Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Javier Salazar no se halla cómodo en su sala de estar esta tarde. Una vez más está solo. ¿Dónde queda la soledad gratificante, ligeramente tediosa, tan aceptable en conjunto, de antes de conocer a estos chicos? Desearía hablarlo con Juanjo. No desearía hablarlo con Durán, a quien ha olvidado casi por completo, a quien por un instante creyó que detestaría y ahora ni siquiera detesta. ¿Está enamorado Salazar? ¿Dónde queda su soberbia de no hace tanto tiempo? ¿No era Salazar el hombre que no quería ser amado? ¿Es que quiere ahora ser amado? ¿Es amor lo que quiere que Juanjo sienta por él? Después del rodillazo en la boca de la otra noche, Salazar ha dado muchas vueltas a su relación con Juanjo. De pronto teme que Juanjo le rehúya. ¿Le rehúye Juanjo ahora? Se diría que Juanjo le rehúye. ¿Cómo, si no, interpretar esta nueva ausencia de Juanjo de esta tarde? Estaba tan borracho la otra noche que no le dolió el trompazo: el trompazo le dolió después: fue un golpe fuerte en la mandíbula: le hizo sangre: el sabor del semen, el gusto de la sangre... Es la primera vez que ha paladeado el semen Javier Salazar: eso le ha enamorado. ¿Le ha enamorado eso? ¿Qué le está pasando por la cabeza a Javier Salazar ahora? No lo sabe seguro ni siquiera el propio Salazar. De saberlo —aunque fuera sólo a medias— habría podido tranquilizarse esta tarde. Pero justo no saber qué le está pasando —por la cabeza, por el corazón, por la sexualidad— es lo que le trae a mal traer: no saberlo le expulsa del reino de los fines, y, más prosaicamente, del reino (paticojo, pero aún vigente para el género humano) de la reflexividad. No puede reflexionar sobre su situación, y esto le alarma. Esta alarma (que implica cierta reflexividad) es la única señal de alarma que todavía emite su sistema consciente. Su inconsciente —aceptando esta noción como una totalidad propia de cada cual pero inaccesible al escrutinio directo— emite tantos deseos, memorias, impulsos y contraimpulsos, tan intermitentes y ambiguos, que nadie en sus cabales se fiaría de una noción así, de una realidad así. Tampoco Salazar se fía de su inconsciente ahora. Pero —alarmado como está— se entrega a esos impulsos y contraimpulsos que, en la medida en que son inmediatos y son físicos, le proporcionan esta tarde una sensación de verosimilitud, una apariencia de realidad que aún le sostiene lo suficiente para seguir con lo que ahora mismo tiene entre mano (la relación con Juanjo y los dos chicos, pero sobre todo con Juanjo). Salazar se da cuenta de que, entre su vida anterior (todo lo que antecedió a la aparición de Durán primero y luego Juanjo) y su vida de ahora, hay un hiato alarmante: hasta ahora siempre había sido dueño de las situaciones sucesivas en las que se vio envuelto. Por situaciones entiende Salazar ante todo las circunstancias especiales que aparecieron y le rodearon en algunos momentos de su vida. En el listado de situaciones no figura nunca su iniciación erótica con los mecánicos del Caterpillar. Lo recuerda todo, pero siempre sistemáticamente dejó en suspenso aquella ocasión... para mejor ocasión (y esa mejor ocasión, por cierto, está a punto de presentarse ahora, se ha presentado ya con ocasión de Miguel y Fermín). En ese listado, en cambio, figura, en primer lugar, su trágica relación con Carlitos Mansilla, y su relación con Allende, en el seminario primero, y luego en Madrid. En esa lista figuran, por supuesto, algunas escenas dubitativas en saunas londinenses y en algún parque (dubitativas porque para poder Salazar estar seguro de que controlaba esas situaciones, tenía que no implicarse demasiado en ellas): era un joven guapo y esbelto y podía atraer todas las miradas en las saunas, en los parques, y obtener placer de esa exhibición sin dar casi nada a cambio. ¡Qué corto, por cierto, se le hace ahora el listado de sus situaciones! ¿No le ha pasado nada más en todos estos años? A partir de los cincuenta, en realidad Salazar se autojubiló de las experiencias eróticas: le liaban demasiado, le ponían en evidencia (sobre todo ante sí mismo), no le urgían: esto último fue una bendición: no es que fuera insensible, pero la presión del eros era difusa. Algún asceta menor hubiera quizá entendido por esta difusión un logro virtuoso: se trataba en realidad de apatía: una generalizada desgana que se satisfacía en gran medida imaginariamente, sin necesidad de llegar al cuerpo a cuerpo. Siempre tuvo el control, por consiguiente. Así que el listado de las situaciones se acababa pronto y arrojaba siempre un balance positivo, un sobresaliente control por parte de Salazar. Naturalmente esto no fue así con los mecánicos: los mecánicos le arrastraron a un placer increíblemente intenso que, ahora, ha vuelto: con Juanjo la memoria de aquel intenso placer ha reaparecido. Y sólo eso quiere ahora: estar con Juanjo, tocar a Juanjo, que Juanjo le acaricie, hablarle. Vivir es hablar con Juanjo: no hablar con Juanjo es el sinvivir en el que ahora se halla. Lo alarmante es que este sinvivir le tenga tan puerilmente en vilo. Al fin y al cabo, ¿quién es Juanjo? ¿Cómo no va a poder Salazar controlar a Juanjo, decirle que venga y viene, decirle que vaya y va, decirle que se la chupe o que se desnude o que se vista o que venga a la hora en punto? ¿Cómo no va a poder? ¿Cómo no va a saber Salazar que Juanjo sigue con él entre otras cosas porque está muy cómodo en la casa, porque le saca a Salazar mucho dinero? Entonces, ¿qué significa toda esta alarmante inacción, toda esta pasividad doliente en que Salazar se halla sumido esta tarde? ¡Si casi suspira como una enamoradita de novela rosa!: todavía queda, sin duda —a la fuerza tiene que quedar mucho— del Salazar que hizo sufrir a Carlitos Mansilla o al mismo Allende, a algunos otros que en esta historia no se han recordado. ¿Qué le pasa que se derrite, estira las piernas y se acaricia la bragueta ahora? Una muerta polla boba no contesta nada, no da señal apenas, como un consolador rudimentario: todo ahora tiene lugar en la conciencia eunuca. No puede transferir de la conciencia a la polla impulsos motores, ni segregar apenas semen: sólo una vaga gana de orinar, como mucho. Pero, en cambio, eunucado, Salazar se inflama en la memoria, en el deseo, en el quiero y no puedo que lo es todo ahora. Ahora, de pronto, reza, suplica al dios lumiaco que le traiga a su deseado, deprisa, esta tarde. Y se oye el llavín de la puerta algo más tarde y entra Juanjo maravillosamente idéntico a la imagen mnemónica que de él ha tenido Salazar toda esta tarde. Juanjo Garnacho ha estado pensando bastante. Juanjo Garnacho ha estado maquinando bastante todo a lo largo de esta tarde. Se ha sentido mirado y remirado por mujeres y hombres en los bares y calles de Madrid. Es hermoso ser Juanjo Garnacho, es dulce y estimulante ser Juanjo Garnacho, es dulce y vibrante entrar en casa de Javier Salazar templando y mandando como un torero de cartel. Hay una torería implícita en esta entrada garnacha de Juanjo en la bella estancia tutorial, libresca, hermosa, del antiguo Salazar que desfallece ahora. Hay una torería de paquete marcado, macchia dura, cojones bien puestos, con un par. Todo abaratado, transformado en modelo de pasarela mariquita de gran modisto maricón. Pero es bello. ¿Cómo no van a ser bellas las bragas que el difunto Versace, que en paz descanse, inventó para marcar las pollas y las rajas del culo de sus chicos? Son muy bellas. ¿Quién es el amo aquí y quién es el esclavo?
—¿Has venido solo? —musita Salazar admirado, arrobado—. Deberíamos hablar, ¿no crees?
—¿Hablar?... ¿De qué? ¿De qué quieres que hablemos?
—Quiero que hablemos de ti y de mí. Te amo. Mi vida.
—Cada día que pasa estás más raro. Te lo digo de verdad. Lo marica te sale como una verruga cancerosa en el labio. Tu amaneramiento, como un melanoma, que te sangra un poquito, maricón.
—¿Qué te pasa? ¿Has bebido tú?
—Yo no bebo. Ya sabes que no bebo. ¿No me conoces? Yo soy un deportista, ¿no sabes eso? Yo soy entrenador de todos los deportes. Ponte de rodillas. Lo estás deseando. Sé que lo estás deseando.
Salazar se arrodilla delante de su amado Garnacho. Es una escena bella y hostil. Como una cogida de torero. Como un navajazo que parte el corazón. Bella muerte. Salazar, de rodillas, se ha levantado un poco y de pronto Juanjo le levanta casi en vilo y le besa en la boca y Salazar llora y se deja besar y se ha derretido, ¿cómo es posible?, en un difuso atrás de su alma, en un trastero olvidado de su conciencia: en un ayer largamente preterido, se acuerda Salazar de la dialéctica del amo y el esclavo e incluso de Losey: The Servant.
Ésta es una escena de pasión. ¿No es ésta una escena de pasión? Es una escena de pasión porque Salazar ha perdido el oremus, no es dueño de su vida, está perdido. Y en cambio Juanjo ahora, convertido en un rufián menor, conduce la situación a su capricho. Es una escena de pasión porque Salazar está perdido. ¿En qué ha, durante toda la tarde, Juanjo pensado bastante? Ha pensado, por este orden, en cómo añadir intensidad cada vez mayor, gradualmente, al deleite masoca que presiente, pero también ha pensado cómo sacarle aún algo más, mucho más, a Salazar: la Yamaha Majesty por ejemplo. Dado que no acaba Juanjo de estar seguro de que Durán —no obstante parecer tan bobo— no se niegue a facilitar los tres mil euros en el último momento, ha decidido sacarle la codiciada moto al Salazar. Así que después de la escena esta, chusca en parte, apasionada en parte, del Salazar postrado de rodillas ante Juanjo, y Juanjo, alzándole como un pelele hasta besarle (Salazar, por cierto, ha perdido peso: es también una pasión lo que le pasa a Salazar, por lo que está perdiendo peso, corporeidad, de puro que ama, de lo mucho que se apega, en vano, a su indigno objeto amado), piensa que es un buen momento para sacar lo de la moto:
—¿Sabes una cosa, guapo? —comienza Juanjo a decirle, Juanjo se le ha sentado en las rodillas a Salazar tras haberle llevado casi en brazos a su sillón de orejas junto a la puerta-ventana que da a la terraza. Y Salazar palpa con la mano derecha el paquete del Garnacho, satisfactoriamente tumescente ahora. Salazar es una virgen blanca, la antigua frialdad se ha transformado en virginidad dolorosa, mater dolorosa.
—No. ¿Qué cosa, guapi? ¡Qué fuerte estás! Can't take my eyes of you!
—Lo que no puedes tú es dejar de sobarme, tío —comenta Juanjo, que ha entendido la referencia anglosajona y que sabe, instintivamente, que esta mezcla preparatoria de vulgaridad verbal y de ternura excita a Salazar: le envilece y le excita. Por eso se deja acariciar la bragueta, la polla, mientras hablan.
—¿Qué me ibas a contar, pequeño?
—Te iba a contar que te voy a dejar. Me voy a un piso con Durán, que me compra una Yamaha, ¡eh!, ¿qué tal?, ¿te gusta eso?
—¿Pero qué dices? ¿Qué es eso de la Yamaha? ¿Estás viendo a Durán ahora?
—Algunas veces, sí, ¿por qué no? ¿Qué tiene eso de malo?
—O sea, es Durán con quien estás los días que no estás conmigo por las tardes.
—Unas veces sí y otras no. Depende.
—¿Me tomas el pelo? Con qué dinero te compra Durán una Yamaha. No tiene dinero.
—Sí que tiene, ahora tiene. Tiene de su madre.
—¿Y eso es mucho?
—Hombre, es un piso en Marbella, un buen piso. Como mínimo saca cien millones por eso o más. ¡Ahora tiene perras el cabrón!
El peso del cuerpo de Juanjo, unos setenta y cuatro kilos, para un hombre de un metro ochenta y dos de altura, sume a Salazar en su sillón, en su fragilidad. Sumido en la conciencia de su fragilidad, cristalizado, un Vidriera repentino. Salazar saborea el suspiro, el sollozo, la punta de autocompasión que su propia fragilidad corporal le inspira: le embellece el peso corporal de Juanjo, le sume en deleite chusco, de soldadesca. Está en sus manos todo ello, palpar al chico cachas. ¿No es delicioso el cuerpo masculino? Fuerte, burdo, procaz, cruel, sofocante: Salazar casi no puede hablar, realmente. Espera, como quien aguarda la lluvia, una leve erección, áurea, de perro pekinés. No puede Salazar no ser consciente ahora de su levedad: he aquí a Javier Salazar, el ex seminarista brillante, moreno, delgado, que no quería ser amado, el editor seguro de sí mismo, que controlaba lo que deseaba y no deseaba mostrar de sí mismo, retirado ahora con un retiro jugoso, con dinero, con elegancia, con una hermosa cabeza blanca. Es muy bello Salazar en su género. Y lo sabe. Espachurrado por los setenta y cuatro kilos de músculo y huesos del Garnacho, Salazar desea sólo este peso corporal que le agobia, este sentimiento de incomodidad y de opresión, esta anulación de su voluntad y de su conciencia. Se diría que desea la muerte, prefigurada en su rápido adelgazamiento de estos últimos meses, su inmaterialización. Sus bellas manos levantan la camiseta de Juanjo, le hurga en el ombligo, le acaricia los pezones, los abdominales, es una escena estimulante y pavisosa a la vez: cualquier lector gay, de mediana edad, se reconoce en esta ensoñación deleitable: cualquier lector reconoce la peligrosidad pueril de esta escena. En estas condiciones, Salazar no tiene nada que decir y no desea decir nada tampoco, desea achicarse, sumirse en el desvanecimiento del tacto y las caricias: pero no son caricias que se le prodiguen a él sino que él prodiga. Ahora Juanjo no le acaricia, Juanjo le habla:
—La cosa es que ahora Durán, guapo, tiene tanto como tú. Y la polla más tiesa que tú. A mí Durán me gusta todavía y tú, en cambio, tú no me gustas nada. Lo que me gusta de ti es gustarte yo, mi vida. Eso me pone, digámoslo así. Tu pasividad de viejecita castrada me pone bastante y eres delicado como un cura. Eres bello como un cura. Eres bello como un chico muy joven con la picha sin pelos todavía, eres un menor. Bueno, a lo que iba. ¿Me vas a comprar la moto tú?
—Las motos son muy peligrosas. ¿De verdad quieres una moto? ¿No es un poco hortera esa Yamaha?
De un brinco, Juanjo se pone en pie y le arrea un bofetón. Es un bofetón terrible, con el puño cerrado. Sangra por el labio Salazar. Siente el sabor de la sangre. Se limpia la boca con la mano.
—¡Roña de mierda! ¿En qué quedamos? Me metes mano aquí, guarro, me invitas a tu casa para meterme mano, ¿y me llamas hortera?
—¡Perdona, no me has entendido!
—¡Cómo que no te he entendido! ¡Claro que te he entendido!
—No digo que seas hortera tú —balbucea Salazar—, es que me dan miedo las motos.
—¡Eres un jodio roña! ¡Eso es lo que eres!
—Sabes que no.
—¡Pues si no lo eres, demuéstralo! Además lo tienes, sé que tienes el dinero a mano, y quiero la moto.
—Si te compro la moto, ¿me llevarás en ella por Madrid?
Juanjo está de pie y se pasea a zancadas por la sala de Salazar. Y Salazar está sentado en su sillón de orejas, arrugado, ligeramente ensangrentado, delgadísimo. Es un hombre mayor, de cabeza cana, pálido. Ahora, de pronto, da pena. Ahora, de pronto, inspira compasión. Que inspire compasión ahora es un escándalo que acosa al lector y al narrador de este texto por igual: ¿va a incumplirse, quizá, la justicia poética? ¿Va a salirse Javier Salazar, a fin de cuentas, con la suya? Si inspira compasión, puede ser perdonado. Quizá esta brutalidad última de Juanjo le ha convertido en un justo injustamente martirizado. ¿Se merece, Javier Salazar, tanta dureza, tanto desprecio? ¿Se merece algún hombre en este mundo una crueldad tan vulgar? ¿Ser robado en su propia casa por quien más ama? ¿Se merece alguien semejante destino, tan bobo, tan cruel?