Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué pregunta es ésa? He venido a veros. ¿No te gusta verme o qué? —¡Claro que me gusta verte! Pasa.
Una vez más ahora, la estructura intervalar del abrir y cerrar de ojos proporciona a Durán un instante extensísimo: desde que Juanjo cierra la puerta de entrada tras él y, apoyando la mano sobre el hombro de Durán, le guía levemente hacia la sala de estar, Ramón Durán se siente iluminado por una inquietud ciega, una intuición sin concepto correspondiente. No sabe qué va a encontrarse y siente un miedo frío, punzante. Ya están dentro de la habitación principal de la casa. Salazar se levanta de su sillón habitual y se acerca a Durán con los brazos abiertos. Sostiene un libro en la mano derecha, el dedo índice intercalado entre sus páginas, como alguien que estaba leyendo hasta ese instante. La sala está llena de humo. Huele a porro, es un olor dulzón inconfundible, y también a tabaco rubio, y da la impresión de que está llena de gente. A la vez que le abraza, demasiado vehementemente, Salazar exclama:
—¡Ramón Durán, mi verdadero amor, qué alegría verte de nuevo!
La frase suena estrepitosa y no suena sincera. Pero ahora ya no está Durán en condiciones de analizar con exactitud los tonos y los subtonos de las frases. Salazar prosigue animadamente, volviéndose ahora hacia sus acompañantes, dos chicos muy jóvenes. Los dos llevan pantalones de explorador, camisetas sin mangas y zapatillas de deporte muy nuevas:
—Estábamos, Ramón, leyendo a Proust. Nuestros dos jóvenes amigos son Fermín y un amigo de Fermín, Miguel. Esta tarde es la primera vez que Miguel nos honra con su presencia.
Ramón Durán tiende la mano a los dos chicos, primero a Fermín y luego a Miguel. Son dos chicos de la calle, no hay confusión posible. Estarían perfectamente bien entrando y saliendo de Black & White. Aquí sobresaltan un poco al espectador. Y, fascinantemente, alteran muchísimo la escena total. Durán advierte la incongruencia sin dar con su significado. ¿Qué hacen estos dos chicos aquí? ¿Qué estaban haciendo estos cuatro personajes en la alterada sala de estar antes de su llegada? ¿Qué quiere decir Durán, qué siente ahora Durán, al sentir que toda la habitación entera, y el propio Salazar y Juanjo Garnacho —que se mantiene detrás de Durán con la discreción de un embajador, un diplomático—, al sentir que la habitación está alterada, precisamente porque aparecen en ella estos dos chicos que resultarían casi insignificantes, dos chavales callejeros en cualquier calle o establecimiento de Chueca?
Los cinco han tomado asiento en torno al sillón de Salazar. Durán se ha sentado en el sillón que queda enfrente del de Salazar. Cada uno de los chicos ocupa una butaca, más pequeña y de gusto francés, y Juanjo, que al parecer se ocupa de las bebidas, se ha sentado en el brazo del sillón de Durán. Por un instante, teme Ramón Durán que nadie diga nada. De los dos chicos el que parece un poco mayor, Fermín, es el que se comporta con más naturalidad. Quizá —piensa Durán— ha estado antes en la casa. Quizá ha participado en uno de esos cuadros eróticos, masturbatorios, que a Salazar le gustan. El otro chico es más delgado, y tiene una cara afilada, una cara delicada. Parece intranquilo, se mueve en su silla y ya ha encendido un pitillo, un Fortuna, que ha sacado de uno de los muchos bolsillos de su pantalón. Salazar tiene un aire blando. Su elegante rostro moreno, enmarcado por su espléndido pelo cano, endulzado por una mueca sonrisueña. A Ramón Durán esa sonrisa forzada de Salazar le recuerda la sonrisa de un jefe de planta en unos grandes almacenes. Tan pronto como el cliente se decida por un artículo, desaparecerá la sonrisa y otro empleado de menor graduación se encargará del cobro y de hacerle el paquete. Durán no puede ver la expresión de Juanjo sentado en el brazo de su sillón. Ha alzado un par de veces la cabeza Durán y Juanjo le ha hecho una caricia en el pelo. Durán las dos veces se ha sentido muy incómodo. Tanta es la sensación de que algo está pendiente de ocurrir, que el silencio le resulta insoportable y por eso pregunta:
—¿Qué dices que estabais leyendo?
—Estábamos leyendo a Proust —declara Salazar.
—¿Y éstos saben quién es Proust? Porque yo no —confiesa Ramón Durán.
—No hace falta saber quién es —contesta rápidamente Salazar—. Basta oír sus textos.
—Yo no he entendido nada —dice Miguel.
—Bueno, yo he entendido algo —añade Fermín.
—El texto que les estaba leyendo —intercala ahora Salazar, con un tono de voz que al propio Durán le parece afectado...
—¡Eso! Vuélvelo a leer otra vez —intercala a su vez Juanjo. Cuando Ramón Durán alza la cabeza para mirarle, Juanjo le guiña un ojo y le acaricia la barbilla—. Les digo a éstos que con todo lo que sabe Javier van a aprender aquí más que en el instituto. También más que en la puta calle. —Juanjo suelta una carcajadita y Fermín y Miguel corean esa carcajada. Lo de la puta calle les ha sonado familiar.
—Para poner en antecedentes a nuestro recién llegado amigo Ramón... —la voz de Salazar es ahora monótona y melosa— el pasaje que les leía hace referencia a Jupien, el alcahuete, el Celestino, del Barón de Charlus. Este interesantísimo personaje, con toda seguridad, os tiene que interesar a vosotros cuatro que, como Jupien, no tenéis educación universitaria, pero tenéis, en cambio, la más profunda educación, la más sagrada, la que proporciona la vida. Yo conocí a pocos hombres y aún puedo decir que no conocí a hombre ninguno tan dotado como Jupien en cuanto a inteligencia y sensibilidad; pues aquel delicioso «saber» que constituía la trama espiritual de sus palabras no le venía de nada de lo que se aprende en el colegio, de ninguna de esas culturas de universidad que hubieran podido hacer de él un hombre tan notable, cuando tantos jóvenes del gran mundo no sacan de ellas ningún provecho. —Salazar se ha detenido ahora para beber un sorbo de lo que parece oporto. Juanjo se ha levantado del brazo del sillón y añade hielo a los vasos de los dos chicos y una copiosa ración del malta. Los dos beben a la vez. Durán piensa que se comportan de pronto como chicos del colegio: mientras leía Salazar los dos apoyaban los codos en las rodillas y atendían con una expresión entre aturdida e ingenua. Juanjo regresa a su asiento en el brazo del sillón y Salazar prosigue su lectura—: Era su simple sentido innato, su gusto natural, lo que, con raras lecturas al azar, sin guía, en momentos perdidos, le hizo componer aquel hablar tan preciso en el que se manifestaban y mostraban su belleza todas las simetrías del lenguaje. Pero el oficio que desempeñaba se podía, con razón, considerar, aparte de uno de los más lucrativos, el último de todos. En cuanto a Monsieur de Charlus, por mucho que su orgullo aristocrático desdeñara el «qué dirán» ¿cómo es posible que ciertos sentimientos de dignidad personal y de respeto a sí mismo no le obligaran a negar a su sensualidad ciertas satisfacciones en las que, al parecer, no podría haber más excusa que la demencia completa? Mas en él, como en Jupien, la costumbre de separar la moral de toda una clase de acciones (lo que, por lo demás, debe ocurrir también en muchas funciones, a veces en la de juez, a veces en la de hombre de estado, y en otras más) debía de ser tan vieja que el hábito (sin pedir ya nunca su opinión al sentido moral) había ido agravándose de día en día, hasta aquel en que este Prometeo consentidor se hizo atar por la Fuerza a la roca de la pura Materia. ¿Qué os parece, muchachos, este pasaje magistral? ¿Qué pensáis de él?
—Ese tío lo que es es un jodido hipócrita. Es lo que viene a decir, ¿no? —comenta Miguel, a quien el fuerte y suave malta ha despertado de pronto.
—¡Admirable, Miguel, admirable sabiduría de la calle que es, en definitiva, la sabiduría que Marcel Proust elogia aquí en la figura de Jupien! ¿Ves, Ramón Durán, como no es necesario saber quién es Proust para entenderle? Uno de los encantos, de los muchísimos encantos, que tienen para mí estas nuevas amistades con gente tan joven como vosotros, es descubrir este simple sentido innato, este gusto natural por la verdad que, tan admirablemente, Miguel ha percibido. ¿No nos liarías, Juanjo, uno de esos porritos que tan sabiamente administras? Y por cierto, Ramón, no te hemos ofrecido nada de beber. ¿Quieres algo de beber?
—Sí, gracias. Tomaré un whisky.
—¿Desde cuándo tomas whisky tú, mi vida? —pregunta Juanjo a la vez que llena su vaso de hielos y whisky de malta.
Ramón Durán no hace ningún comentario a esto. El trago de malta le sobresalta mucho. Es verdad que no está acostumbrado a beber, y sobre todo no está acostumbrado a licores fuertes, cervezas como mucho. Confusamente ha pensado que necesitaba un trago —una frase ésta de película—. Ha envidiado por un instante la facilidad con que beben los dos chavales jóvenes: tiene la sensación de que se le aclaran las ideas. Salazar no le gusta esta tarde: le parece pretencioso, relamido, rijoso. Durán se detiene por un momento en la figura de Salazar que tiene ante sí: tan delgado, con un aspecto tan elegante, tan noble, e incurriendo, sin embargo, en la más obvia y vil adulación a los chicos jóvenes —esto incluye al propio Durán— al decirles que tienen inteligencia natural pero que no saben nada de nada. Por otra parte, se le ocurre a Durán que el motivo por el cual Salazar ha leído ese texto de Proust no es casual. Lo ha leído porque es en realidad un retrato de Salazar mismo. También Salazar se ha entregado a hábitos que ahora funcionan con creciente vehemencia por sí solos, con independencia de cualquier consideración moral. Pero ¿a qué moral se refiere Ramón Durán ahora? Ramón Durán, hasta esta misma tarde al menos, no considera que haya nada malo en lo que Salazar, Juanjo y él mismo han estado haciendo estos meses atrás. No le ha parecido malo, aunque sí desvergonzado y más propio de viejo verde que de gente joven, pero, al fin y al cabo, Durán también ha disfrutado con eso. ¿Qué tiene de malo la escena que ahora contempla? ¿Por qué se siente inquieto? El fuerte muslo izquierdo de Juanjo se apoya ahora en su pierna derecha, y Juanjo le acaricia el cuello, y Durán le desea. La estimulación erótica de la cercanía de Juanjo es intensísima de pronto. Miguel, harto al parecer de su silla francesa, se ha levantado y recorre las estanterías de la sala de estar moviéndolo todo un poco. Salazar se ha levantado y acompaña a Miguel en su curioseo por la habitación. Los dos cuchichean y ríen risitas cómplices. Fermín, en cambio, ha terminado su whisky, se ha servido otro y ha acercado su silla a la butaca donde se sientan Durán y Juanjo. Se lleva la mano derecha a la bragueta.
—¡Qué pasada, tíos, os folláis aquí mismo! Tócame la polla, Juanjo, mira cómo la tengo, ¿a que da gusto? —Juanjo le soba la polla por encima de la bragueta.
—Vamos dentro, los tres —propone Juanjo—. A éstos les dejamos ahí que vean libros.
Ramón Durán ha apurado su vaso de whisky. Él también está empalmado como Fermín. Desea que Juanjo le acaricie a él también. Juanjo le parece muy guapo ahora, muy joven, muy seguro de sí mismo: es otra vez el monitor de futbito, es otra vez el colegio, es otra vez diez años atrás, es otra vez la dulzura genital del amor sin malicia. Recuerda en ese momento la casa de Emilia y a Allende. Recuerda los dulces ojos de Allende que le siguen y le aman. Pero no puede hacer nada con esa mirada benevolente. ¿Qué puede hacer? Puede levantarse y marcharse, pero no puede de hecho levantarse y marcharse. Está encadenado al deslizamiento del deseo, a la persuasión de que satisfacer sus deseos es legítimo. Está encadenado, ¿por qué no?, a la ternura que sintió por Juanjo doce años atrás y, mucho más recientemente, en La Vaguada o ahora mismo. Y le encadenan los celos también: intensa punzada de celos al ver a Juanjo acariciar la bragueta del chapero empalmado. Salazar y Miguel se besan ahora de pie junto a la puerta de la terraza. Fermín y Juanjo se están besando y acariciando. Ramón Durán se levanta de un salto y empuja violentamente a Fermín al suelo. Está rojo de ira.
—¡Hijoputa, qué haces! —le grita Fermín desde el suelo. Durán le tiende la mano para que se levante—: Me vuelves a empujar y te meto una hostia que te jodo vivo, maricón.
—Lo siento, perdona.
Salazar, que rodea el talle del Miguel con un gesto monjil, sonríe y dice:
—Haya paz, chicos, haya paz.
—Perdonad todos, me voy. Son más de las doce. Mañana hablamos.
Juanjo le acompaña a la puerta. Oyen reír a los otros tres en el salón. Juanjo le acaricia la polla, le besa en los labios. Ramón Durán tiene ganas de llorar. Para no llorar delante de Juanjo, echa a correr escalera abajo.
Se reúnen la tarde siguiente. Ha llamado por teléfono Durán, pensando que colgará si no se pone el propio Juanjo. Podía estar bien tranquilo. Juanjo (que controla muchas cosas en casa de Salazar, más cosas de las que Salazar mismo imagina, está al tanto del saldo de las dos cuentas corrientes de Salazar, las dos en el Banco de Santander, una en la central y otra en la sucursal próxima a su casa, así como de su cartera de títulos: Juanjo sabe cuánto dinero tiene en efectivo y en valores Salazar, ha descubierto, con satisfacción, que su protector es un pequeño millonario en euros) controla ante todo las llamadas telefónicas. Ha descubierto, extrañado al principio y encantado después, que Salazar apenas tiene relación con nadie: uno o dos amigos de la editorial, Lucía Martín —con quien cena o toma el té un par de veces al mes o va a algún concierto (el propio Juanjo les ha acompañado una vez a un recital de Juan Diego Flórez en el teatro de la Zarzuela)—... así que Juanjo atiende la llamada de Ramón Durán de inmediato.
—Quedamos, si quieres, en uno de estos sitios que llama Salazar low profile —sugiere Juanjo, que, por cierto, ha empedrado un poco su voz telefónica para sonar Julio José, el hijo presumidete de Julio Iglesias.
—¿Qué sitio es ése? —pregunta Durán, que en realidad sí está ilusionado por el encuentro: los celos han funcionado como un afrodisíaco esta pasada noche. Ha dormido poco y ha telefoneado a Juanjo hacia las doce de la mañana. —Un sitio neutral —dice Juanjo—, ni para ti ni para mí, vamos a ver, digamos Riofrío, en la Plaza de Colón, encima del Museo de Cera. ¿Lo conoces? Si quedamos ahí sobre las cuatro nadie se fijará en nosotros.
Quedan, pues, ahí. Durán está solo en casa de Emilia, que se ha marchado muy pronto de casa por la mañana, Paula también ha salido temprano. La costumbre que tienen en la casa es que Durán se haga su propio desayuno, y no hay ninguna regla fija en punto a horarios: ni Emilia, ni Paula, ni por supuesto Allende, hacen comentario alguno acerca de la vida de Durán. Durán creyó al principio que aunque no lo comentara con él ninguna de las dos mujeres, estaban al tanto de la vida que hacía. Luego decidió que no. Emilia es estricta en estas cosas, respetar la libertad de cada cual. Allende no ha llamado esta mañana, lo cual no tiene tampoco nada de extraño: Allende suele aparecer sólo los fines de semana. Dos sentimientos ocupan a Durán durante toda la mañana mientras toma un plato combinado en una cafetería cercana a la casa de Emilia: siente ganas de volver a ver a Juanjo en el ambiente neutral de esa cafetería de Colón, lejos de Salazar, y siente a la vez pesar porque le parece que traiciona a Paco Allende. Este segundo sentimiento es extraño: no se corresponde con una impresión definitiva o causa externa apropiada: ni Durán ha prometido nada a Allende ni Allende parece esperar nada de Durán excepto que se convierta en un hombre libre. Esta última idea, lo de convertirse en un hombre libre, funciona como un chispazo repentino en la conciencia de Durán este mediodía, unas horas antes del encuentro con Juanjo. He aquí por qué me siento como un traidor —piensa y casi murmura Durán—: siento que telefoneando a Juanjo y deseando verle traiciono a Paco Allende, porque con Juanjo no voy a ser un hombre libre. Aun suponiendo que consiga —éste es el proyecto, entre ingenuo y astuto, que ha ido tramando precipitadamente Durán en estas horas que preceden al encuentro con Juanjo—, aun suponiendo, razona Durán, que consiguiera que Juanjo abandonara a Salazar (ahora tengo dinero, podríamos vivir juntos los dos) y consiguiera que volviese a estudiar y yo también, aun suponiendo eso, que es lo que Allende quiere que haga, ¿podría ser libre? No con Juanjo. ¿Y por qué no? Porque estoy encoñado, anoche lo vi, lo que me pasó fue encoñamiento, eso fue... Pero todavía es por la mañana, todavía es después de comer, todavía falta para reunirse con Juanjo en Riofrío... Ahora no falta nada ya, ya están sentados en el amplio local de Riofrío y han pedido dos Coca-Colas, ¿y ahora qué? ¿Por qué sonríe Juanjo y mira al frente? Está tan moreno, tan guapo, no es que sonría en realidad. ¿Tiene una sonrisa arcaica? Juanjo no es ya un efebo, pero sí es un joven muy atractivo: se cuida, se viste de tal manera que se hacen muy visibles sus dorsales, sus pectorales, sus brazos, sus fuertes piernas... Dos chicos muy atractivos, Juanjo y Durán, que beben Coca-Colas en una esquina de Riofrío. Pobre Allende si les viera. Murmuraría: Durán ya no es mi amor, cualquiera puede hablarle, ya no se acuerda. ¿Quién fue el que le amó? Busca a su igual en el deseo de las miradas. ¿No es esto exacto? ¿No busca Durán en Juanjo a su igual, en el deseo de las miradas?