, acalorado, desarreglado, pero en vista de que Salazar ya ha salido de la habitación, se pone la chaqueta, se ajusta la corbata y le sigue. Los tíos resultan ser una amable pareja de mediana edad que se empeñan en que los chicos tomen tortilla a la francesa y leche. Allende se siente muy cómodo, Salazar está muy amable con él, le acompaña después al metro de Sainz de Baranda. Quedan en llamarse por teléfono al día siguiente. Allende vuelve a su pensión. Ahora cree que está enamorado de Javier Salazar. Le llamará mañana mismo, volverán a verse, harán el amor. Salazar le ha dado el teléfono de la casa de sus tíos diciéndole que su tía tomará el recado si él no está. Allende se da cuenta ya en su pensión de que nada sabe de Javier Salazar aparte de que vive en Madrid en casa de sus tíos y que no se ha dejado hacer el amor esa noche.

Tuvo que esperar toda una semana. Creyó que reventaría. Desesperado, pensó: Se está haciendo de rogar. Es un hijo de puta. Siempre he sabido que es un hijo de puta. ¿Por qué no me llama? Tal y como Javier Salazar tenía previsto, al cabo de una semana Allende llamó por teléfono a la casa de los tíos y dejó recado a la tía. Dejó el teléfono de la pensión. Salazar sabía que podía jugar con el factor pensión para diferir aún más el encuentro. No llamó por teléfono a la pensión, pero cuando al cabo de diez días Allende consiguió localizarle, Salazar se declaró ofendido y dijo haber estado llamando a la pensión cada dos días sin que le cogieran el recado. Era fácil engañar a Allende. Estos días Salazar se sentía invadido por el recuerdo de Carlos Mansilla. Desde aquello, que había tenido lugar hacía más de diez años, hasta la fecha, Salazar apenas se había acordado. Ahora se acordaba por Allende y sobre todo porque Allende había reproducido casi exactamente el comportamiento de Mansilla. Salazar se daba cuenta de que su reacción de la otra noche era análoga a la reacción con Carlos, sólo que todos ahora tenían más años y Allende tenía más experiencia amorosa. Allende era menos afectado que Mansilla, pero eso no tuvo demasiada importancia. En lo esencial era lo mismo. A consecuencia de las llamadas que Allende hizo a casa de Salazar, trabó cierta amistad con su tía, que era una persona encantadora. Por ella supo Allende que Salazar no trabajaba en casa sino en la biblioteca de la Facultad de Derecho. La tía de Salazar se llamaba Almudena: era una conversadora fácil. Era hermana de la madre de Salazar. Su marido estaba empleado en el Ministerio de Educación, tenía un buen puesto en la Dirección General de Enseñanza Media. Había sido profesor de Literatura de Enseñanza Media y después había pasado al ministerio. No tenían hijos y —según contó a Allende— era natural que se hubieran encariñado con Salazar, sobrino carnal al fin y al cabo. «Es un chico muy bueno —contó Almudena—, muy estudioso y muy callado. Con independencia de que quedes con Javier cuando sea, tienes que venir por aquí, que me encanta a mí la gente joven. ¿Sabes?, eres el primer amigo que Javier trae a casa. Es un chico solitario más bien, muy suyo.»

Todo esto emocionó a Allende en aquel momento, pero no se atrevió a presentarse en la casa sin hablar antes con Salazar. Se sintió sin embargo muy a gusto con la conversación de Almudena, que le recordaba a su madre y a sus hermanas.

Esos diez días, mencionados más arriba, no transcurrieron en vano ni en paz: Allende acabó pensando (acabó decidiéndolo) que Salazar le amaba: apoyándose en el hecho (contradictorio en apariencia con el sentir amor alguien por alguien) de que no le llamaba por teléfono ni contestaba a los recados que Allende dejaba al cuidado de Almudena. Cuando por fin se vieron (y Salazar repitió —con falsedad evidente— que apenas había tenido noticias de su amigo, y que en cambio el propio Salazar había tratado en vano de comunicarse con la pensión cutre de Allende, cuya patrona —aseguró Salazar— de malos modos le había preguntado «¿Y usted quién es?» y había declarado destemplada «Aquí no se dan recaos ningunos»), en lugar de reafirmarse Allende en su intuición inicial, en su insulto de que Salazar era un vanidoso hijo de puta que adoraba hacerse de rogar, se apoyó —con toda la fuerza de su deseo amoroso y considerable voluntad— en la cantidad negativa, en la negatividad, a título de prueba: es evidente que no me ha llamado y me ha mentido y aún me miente porque me ama y no al contrario. Ésta fue, al cabo de más o menos un par de semanas, la conclusión no-razonable que obtuvo Allende de cuanto había sucedido —telefónicamente sobre todo— en esos días. Haber hablado tantas veces por teléfono con Almudena le había convencido de que Salazar había recibido sus sucesivos recados. Almudena era, en opinión de Allende, una voluntad santa, incapaz de dejar de dar un solo recado por infantil o tonto o repetitivo que fuese: luego Salazar mentía a consecuencia de lo mucho que le amaba, porque Salazar —ésta fue la última convicción de Allende— quería purificar el vínculo amoroso de los dos mediante la privación de la presencia y la figura. Que esto sonase absurdo al propio Allende confirmaba, en vez de desconfirmar, su idea de que entre él y Salazar había instantáneamente florecido un verdadero amor: ¿no es al fin y al cabo el amor una dialéctica que produce la igualación de los contrarios: negar es afirmar? Esto constituía el núcleo —llamémoslo metafísico— de la interpretación que Paco Allende hacía del comportamiento del recién reencontrado Javier Salazar. Había, sin embargo, más, muchos más detalles hermenéuticos, de carácter sociológico y psicológico, que ahora, una vez superado ontológicamente el principio de contradicción, casaban con precisión de relojería con la lectura poético-sublime de Allende. Así, era fácil ahora rellenar mediante consideraciones caseras de psicología y sociología empíricas el hermenéutico error que tan verdadero parecía y tanto placer causaba al errado Allende: Es evidente —se decía Paco Allende ahora—, es evidentísimo que Salazar es reservado, introvertido, en la misma medida en que soy yo extrovertido y abierto: por consiguiente, detesta exponerse con la exposición de sentimientos que, de suyo, son secretos velados, pertenecientes a la más estricta intimidad de cada cual, interiores a la intimidad dual de los amantes: luego miente para preservar en toda su pureza su amor secreto, que yo, extrovertido y patoso, he estado a punto, con mi lubricidad de la otra noche, de convertir en bebedero de patos: esta imagen del «bebedero de patos» le pareció de pronto a Paco Allende extraordinariamente justa y adecuada para caracterizar la torpeza amatoria de la última vez que estuvo con su amigo. Era evidente, además (todo ahora era «evidenciante» como en el Informe Claro Como El Sol de Fichte), que —a diferencia de la vulgar exposición de su homosexualidad que Paco Allende hacía— la profunda y sagrada homosexualidad de Javier Salazar requería, como una flor única y exótica raras veces contemplada en Occidente, el gran silencio de no ser pronunciada, empalabrada, dada por supuesta como la gana de comer o de follar o de cagar, que es lo que el estúpido Allende —en opinión de Allende— había manifestado la pasada noche. Hasta tal punto estaba Allende corrido y recorrido por el deleite de su enamoramiento (no obstante ser su objeto hasta la fecha inadecuado o discutible, como mínimo) que decía entre sí: El tao que puede ser expresado no es el tao: la homosexualidad que puede ser expresada no es homosexualidad, sino concupiscencia de la peor especie. Era incapaz en ese momento de añadir que todas estas babosas reflexiones eran autoinducidas y más parecidas a una comezón masturbatoria que a un sencillo pero verdadero amor. Había un aspecto en toda esta autoinducida irrealidad de Paco Allende que funcionó como prueba, como dato, como confirmación empírica, a saber: la frase que, en la memoria enamoradiza de Allende al menos, Salazar había pronunciado y que decía: Tú también me gustas a mí. Si esa frase había sido pronunciada —y en la memoria de Allende campaneaba con un profundo campaneo incesante—, entonces no había duda. Lo mínimo posible, lo menos, había sido dicho: por boca del amado había sido proferido el nihil, y por lo tanto el ser en cuanto ser: Tú también me gustas era el mínimo, apenas un vestigio coloquial del amor, una nadería que designaba el todo del amor: el yo te amo, tanto o más, que tú a mí. Todas estas ondulaciones y agitaciones eran tiernas y, en el fondo, inocentes: porque Paco Allende mismo era, en aquellos años, inocente y propenso a condenar sin juicio la concupiscencia de la carne, tal y como había sido instruido en el seminario tiempo atrás.

Cuando por fin se encontraron, se había impregnado Allende a sí mismo con tales dosis de embriaguez, exaltación y exageración, que a duras penas era capaz de ver lo que tenía delante: un tipo reservado (casi un desconocido, puesto que de la vida de Salazar transcurrida desde el seminario hasta el momento del reencuentro nada sabía), un chico frío y muy guapo, que (y esto Allende no lo sabe) ni ante sí mismo ni ante los demás desea reconocer que es homosexual (este rechazo de sí mismos fue muy común entre los homosexuales más inteligentes de esos años), pero a quien fascina y envanece la obvia admiración espiritual y carnal que Paco Allende manifiesta. Así que este reencuentro de los dos va a prolongarse cierto tiempo, toda esa primavera, porque es sincera la fascinación de Allende —más intensa ahora que nunca— y muy definida la voluntad de Salazar de ser adorado: sin serlo, no puede Salazar vivir a gusto. Esta situación, en toda su cruel imposibilidad, podrá mantenerla Salazar mientras le dure la juventud y cierta energía juvenil que parece voluntad de poder y embriaguez pero que, poco a poco, va a irse diluyendo con los años, transformándose en simple reserva y pasividad. Salazar no lo sabe aún, pero acabará no sabiendo qué hacer consigo mismo, ni tampoco con todos los que a lo largo de los años le amarán y serán abandonados y heridos. Pero aún falta precisar un poco lo que ocurre estos días de la primavera de los dos, de Salazar y de Allende, de cómo en aquel momento en concreto tenía más razón Salazar que Allende en su instintiva aversión a fornicar: el contacto carnal, al menos por sí solo, rara vez proporciona ilustración o placer: el placer que proporciona se empapa tan deprisa de la agresividad selvática, de las dudas en todos los personajes cultivados, que uno acaba prefiriendo perdonar el bollo por el coscorrón.

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