Contra Natura (33 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

Allende siente compasión de pronto. Se avergüenza de sí mismo. Piensa que su lascivia le lleva una vez más a reducirlo todo a un encuentro momentáneo, genital. Él sigue excitado, pero su compañero es una figura retraída, encogida. No parece ahora, en el claroscuro del parque, un objeto de deseo, sino una criatura delicada, más joven que Allende, una persona que sufre o que se siente muy incómoda. Allende se levanta y dice:

—Mira, yo me voy.

Salazar le sigue. Allende —que ha sentido compasión hace un instante— siente ahora cansancio. Y esa leve irritación del coito interrumpido, que tan insoportable resulta para algunas personas. En el caso de Allende no llega a ser insoportable pero se siente molesto. Desea desaparecer de la escena. La compasión que ha sentido, sin embargo, está aún ahí y las primeras palabras que Salazar pronuncia le hacen reflexionar:

—Sé que te parezco ridículo —dice Salazar—. Aunque tú no lo creas te entiendo bien: veo tus sentimientos como pequeñas melodías que se oponen unas a otras en tu cabeza: por un instante has creído que me deseabas, me has deseado. Luego me has detestado por mi falta de definición. Después, incluso, me has compadecido, te he parecido un pobrecillo confuso que no sabe lo que quiere. Ahora, seguramente, estás harto. ¿Cierto?

—Sí, estoy cansado ahora. Te recuerdo que eres tú el que ha empezado esto, mejor dicho, soy yo el que lo empezó la otra noche y tú seguiste. Es desconcertante que alguien inicie la cadena de las asociaciones amorosas y de la seducción o que lo acepte en parte y que después se eche atrás. Eso es todo. No, no te compadezco en realidad: sólo me pareces desconcertante y me cansa el juego.

—¿No será que te cansa pensar en todo esto? Das la impresión, Paco, de estar contento contigo mismo, de haber resuelto todas tus contradicciones o de no haberlas tenido y te parece que eres superior a mí sólo porque sabes lo que deseas y vas derecho a por ello.

—No sé qué contestar. Tienes razón. Yo sé lo que quiero y reconozco que no voy a ello con demasiada delicadeza. También reconozco que mis chicos, entre los que te incluyo a ti, sois todos intercambiables. No voy a morirme de amor ni ahora ni nunca. Pero no me siento superior a ti. Como mucho, más experimentado. Disfruto más que tú de la vida.

—¿Lo ves? Estás contento contigo mismo y presientes que lo seguirás estando hasta el final de tu vida: tendrás cientos de chicos intercambiables unos por otros, todos te amarán bastante, a todos los amarás un poco. Serás, al final, un viejecito lascivo y quizá, a la vez, pulcro que en parte paga a sus jóvenes acompañantes con dinero y en parte les paga con dosis moderadas de filosofía hedonista y poesía homoerótica: te veo en la vejez, Paco Allende, como alguien encantador, engordarás, tendrás quizá un bonito pelo cano o una calvicie mona y redonda, usarás tonos cálidos, colores crema para tus trajes, tus jerseys, tus camisas blancas: olerás a colonia añeja, usarás un buen after shave, Old Spice quizá. En fin, serás envidiable gracias, sobre todo, a tu bonhomía. Tendrás muchos chavales que te costarán algo de dinero, pero no mucho, porque sabrás dosificarte. Tu bonhomía, por cierto, no será del todo verdadera, no serás, quiero decir, un hombre bueno, pero serás simpático, muy simpático, complaciente con los demás, porque serás complaciente contigo mismo. Procurarás, sobre todo, que nada llegue a los extremos, que nada te hagá sufrir. En fin, llegarás a ser quizá un hombre libre que ha hallado el justo medio en todas las cosas. Habrás renunciado a la grandeza...

—Tú, en cambio, no: ¡tú no has renunciado a la grandeza y por eso no follas!

El discurso de Salazar ha irritado profundamente a Allende ahora. ¿No es todo ello pretencioso, pedante, el discurso de un creído que se siente importante porque, en público al menos, no cae nunca en la tentación del hombre medio? Por otra parte, algo en el tono de voz de Javier Salazar —una cierta calidez nostálgica, como si de verdad fuese capaz de prever el futuro— conmueve a Allende una vez más. En realidad, ¿no acaba de expresar su amigo gráficamente una imagen de sí mismo que Allende, a la vez, secretamente cultiva ya, a los treinta, y que a la vez detesta? Allende se da cuenta de que hay un cierto lado de la presente situación que se ilumina con una luz favorable a Salazar: la timidez de Salazar —si es que se trata de timidez—, sus dudas a la hora de entregarse al placer carnal. ¿No están dotadas de una dignidad de la cual el fácil erotismo de Allende carece? Al fin y al cabo, fue Salazar quien comenzó esa misma tarde con un fascinante texto de Nietzsche en el cual se hablaba de una espiritualización de los sentidos. A fuer de ser sinceros, Allende no puede entender, no puede tomar por espiritualización de los sentidos, su glotonería erótica. Tener siempre ganas de echar un buen polvo es compatible con una aburrida brutalización de los sentidos, claro que sí. Y esta concupiscencia juvenil que brinca y salta y que tanto ha divertido al Allende de estos últimos años, ¿cuánto tiempo va a durarle? Al fin y al cabo, sólo lleva unos cuantos años de ex seminarista: los años de una juventud alegremente retardada. Gracias a la ascética uniforme que el seminario exigía de todos los seminaristas, Allende ha disfrutado de una prolongada juventud erótica. Gracias también, por supuesto, a los encantos propios de su inclinación homosexual: la homosexualidad rejuvenece, preserva al joven homosexual de compromisos. Y la dureza sociológica de la sociedad franquista de esos años, ¿no era también maravillosamente rejuvenecedora? Las prohibiciones humedecían el apetito, exaltaban los deseos, agudizaban los ingenios eróticos: ¡la calle brillaba con sus turbios amores prohibidos! Y la turbiedad se combinaba con la claridad —porque el impulso erótico era, en sí mismo, claro y en muchos casos generoso—. Pero la prohibición, la nocturnidad, el secreteo, el secreto de toda aquella incipiente sociedad rosa, lo que más tarde había de denominarse —estúpidamente— el morbo, ¿no eran, en definitiva, partes de la maravillosidad, de la deseabilidad de la situación? Contra Franco nos la meneábamos mejor. Todos estos pensamientos (cuya estructura interior no es lineal sino radial, no es consecutiva o discursiva sino simultánea) entreverados de sentimientos y contrasentimientos vuelven ahora, de nuevo, pensativo a Paco Allende. Pensativo, es decir, compasivo: porque para una personalidad incipientemente generosa y solidaria (aunque aún no lo sea a los treinta) la reflexión acerca de la situación de los demás y de sí mismo conduce directamente a la compasión. Ese noble y tan malentendido sentimiento del compadecerse y del simpatizar, incluso con aquello que nos perturba o no entendemos pero que Allende, ya en esos años, no está dispuesto a condenar sin más o a arrumbar sin más entre lo desechable. Por consiguiente, en el fondo de su corazón está abriéndose a un nuevo modo de relacionarse con Javier Salazar, que, durante un buen rato, ha permanecido callado. Sin darse apenas cuenta, los dos han salido del Retiro y han caminado una vez más Alcalá arriba en dirección a Manuel Becerra. Allende se pregunta: ¿Va a repetirse todo otra vez? ¿Voy otra vez yo a dulcificarme y a desear ligar o acostarme o echar un polvo con este bello Salazar tan tímido de ahora? El retrato del Allende futuro que Salazar ha trazado hace un rato, le ha parecido a Allende muy certero: al oír a su amigo se ha imaginado a sí mismo tal y como será. Imaginarse a los treinta cómo se será a los sesenta es sumamente difícil. No es una práctica a la que Allende esté acostumbrado. Allende, al fin y al cabo, es un joven práctico, que tiene intención de salir adelante en su iniciada carrera de psicólogo, que tiene intención de establecerse, ganar dinero, darse una buena vida. Este proyecto no es ascético, pero es muy comprensible. ¿Es igualmente comprensible el proyecto de Javier Salazar, que puede sospecharse a partir de su comportamiento de esos años? La verdad es que Allende no logra imaginarse de ninguna manera a Salazar excepto como un intelectual reservado. Quizá un escritor, pero ¿qué clase de escritor? Le falta —piensa Allende— facundia: le falta a Salazar, ahora por lo menos, elocuencia natural. Hay algo en su manera de rehusar el placer erótico que es sospechoso, que revela, quizá, una personalidad pasiva o asustadiza, una reserva difícil de vencer. Allende supone que Salazar no tiene aún claramente aceptada su condición homosexual. Quizá ni siquiera llegue a aceptarla nunca: pero esto no es un delito, no es ni siquiera una imperfección: es una manera de ser. Y Allende sospecha, más o menos, las líneas platonizantes por donde Salazar iría o irá si ahora Allende quisiera interrogarle. Pero Allende no quiere interrogarle. De hecho, Allende prefiere dejar las cosas como están. Han llegado a Manuel Becerra y, contra lo que Allende supone (Allende cree que Salazar desea seguir charlando), Salazar dice que quiere irse a casa. Se despiden en la boca del metro. Quedan en llamarse por teléfono al final de la semana. Quedan en ir al cine juntos. Quedan, de palabra, en que pueden ser amigos sin necesidad de entrar en este asunto indefinido, y en cierto modo pringoso, de los deseos de los dos. Finalmente se despiden.

Ninguno de los dos llamará por teléfono al otro. Que este asunto quede suspendido ahí y así, sorprenderá muchísimo a Allende a lo largo de los años. Javier Salazar regresa, para Allende, a esa misteriosa zona donde habita en su distante belleza delgada. ¿Por qué Javier Salazar no vuelve a telefonearle? Allende no lo sabe. Allende, a su vez, no llama por teléfono a Salazar porque ha decidido respetar su voluntad de secreto y de silencio. No volverán a verse hasta bien entrada la madurez de los dos. y entonces será un encuentro superficial, social. El primer encuentro revelador y profundo tendrá lugar, como se ha anticipado ya en este relato, cuando Javier Salazar, ya jubilado, lleva a vivir a su casa a Ramón Durán e invita a Paco Allende para que le conozca.

28

Ramón Durán ha pasado esa noche y la noche siguiente, tras la conversación con Salazar, en casa de un conocido. No ha contado nada. Por encima ha explicado que quiere distanciarse un poco del compañero con quien vive, que tiene una temporada borde. El conocido no ha hecho preguntas y no ha pedido nada a cambio, sólo el placer infantil y nostálgico de tener al guapo Durán en casa recogido. Pero Durán añora su vida en casa de Salazar y, por uno de esos efectos superficiales pero dolorosos de los celos, siente celos dobles: celos porque Salazar ama (supuestamente) a Juanjo Garnacho y celos porque Juanjo ama (supuestamente también) a Javier Salazar. Hay algo enérgico y saludable en Durán que le impulsa a la acción. Decide enfrentarse en serio con los dos hijos de puta (ésta es la expresión que últimamente utiliza para referirse colectivamente a sus dos amigos): así que acaba yendo a casa de Salazar, quien le recibe encantado, con una noticia perturbadora: en estos dos días de ausencia Chipri le ha llamado varias veces por teléfono:

—Tu madre parecía agitada. Ha llamado varias veces. Le he dicho que te habías ido de excursión. Dice que volverá a llamarte esta noche.

Durán llama por teléfono a su madre. Chipri está, en efecto, agitada. Pero su agitación no es comunicativa: a la pregunta qué te pasa, Chipri responde con frases deshilvanadas como: me siento muy sola, ha habido robos en el bloque, el amigo de mi amiga dominicana ha vuelto a pegarla. Me llaman por teléfono gentes que no conozco y que no dan su nombre, no consigo volverme a colocar en el hotel. ¿Cuándo vas a venir? Durán procura tranquilizarla. La verdad es que el simple hecho de hablar con su madre le ha tranquilizado. Ya en otras ocasiones Chipri ha dado muestras de agitación sin fundamento. Lo único que le ha parecido a Durán serio, aunque irreparable, ha sido que su madre dice que echa mucho de menos al Floren. Le ha ido a ver. Han llorado juntos. Florentino Pelayo no quiere hacerse responsable, ni siquiera un poco, de su querida abandonada. La conversación telefónica ha terminado, después de casi una hora, sin ninguna conclusión definitiva. Durán ha dejado claro que no tiene intención de trasladarse a Marbella en estos días. Sólo puede pensar ahora en su enfrentamiento con Salazar y con Juanjo. En la terraza de Salazar, junio trae su dulzura de estío juvenil: está florida, tupida, florecen los geranios. Salazar sirve deliciosas bandejas de merluza rebozada y langostinos con mayonesa y vinos tintos y rosados de Portugal. De pronto, todo parece solucionado y concluido. De pronto sonríen los tres. Juanjo está muy guapo y muy bronceado, altanero, chuleta, como de costumbre, pero amable. Durán prefiere este Juanjo crecido y un punto bebido, y limpio, y bien arreglado con las ropas estivales de Adolfo Domínguez y los polos Ralph Lauren, al Juanjo en chándal y sin afeitar que se encontró hace tiempo en Madrid. Salazar brilla también en su madurez sedosa, en el primer momento de su tercera edad, tan guapo todavía, tan distinguido, tan pulcro. ¿Y si todo fuera a salir bien? —se pregunta, esperanzado, Durán—. Aún podría salimos todo bien a los tres. Al fin y al cabo, Durán ama a su entrenador de futbito y admira el estilo elegante de Javier Salazar. Ese mediodía particular, cuatro días después de la noche solitaria y salvaje, la luz solar se encarga de igualarles a los tres, los dos jóvenes y el distinguido caballero que Salazar representa. Durán no ha contado que la primera noche que pasó en casa de su amigo del bar, llamó por teléfono a Allende y quedaron en verse, sin fijar una fecha. Durán no ha contado nada de esto porque no está seguro aún de que si las cosas van bien entre los tres, como parecen ir ahora, vaya a necesitar a Allende nunca más. La reunión de este mediodía es gratificante pero, incluso en medio de su ingenuidad, Durán percibe cierta reserva: tiene la impresión de que sus dos compañeros se esfuerzan por estar naturales y amables y por agasajarle (este mediodía Durán es el centro del trío), pero no acaba del todo de sentirse tranquilo. Se habla un poco de política, otro poco de la escena gay madrileña, de las vicisitudes del matrimonio homosexual que ha prometido el PSOE, se habla de los agradables vinos portugueses y los admirables langostinos recién cocidos por la asistenta de Salazar: así transcurre el mediodía. Salazar se retira a echar una cabezada, un sueñecito. Juanjo y Durán se quedan en la terraza.

La terraza es ahora un lugar esférico sombreado por las sombrillas, verdecido por los laureles y las hiedras. El jazmín trepador cubre toda una pared. No es una terraza grande sino adecuada, de unos veinte metros cuadrados, cerrada sobre sí pero abierta al cielo arriba. Aquí podría sen feliz una pareja, piensa Durán. Aquí podríamos ser felices ¿los tres?, ¿los dos? Parece la felicidad, el bienestar, al alcance de la mano. Los vencejos giran estáticos en el cielo levantado como una gran ofrenda, la belleza del mundo está a la vista. Y los cuatro elementos —el fuego, el agua, el aire y la tierra— giran apasionadamente en el corazón humano, en los ojos ingenuos de Durán e, incluso, en el torpe pero joven aún corazón de Juanjo Garnacho. El sagrado éter responde, más allá del resplandeciente firmamento sublunar, de que todo se encenderá con medida y se apagará con medida si los hombres se alzan más allá de sí mismos.

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