Contra Natura (55 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

Tres chicos se masturban en una gran pantalla, instalada en el bareto, un semisótano rectangular donde ha recalado Durán. Son tres chicos cuyos cuerpos aumentados en la proyección pueden encontrarse en cualquier esquina de Chueca: Juanjo es así, Durán es así: vientres lisos, pollas grandes que se bambolean tiernamente. Los chicos se besan, se acarician el vientre, uno de ellos guiña con frecuencia un ojo al espectador. ¿Se correrán ante la cámara? ¿O no se correrán ante la cámara? Ante la pantalla, pegadas a la pared, unas bancadas para personas mayores. Algo del hogar del jubilado se cuela, pasadas las nueve de la noche, en estos bares del orgullo gay. El orgullo de estos tres chicos son sus pollas, sus muslos bien torneados, sus rodillas huesudas, lo bien que se soban entre sí. Los hombres mayores que contemplamos esta premiosa masturbatada estamos contentos con el calor de nuestras propias pollas, que se inflaman más que de costumbre en el seno de nuestros calzoncillos de algodón. Por supuesto, Durán da la espalda a esa escena. Ha pedido un repugnante Red Bull que sorbe en el bote. No le está despejando este bar. Es el único chico joven del bar. Terminará su bebida y se irá. Hay sitios más brillantes, Durán los conoce todos. En esto, se encarama junto a él un tipo que, ¡joder, es exacto a Allende! Tiene quizá algo más de barriga, que le monta sobre el cinturón y que le abulta tras la camisa blanca.

—¡Qué! ¿No te interesa la peli porno?

—No mucho, no.

—Te comprendo. Tú no necesitas verlo. Tú lo haces.

Durán le mira con cara de mala leche: este tipejo tan parecido a Allende ¿quiere ligarle, o qué?

—Bueno, me llamo Tomás. ¿Vienes mucho por aquí? ¡Bah, qué pregunta más tonta! Es que... sabes... Yo por aquí suelo venir festivos. Yo, pues bueno, mi generación, no teníamos estos sitios. Una peli como ésta era un lujo. Cuando el destape hubo de todo en los quioscos. Compré de tapadillo algunas cosas. De chicos con chicos, ya me entiendes. Ahora, que al quiosquero de mi barrio no es que fuese, no. Iba a la Gran Vía, iba a un quiosco con un quiosquero que tenía una mano articulada, un hombre seco con cara como de enfermo un poco. Del hígado, diría yo, además de lo de la mano, el pobre. ¿Qué estás tomando? ¡Chico, ponme un gin tónic a mí, y al joven lo que esté tomando!...

—¿Pero tú qué quieres, tío, a ver, qué te pasa? —Durán está irritado ahora y confuso. ¿Por qué se ha metido en este bar, que conoce pero que en realidad no ha frecuentado apenas? Tiene que reconocer Durán que el Tomás dichoso está más en su sitio que él mismo.

—Te veo muy crispado, muy estresado, así te veo. No es normal. Bueno, antiguamente, cuando yo tenía tu edad, que no había estos sitios, eso te lo digo de antemano, pues los pocos que íbamos a algunos sitios, íbamos así como tú ahora, como con miedo. Te venían los maderos, las inspecciones, la brigada antivicio. Se hacían redadas, bueno, tú no sabes.

—¿A qué me cuentas esto? ¿Te he preguntado algo yo a ti?

—Es que tú no eres de aquí. Te he notado por el acento, como malagueño, ¿no? Yo tampoco soy de aquí, pero afincado aquí, eso sí. Soy leonés, de Astorga. Soy jefe de taller de la Peugeot. Bueno, no me importa decírtelo, porque ya no hay anonimato como antes. Antes, a los pocos sitios de éstos que ya había, se venía en plan impersonal, o sea, quién eras, quién no eras nunca se decía, o dónde trabajabas, eso menos. Porque un tío se te atravesaba, un mismo camarero, un encargao, y el jodio te podía denunciar. Como había inspecciones... Y bueno, ni cuartos oscuros, de eso nada, veníamos, se tomaban copas, eso sí, veníamos bien vestidos, y, bueno, de pelis nada.

—¿Por qué me cuentas esto, tío? Es que eres increíble.

—Perdona si te he molestado, yo no soy ningún bujarra, o sea. Un respeto. La costumbre en el bareto este, y también en otros de esta zona, es pegar la hebra si se tercia, o sea, en buen plan. En fin, tú me gustas, para qué nos vamos a engañar. Pero lo primero el respeto, eso lo primero.

Y además una cosa te digo: se puede decir todo con buena educación.

—Vale, tío, perdona.

—No, nada. No hay nada que perdonar. ¡Faltaría más!

El último tramo de la conversación, el «perdona», el «vale, tío», y también la obvia cordialidad de este Tomás han ablandado a Ramón Durán, que no es en ningún caso un duro. Además, este viaje conversacional de ida y vuelta entre el ayer y el hoy de los gays madrileños ha divertido a Durán, que ha sonreído. Tomás ha percibido esta sonrisa. Y hay otro asunto que tiene que ver con el parecido que Tomás tiene con Paco Allende. Esto es notable. Una vez superado el mal humor inicial de chico cachas asediado por un bujarrón de la Peugeot, la cosa tiene su pequeña gracia gay, chuequera, costumbrista. El parecido con Allende, a su vez, se engancha a otra memoria de ocho años atrás, que de pronto el jefe de taller de la Peugeot, sin saberlo, ha evocado: Tomás ha dado por supuesto que Durán es un chico malagueño, de provincias, gay, recién llegado a los madriles, a quien hay que ilustrar acerca de las costumbres del gueto. Tomás le ha rejuvenecido sin querer. A Durán le ha divertido no tener el presente que tiene, sino sólo un ligero pasado, determinado por su aspecto físico y su acento malagueño muy ligero. Así que una parte del enfurruñamiento final es impostado. Tomás le hace gracia. Y sucede que Tomás, acostumbrado a tratar con los clientes que acuden —con ínfulas muchas veces— a las revisiones de los veinte mil y los cuarenta mil, ha llegado a tener bastante más pupila de la que parece. Conoce Tomás el alma humana. Más aún: el haber sido un gay antifranquista, un resistente interior, y seguir siendo gay ahora, sin pareja fija, y por lo tanto acostumbrado a entretener a los chicos, también a pagarles copas y otras cosas, le ha vuelto perspicaz: en esto y no sólo en el físico, también coincide con Allende. Y ahora ha percibido Tomás que Durán se ha dulcificado y le propone algo que deseaba proponerle desde un principio:

—¿Por qué no vamos a otro sitio? Te convido a cenar, vaya. ¿Qué me dices a eso?

—Vale, gracias, acepto.

—Estupendo. Vamos a cenar al Espejo, a Recoletos. ¿Qué te parece?

Tomás paga las copas y salen los dos. Durán piensa tiernamente en Allende, y sin saberlo se ajusta a la imagen del poema de Char: Por las calles de la ciudad va mi amor, cualquiera puede hablarle.

Cenan y coquetean. Tomás está en la gloria, y Durán se deja querer, entretener, arrastrar por el entusiasmo gay-paleto del jefe de taller. Lo gay-paleto es una categoría muy de ahora. Lo mismo que el encanto de aquellas rosas de Pemán (que siendo tan hermosas / no conocen que lo son), el encanto del gay-paleto es que no sabe que lo es. No se siente paleto, sino —muy al contrario— sumamente internacional, a newyorker casi, antifranquista aún, criptogay y —según la edad— tanto más cripto cuanto más viejo, enterado y sabio. Es un enterado en la Peugeot y es un enterado en Chueca y es sobre todo una persona afable, que esta noche ha lanzado, como tantas otras noches, su caña de pescar y ha cazado esta vez un pececillo hermoso, que golosea con los ojos y no se atreve ni a tocar. Esto también lo sabe Ramón Durán, pero sobre todo Ramón Durán siente esta tarde un intenso, estético, shock of recognition. ¡El parecido con Allende es tan extremo! ¿No se siente Durán algo culpable esta tarde? Veamos: la tarde anterior, en casa de Emilia, se sintió Durán sinceramente arrastrado por la elocuencia y el desprendimiento de Allende: no dudó Durán, ni por un instante, de que Allende decía la verdad cuando decía que le amaba y que le deseaba (en esto, aparte del contagio del fervor de Allende, hubo un componente narcisista simple: Durán está acostumbrado a creer que los hombres le desean y le aman), no dudó, por lo tanto, Durán tampoco de que su salida a última hora de la tarde tenía un componente comparativamente frívolo. Era una cierta inconsecuencia respecto de sus sentimientos anteriores. Por otra parte, la retórica de Allende y su insistencia en el bene agere ac laetari innegablemente le cansa y le aturde. Casi le aturde más que le cansa. No siempre está Durán en condiciones de alzarse a lo que, en su humilde opinión, son estratosféricas elevaciones morales: lo entiende, más o menos, pero le aturde. Cuando se ofreció a Allende, allá en Marbella, y cuando aquí en Madrid, repetidamente, implícita o explícitamente, se ha ofrecido de nuevo, Durán estaba siendo sincero: ofreciendo lo que tiene más a mano y lo que él mismo más valora de sí mismo, y estando de hecho dispuesto a entregarlo si Allende se lo pidiera, Durán, en su fuero interno, no puede no creer que ha cumplido su parte del pacto de caballeros establecido entre él y Allende. ¿Cree Durán que Allende le ha rechazado? ¿Puede acaso haberse sentido Durán herido ante ese rechazo de Allende, no obstante haber sido bienintencionado y saber Durán que es bienintencionado? ¿Es Durán en el fondo un chico tonto, incapaz de entender que el control de las propias, emociones es parte integrante del verdadero amor y de las grandes emociones? Por mucho que Durán perciba que Allende y Emilia son bienintencionados, le resulta difícil no sentir sus charlas evaluativas como un sermoneo paternal o maternal, un sermoneo aguafiestas, cosa que nunca hizo Chipri, ni, por supuesto, el padre que Durán no tuvo.

No hay sermoneos en este sucedáneo de Allende que es Tomás: Tomás le desea, es obvio que le desea, y no tiene más proyecto, ni para sí mismo ni para Durán, que acabar la noche felizmente: en Augusto Figueroa tiene el coche, es un Peugeot, un «vehículo de sustitución gentileza de Peugeot», según pone en una de las puertas. Pero es un buen coche, un coche nuevo. En el mundo intencional de Tomás, este detalle un poco ramplón, quizá, del vehículo de sustitución no resulta ramplón sino egregio. Durán se ha ido sintiendo cada vez mejor según transcurría la cena. Ahora en el coche Tomás le acaricia la pierna sin llegar a la entrepierna: es delicado. Durán se deja hacer. Está contento. La cena le ha divertido, esta seducción a imagen y semejanza de Allende le está divirtiendo. Es posible que también, como al propio lector, el carácter paradójico de esta comparación con Allende le esté excitando. Tomás conduce hasta un bloque de pisos nuevos en Alcobendas, toman unas copas una vez en el piso, se duchan juntos. Una parte del ritual que Tomás sigue —parece tomado de una película soft porn americana— tiene lugar en la ducha: un imaginario de Gel S3 de Legrain: toda la sexualidad humana empieza y acaba dentro de la cabeza: nada hay fuera, ni siquiera la potente corrida abundantemente jabonosa y cremosa de Durán ni la rápida eyaculación precoz de Tomás suceden en el exterior del mundo: la sexualidad es interior, todo es interior, el placer y el dolor son cualidades de la conciencia. En resumidas cuentas, Tomás está siendo feliz y Durán, una vez que se corre, enciende la televisión y se queda hasta tarde viendo una peli cualquiera, como en casa de Emilia. Tomás hace café, se pone un batín de seda natural de muy mal gusto, un poco spotty, es un día de diario, así que Tomás no duerme apenas para no quedarse frito a la hora de ir a la Peugeot. Tiene la gentileza de llevar a Durán hasta el mismo portal de la casa de Emilia. Son las ocho de la mañana, a Tomás le sobra tiempo para llegar al trabajo. Intercambian números de móviles. Tomás sospecha que Durán no le telefoneará. Durán perderá instantáneamente el teléfono de Tomás. Ha sido una noche de amor desinteresado por ambas partes. ¿Se volverán a encontrar? No se volverán a encontrar. ¿Qué significa todo esto?

La verdad es que la posición de Allende y de Emilia respecto de Ramón Durán es ligeramente petulante, pedante: noble, sí, bienintencionada, pero ¿no es petulante este hablar acerca de dar y quitar la libertad a una persona? Una de las cosas que ha significado el encuentro de esta noche con Tomás es que Durán no necesita que le den o le quiten la libertad: él mismo se la quita o se la toma a voluntad. Sólo quien ve a Durán desde fuera, y además acentuando un poco la reprobación (bienintencionada, por supuesto), puede atreverse a hablar de quitar o dar libertades. Y, si bien es cierto que yéndose a Chueca esta pasada noche y ligando con Tomás, Durán se ha limitado a hacer lo que tiene costumbre de hacer, y por lo tanto ha predominado más la necesidad mecánica que la libre elección, también es cierto que Durán ha elegido, él mismo, irse a Chueca para despejarse y descansar un rato de la enjundia moralizante de su conversación con Allende.

Lo otro —¿obvio?— que significa el encuentro con Tomás es que Durán no asocia automáticamente sus satisfacciones eróticas con chicos de su edad. A Durán le ha divertido —por una noche al menos— la ducha masturbatoria con Tomás. Y le ha divertido, a medida que transcurría ese ligue —desde el encuentro en el bareto hasta el día siguiente—, la compañía y la labia de Tomás. Tomás es análogo a Paco Allende. Quizá quepa concluir que, al ofrecerse a Allende, ha sinceramente deseado hacerlo: la oferta amorosa de Durán (no obstante haberse formulado en los gruesos y no románticos términos de la jerga del grupo —ese bárbaro tremendismo de nuestra raza acosada hasta la fecha—) contenía afecto real. Tal vez esto no puede decidirse ahora —o no deba— o tal vez nunca del todo. Pero esta posibilidad debe figurar en la analítica del mundo intencional de este chico. Porque el caso es que, en la conciencia de Durán, la casualidad y el parecido físico entre los dos hombres ha funcionado como una —desde luego absurda— maniobra de acercamiento simbólico al ausente. Agobiado quizá por el sermoneo, distanciado, Durán ha vertido su ternura erótica en un sucedáneo neutral. Ahora, al despertar, tras dormir la mañana en su cálido y severo dormitorio de la casa de Emilia, no se sentirá Durán culpable, sino en paz. ¡Ojalá (se le ha ocurrido en el duermevela que ha precedido al despertarse hacia las dos de la tarde, y mientras almuerza un almuerzo que él mismo se prepara en la cocina) que Allende pudiera entender y valorar lo ocurrido esta pasada noche! A partir de este deseo, se le ocurre a Ramón Durán la obviedad de que sólo Allende entenderá lo ocurrido si el propio Durán se lo cuenta. Tiene que contárselo: este imperativo explota de pronto en la conciencia de Durán como una iluminación mágica: ¡Tiene que hablar con Allende, tiene que contárselo de inmediato! Por eso, después de almorzar, Durán —una vez más— llama por teléfono a Paco Allende. Paco Allende no está en casa. Durán sufre una conmoción desmesurada. ¿Cómo es posible que no esté en casa? Es normal que no esté en casa a media tarde, con el curso acabado ya, las juntas de calificación y los almuerzos de despedida. Durán ha recordado de pronto que los profesores de su colegio se reunían a tomar un corderito asado a final de curso. Juanjo iba a esas reuniones también. Esto se le ocurre también a Durán. Y que se le ocurra esta idea le tranquiliza y le alegra de pronto. ¿No está siendo frívolo Durán (y el autor de este relato) al restar por completo toda significación al ligue ocasional de la pasada noche? No, consideramos que no estamos siendo frívolos. Da la casualidad de que esa tarde Allende se presenta en casa de Emilia a media tarde y coinciden allí los dos solos.

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