Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
¡Tan parecido a sí mismo, tan parecido a mí mismo! ¡Tan bello! Paco Allende permaneció por un momento sentado en la primera fila de sillas, ahora ya vacías, en aquella solemne sala con columnas laterales del Círculo Mercantil, donde Xavier Zubiri solía impartir sus cursos. Los dos, Allende y Salazar, permanecen durante un momento inmóviles. Por la conciencia verbal de Allende, de punta a punta, cruza relampagueante el término alemán Augenblick. Paco Allende, sentado aún en su silla de tijera, sostiene en las rodillas su carpeta y la primera edición de Naturaleza, Historia y Dios. Éste es uno de sus textos favoritos. Sobre todo los capítulos relativos a la religación y la deificación del hombre en la filosofía paulina. Salazar está de pie, sonriente. Es aún la España de los estudiantes universitarios con chaqueta y corbata. Queda casi una década entera de franquismo todavía y, por las tardes, a los sitios, a las conferencias, los estudiantes y el público en general van con corbata y chaqueta, mal lavadas camisas blancas en muchos casos. La alegría de vivir revienta, como es natural, también en estos jóvenes de entonces. Pero no alzábamos la voz. Salazar y Allende ahora se parecen. Aún no tienen treinta, o quizá acaban de cumplir treinta. ¿Qué les está pasando? ¿Qué le está pasando en concreto a Paco Allende, que es quien está más cerca ahora del narrador y del lector? Acaba de contemplar una vez más a su antiguo compañero y ha pensado: «Esto es bello.» Se trata, como diría Nietzsche, de un presentimiento: el presentimiento de aquello que seríamos más o menos capaces de enfrentar si se nos apareciera corporalmente, como peligro, como problema, como tentación. Este presentimiento también determina nuestro sí estético. («Esto es bello» es una afirmación.) Se siente Paco Allende tan alegre ahora. No ha podido decir aún nada a excepción de «¡Cuánto tiempo!». Lo único que Salazar, a su vez, ha dicho en respuesta, ha sido: «Además, de verdad.» Lo firme, poderoso, sólido, la vida que reposa, vasta y potente, y atesora su fuerza, eso agrada. Es decir, corresponde con aquello por lo que uno se tiene a sí mismo. Javier Salazar resplandece ante Allende, quien, a su vez, ante sí mismo, se siente resplandecer ante Javier Salazar. Le encuentra bellísimo. Se encuentra a sí mismo bellísimo. ¿Pero qué tontada es ésta? ¿Qué es lo que está pasando realmente? Es la España de finales de los sesenta, es el Madrid de los opositores, de las clases de las academias nocturnas, de los empleíllos. Es la España de las remesas que los emigrantes envían desde Alemania y desde Suiza. Hay ya un aire primaveral paralelo al envejecimiento del dictador y de su mundo. Pero aún ha de transcurrir una década entera antes del cambio de aires: hay una estética escolástica aún, tardígrada porque todavía nadie ha leído el ensayo de Umberto Eco sobre la estética de Santo Tomás de Aquino y su influencia en la praxis narrativa de James Joyce: todavía se habla de la belleza en latín: pulchrum est quod visum placet. Los raros guardan sus rarezas para los portales oscuros. Toda exaltación parece ser todavía o sólo política —como el célebre estado de obras o los planes de desarrollo—, o sólo individual. Ese primer encuentro en el ciclo de conferencias del Círculo Mercantil de la Plaza de la Independencia tiene un aire neutral, coloquial, menor. Si Javier Salazar, en ese momento, hubiera puesto un pretexto cualquiera, Paco Allende le hubiera dejado ir, quizá para siempre. Pero es Salazar quien sugiere tomarse unas cañas: ahí se reanuda la historia de estos dos personajes. Al cabo de diez años, este reencuentro lo reanuda todo. Vuelve a repetirse aceleradamente todo el pasado de los dos en el seminario y fuera del seminario, y Allende se siente iluminado y revitalizado por la contemplación de la belleza de su compañero: caminan despacio, Serrano arriba, en dirección a Goya, por la acera de la Biblioteca Nacional. ¿Qué va a pasar ahora? Tan intensa es para Allende la conciencia reflexiva de la situación en que se halla, que encuentra difícil hablar. ¿Qué le estará ocurriendo a Javier Salazar? ¿Está sintiendo Javier Salazar en paralelo una similar emoción estética al ver a su compañero? Salazar está divertido. Siente curiosidad. Siente un intenso sentimiento de estar siendo admirado (en esto Salazar no ha cambiado nada: sigue deseando ser deseado). Pero ¿qué ha hecho Salazar en estos años? Lo último que Allende recuerda es a Salazar negándose a dejar el seminario tras haberle asegurado días antes que lo dejaría, lo mismo que Allende. En el deleite de verle de paisano, de pie ante él, tras una conferencia de Zubiri de finales de los sesenta, hay un componente de asombro. Cuando por fin logra hablar, Allende formula la pregunta inevitable:
—¿Pero qué hacías aquí?
—Lo que tú. Vine a oír la conferencia de Zubiri.
—Pero... Me refiero qué pasó al final. Me dijiste que te quedabas en el seminario. Recuerdo que me sentó mal aquello. Dijiste que te quedabas porque te querían. ¿Eres cura ya?
—Vamos a tomar una cerveza y te cuento. O, mejor, cuéntame tú. No, ya no soy cura. Hace años que me fui del seminario
—¿Ah, sí? ¿Es que por fin no te querían?
—¡Por supuesto que me querían! ¡Todo el mundo me quiere siempre mucho, demasiado! Tanto amor reblandece el cerebro.
—Entonces, ¿te volvió a pasar como con Carlos? ¿Te acuerdas de Carlos?
—¿De Carlitos Mansilla? ¡Claro que me acuerdo!
—Se volvió a enamorar de ti otro Carlitos, que a su vez se volvió a tirar por un acantilado abajo, pero tú, esta vez, en vez de quedarte, te largaste. ¿Es eso?
—¡Vaya, vaya! Veo que con los años y la vida civil te has vuelto guasón, zumbón, algo maligno por fin. ¡Cuánto me alegro! También estás más guapo ahora que antes: has adelgazado, tienes buen color...
—Tú estás guapo, Javier. Tú resplandeces como nunca.— Dices que dejaste el seminario porque te amaban demasiado, después de decirme a mí que te quedabas porque en el seminario te querían. ¿Cuántos cursos te quedaste entonces? ¿Un curso, dos cursos, tres? No creo que me haya vuelto yo guasón como tú dices, sólo que me deslumbras con tanta reverberación de ser amado y no ser amado. Mi vida ha sido más tumultuosa y mucho más superficial. A mí me gusta que me quieran y me gusta ligar. ¿Y a ti? ¿Tienes novia? ¿Tienes novio? ¡Cuéntame algo de ti! Te aseguro que te escucharé admirado, fascinado, deslumbrado, sin pizca de guasa. Lo digo en serio. No sabría por dónde empezar a tomarte el pelo a ti. Siempre fuiste tú quien nos tomaba el pelo a todos. Lo mío se cuenta rápido: terminé Filosofía. Entré en la Escuela de Psicología. Me coloqué en una empresa como psicólogo industrial. Me dedico a hacer tests de inteligencia, psicotécnicos, en el departamento de personal. Escribo poemas.
—¿Escribes poemas? ¡Qué gran novedad!
—¡Es un decir! Tal vez debería haberlo dicho en futuro: que los escribiré. Me gusta escribir. ¿Y tú? ¿Qué hiciste tú al salir del seminario? ¿Te costó trabajo adaptarte?
Son las diez de la noche. Han subido por Goya hasta Alcalá. Luego lentamente Alcalá arriba hacia Manuel Becerra. Se han parado en una freiduría a tomar un bocadillo de calamares y unas cañas. Allende comenta que está muy lejos de su casa. Vive en una pensión por Argüelles. Salazar dice:
—Yo vivo en Doctor Esquerdo, en casa de unos tíos, en los bloques de Urbis. Me tratan muy bien. Vivo mejor que nunca.
Allende se deja llevar. Siente una intensa curiosidad por todo lo que rodea a Salazar. La casa de unos tíos, de los cuales nunca supo nada, los bloques de Urbis en Doctor Esquerdo. Bajan Doctor Esquerdo abajo, andando a buen paso. Noche madrileña suave de un marzo que mayea. Como antaño, Salazar ha recuperado su paso rápido, su aire un poco ausente, su silencio. Bajan en silencio por la ancha vía del Doctor Esquerdo hasta llegar al cruce con la avenida del Niño Jesús. Arriba a la derecha, las excelentes casas grises de la colonia del Niño Jesús, y a la izquierda los desmontes del que será más tarde el barrio de la Estrella, el barrio de Moratalaz. Ahora, todavía son barrios en construcción, con ese encanto calcinado del sur de Madrid, de todo el Puente de Vallecas y más lejos, que ahora, en la anochecida, parpadea, romántico. Para buscarse los chavales entre los solares, detrás de las tapias y hacer el amor medio vestidos, con los viejos gayumbos de tela alrededor de los tobillos, agrestes pajotes y mamadas. Allende está convencido de que, por supuesto, el verdadero amor no son pajotes y mamadas. Pero ¿qué es el verdadero amor? ¿Cómo se reconoce el verdadero amor? ¿Dónde termina el sexo y empieza el amor? Allende, mientras bajan los dos a buen paso hacia los bloques donde viven los tíos de Salazar, recuerda todas sus lecturas griegas. Recuerda, ¡cómo no!, El Banquete, Alcibíades, la doctrina platónica del amor a la forma bella, a la belleza misma, que trasciende los cuerpos bellos concretos, las personas determinadas: No simulacros de excelencia —tamborilean las maravillosas audaces palabras del viejo Platón— ya que no percibe simulacro alguno, sino excelencias verdaderas, pues está en contacto con la verdad. Intolerable Platón. Terrible Platón. ¿Merece vivirse una vida que se olvida de la carne y de todas las vanidades mortales en busca de un objeto inmortal? Allende observa de reojo a su compañero en su plenitud esplendorosa de hombre joven, maduro ya. ¡Cuánto desea Allende en ese momento amarle! Quizá esta noche —se atreve a pensar Allende a hurtadillas—, quizá esta noche voy a entender cómo es posible liberarse —sin abandonarlo— del amor por el ser particular, por Salazar, con su tensión, su exceso, su servidumbre, y entender el amor saludable, la libertad, la creatividad, el amor a un mar de belleza sin fisonomía. Todo es, de alguna manera, muy excitante, muy vivaz, muy menor: no hay ahora mismo en Allende calma alguna. Esa calma nietzscheana del alma fuerte que se mueve con lentitud y siente aversión por lo demasiado vivaz. Se siente vulgar ahora, Allende. Se siente exaltado: achicado: más allá de lo natural: se siente en lo sobrehumano, lo sobrenatural, lo preternatural. Siente Allende que, lo natural, lo calculable, lo accesible al hombre medio que es él mismo, no casa con este excesivo impulso del amor, que los griegos llamaron lo terrible y que Rilke denominó lo bello, el comienzo de lo terrible, aquello que aún logramos soportar y que admiramos porque, calmoso, desdeña destruirnos: toda esta melopea zumba en la cabeza de Allende y le acompaña mientras suben en el ascensor (tan cerca los dos cuerpos). Allende se mira en el espejo. Salazar no. Allende es algo más bajo que Salazar, ancho de hombros, conserva todo el pelo todavía en esos años, peinado a raya. Los dos juntos subiendo en el ascensor sin rozarse: una estampa homoerótica, pre-gay, de finales de los sesenta. Suben a un sexto piso. Salazar abre con su llave y hay un pasillo que hace las veces de hall. A la izquierda una puerta de cristales de doble hoja con visillos, tras la cual hay un rumor de conversaciones. Allende piensa que los tíos de Salazar tienen visita. Es un rumor sosegado. «Es la partida de mis tíos —cuchichea Salazar—, mejor no interrumpirles.» «Sí, sí. Mejor no», contesta Allende. Es un piso pequeño, a la izquierda, en línea con lo que parece una prolongación del cuarto de estar, hay un dormitorio. «Es el dormitorio de mis tíos», dice Salazar. El pasillo hace un ángulo: hay dos puertas que conducen a un cuarto de baño grande y a otro más pequeño y luego otra puerta que se abre a otro dormitorio. En ese cuarto hay una cama grande de caoba y una estantería con libros. «Aquí vivo yo», comenta Salazar. La ventana da al patio. «Siéntate.» Allende se sienta en la cama, que es el único sitio libre. Salazar se sienta frente a él en la silla junto a la mesa de trabajo. Enciende el flexo. Al entrar, Salazar ha encendido la luz cenital que ahora apaga. La escena cobra una intimidad deliciosa, estudiantil, erótica. Un verso de un poeta cuyo nombre Allende no recuerda, se le viene a la cabeza: tus huellas dactilares en tus libros cerrados. Ahora hay una pausa, Salazar se ha quitado la chaqueta, se queda en mangas de camisa. «Quítate la chaqueta», le dice a Allende. «Estás bien aquí, esto es acogedor», comenta Allende. El piso le cohíbe. La presencia de la familia —esa familia desconocida de Salazar— le cohíbe. De repente se da cuenta de que apenas sabe nada de su amigo. En el seminario, los seminaristas no hablaban de sus casas. La muerte de Carlos Mansilla se envolvió en un sudario repentino, una falta de comentarios y de lágrimas, una ausencia de duelo. Se dijo una misa por su eterno descanso. No se pronunció la palabra suicidio, quizá no fue un suicidio. Allende ahora, en esta habitación cálida, empequeñecida por la gran cama de caoba, la mesa y los libros, recuerda la rápida desaparición de todo aquel terrible suceso. Con cuánta eficacia fue trasladado de la existencia a la nada. Está en el cielo —dijeron—, ahora descansa en paz en las manos del Señor. Ahora le alumbra una luz perpetua. Ahora en esta habitación clausurada, cohibido por la presencia de una familia que no conoce, cohibido por sus propios deseos amorosos, Allende desearía que Salazar le empujara o le hablara o le abrazara, que interviniera físicamente en su espacio corporal, ahora que entre los dos hay apenas distancia, una inmensa distancia, una gélida separación guasona, se interpone entre Salazar y Allende.
El tiempo no ha transcurrido. Allende contempla a su compañero de seminario en esta nueva escena, en casa de unos tíos, y piensa de nuevo eso mismo: no ha pasado el tiempo. Salazar se ha quitado la corbata y se ha desabrochado un par de botones. ¿Le desea Allende? ¿O desea desearle? Allende es confusamente consciente ahora de que, si se excluye el erotismo, no hay nada entre él y Salazar. Es consciente, además, de que una parte considerable de su deseo de tocar o de acariciar de alguna manera a su compañero no procede de la urgencia de ese mismo instante presente en que se hallan, sino que se extiende como una mancha de aceite por toda la extensión de ese instante a partir del pasado inmediatamente anterior del propio Allende. Estos dos últimos años, Allende ha llevado una vida amorosa muy activa, pero no muy profunda: reconocerse como homosexual y tener relaciones con muchos chicos a lo largo de estos años ha sido muy satisfactorio: le ha dejado una comezón, una gana de seguir y seguir, ¿por qué no? Por aquello de que «comer y rascar, todo es empezar» —un refrán éste muy de la familia de Allende, allá en provincias—. Así que desea físicamente a Salazar porque es un chico guapo y por el mismo motivo que ha deseado a otros muchos chicos al lo largo de estos años: es un deseo genérico. Los deseos genéricos, que tienen por objeto objetos parecidos, son puntuales y son punzantes, pero pueden ser reprimidos y sustituidos por otros sentimientos sin daño alguno, salvo..., salvo que el interesado, Allende en este caso, transforme lo genérico en específico y su deseo sexual indistinto en un deseo sexual preciso y teñido de afectividad: ésta es una transformación deliberada: puede resistirse con facilidad, pero si no se resiste el deseo genérico, transformado en deseo específico es avasallador. Esto quiere decir que Allende, al cabo de media hora de charlar a bulto con Salazar y consentirse a sí mismo una excitación equivalente a las excitaciones de estos últimos años, está que arde: ha deseado los deseos y los deseos le pagan con su moneda propia: el deseo que incita al deseo, que incita al deseo, que incita al deseo... ¡todo ello! es superficial e intenso. Allende piensa: ¿Se estará dando cuenta Salazar de cuánto le deseo, cuánto me hace sufrir verle ahí, tan inaccesible? Y la verdad es que Salazar se está dando cuenta de todo y está disfrutando de la situación. ¿Qué va a pasar ahora? Allende piensa: ¿Se dejará Salazar ahora de disimulos, una vez los dos fuera del seminario, una vez aquí en su propia casa, en su propio ambiente? ¿Para qué va a seguir disimulando? Y en ese instante Allende se da cuenta de que siempre ha dado por supuesto que Salazar es como él mismo, y que eso fue lo que dio por supuesto en el seminario también, pero, sin embargo, ¿no era eso mucho suponer? La verdad es que Salazar nunca reconoció semejante cosa. Y vuelve a pensar lo que ya ha pensado varias veces esta tarde y lo que pensó muchas veces antes en el seminario: ¡Qué poco sé de esta criatura admirablemente bella, admirablemente adaptada, tan frío, tan cercano y tan remoto a la vez! ¿No es una vileza pensar que él es como yo, homosexual también? Allende no creyó nunca (ni siquiera en aquellos años juveniles ni nunca después) que ser homosexual fuera, en su caso particular, una enfermedad, un pecado o un vicio: se daba cuenta, sin embargo, de que en aquella España de entonces decir de alguien o pensar de alguien que era homosexual (como él mismo estaba haciendo ahora) era poner en peligro su buen nombre, su integridad social. Ser maricón era un sambenito en aquel entonces, e incluso pensar que un amigo nuestro era maricón como nosotros mismos tenía un componente de agresión larvada. Por otra parte, Salazar a veces parecía tan cercano y tan homosexual a Allende, que resultaba difícil —en parte como consecuencia también de sus propios deseos— no tratarle como a un semejante.