Contra Natura (34 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—Bueno, ¿qué tal? ¿Cómo lo ves, Juanjo?

—Lo veo de puta madre —declara Juanjo, con un tono de voz que casi resulta poético, no obstante la ramplonería de la frase.

—Estás contento entonces de haber conocido a Salazar.

—Se enrolla bien el tío, sí.

—Casi me habéis echado de la casa entre los dos —bromea Durán—. Hijos de puta, es lo que sois.

—¡No jodas! Ahora todo va bien, parece. Estamos bien aquí. Yo estoy muy bien aquí, sí, desde luego. ¿Sabes lo que creo? ¿Sabes lo que yo creo que quiere este bujarra?

—No le llames así.

—Le llamo lo que es, se lo llamo cariñosamente. A él no le importa. Se lo llamo a su cara.

—Bueno, ¿qué es lo que crees?

—Creo que quiere que nos quedemos los dos y hacer un trío los tres, en plan orgía.

—¡Por favor!

—¡Ni por favor ni leches! Me lo ha dicho, además. Quiere hacer no sé qué, igual que lo hizo con unos en el campo de joven. Eso es lo que quiere.

—¿Te ha dicho eso de verdad?

—Te lo juro. ¿Sabes qué me apetece?

—¡Yo qué sé! —De nuevo vuelve a Durán el malestar de estas pasadas noches, ahora no son celos sino incredulidad, entreverada con, quizá, curiosidad. ¿Siento curiosidad?, se ha preguntado Durán en el abrir y cerrar de ojos de este instante. Se da cuenta de que está cautivado en esta terraza, en esta esfera turgente, húmeda, confortable. ¿Quién piensa en salir fuera? Nada hay fuera. El exterior y el interior, el cielo y la terraza entera, y el piso detrás, con Salazar en su habitación echando la siesta, todo es un corazón que late, discontinuo, disonante. El corazón del único mundo que, con excepción del mundo materno, allá en su juventud, ha conocido Ramón Durán. Y hay otro mundo también, el mundo de las carreras por la Ciudad Universitaria, el mundo del deporte, del esfuerzo físico, y muy remotamente ahora también el mundo de Allende, que Durán no alcanza a percibir de momento. Y también, claro está, el mundo de Chipri, su madre angustiada allá en Marbella, que ha tranquilizado a Durán en la última conversación, pero que no está tranquila y que ahora como una sombra intranquilizante, astringente, revolotea como un súbito vencejo que grita exaltado, aterrado quizá, enceguecido, y desaparece en el cielo candente.

—¿Sabes lo que te digo? —murmura Juanjo lentamente, soñoliento—. Que se tiene que estar de puta madre en pelotas aquí. —Y comienza a desnudarse, se quita la camisa. Se saca los zapatos, se baja los pantalones, se quita el bóxer. Todo el firmamento de pronto se enturbia. Durán siente boca seca. No sabe qué decir y pregunta:

—¿Por qué haces eso?

—¡Porque me apetece, joder! ¡Por eso! Desnúdate tú también, tío. A Salazar le gusta eso. Le gusta de cojones vernos desnudos. De sobra lo sabes tú, no te hagas el inocente ahora. A mí me parece bien, ¿qué tiene de malo? Contigo también lo ha hecho. Lo que más le gusta es mirar, ¿a que sí?

—Juanjo, no sé si me gusta esto. Mejor dicho, sí sé: no me gusta.

Ramón Durán está sentado en una silla de brazos junto a la mesa, donde aún queda restos de los vinos y de fruta y del queso del postre. Juanjo, que estaba recostado en una tumbona y que se había incorporado para quitarse la camisa y los pantalones, se levanta y se acaricia el pene con deliberado detenimiento. Una procacidad de piscina nudista, gay, una procacidad trivial. Se acerca a su amigo.

—¡Chúpamela!, lo estás deseando.

—No lo estoy deseando. Esto es ridículo.

—¿Ah, sí? ¿Esto es ridículo? Antes te gustaba, ¿por qué no te gusta ahora? Desnúdate tú también, joder. Le damos por el culo al viejo cuando llegue.

En ese momento entra Salazar en la terraza. Se queda contemplando absorto a Juanjo. Juanjo se le acerca y le acaricia. Salazar permanece inmóvil.

—¡Esto es una locura! ¡Una imbecilidad, además! —dice Durán, sin moverse de su sitio. Él también ha quedado cautivado por la escena procaz. ¿Qué irá a pasar ahora?, piensa Durán con curiosidad sin poderlo remediar. Es una escena desabrida, un sentimiento de violencia ejercida contra él, contra Salazar, contra el previo bienestar solar de la terraza. Una violencia innecesaria. La ternura de deseo transformada en violencia objetiva.

—¡Chicos, chicos! —exclama Salazar en su más suave tono de voz—. Vístete, Juanjo, que vamos a charlar un poquito los tres.

Juanjo le obedece y se viste. Se pone los pantalones sin los calzoncillos ni la camisa. Salazar se sirve un vaso de vino rosado.

—¡Excelente este Casal Mendes! —declara alzando su copa llena Salazar—. Vinho de mesa, served chilled.

Durán piensa: Éstos se están burlando de mí. Lo del vino es una burla. No es lo mismo dos que tres. No es lo mismo Juanjo y yo de jóvenes, Juanjo y yo solos en Madrid, que esto. Esto es una encerrona.

Juanjo piensa: Esto me pone. Todo lo que me aburre Ramón solo, me gusta con otro. Estoy empalmado, pensando con la polla. Con qué hostias voy a pensar si no. Los tres estamos empalmados. ¿Por qué hostias no acabamos? ¿Aquí quién no quiere? Juanjo ahora alza la voz:

—¿¡Joder, tíos, aquí quién no quiere!? Porque yo quiero. Éste no quiere. —Ahora señala con la cabeza a Durán pero dirigiéndose a Salazar—. ¿Estás empalmado sí o no? Sí, si te conoceré yo.

Salazar piensa: ¿No es esto lo que yo quería? Esta explosión vulgar, descarnada, lingüísticamente descarnada también, es lo que yo quería. Y tiene razón el Juanjo. ¿No estoy yo mismo empalmado también? Estoy, sin embargo, algo asustado, eso también, porque ¿qué va a pasar después? Lo que puede pasar ahora es bien fácil y es bien tonto. ¿Y después? ¿Es ésta mi fantasía final? ¿Es esto mi final? Reunirme aquí con estos dos, o con otros dos, y verles masturbarse o follarse hasta que yo mismo me empalme bien y pueda intervenir, y luego que se larguen. Es mi hora de tomar un baño de sales. Esto requiere vino. Requiere desvergüenza. Las ventajas de la desvergüenza, que ya descubrieron los pacientes de Davos Platz en la Montaña Mágica. Ese descubrimiento sólo es posible cuando se está perdido. Aquellos tuberculosos estaban perdidos Y yo, ¿yo estoy perdido? Qué atractivos son los dos, sobre todo, ahora, Ramón Durán. En voz alta dice:

—¿Por qué no quieres, Ramón, entrar en este inocente juego con nosotros? ¿Qué más da que seamos tres? Tú y yo solos ya lo hemos hecho. ¿Te acuerdas la primera noche, que te pedí que te masturbaras y lo hiciste? Me gustó tanto verte. Y Juanjo no es ningún extraño. ¿Qué te pasa?

Ramón Durán dice:

—¿Y así vamos a seguir siempre? ¿Esto es lo que vamos a hacer todas las tardes? ¿Para esto nos tienes en tu casa? ¿Nos vas a cobrar en especie ahora? ¿A cómo el polvo, a cuánto la corrida y la mamada? No sé por qué, me parece repugnante, me parece mal. Y me parece mal, sobre todo, porque a la vez que me parece mal, no me parece mal. A la vez me da lo mismo...

Juanjo exclama:

—Si no te parece mal, joder, a qué hablas tanto.

—Habla porque está asustado, ¿no lo ves tú mismo? —Salazar dice esto porque teme que si Durán se siente agredido o provocado de cualquier modo, acabará yéndose. Y Salazar no quiere que esto acabe. Lo verdaderamente delicioso ni siquiera ha empezado. Necesita tranquilizarlos a los dos. Por eso añade—: Vamos a hacer una cosa, chicos. Son ya casi las siete de la tarde, vamos a darnos una ducha, cada cual por su lado, nos arreglamos y nos vamos a cenar por ahí. Como decían los gitanos en los tratos: ni para ti ni para mí. Vamos a partir la diferencia.

La voz sedosa de Salazar, su buen aspecto, su seguridad de hombre de mundo, tranquiliza a los chicos. Es como un encantamiento. Las palabras de Salazar funcionan como un ensalmo. En el fondo, ni siquiera Juanjo Garnacho desea lo que dice que desea. También él desea ponerse los bóxer, darse una ducha y cenar una buena cena.

Salazar, por supuesto, tiene un plan: un diminuto plan que sería risible e incluso inocente si no fuera porque implica usar sectorialmente a los dos jóvenes. Salazar no es, sin embargo, del todo autoconsciente ahora: está, como suele decirse, encoñado de Juanjo y está encoñado de esta fantasía del trío en la cual él es el mirón que dirige la escena. Se siente director de escena. La posibilidad de dirigir una escena en la cual su papel es eróticamente reducido le llena de gozo más cuanto más tiempo pasa con los chicos. Al fin y al cabo, piensa, esto es pan para hoy y hambre para mañana. Para mañana ya veremos. Lo que quiero lo quiero ahora. La fantasía es de ahora, ellos se cansarán después, yo también me cansaré después. Nada grave habrá sucedido. Quedaremos tan amigos. Por su parte, Ramón Durán se alegra. La verdad es que no desea romper con Salazar ni con Juanjo. La verdad es que no desea marcharse a la calle él solo. Desea ceder. Y siente curiosidad. Y siente, cómo no, deseo de hacer el amor con Juanjo y de dejarse querer por Salazar. Luego todo está bien para todos. La única dificultad que aún perturba esta noche a Ramón Durán es el recuerdo de su madre. ¿No debiera dejarlo todo e irse a Marbella? Se tranquiliza pensando que su madre ha pasado por temporadas depresivas y angustiadas antes de ahora y que no hay nada nuevo en la vida de su madre que él pueda arreglar por, simplemente, ir allí. Iré, se dice, dentro de unos días. Mañana por la mañana telefonearé sin falta a Marbella y pasaré el fin de semana con mi madre. Salazar se ha duchado primero e invita a Durán a ducharse en su baño. Juanjo se está duchando en el otro baño. Salazar se sirve un Martini seco. Juanjo se contempla desnudo y empalmado en el espejo del cuarto de baño de invitados. Durán deja que el agua caliente le tranquilice los nervios y le haga sentirse embellecido, limpio y bueno siquiera por esta noche.

29

¡Qué elocuente el teléfono! Mucho más exacto, más aterrador, quizá también más regocijador que la vista, el ojo. ¡La voz es el espejo del alma! Todo esto está ahí presente, subliminalmente presente en la llamada que, dos días después de lo anterior, hace Durán a su madre. No puede no oír Durán la angustia sin objeto de esa voz, la depresión que subyace y se expresa en los fraseos incompletos, en la somnolencia de los abatimientos, la podrida o recocida nostalgia de un pasado imaginario —¡y a estas alturas casi del todo ficticio!— que, por teléfono, les arropa a los dos, a Chipri y a Durán, en un ahogado abrazo maternofilial vagamente suicida. Durán ha telefoneado a su madre hacia las ocho de la tarde del segundo día: casi lo único que Durán ha dicho —repitiéndolo una y otra vez— es que irá a ver a su madre, que con seguridad, a finales de la presente semana o principios de la siguiente, irá a verla. No ha querido dejar a su madre el número de su móvil, que es nuevo, porque ha cambiado el antiguo, temeroso en el fondo de que su madre le llame constantemente (temor éste del cual Durán se avergüenza, porque la verdad es que su madre rara vez llama y usa siempre con gran discrección estos nuevos medios de comunicarse con el hijo). «Estoy bien, estoy bien —repite Chipri—. No te preocupes, estoy bien. Lo que tomo me da sueño, eso sobre todo, tomo Lexatin y me da sueño todo el día. Me gusta en realidad tener sueño. Con el sueño sueño sueños. Me tumbo en el sofá, corro las cortinas, y sueño sueños»... ¿Qué significa esto? Durán no está acostumbrado a descifrar cifras. Especialmente, no tiene costumbre de descifrar a su madre. Toda la vida se han llevado bien los dos. Toda la vida los dos, no habiendo nadie más entre los dos, se han apoyado, se han mimado, se han entendido, con las reservas que ya se señalaron al principio de este relato, tanto por parte de Durán como de Chipri. Pero la relación, en su conjunto, ha sido siempre fluida, divertida, no-problemática, saludable. Y Durán ahora no tiene, con Juanjo o con Salazar, ni por separado ni juntos, una relación saludable. Durán mismo no llega a expresarlo así. No dice: Esta relación con estos dos no es saludable. Está, sin embargo, demasiado atrancada, demasiadas veces hay celos, hay irracionalidades que Durán no es capaz de desentrañar deprisa o con facilidad. Ahora, con su madre, le ocurre algo parecido, y esto es una novedad que no sabe cómo gestionar. No acierta Durán ahora a separarse de su madre lo suficiente para tiernamente verla de lejos y corregir los varios enfoques, los varios juegos de distancias y cercanías que se requieren para entender a una persona a quien queremos cuando se encuentra en dificultades.

Ocurre, además, que ésa es la primera vez que Durán se encuentra con dificultades que le parecen insuperables. La entrada en escena de Juanjo y la reacción de Salazar han relativizado su posición en la casa: se siente situado en una posición ambigua. Y Durán no está acostumbrado a las situaciones ambiguas. No hubo ambigüedad en su juventud, cuando se enamoró de Juanjo: nunca dudó de que eso era lo que quería y de que estaba bien hacer lo que quería, y tampoco sintió, cuando conoció a Salazar, que quedarse en su casa, vivir asobrinadito con un hombre casi cuarenta años mayor que él, fuera un problema: no era un problema para Durán: quizá por falta de sentido crítico, o quizá porque su fuerte instinto homoerótico no veía en la relación mayor complejidad que la que dimana del logro del placer, o lo contrario, cuando la diferencia de edad es grande en la pareja. Con el encuentro de Juanjo primero, desaseado, en la Ciudad Universitaria, con la revelación después, en la conversación del Ritz, de su relación juvenil con Juanjo y de la presencia de Juanjo en Madrid, y —por último— con la entrada de Juanjo en casa de Salazar, ha anidado en Durán la complejidad, como una gusana intestinal, que se reproduce cada vez que se secciona. A esto se ha añadido desde diciembre la intranquilidad de su madre, que ahora la voz cansada y envejecida del teléfono revela innegable. No es ya una cuestión de mayor o menor bienestar lo de su madre, es una desazón que las llamadas telefónicas revelan y que no sólo desazona a Durán porque sienta el deber ineludible de ocuparse de su madre, sino también porque la pacífica escena maternal, consabida, al convertirse en objeto de un imperativo categórico, no puede ser ya pacífica sin más: Durán siente que tiene un deber ahora con su madre, además del intenso cariño que siente por ella, y siente que ese deber transforma la naturaleza del cariño filial, sin negarlo, convirtiéndolo en responsabilidad y también en inseguridad en la medida de que lo que en casa suceda no sucede ya como antaño por sí solo, con naturalidad, sino que tiene que ser cuidado, atendido, incluso restañado como una herida, si por desgracia llegaran las cosas a ponerse más graves. En este año, pues, Durán se ha vuelto sensible, como nunca antes, a los matices de las situaciones ajenas, y esto, que es un progreso espiritual, no acaba de ser agradable ni pacífico: resulta amenazador y Durán tiene la sensación de que su pasado, y hasta el propio seno materno, peligra a sus espaldas. No puede Durán no lamentar que la pasada situación de tranquilidad familiar, maternal, haya desaparecido ahora. Bien le vendría —piensa egoístamente— tener ahora, como tantas veces en el pasado, en sus pequeños problemas escolares, a su madre detrás, tranquila y consoladora. Si su madre estuviese como entonces estos días, la complejidad creciente de la relación con Salazar y Juanjo perdería mordiente. Decide en cualquier caso cumplir su promesa telefónica de bajar a Marbella el próximo fin de semana. ¡Admirable: tan pronto como toma la decisión de cumplir su promesa, la imagen de su madre angustiada y trastornada en la soledad marbellí desaparece! Durán tiene intención de ir, ¿y no es suficiente la intención? Es una buena intención: por lo tanto, de momento es suficiente. Tampoco es cosa de agarrar el AVE e irse esta misma tarde. De hecho, reflexiona Durán, si —contagiado del nerviosismo y la inquietud maternas— se plantara en Marbella mañana de madrugada, no tendría nada que hacer: ¿qué podrían hacer los dos sentados en el piso? ¿Qué podrían decirse o cómo podrían ayudarse sencillamente sentados el uno frente al otro en la sala de estar? Durán argumenta todo esto como si debatiera el asunto con un imaginario interlocutor. Siente Durán, ante los argumentos tranquilizadores de la voz interior de su conciencia, un puntazo censorio: la verdad es que no quiero bajar a Marbella —piensa— y todos los argumentos me ayudan a no hacerlo. Durán —no obstante su presente confusión mental— es capaz de distinguir ahora entre dos motivaciones muy distintas para explicar su suspensión del viaje a Marbella: hay una motivación objetiva, que puede construirse hipotéticamente y que dice: liarnos los dos a hablar puede ser contraproducente para mi madre. Más vale esperar un poco, quizá sea una cuestión de tiempo el tranquilizarse. Y hay otra motivación que dice: ir a ver a mi madre es una obligación penosa en este momento, que estoy tratando de rehuir de la manera más airosa posible: la primera podría justificarse, la segunda es injustificable. Pero es que la primera motivación ni siquiera se plantea: lo único que en el fondo se plantea es que bajar a Marbella ahora implicaría perder el hilo de lo que está ocurriendo en casa de Salazar. Y la verdad es que —después de la escena de la terraza, seguida de una cena tan agradable de los tres en un sitio de mariscos— Durán siente una curiosidad inmensa e incluso un gran deseo de participar en lo que se avecina: que es, por otra parte, como Chipri le dijo en una ocasión, cuando Durán se vino a Madrid, cuando lo del Floren, su verdadera vida de aquí. De pronto se acordó con exactitud de cómo su madre había insistido en que tenían que separarse porque había unos límites perfectamente definidos, según ella misma o por ella misma, para la ayuda de Durán: como hijo, sólo hasta cierto punto podía ayudarla: ella tenía que encontrar por sí sola una ayuda exterior, un hombre, un marido quizá. Y este recuerdo se unió a todo lo anterior para que Durán se instalara, reanimado, al final de aquella tarde, en el salón de Salazar.

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