Contra Natura (58 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

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La voz ronca de Salazar, balbuceante, ha sorprendido a Allende al teléfono: Allende, al oírla, ha sentido hostilidad y regocijo. Todo lo que no debe sentir. Allende ha comprendido instantáneamente —incluso antes de ver a su antiguo amigo sollozar y echársele en brazos— que la absurda relación con Juanjo está a punto de acabar como podría esperarse, de mala manera. Así que aunque se ha ofrecido de inmediato, por teléfono, a ir a casa de Salazar, se ha detenido en una cafetería a cenar algo acompañado por un par de riojas. Esto del Rioja y el sandwich mixto es parte del regocijo. Parte, por lo tanto también, de la satisfacción que Allende siente al entrever que el descontrol de Salazar ha acabado, o está a punto de acabar, como el propio Allende esperaba. La hostilidad, que no es muy intensa, es, sin embargo, clara también, moralizante. Es evidente que Salazar ha telefoneado porque no puede hacerse cargo de la situación —sea la que sea—. Se merece un buen palo. Allende detesta a este Allende hostil y regocijado que se arma de comprensión y de paciencia tomándose un sándwich mixto y un par de riojas. Siente curiosidad. Al fin y al cabo, Salazar forma parte esencial de su pasado y, aunque no le guarda rencor, la frialdad tradicional, por así decirlo, de Javier Salazar, su seguridad en sí mismo, su impenitente desdén por los sentimientos ajenos, le hace, a ojos de Allende, merecedor de un escarmiento. Ahora ha llegado, al parecer, el escarmiento. Y Allende, al tomar el autobús, el 133 en dirección a Moncloa (ha preferido este medio de transporte público, menos rápido que un taxi), siente curiosidad. Esta curiosidad es la forma que adopta la combinación de hostilidad y regocijo que sintió en primer término. Una vez en el piso, al encontrarse frente a frente con Salazar, que se le echa encima maloliente y lloroso, los sentimientos de Allende sufren un cambio radical: el aspecto de su amigo es demasiado deplorable. Le impresiona la suciedad de la sala, la delgadez, el desaliño del propio Salazar, sus lloriqueos, su incapacidad, una vez enfrentado con Allende, de explicar con claridad lo que le pasa. Da la impresión de estar enfermo. ¿Dónde está el Salazar de siempre?

—Necesitas una ducha o por lo menos un remojón. Una toalla fría, una toalla empapada en agua fría —dice Allende. Y Salazar contesta:

—No sé dónde está Juanjo.

Entonces de esto se trata. De que Juanjo ha desaparecido, es de suponer que por los más tontos motivos, y Salazar, en consecuencia, ha perdido toda compostura, todo sentido de su propia dignidad. Así resume Allende provisionalmente la situación: Salazar, abandonado por su amante macarra, ha perdido toda dignidad y lloriquea. Allende se va al cuarto de baño, empapa una toalla en agua fría. Regresa a la sala y cubre con la toalla empapada la cabeza de Salazar. Está Salazar tan desaliñado que igual da —piensa Allende— dejarle calado de agua mientras se le refresca la cabeza. El remojón reanima a Salazar, que se pone de pie y que extrae del bolsillo del pantalón un paquete de Winston. Esto sorprende a Allende porque no recordaba haber visto fumar a Salazar nunca. Entre el remojón y el pitillo, Salazar recobra algo de su aspecto de siempre. La barba crecida, sin embargo, sombrea su rostro afilado, demasiado pálido para parecer bello ahora. Allende, consciente de estar sometido en este momento a una emoción metaestable, hecha, quizá, de muchas subemociones a su vez, advierte escandalizado que la curiosidad que sintió al venir está siendo sustituida por un interés estético: desde un punto de vista teatral, estético, el bello rostro maduro de Salazar, su noble cabeza cenicienta, resulta interesante. Esta categoría de lo interesante es más negativa aún, en opinión de Allende, que la simple curiosidad por intensa que sea. El sentimiento de lo interesante pertenece a la gama fría de los afectos. Lo que nos parece interesante, lo que quisiéramos conocer en detalle porque nos fascina, no reclama nuestra simpatía sino que, superando la curiosidad o profundizándola, se dirige directamente a nuestra inteligencia judicativa. ¿Cómo es posible que un hombre de la edad de Salazar, que se ha preciado siempre de su capacidad de guardar las distancias y de reservarse sus secretos, se ofrezca ahora impúdicamente a los ojos de este particular amigo que, por estar al tanto de gran parte de su vida anterior, es previsible que se halle más dispuesto a la severidad que a la benevolencia? Como si al llegar a este punto participaran Salazar y Allende de un único entendimiento agente común a los dos, una intuición intelectual común que les hiciera pensar de pronto lo mismo al mismo tiempo, Salazar declara:

—Seguramente te alegras de verme hecho una mierda. No espero menos de ti, Paco. Sé que no eres mal tío, pero ¿quién no es vengativo? ¿Quién no se siente satisfecho de estar en condiciones de sacudir mentalmente al menos el dedo índice de la mano derecha y decir: ¡Te lo dije!?

—Vamos a ver, Javier. Vamos a ver si nos entendemos: me has llamado por teléfono, me has pedido ayuda para no sé qué. Y yo he venido para prestarte mi ayuda, la que necesites, para lo que sea. Es cierto que al verte hecho una mierda, como tú mismo dices, he sentido curiosidad, incluso curiosidad malsana, lo reconozco. Pero lo lamento a la vez. Lamento que estés mal y quisiera saber qué te pasa. ¡Dime qué te pasa!

—Tú lo sabes de sobra. Pero quieres oírmelo contar, ¿a que sí? Claro que sí. Aún no estoy tan perdido que no reconozca que si estuvieras tú en mi lugar y yo en el tuyo desearía oírlo contar todo al detalle de labios de la propia víctima. Si yo estuviera en tu lugar, y lo estoy: curiosamente, tu presencia es despejante, mordaz y despejante: sólo tengo que dejarme ir, una vez más, imaginativamente por la fría avenida de tu resentimiento, tus malos sentimientos tan parecidos a los míos..., me pongo en tu lugar porque me hubiera encantado tener al viejo Salazar lloriqueando a mis pies: por eso, con gran facilidad, con ese mimetismo saltón de los beodos, imito ahora tu mirada y tu distancia para verme a mí mismo hecho una mierda. Y soy capaz de formular, mejor incluso que tú mismo, la fascinante pregunta, que se retuerce como un alacrán cautivo entre los dedos censorios de tu limpia cabeza: ¿Qué es lo que te ha pasado, Salazar? ¿Qué hostias, qué-quiénes te han jodido tanto?

Allende está amansado: los fraseos de su amigo, con su claro veneno, como un licor de arándanos, áspero y dulzón, no le irritan esta vez, sólo impiden toda compasión. La inicial compasión que sintió al entrar en el piso y verse abrazado por un Salazar que llora, se ha volatilizado y a cambio hay ahora una mansa seriedad, un concernimiento abstracto, formal, como dictado por un imperativo categórico de circunstancias: ahora no es hostilidad, ahora no es tampoco regocijo, pero no hay simpatía alguna. Una vez más —reflexiona velozmente Allende— es imposible sentir simpatía por un personaje tan agresivo como Javier Salazar. Esta imposibilidad de sentir simpatía, que se corresponde con el tono frío y burlón que Salazar acaba de emplear, contrasta con cierta residual compasión, inspirada desde un principio por la patética figura adelgazada y sucia, de mirada huidiza, que funciona en el rabillo del ojo de Allende desde que entró en la casa. Ahora Allende tiene que decir algo. Es evidente que Salazar se ha recuperado, si no física, sí mentalmente lo bastante como para sustituir la, con toda probabilidad, humillante narración de lo ocurrido por una hermenéutica agresiva que implica a Allende en una malicia generalizada, en una ambigüedad precocinada, que diluye, hasta imposibilitarlas, todas las tomas de decisión, toda acción real y efectiva. Por eso, Allende adopta un tono frío, análogo al de su amigo, creyendo que, en última instancia, este tono, en apariencia neutral, es el tono más compasivo posible:

—¡Ea, compañero! ¡Te veía hecho una mierda y ahora te veo hecho un capullo, quiero decir, de rosa! Me alegra por ti y también por mí. Confieso haber sentido, al venir y luego al verte, mucha más malsana curiosidad que buenas intenciones. Sigo sintiendo curiosidad ahora pero, gracias a tu visible recuperación, mis posibles buenas intenciones sobran. Van a dar las doce de la noche y si no me necesitas, me largo.

—¡Pero es que sí te necesito, Paco! Aún no sabes qué ha pasado. Te lo imaginas, supongo. Pero no lo sabes. Le regalé a Juanjo una moto y no ha vuelto más. Eso ha pasado.

—Eso ha sido el detonante, ya veo. Juanjo es un macarra. ¿Qué esperabas?

—Tu Durán también es un macarra.

—No es mi Durán y tampoco es un macarra. Es un buen chico.

—¡Ah, el buen macarra! Cristo se ha bajado de la cruz y en sendas cruces, tú y yo, nos vemos rodeados del mal macarra y del buen macarra como los dos ladrones de la crucifixión. Muy emocionante.

—Hablando así no llegamos a ninguna parte, Javier. Por lo menos yo no he venido aquí a escuchar versiones melodramáticas de tu vieja ironía. Si no me necesitas más que para segregar y escupir tu mal veneno, ahí te quedas.

Allende está ahora de nuevo irritado. O, quizá, irritado por primera vez en toda la noche aun reconociendo que en la ironía hermenéutica de Javier Salazar hay una instintiva —y quizá desesperada— búsqueda de un lenitivo. Esta, imagen dialéctica de un Salazar irónico que busca aliviarse de un sufrimiento —tal vez merecido— intenso, conmueve a Allende. El obrar bien en este caso —se le ocurre a Allende— tiene que consistir en no empeñarse en ninguna dirección o lógica que al propio Allende le parezca correcta si no en dejarse invadir por la contralógica del malestar de su amigo con la esperanza de aliviarle. Y está claro ahora, de pronto, para Allende, que su presencia en la casa ha paliado, si no el sufrimiento causado por el desamor, sí, al menos, la rampante irracionalidad en que Salazar se hallaba sumergido. Al tener que hablar, contar o no contar lo que le ocurre, en virtud de la mera presencia física de Allende, que ha venido justo a oír eso, Salazar se ha recuperado. Éste es el dato absoluto. El tránsito del is al ought, de lo que la situación es a lo que debe ser hecho en esta situación, le parece a Paco Allende, en este momento, evidente: tiene que quedarse donde está y seguir con Salazar toda la noche y todo el día siguiente, si es preciso, hasta salvarle. Y aunque la idea de salvación y la idea de salvador repugnen a Allende a estas alturas de su vida, descubre esta noche que —por encima y por debajo de todos los giros analíticos— sólo mediante estas ideas está en condiciones de hacer lo que debe. Todo esto —que está siendo desplegado en este relato frase por frase— sucede en la conciencia de Salazar como una instantánea. Mantendrá —decide— el gesto de irse como una amenaza pendiente que sirva para que Salazar continúe contando o no contando lo que quiera. Por eso repite:

—Creo, Javier, que deberías contarme lo que ha sucedido y dejarte de interpretaciones y de guasas. Como comprenderás, mi papel aquí sólo puede consistir en escucharte y, quizá, darte alguna idea que te resulte útil en tu situación al venir de fuera.

—Buen chico, Allende, buen chico. ¡Voy a celebrarlo con un trago!

Allende rebusca en su desordenada sala la botella de Glenfiddich, más de mediada ya, y, sin buscar un vaso, se echa un trago. Mientras todo lo anterior pasaba, Allende había permanecido de pie. Ahora se sienta. Le invade un ligero tedio. La curiosidad y el interés han desaparecido y ahora siente una como somnolencia. ¿Hace de verdad falta que se quede? Se iría a dormir de buena gana. Salazar no le ha contado lo ocurrido, pero está todo claro ya para Allende: Juanjo, el macarra, ha pillado la moto y se ha largado por Madrid. No hay ninguna novedad en esto. Esta es una historia vulgar. Habas contadas. Por un instante, hace un rato, Allende ha leído la situación desde una perspectiva heroica: para bien o para mal, Salazar es su amigo, sólo tiene a Allende esta noche. Es imperativo que Allende se quede esta noche con Salazar para lo que haga falta, ésta es la estructura formal que la intención de Allende tuvo hace rato, ahora ha pasado el tiempo, tiene sueño, Salazar ha vuelto a darle a la botella, ha encendido un pitillo que ha dejado quemarse sólo en un cenicero y ha encendido un nuevo pitillo. Ahora de pronto no resulta una figura trágica sino una especie de juerguista llevado de la lucidez a la falta de lucidez por un mismo impulso alcohólico. El imperativo de quedarse no contenía compasión alguna: ahora parece que la situación cambia, va a mejor, Salazar ya no lloriquea, el imperativo se destensa: ausente la compasión, ¿qué falta hace quedarse?

—¿Sabes que yo se la he mamado a tu macarra? Tiene una polla gorda y fuerte tu Durán. Sabe salada. ¡Oye! Y le gustó. Que conste. Si quieres te hago ahora una mamada a ti también, para que veas que aún me queda una succión muy competente. Succiono de primera.

—Si cualquier persona me habla así, no la trato. Yo no trato a gente que habla como tú. Te trato a ti por ser tú. ¿Por qué me hablas así?

—¿A que jode eso? Que se la mamen a tu chico, jode. Pues a mí también me jode. Por eso antes lloraba y ahora lloro. Tú nunca has querido a nadie...

—Ése eres tú, no yo. Ahora estás baboso. A la vejez viruelas, pero nunca has querido a nadie tú. Acuérdate de Carlos Mansilla, o de mí cuando te quise.

—Hijo de puta. ¡Salir con eso ahora!... ¿Y dónde está ahora tu Durán? Igual están los dos follando ahora, tu macarra y el mío.

—Igual sí. Pero lo dudo. Durán se fue a Marbella para arreglar lo del testamento de su madre. Sé más o menos lo que hace. He hablado con él esta misma tarde.

—Dichoso tú. Tú te mereces un amor del bueno. Yo no. ¡Me cago en Dios!

Allende está cansado. La desvergüenza verbal de Salazar —que le sorprende: antes Salazar no hablaba así— le irrita, además. Este recorrido convencional por todas las fases de la embriaguez de un ex seminarista, incluidas gratuitas blasfemias, le está aburriendo mucho.

—Salazar, me largo. No hago falta aquí. Esta devanadera no tiene parada. Salvo que te tires por la ventana, no te puedes parar. Vas a seguir bebiendo y vas a seguir por donde quieres seguir, esté yo o no. Mejor que me vaya.

¿Necesita Salazar amigos, o cocerse en su propia salsa? Ahora Allende no siente ni curiosidad ni interés ni se siente responsable en ningún sentido preciso de su amigo. Ni siquiera se siente amigo de este sesentón rijoso y agresivo, ni parece servir de nada que se quede. Todo lo que le ha pasado a Salazar —resume Allende a la vez que en su reloj de pulsera ve que son pasadas las doce de la noche—, lo único que le ha pasado es que ligó con un macarra y el macarra le dio plantón. Si Juanjo se presentara ahora en esta habitación —y bien podría ser que apareciese—, yo estaría de más. Estoy de más. No hay nada en mi voluntad de prestar ayuda a Salazar que valga un duro. Estaba aquí para sentirme mejor, superior: he venido sintiendo gran curiosidad y ahora la curiosidad se ha transformado en tedio, ha desaparecido la curiosidad y ¿qué queda ahora? Ahora queda la viscosidad de mi propia conciencia que lo babea todo. He venido aquí sólo porque me sentía superior, y aún me siento superior y quizá lo sea. Pero he dejado de cumplir aquí un papel. Soy irrelevante y estoy de más. Y Salazar, que es astuto y sabe esto, finge estar borracho y estar perdido y sufrir, para atraparme en este viscoso infierno que, por cierto, se parece mucho a mi propio infierno. Allende decide, súbitamente, sacudir con violencia a Salazar. Si le sacude con violencia, si le pega una bofetada, una patada, si le zarandea con violencia, si le arrastra a la ducha, si le grita, ¿logrará atravesar la viscosidad que ahora mismo les impregna a los dos?

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