Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Fue muy sorprendente: una grata sorpresa: un inédito Salazar cariñoso: Salazar sujetó las dos manos de Durán entre las suyas: ésta era la costumbre amorosa de su amigo que Ramón Durán más apreciaba: sentir que Salazar retenía con firmeza sus manos durante largo rato, mirándole o incluso sin mirarle a los ojos pero muy consciente de su presencia física. Era maravillosamente dulce y consolador en opinión de Durán.
—Me alegro de estar solo contigo. A Juanjo le ha debido dar el punto y se ha ido de bares. ¡Que le cunda! Necesito hablar contigo, Ramón. Es estupendo poder hablar los dos solos otra vez.
Se han sentado los dos en la terraza nocturna. Una lamparita roja, antimosquitos, luce a un lado. Salazar le acaricia los labios, la barbilla, el pelo.
—¡Qué atractivo eres! —exclama en voz baja—. Tengo muchas ganas de hablar contigo esta noche. Hay cosas que nunca te he contado. Debes creer que soy una mala persona. No, no me digas que no, porque estoy seguro de que lo has pensado más de una vez.
—Para serte sincero, sí que lo he pensado algunas veces estos meses. No acababa de entender lo tuyo con Juanjo.
—Lo sé. Sé que no lo entiendes. Por eso te lo tengo que explicar bien, para que no me juzgues mal.
Ramón Durán ha olvidado ahora todo lo relativo a su madre. Ha olvidado también todo el rencor que pudo haber destilado estos días contra sus dos amigos. Ha olvidado que, ante la brusquedad y agresividad irónica de Salazar, buscó refugio en Allende. Ha olvidado a Allende. Está entregado por completo a este Javier Salazar anochecido, que le ama, que —curiosamente— desea de pronto ser amado. Esta ocurrencia enciende el corazón de Ramón Durán como una copa de vino, garganta abajo, internándose como una torrentera inaudita por todos sus miembros, empapándole, levantándole. Ramón Durán decide, se le ocurre de pronto en este instante, que Javier Salazar le habla así y le acaricia así porque desea ser amado. Y Durán piensa que nada hay tan dulce en este mundo como que alguien quiera que le amemos. Cuando Juanjo le deseaba allá en el colegio, cuando se dejó amar por Juanjo, Ramón Durán se sentía infinitamente poderoso, repleto de donación, activo, agente, iluminador, sobrehumano, mucho más grande que sí mismo, con toda la dulzura de sus dieciséis años y su carnalidad encendida, entregada a alguien que le hacía el amor, para que a su vez Ramón Durán le amara. Juanjo deseaba ser amado entonces y Ramón Durán le amó por eso, ahora siente de nuevo lo mismo y desea amar a Javier Salazar porque Javier Salazar quiere que le ame.
—Ramonín, yo te amo. ¿Sabes qué?
—No. ¿Qué?
—Que te amo. Te deseo y te amo. Me gustan tus dientes, blancos como manzanas, limpios como guijarros. Más me gusta contigo hablar, hablarte, que inclusive besarte, Ramón, Ramonín. Me gusta más hablarte. ¿A que no sabes por qué?
—No. ¿Por qué?
—Porque, al hablarte, te reintegro. Al besarte, por decirlo así, te desintegro. Así que voy ni siquiera que me beses a pedirte. A pedírtelo no voy, ni tampoco que por mí besar te dejes...
Salazar está sembrado, piensa el pobre Ramón Durán como un conejo. La escena es cautivadora, y en cierto modo arcaica: el arcaísmo de la escena no lo percibe conscientemente Ramón Durán, pero, en cambio, es un producto consciente de la inteligencia y tortuosa sensibilidad de Javier Salazar. Desea Salazar seducir a su presa sirviéndose del ambiente del Banquete 216 a-b y siguientes, desea Salazar que, de este lance, sígase la esclavitud completa de su presa. Por consiguiente, está dispuesto a fingir y gemir con tanta verosimilitud y audacia que ni Dios distinguiría lo verdadero de lo falso en este caso, y menos Ramón Durán: que el lector, que no es Dios, sea capaz de distinguirlo es una posibilidad que yo le ofrezco: saber leer consiste en esto: en entenderme.
Salazar está pasándolo muy bien ahora, está teniendo una gran tarde: tomando está su alternativa: ha alcanzado, por decirlo así, el clic alcohólico y cree Salazar que ahora sí que sí, con estos dos chicos, ya hechos y no crudos como los adolescentes: con estos ya precocinados jóvenes mayores podrá por fin correrse sin descanso. ¿Es esto de verdad lo único que quiere Salazar? Parte de esta larga historia trágica es que Salazar, debiendo saber lo que quiere, no lo sabe. Con sesenta y cinco debiera entenderse: que no se entienda a sí mismo es imperdonable, y sin embargo no se entiende. A esto es a lo que los clásicos denominan un «error trágico». Lo que sí ha conseguido sin embargo es fascinar a Durán como en sus mejores momentos, como nunca, con el fácil recurso autobiográfico de las confesiones y las revelaciones. Durán lo ha olvidado todo: ha olvidado a su angustiada madre allá en Marbella, ha olvidado a Juanjo Garnacho, que en las afueras ronda como una tentación incomprensible, ha olvidado el bien y el mal, sólo por virtud del fuerte encantamiento de la fraseología insincera de Javier Salazar. Ahora Salazar, sin apenas moverse de su elegante tumbona de madera de teca (todo es tan elegante, tan fácil, que no puede Ramón Durán distinguir lo verdadero de lo falso en esta minúscula ínsula Barataría), alcanza el Glenmorangie y bebe a morro un trago, un gesto tonto que conmueve a Durán, que piensa que acaso este dorado anciano tiene sed. Tanta es la concentrada atención que Ramón Durán ha puesto ahora en lo que vaya a decirle su compañero, que éste, Salazar, se inclina hacia Durán y le besa en los labios. No hay Dios que pueda resistirse a esta inmensa ingenuidad de un chico tan mayor como Durán. Le besa un rato corto, un rato largo: viene a ser como la preparación bien orquestada de un solo de violín en una línea muy moderna, muy contemporánea, casi dodecafónica, de contrapunto y disonancias. Esto es lo que dice Javier Salazar con toda la intensidad y la elocuencia de sus sesenta y cinco años de deseos e intenciones no colmadas:
—Yo sé, mi amor, mi dulce amor, que no me vas a creer, no vas a creerme. No vas a creerme, yo lo sé...
—Sí te voy a creer, ¿por qué no? —murmura Durán, que ahora ama, desea y ama, a este disfrazado, encapsulado hijo de puta que le hace la rosca tiernamente, como un diablo de dulce de guayaba.
—Bésame primero un poco, un poquitín, vamos a apagar también esta luz roja, ahora que está apagado también el horizonte madrileño y huele a jazmines y a geranios en la solana de este corazón que es mi terraza...
Durán posa los labios en los labios de Salazar: ¡qué dulce es el amor, qué imbécil, qué bobo, qué dulce es el amor, incluso el falso! Y de puro retrabado, enlaberintado, atado y confundido que está Ramón Durán, con la mano izquierda y con el brazo izquierdo rodea el cuello y la cabeza cana de Salazar y con la mano derecha le acaricia el soso pene y la bragueta, y le abre la bragueta y por encima del calzoncillo le acaricia el pene soso de la tercera edad de Salazar como a un gazapo: ¡pobre Durán, pobre Ramón Durán!
—He aquí que yo no soy ya, mi amor, mi Ramonín, ni tan siquiera medio joven, no lo soy. Acabas de tocarme, habrás visto que entrecierro y entreabro las piernas de placer, pero el placer que acabo de sentir gracias a ti y que el entrecierre de las piernas representa, no es placer del todo, no. ¿Te das cuenta, Ramón, te das cuenta de que jamás he sentido yo placer? ¿No te da pena? Por fuerza tiene a ti pena que darte este mi no poder sentir placer apenas, esto tiene que apenarte a ti bastante porque tú eres tierno y hermoso y justo y bello, Ramonín, ¡cómo te amo! Nos escondimos, ¿te acuerdas, Ramonín? ¿Tú te acuerdas de esto? Acuérdate. Nos cubrimos los dos en aquel cuarto mío de jugar con una tela roja, una tela mala, un cubrecama, y tú me masturbaste, yo me acuerdo de tu mano derecha aún todavía, y si pudiera volver y retrasarme, irme pa'trás para encontrarte nuevamente, volvería, aunque después ya no hubiera vida alguna, sólo por que tú me masturbaras, sólo por eso bajaría yo a los putos infiernos a buscarte, contradiós de mi vida, de mi alma y de mi cuerpo, en todos los váteres de Londres, en todas las pintadas de las pollas con semen goteante yo te veo, en todos los cines pajilleros, las ladillas, los cueros, los vaqueros. Ramonín, Ramón, yo sé que has muerto, que has cesado. Analogía mortis. Hay una analogía de la muerte que aplico yo al amor. He bebido tal vez un poco demasiado Glenmorangie esta noche. Pero tenerte frente a mí, mi amor, igual es que tenerte a ti, Ramón... He vuelto, he regresado, es breve nuestra vida. Mira. Mírame. Si ahora cerráramos estas admirables sombrillas coloniales, veríamos el cielo atardecido, aún malteado como el whisky, aún iluminado por la luz residual de los deseos del sol, bésame por favor por un momento, mi erómenos, porque soy yo tu erastés, ¿no te das cuenta? No, no. Tú eres mi erastés y yo tu erómenos...
Salazar sabe lo que hace. ¡Ojalá no lo supiera! Si Salazar hiciera lo que hace por puro instinto cazador, por puro afán de apresar a su presa, que es Ramón Durán, se tumbaría Dios a echar la siesta y yo también. Pero Salazar hace lo que hace no por instinto, sino por el más cobarde cálculo. Va en busca de su propio placer, su propio gusto, su propia afirmación, su propia mierda. Por consiguiente, no debe haber piedad, pero aún nos falta medio libro. Todo este tururú, todo este tararí, toda esta puta mierda de la elocuencia salazarina que ha inundado estas dulces horas de Ramón Durán, va dirigida, claramente, a la conquista y al encadenamiento de Ramón Durán: Salazar quiere que Durán se quede en casa para que Juanjo Garnacho le meta mano y chupe y joda y en general deshaga, para mayor gloria de la pasión indefinida de Javier Salazar, que aún no sabe lo que quiere, ni quién es. ¿Cuántas veces he vuelto a esto en este libro?
Están cerca uno de otro. Incluso separados la cabeza y el torso de los dos, las piernas de ambos se entrecruzan y las manos. Es el tiempo copioso del verano, que nunca acabará. Lo característico de esta situación es que no permite retroceso alguno: los dos protagonistas sienten que debe todo proseguirse hasta el final. Y en esta estructura necesitante de la escena se apoya Salazar para persuadir a Ramón Durán de que se entregue por completo a su voluntad y se olvide de sí mismo. Durán, a su vez, nada desea más vehementemente, en este instante, que el olvido: todo, por consiguiente, está dispuesto.
—Lo que has dicho al final, no lo he entendido. ¿Era en latín, o en griego? ¡Me gusta tanto oírte hablar tan animado! A mí me gusta mucho leer. O sea, en el colegio leí bastantes novelas. ¿Matilde Asensi, a ti qué te parece?
—No sé... No la he leído. De lo que dije antes, ¿qué es lo que no entiendes?
—Algo que sonaba a griego o a latín, que yo era y que tú eras. No entendí qué era quién, si tú o si yo. ¿Te acuerdas?
—¡Ah!, ya sé: erastés y erómenos. Erastés era el amante, erómenos el amado. Ambas palabras proceden de eros, que como sabes significa amor. En el ambiente de los hábitos homosexuales de Grecia, el erómenos era un chaval muy bello que carecía de necesidades propias. Figúrate, no es tu caso. Nunca fue tu caso, Ramón. Este erómenos era consciente de su atractivo, pagado de su belleza hasta extremos asombrosos, pero al relacionarse con los hombres que le desean, permanece ensimismado. Éste no es tu caso, Ramón. Este maravilloso chico griego sonreía dulcemente al amante, al erastés, y se dejaba tocar afectuosamente los genitales y la cara, mientras él, el erómenos, miraba tímidamente al suelo. Éste no eres tú, Ramón. Nunca fuiste éste tú. Porque tú, mi amor, según me contaste, te acuerdas, aquella tarde en el Ritz, y luego Juanjo repitió lo mismo, aunque más groseramente contado, porque Juanjo es todo grosso modo, tan pronto como Juanjo, que se supone que era tu erastés, tu amante en el colegio, por la edad al menos, con veintiséis, diez mayor que tú, te acariciaba en la ducha, ¿era en la ducha?, en los vestuarios, donde fuese, tú respondiste amándole, instantáneamente transformándote en amante. Tú tuviste seguro una erección maravillosa. ¡Cuánto daría, cuánto, por haber podido ver, por haber visto, tu polla dulce sweet sixteen! Pues bien, tómate un tragüito de Glenmorangie, sólo uno, mójate los labios, y después... Ya entonces, aquel primer día de tu amor con Juanjo, tú manifestaste tu voluntad de erastés, con esa tu erección joven de potro, vibrante como el sol. Tú nunca, a diferencia de mí, tuviste un pene fláccido, nunca fuiste un polla boba como yo, ¿no te doy pena? Yo he sido siempre erómenos. Jamás fui erastés. ¿Te das cuenta de lo muy horrible que es todo esto, mi horrible incompetencia? Tócame, mira ahora.
Salazar lleva ahora la mano de Durán a la bragueta, y Durán, fascinado, descubre que Salazar tiene sus apagados genitales de algodón en rama bajo los pantalones. Durán en cambio, a consecuencia del tejemaneje todo entero que se trae Salazar, lleva empalmado media hora y desearía, desea que Salazar le masturbara. Desearía incluso que ahora Juanjo entrara, y masturbarse allí los tres y deshacer la boba identidad de cada cual en la fragante trinidad estival da una corrida a tres en la terraza.
—Pues bien, Ramón, los años han pasado, dejando, en la arenilla lenta de mi vida, la sedada playa gris y blanca de mi alma, ahí dejando impresas como huellitas de gorrión, mis mínimas, mis dulces, mis raras erecciones. De siempre he querido ser amado y siempre he sido amado. Nunca he amado yo a nadie. ¿Te das cuenta, Ramón, de lo horrible, lo horrible que esto todo resulta y que ahora, en mi vejez, al acariciarme el pene tú o Juanjo, pero sobre todo tú, Ramón, Ramonín, no pueda ni tenga ganas yo de ereccionarme, igual que entonces? Esto te tiene que dar pena, Ramonín: mi pobre polla blanca como un hámster que da vueltitas y vueltitas en una noria ilícita, encapsulada, en una horrible jaula. Y voy comiendo y voy cagando, y me es imposible amar a nadie, desearte. Si ahora cogieras un cuchillo, Ramón, y me rajaras la palma de la mano por ejemplo, ni siquiera, creo, sangraría. ¿Quieres hacer la prueba?
Vuelve a conducir la mano derecha de Durán hacia su entrepierna, que, efectivamente, le parece a Ramón Durán la entrepierna asexuada de un ángel o un héroe de cómic.
Ésta es una situación que cae, naturalmente, hacia su final, su lugar natural, un cierto tipo de copulación homosexual. Nadie puede impedirlo, nadie quiere impedirlo, Durán estaría ahora encantado de ser erastés y de ser erómenos, a la menor indicación de Salazar. Es verdad que está empalmado. Hasta tal punto está empalmado que se ha llevado varias veces la mano a la polla. Salazar ha ingerido más Glenmorangie, con un gesto medio ruso de Dostoievski a la francesa, a morro. Y también Durán así ha bebido, a morro, para calentarse, colocarse, sentir esa alegría, ese poder, que Spinoza describe como acrecentamiento sustancial del alegre. Y tiene razón, sin duda, Salazar, al decir que más amante, más erastés, es Durán que él mismo, que Salazar. Así que ahora, agarrados, se ponen los dos de pie y Salazar mira al suelo y siente su polla fláccida. Le acaricia la verga ardiente a Durán con una mano y con la otra le acaricia la barbilla, como en un ánfora griega roja o negra. Y para que sea exactamente igual, se desabrocha la camisa Salazar y el pantalón le cae a los pies, y lo mismo Durán, y ambos se descalzan, y ahora los dos ya están desnudos y la noche de los jazmines y la hiedra les trepa, aromada, por las piernas arriba, como el inmenso arroyo momentáneo del verano y de la juventud. Así que se acarician una y otra vez ambos desnudos, y sí, está empalmado el joven, el erastés, Durán, y no empalmado el viejo, el Salazar, el pseudoerórnenos. Esto ha sorprendido a Kenneth Dover (que está leyendo esta novela traducida al inglés-americano en el año 2006): el pene del erastés, de Durán, ya estaba erecto antes de establecerse el contacto corporal. En cambio, el viejo pene del erómenos, el pene de Javier Salazar, permanece fláccido... ¡Oh, delicia, delicia!