Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Allende descubrió fascinado que la apertura de Emilia, su simpatía, su empatía bienhumorada, no carecía de restricciones —restricciones que, curiosamente, no daban la impresión de restringir la simpatía de Emilia sino las efusiones confesionales de su interlocutor—. Era como si, por virtud de su activa apertura a la comprensión de Allende, trazara Emilia una ideal frontera acerca de lo que debía y no debía ser declarado: venía a resumirse aproximadamente en esta frase: ¡Claro que yo puedo, y todos podemos, tú también, entenderlo todo o casi todo el uno del otro, lo que ocurre es que no todo es digno de ser declarado! ¡Hay unas cuantas cosas en la vida de cada uno de nosotros dos que no merecen ser confesadas, no por ocultas sino por obvias, por ejemplo tu indudable homosexualidad o mi pasado sentimental! ¡Nunca Paco Allende, en toda su vida, se había sentido tan divertido, tan perplejo y tan repleto de entusiasmo intelectual como se sintió al oír esta frase que, con variaciones, Emilia repetía con frecuencia en sus primeros años de relación!
—Pase —decía Allende, en parte enfurruñándose al decirlo—, pase que mis tendencias eróticas de puro obvias que son no merezcan darles tantas vueltas como yo les doy. ¡Pero que tu pasado sentimental, que no es de ninguna manera obvio para mí, deba permanecer en secreto justo en virtud de la simpatía que nos une, eso no lo entiendo!
Emilia se reía a carcajadas.
—¿No sentirás vulgar curiosidad, supongo, Paco?
—¡Pues la verdad es que sí! ¡Cómo no voy a sentir curiosidad, absurda Emilia! ¡No hay nada en este mundo que me inspire más curiosidad que esos clausurados secretos tuyos, esa vida tuya sentimental previa, que de puro simpática y abierta que te muestras no consideras necesario hacerme ver! Me impides verte, Emilia.
—Lo que te impido es cotillear. Curiosear y, para empezar, empiezo por no quererte oír contar lo que de tu vida secreta es más obvio: tu atracción por los chicos. Es obvio, con eso basta. En cuanto a mí, ya se comprende que una mujer pasados los cuarenta, con una hija de diez años, sin marido ni amante conocido, ha tenido que tener un pasado sentimental. Incluso, a secas, un pasado, como solía decirse, como las mujeres de la mala vida. Esto es lo obvio. Pero ese pasado es tan poco interesante por sí mismo como tu atracción erótica por sí misma. El pasado es pasado. No se borra pero no se sonsaca. ¡Se vive en apertura y simpatía y mutua comprensión como, de hecho, lo vivimos tú y yo!
Allende no salía de su asombro. Pero la verdad era que lo que le parecía asombroso no era tanto este alegre saltarse a la torera la propia vida pasada que caracterizaba a Emilia como el ser capaz de incluir su vida explícitamente en el futuro de los dos sin necesidad de contemplarla una y otra vez como hace la mayoría de la gente. Esta franca negativa a convertirse mutuamente en confesores el uno del otro —que era parte esencial de la interpretación que Emilia daba a su tan repetido bene agere ac ketari— tenía toda la energía espiritual, en opinión de Allende, que a él mismo por aquellos años había comenzado a faltarle: gracias a la rotunda negativa de Emilia a convertirse en confesora o recipiendaria de los confeseos de su amigo y, correspondientemente, a su negativa a hacer de su amigo un confesor improvisado, Allende fue capaz de concentrarse en su tarea de orientador escolar y, de hecho, comenzó a resultar útil a sus jóvenes alumnos y alumnas y las familias de éstos.
Lo curioso fue que Emilia sí contó de sí misma, a lo largo de los años, bastante más incluso que Paco Allende, que tanto hablaba de sí mismo. Pero no lo contó como si fuese mucho, como si fuese algo, como si fuese suyo. Aunque tampoco lo contó como si no fuese suyo, porque si así lo hubiera contado hubiese sido una impostura. Así que contó todo de tal suerte que, mientras lo contaba, Allende no tenía la sensación de que estuviese confesándole su vida: no era una confesión: era un relato. Era un relato noble, a ratos negro, a ratos verde, a ratos pícaro. Y cuando se acabó, tuvo Paco Allende la sensación de que ese relato empezaba nuevamente, ese mismo, en otra dimensión más alta y noble, limpio de excrecencias biográficas, limpio de marujeos y de chismes, de pataletas y rabietas, de envidias y miserias y nostalgias: un relato ejemplar, una novela ejemplar, porque había mucho en ello que podía ser tomado como ejemplo. En resumidas cuentas, lo que Emilia contó de sí misma fue que, tras haber pasado algunos años, los primeros años de su juventud, en la facultad y en otros sitios y también en provincias, sin ser amada, ni tampoco amar gran cosa a nadie, apareció de pronto un auxiliar de griego y de latín, un chico fichteano, claro como el sol, bastaba verle una vez para amarlo eternamente: era alto y rubio como la cerveza, con los ojos azules de los negros, los ojos verdes de los gatos. Le enseñó a tocar la armónica y la flauta dulce. Era maravillosamente guapo y hombre y chico y masculino, y seductor. Y la sedujo. Sedujo a Emilia, que por aquellos meses declaraba que el yo lo es todo y el no-yo es la nada. Y el yo era el chico aquel, que se llamaba Luis. Era bastante joven y no tenía experiencia de mujeres —muchas—, porque alguna sí debía de tener, quizá las timoratas niñas de su cole, allá en la agreste y lluviosa Pontevedra. Tenía un dejo gallego, seductor, y recordaba un poco a Amando Prada, y también cantaba, como Amando, Lelia Doura, y recitaba los Sonetos del amor oscuro, acompañado todo de bastante amor y mucha labia. Emilia contó que le quiso mucho y sin reservas y que se quiso quedar embarazada y que quiso que se quedase para siempre y con su niña recién nueva, Paula, donde fuese, daba igual, en provincias, en Madrid o en las quimbambas, con tal de amarse sin cesar. Pero Luis, que amaba sin cesar, mucho más sin cesar que la propia Emilia, no amaba, por decirlo así, siempre lo mismo, su lema —decía— era el lema de nuestro gran maestro, y también suyo, García Calvo: «Libre te quiero, pero no mía.» Las amaba libres, las amaba muchas, las amaba sobre todo muy distintas entre sí. Emilia descubrió de pronto que era tan amada por lo menos como otras tres o cuatro chicas más. Y pensó: ¿Es esto amor o picha brava? Y por más dispuesta que estuviese Emilia aquellos años al amor abierto o al amor libre, y al Eros civilizador de Eros y civilización, acabó no pudiendo soportar tanta demencia, tanto picoteo. «No es que no te quiera —decía Luis—. Soy así y tienes que tomarme como soy.» Tan le tomó como era que le mandó a paseo. Con Paula recién nacida y Emilia a punto de trasladarse de Pontevedra a Cuenca, de Cuenca a Santander, de Santander a Soria, de Soria a Madrid, un suponer, Luis se quedó por el camino. Quedaron muy amigos porque Luis era un noble amante. Cuando Emilia, a su manera irónica, refirió todo esto a Paco Allende, insistió mucho en este punto: Luis era un amante noble, un buen amante, hacía el amor muy bien, muy delicadamente: sus erecciones le duraban mucho. Daba tiempo de sobra a los orgasmos de Emilia, fuesen los que fuesen, y daba luego la impresión de estar muy enamorado, casi más que antes de empezar. Después de la copulación, no encendió nunca un pitillo. E insistía en que Emilia se quedase junto a él, acurrucada e impregnada de su semen blanco y limpio como la nata de un almendro en flor. Era Luis contrario en aquel tiempo al uso consumista de un condón: nada de condones. Por eso se quedó Emilia embarazada y se alegró de quedarse embarazada hasta que descubrió que quedarse embarazada de este Luis era más o menos lo mismo que quedarse inseminada de probeta: no había nada paternal en Luis, nada ni siquiera seminal. Sólo su cremoso y blanco semen como la nata de un almendro imbécil. Los hombres son accidentales, decidió Emilia sintiéndose imbécil a su vez, aunque muy próxima a su agresiva mentora de aquel entonces, la Simone de Beauvoir de Le Deuxième sexe. Esto fue lo que Emilia le contó a Paco Allende acerca de sí misma, un poco con el mismo tono con que «el Castor» cita al Dr. Liepmann o a Isadora Duncan o ejemplos de Frigidity in Woman del Dr. Stekel. Emilia no empleaba al hacer este retrato de Luis un tono resentido y ni siquiera el tono levemente zumbón que el narrador ha adoptado en esta página. Se limitó Emilia a contar que era un hombre encantador, que era un noble amante, que, en los sucesivos actos amorosos, las noches de amor que terminaron en embarazo fueron deliciosas: Emilia aseguró haberse sentido estupenda aquel año. El único inconveniente era la inconstancia afectiva de Luis: amaba a muchas mujeres a la vez, y aunque Emilia acabó pensando que no amaba gran cosa a ninguna, la verdad es que había poco que reprocharle: mientras estaba con cada una de sus mujeres, incluida Emilia, Luis era amable, encantador, y realmente eficaz en la cama. No se podía esperar de él continuidad ni fidelidad. Emilia acabó por aceptarlo, pero también reconociendo para sí misma y logrando que Luis reconociera que aquella multiplicidad de objetos amorosos entorpecía la crianza de Paula. «No se puede contar contigo —declaró Emilia—, y de hecho yo no te necesito. Te agradará saber que no te necesito, pero entonces tampoco me sirve de nada que aparezcas de vez en cuando por la casa. ¿No es mejor cortar del todo?» Hubo una única dificultad: Luis se negó a reconocer a la niña. «Puedes decirle que soy su padre, no hay inconveniente, pero yo acabaré casándome con alguien y no me gustaría arrastrar una hija de otra relación. No hay mala sangre aquí, y no hay inconveniente más adelante quizá, si la niña lo desea, en reconocer que soy su padre, pero igual no hay necesidad, igual no quiere conocerme, ¡qué más da! Tú misma has dicho siempre, Emilia, que los hombres son accidentales, yo también lo creo. Sólo la mujer es sustancial.» El caso es que las cosas se dejaron así y cuando Paco Allende conoció a Emilia, Paula tenía ya diez años, en los cuales sólo había visto a su padre un par de veces y no le recordaba. Lo único que este relato tuvo, en un principio, de extrañeza para Paco Allende, fue que no sabía bien dónde situar la ironía de Emilia: Emilia hablaba en serio cuando declaraba que Luis fue un buen amante y también hablaba en serio cuando declaró haberle amado, pero de su relato, en opinión de Allende, no obstante no desprenderse resentimiento ni resquemor alguno, sí se desprendía un aura irónica. Al menos Allende creyó advertirla, si no toda de una vez, sí dada en partes como un puzzle muy elemental, casi de niños, que había que recomponer a lo largo del tiempo del relato, que duró años, los primeros años de su relación. Esta retentiva requería conservar la figura de la relación amorosa de Emilia y Luis, más su fruto —Paula—, como un esquema vacío, una figura a rellenar, con la esperanza de que, una vez completados los detalles, los dimes y diretes, etc., el asunto quedara concluido. Allende observó, sin embargo, que formaba parte de la totalidad esquemática de ese relato su esencial ilimitación: nunca podía Allende decir: Éste es el último detalle del relato, que ahora puede releerse entero. No obstante transcurrir, entre parte y parte referida, en ocasiones todo un año, a veces una anécdota no oída hasta la fecha, un detalle, se unía a lo anterior y lo modificaba. Al cabo de todos los años que cubrieron la adolescencia de Paula —y que fueron los años de consolidación de la amistad—Allende hizo muchas veces, bajo distintas formas, una misma pregunta:
—Pero entonces, Emilia, ¿en qué quedó la cosa? ¿Cómo quedasteis Luis y tú? De lo que tú cuentas, se sigue con intensa claridad que quedasteis muy amigos, tan contento cada uno por su parte y siempre por completo aparte el uno del otro. Te he oído decir esto montones de veces, sin resentimiento, sin nostalgia, siempre, eso también, con una punta de ironía tranquila. Es la ironía casi, tan leve, tan de fondo, lo que me impide completar del todo tu relato, entenderlo bien. Y hay un dato que se une a esta levísima ironía y que siempre está presente, y ese dato es que Luis y tú no os habéis vuelto a encontrar, si no me equivoco, mucho más de una media docena de veces en todos estos años. Más aún...
—¿Más aún? ¿Aún más? —preguntó Emilia sonriente en una de estas ocasiones.
—Pues sí, más aún: tengo la impresión de que el aura irónica que rodea la figura de Luis en todos tus relatos se ha trasladado a la imagen que Paula se hace de su padre. Sabe que existe, pero no le necesita, porque no hay ahí misterio alguno: es sólo un incidente menor en tu vida y en la suya, algo así. ¿Estás de acuerdo?
Emilia tardó cierto tiempo en contestar, se quedó pensativa, y su respuesta sorprendió mucho a Paco Allende porque parecía contener una gran seriedad y una gran sinceridad también: ninguna de estas dos cualidades le parecieron de pronto imprescindibles a Allende, que, tras lo que acababa de decir, esperaba casi sólo que Emilia contestase un poco por encima:
—Ironía..., dices. Sí. Supongo que hay cierta ironía en mi retrato de Luis y también cierta, no del todo deliberada ni tampoco del todo involuntaria, manipulación de su figura en la educación de Paula. La verdad es que sí, Luis me desilusionó. Y eso es lo que tú detectas muy al fondo en mis relatos junto con una cierta, supongo, reiteración del tema. No se me acaba nunca del todo el dichoso Luis, porque la verdad es que sí, me desilusionó.
—Pero cuando lo dejasteis, cuando lo empezasteis también, Emilia, tú no eras una niña ya, ni él tampoco. Tenías treinta y tantos y él por ahí andaría.
—¡Es que me ilusioné con Luis! No fue una cuestión de edad.¡Mejor dicho: sí fue una cuestión de edad! Me ilusioné porque yo tenía ya una edad en la que tener relaciones con un chico, o con chicos en general, empezaba a cobrar una especial luminosidad añadida a la satisfacción erótica, que provenía de que aún parecía estar a tiempo de ser madre. Hasta entonces yo no había pensado en la maternidad. Luis fue mi mejor amante, y quizá por eso, porque era un buen amante y porque se me estaba acabando el tiempo de tener hijos, me ilusioné mucho con él. Creí que seríamos una pareja de profesores de instituto con un crío, o dos, o tres, que tendríamos una familia divertida, ilustrada, alegre, y que envejeceríamos juntos. Di gracias a la buena suerte que había tenido encontrándome con Luis, que era tan buen amante y parecía un hombre tranquilo, y lo era, mientras no apareciera otra mujer. Yo no era una mujer celosa entonces y no lo soy ahora tampoco. El asunto era más trivial: era una cuestión de tiempo: mientras Luis andaba liado en otro asunto, se desentendía un poco de nosotras dos, de Paula y de mí. Lo hacía muy bien, muy dulcemente, conservaba todos sus amores muy bien empaquetados cada cual en su sitio. A veces coincidíamos las tres, una profesora, una antigua alumna y yo, supongamos, en el claustro, en la sala de profesores. Las tres sabíamos que las tres sabíamos que Luis nos amaba a las tres por separado con un amor viril idéntico a sí mismo. A mí me daba la risa pensarlo. No sé a las otras chicas qué les pasaría. Me daba la risa, la situación me hacía reír y me desilusionaba al mismo tiempo. Lo único que nunca hice fue decirle a Luis esto de la desilusión. Tú eres el primer hombre que lo sabe. Porque en la desilusión había un punto doloroso, una herida que quizá no ha terminado nunca de cicatrizar. Me duele cada vez que cambia el tiempo por así decir. Por eso no me olvido de Luis, porque me duele. Y Hegel, por cierto, se equivoca cuando dice que las heridas del espíritu cicatrizan sin dejar huella. Y la conexión hegeliana con el lenguaje del perdón es frívola. Afortunadamente Luis no me pidió perdón y yo no tuve necesidad de perdonarle nunca. Sencillamente no le perdoné. Como demuestra el hecho de que no le olvidé, nunca le he olvidado. Y no sé si él me ha olvidado o no me ha olvidado a mí. A estas alturas da lo mismo.