Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Ya está contado. ¿Puede lo contado ser ahora descontado en el sentido bancario de liquidación de una deuda? Eso es lo que Durán, en su semiconsciencia de la situación, espera. Y eso es lo que Allende sabe que Durán desea y confía en que suceda: borrón (ni siquiera borrón, según se ha dicho) y cuenta nueva. ¡Ah! Pero sucede que lo ocurrido, una vez contado, no puede descontarse de la conciencia refleja que cada uno de los dos tiene del otro sin proceder a un nuevo recuento. Una primera ocurrencia de Allende mientras oye el relato es la satisfacción de saber que el chico es sincero y no tiene voluntad de engañarle. ¿Por qué me lo contaría si no? De algún modo, podría afirmarse que a Durán le importa mucho Allende y que por eso se lo cuenta. En Allende está, por lo tanto, en esta suposición, tomarlo o dejarlo: aceptar el contenido del relato (la extraña analogía) como una prueba de amor, o rechazar el contenido del relato como una desfachatez. Allende decide, mientras oye al chico, que el relato no contiene ninguna desvergüenza: es absurdo, casi inverosímil, pero puede aceptarse en su inmediatez, sin entrar en detalles, como una manifestación de confianza. No hay descaro, pues. Pero hay, en cambio, algunas otras cosas más inquietantes quizá que el mismo descaro: hay, para empezar, la propia analogía: ¿Tanto se parecían? «¿Tanto nos parecíamos?», ha preguntado Allende en un momento del relato. Y como Durán contestara con gran vehemencia que el parecido era asombroso, «Como dos gotas de agua» llegó a decir, Allende no ha podido menos que comentar socarronamente: «Ya veo que se trata de un amor por persona interpuesta. ¿No te parece ridículo?» A Durán no le parece ridículo, pero, en cambio, al no parecérselo en absoluto al chico, acaba pareciéndoselo al hombre. Hay, por de pronto, la comparación misma entre Tomás y Allende que Durán considera casi un milagro. En su relato o recuento, Durán ha acentuado, sobre todo, este aspecto del asunto: a Allende le ha parecido un poco excesivo y ha pensado un pensamiento ñoño y envidiosón, pero natural: él es, al fin y al cabo, un ilustrado, un psicólogo, un hombre capaz de manejar conceptualmente el mundo de los afectos, mientras que Tomás es un paleto leonés, un palabrón, con la labia del negociante del ramo de automóviles. Nunca en su vida se le había ocurrido a Allende despreciar a personajes así: sólo ahora que Durán les compara. Pero es evidente que Durán no les compara por lo que los dos tienen de inteligentes o sensibles o lo contrario, sino, literalmente, por el parecido físico que hay entre los dos. Lo que Durán parece querer decir es que le gustan los hombres mayores. Es un mayorero. Esto —piensa Allende irónicamente— es un gran consuelo. Con los años, Allende ha ido dando vueltas a este asunto de las relaciones intergeneracionales en el mundo gay. A partir de sus cuarenta y tantos, cincuenta —periodo, por cierto, en el cual se redujeron mucho sus prácticas eróticas—, se hacía la ilusión socrática de que su atractivo para los muchachos más jóvenes era análogo al que sintió Alcibíades por Sócrates: no había paideia, pero había cierta compenetración entre la gente de treinta y la gente de cincuenta que Allende leía en términos agradables para su ego. Ahora, sin embargo, la cosa no acaba de complacerle del todo. Durán ha insistido demasiado, quizá, en el aspecto físicamente risible del Tomás. Por eso, Allende le pregunta:
—Así que también a mí me encuentras risible, como a Tomás un poco. Calvo, gordito, ¿es eso lo que te gusta de verdad, de mí o de otros?
—¿Por qué me preguntas esto? —pregunta inmediatamente Durán, realmente sorprendido. Esta genuina sorpresa de Durán avergüenza a Allende, que siente que su vanidad masculina le ha conducido a preguntar una vulgaridad impresentable. Durán está siendo más generoso, más limpio y mejor amante que el propio Allende —siente ahora esto intensamente Paco Allende—. Por eso, y para concluir este lado de la conversación, declara:
—Perdóname, Ramón. Estoy siendo vulgar. Tu relato es ligeramente absurdo, muy absurdo. Pero contiene más verdad que buena parte de mis nobles intenciones a veces... —La estructura de la frase, que se le forma a Allende en la boca a medida que va pensándola, le revela hasta qué punto todo el asunto se le escapa un poco, le desborda un mucho, ¡cuantísimo desea pensarlo de la mejor manera posible!
Se tiene la impresión (un supuesto espectador desinteresado la tendría) de que todo lo anterior (es decir, la suma del relato de Durán y de las reacciones, formuladas o no, de Allende) tiene que conducir a un paso siguiente: tiene que haber una conclusión que se desprenda de todo lo anterior, quizá no del todo lógicamente, pero sí sentimentalmente: esto es precisamente lo que Allende no acaba de poder hacer. ¿Qué es lo que no puedo hacer?, se pregunta Allende, e instantáneamente se responde: No lo sé, pero sé que debo dejarme ir con voluntad de sinceridad, por confusa que sea. Quizá eso sea suficiente. Ha habido un corte en la conversación tras pedir perdón Allende. Durante este corte, Durán ha mantenido, inconscientemente, su expresión de sorpresa —la sorpresa que causó la vergüenza de Allende—. A todo trance Allende quiere decir lo correcto, lo mejor para el chico. Y entonces dice:
—Veamos: entiendo que lo que me acabas de contar es una manera indirecta de decirme que, a pesar de ser yo, como Tomás, un sesentón gordo y calvo, te gusto lo bastante como para disfrutar los dos de un buen pajote en la ducha. Más aún: entiendo que al contarme lo que acabas de contarme me has reprochado, con gran amabilidad, el que yo siempre haya antepuesto, al relacionarme contigo, preocupaciones éticas en vez de aceptar lo que tú me dabas de buena gana, tu amor, tu cuerpo, y que yo sin duda deseaba y deseo: de un modo muy discreto, mediante el relato de Tomás, tú me reprochas, corrígeme si me equivoco, que, queriéndote y deseando tu compañía y tus caricias, me haya distanciado de ti en aras de una más elevada idea de la libertad personal, de tu libertad personal. ¿Es eso lo que me reprochas? ¿Contiene tu relato un reproche? Piensa que incluso si tú mismo no eras hasta ahora consciente de ese reproche, puedes serlo a partir de ahora al haberlo yo mencionado...
Allende contempla fijamente a su compañero, que no contesta de inmediato. En ocasiones así, que ya se han producido antes, Durán da la impresión de no ser un chico muy avispado, de comprensión lenta (lo cual, dicho sea de paso, confiere a su semblante un delicioso aire juvenil: hay en The Spoils of Poynton una referencia a esta expresión cándida, no muy inteligente pero muy abierta, en Owen Gereth en conversación con Fleda Vetch): Allende reconoce que le ama tal y como es: le ama eternamente: un instante de comprensión amorosa basta para cerciorarnos de que amamos a alguien eternamente: en esos momentos hacemos un voto absoluto de fidelidad a ese amor. No en vano, por cierto, el título del admirable poema de René Char que se ha venido citando y parafraseando a lo largo de toda esta novela, se titula en francés Allégeance, que significa fidelidad, acatamiento. Tiene razón Char al decirnos en una de las líneas de este poema que vive en el fondo de su amado como un pecio feliz. Así que Allende promete acatamiento eterno al amor que siente por Durán esta tarde al contemplar su dulce rostro juvenil iluminado por una luz de incomprensión relativa.
—¿No vas a contestarme? —pregunta Allende.
—Es que no he entendido la pregunta. No sé qué quieres saber. Me parece que quieres saber si yo te censuro o te critico por ser demasiado severo, moralizante o como quieras llamarlo, conmigo... La verdad es que no estoy muy acostumbrado a analizar lo que me pasa, ni tampoco a analizar las cosas que los demás dicen de mí o hacen conmigo. En eso no te pareces a Tomás. Y tampoco en la manera de hablar. Tú hablas muy bien, hablas como un libro. Tú hablas como Salazar. Eso es lo que más me gustaba de Salazar al principio, aunque ahora ya no habla así. Ahora no entiendo a Salazar. La verdad es que tú me hablas a veces como si me riñeras. Eso me raya mucho, a veces. ¡Tú es que me rayas total, a veces! Pero a la vez me gusta. Me gustas, tío. ¿Es esto lo que querías saber?
—Esto es más de lo que quería saber, mi amor. No es una contestación del todo, ¡es más que una contestación!
Durán se acerca a su amigo y le abraza. Le besa amorosamente. Allende, a su vez, le corresponde. Es la primera vez que, en muchísimos años, quizá en toda su vida, Paco Allende alcanza una expresión corporal, espiritual absoluta, del amor que siempre ha sentido.
Lo sucedido esta tarde entre Durán y Allende no es el final. ¿Cómo va a ser un final si es un comienzo? Suponiendo que sea un comienzo de una relación amorosa estable, ¿serán los dos participantes capaces de gestionarla adecuadamente? Incluso saltándonos la considerable diferencia de edad —que ya es mucho saltar— queda todo por hacer. Hay una vía prosaica, normalizada —la vía de las nuevas relaciones homosexuales masculinas que se perfila a partir de la legislación matrimonial—, que bien pudieran, de común acuerdo, iniciar Durán y Allende. Y hay, a favor de Allende —que quizá desee seguir esa vía—, el hecho de que Durán le necesite ahora: para gestionar la testamentaría de Chipri, para gestionar los cursos que quizá Durán se anime a iniciar a partir de octubre, para estas cosas prácticas, cotidianas, que Durán tiene que hacer si desea dar un giro sustancial a su vida, Allende es una considerable ayuda. En lo que queda de tarde y hasta bien entrada la noche paseando por Madrid, antes de regresar cada uno a su casa, Durán y Allende hablan de este proyecto de nueva vida para Durán con Allende. Durán está entusiasmado. Allende desearía poder participar de ese entusiasmo, pero no puede del todo. Se maldice a sí mismo Paco Allende por no poder entregarse sin reservas a la delicia del momento. ¿Quién piensa en el mañana? Que el mañana cuide de sí mismo. ¿Por qué no disfrutar de este fulgurante deseo de camaradería, de ternura, que los dos sienten? Allende sabe por qué le resulta imposible disfrutar sin reservas de este instante: porque no cree que el amor que Durán siente, o pueda llegar a sentir por él, pueda durar más allá de —a todo tirar— un par de años. ¿No es eso suficiente? ¿Quién que es, no es capaz de arriesgarse por un amor que ha de durar dos años, e incluso dos meses? ¿Quién que es se atreve a fijar la duración del tiempo del amor? ¿A qué viene esta ñoña, cobarde reserva de Allende? ¿Es que no se fía Allende del amor, tan tierno, tan dulce, tan físico, que Durán le ha ofrecido esta misma tarde? ¿Por qué no se fía Allende de Durán? El asunto es que Allende no cree en el amor correspondido. En esto Allende es cernudiano, incluso en contra de su propia voluntad declarada de no serlo: Bien sé yo que esta imagen / fija siempre en la mente / no eres tú sino sombra del amor que en mí existe. ¿Es posible que toda una vida de prácticas amorosas y sobre todo de deseos amorosos, de ensoñaciones, de voluntad de plenitud e integridad amorosa, con un objeto, eso sí, extraordinario respecto de los objetos amorosos de la mayoría de los hombres, no le sirva de nada a Allende ahora? Esta es su ocasión. Esta es la gran ocasión nupcial, el gran epitalamio. ¿No debiera cantarse ahora el nuevo epitalamio, el intenso y claro y fuerte epitalamio del amor homosexual? Esta es la hora nupcial. ¿Por qué Allende no cree en todo esto ahora? ¿No era, de joven, más bien lanzado Allende? ¿Se ha convertido Allende en un conservador baboso? ¿No tiene «orgullo gay»? ¿Dónde está su orgullo gay? No hemos de ser innecesariamente severos con Paco Allende tampoco. Esta gran ocasión nupcial le llega un poco tarde. Hay, para empezar, la pereza: los deseos eróticos tienen —con el tiempo— su freno natural: un emperezamiento que no implica impotencia, pero sí lentificación. Es la época del deseo acumulado en la mirada, en la caricia, en la palabra. Nadie en su juventud está en condiciones de escribir el gran epitalamio. Allende ama de verdad a Durán. Pero amarle en la realidad, y no imaginariamente, implica reiterar la actuación amorosa. El amor es esencialmente iterativo. Quiere decirse que la declaración amorosa requiere una repetición y una frecuencia en la repetición que sólo la acción, los proyectos comunes de los amantes... acaso logren sustituir. Vivir juntos es un acto iterativo de amor. Ahora bien, ¿van a vivir juntos Durán y Allende? ¿Por qué no? Allende ha llegado a su casa esta noche. Ha dejado a Durán en el portal de Emilia y —¡oh, delicia!— ha entrado dentro del portal y, a oscuras, se han besado apasionadamente. Al rozar el cuerpo del muchacho con la pierna, le ha sentido Allende firme y erecto. El mismo, el propio Allende, se siente erecto en el portal esta noche, esto es parte del instante explotado (creo recordar que Octavio Paz lo expresa así: Nos abrasaría este instante si durase otro instante), pero, de común acuerdo, los dos lo dejan para mañana. Un beso inolvidable, un adiós inolvidable, un hasta mañana inolvidable. Durán sube en el ascensor y Allende regresa a su casa. Al llegar a casa, Allende tiene que llamar por teléfono a Durán: ésta es una tentación terrible: no debe jamás cederse a esta tentación. Allende cede a la tentación esta noche. Mientras teclea los nueve números del teléfono de Emilia (Allende ha tenido la prudencia de no pedirle a Durán el número de su móvil: la inmediatez de los móviles es la imagen perfecta del suplicio de Tántalo), mientras teclea, piensa: ¿Y si no está, qué hago? ¿Podré dormir esta noche si no está? Allende está sudando ahora mientras el teléfono da la señal tres veces, finalmente, a la cuarta llamada, se oye la voz de Emilia: Allende no puede más. Así que, abruptamente:
—Emilia, ¿está, por favor, Ramón ahí?
—Sí, aquí está... ¡Ramón! Es Paco.
Es dulce ser amado. Amar y ser amado esta noche como se aman, por una noche, por esta noche al menos, es dulce, es el reino de la dicha. La conversación dura poco y quedan en verse a la mañana siguiente. Ahora Allende podrá no dormir en paz. Allende podrá ahora dar vueltas por su piso, hacerse cafés con leche, empezar lecturas de libros que tiene pendientes y dejarlos a las tres páginas, meterse en un baño de agua fría a las seis de la mañana. Han quedado a las diez de la mañana. El instante explotado se dilata aún hasta mañana. Pero, en medio de la dicha instantánea, Allende —que se ha desperezado por completo— es consciente de lo que le espera: la andadura parsimoniosa de un noviazgo que, en el mejor de los casos, acabará felizmente. Pero, incluso suponiendo que acabe felizmente y que se prolongue después en una unión todo lo eterna, tan eterna como sean capaces de imaginar ambos cónyuges,— aun suponiendo que todo salga bien, Allende tiene que decir que no saldrá bien por sí solo (de salir mal tampoco saldría mal por sí solo): dependerá de la sabiduría y del artificio que Allende, y también Durán, sea capaz de introducir en ese gran teatro de cuentos y contracuentos, de autobiografías en parte noveladas que los novios hacen de sí mismos: si va a haber un noviazgo —y tendrá que haberlo— ambos futuros contrayentes tendrán que seguir viejas y antiguas pautas de novios y de novias que les precedieron: la identidad de género no aliviará estas prácticas teatrales. Una parte deleitable de sus paseos juntos acariciándose entrelazadas las manos, besándose o masturbándose deliciosamente, incluirá el cuento y el recuento de las vidas de cada cual. Es seguro que a Durán —¿es seguro?— le encantará contarle su vida a su amado, engalanarla como para una boda, como para su boda. Pero ¿y Allende? ¿Será capaz Allende de volver a contar toda su vida, sus fracasos y éxitos (y esto incluye los venenos acumulados con la edad, las callosidades, las artrosis, las ablaciones feroces del cuerpo y del alma, que quizá Allende —o quizá los dos— ha sufrido)? Porque todo esto tendrá que tener lugar si el enlace final, la maravillosa unión conyugal final ha de producirse con garantías de éxito en el tiempo.