Contra Natura (36 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—¿Ves lo que quería decirte antes? ¿Ves como yo no puedo hacerte a ti el amor, ni a ti ni a nadie, ni con Juanjo tampoco? Tienes que perdonarme y que quererme, porque soy un pobre inválido, porque, claro, de joven no lo era, ahora lo soy, inválido. Era natural que a mí de joven no se me pusiese apenas tiesa y me dejase amar por ellos todos, que me amaron, Ramonín, ¡cuánto me amaban! ¡Me amaban más a mí que nunca a ti te hayan amado! Porque sabes qué: mientras que tú te empecinabas en amar tú mismo y en ereccionarte y en correrte y en meterla por los culos, las orejas y las bocas —los tres estos grandes orificios de las almas encarnadas—, mientras que tú, pues eso, yo, pues no. Yo disfrutaba con la mirada oblicuada, licuada, del erómenos, contemplando fijamente las baldosas de las duchas mientras tú me rompías, ¡méteme por favor el dedo por el culo! ¡Si pudieras abrirme en dos mitades, a base sólo de meterme primero el dedo, y luego el puño entero, recto arriba, entonces yo, Ramón, existiría y sentiría ese inmenso placer de ser mordido y desgarrado y desintegrado! En eso Juanjo, en cierto modo, quodammodo, Juanjo en eso es mejor que tú, mi vida, siendo peor como lo es. Juanjo navajero, Juanjo puto, Juanjo chapero, Juanjo sin corazón, sólo con verga, me hace un daño horrible, Juanjo terrificante, así es como es. Tú eres, amor, muchísimo más dulce. Córrete, mi vida, córrete si quieres...

Todo el recitativo ha, por fin, sido eficaz, y se ha corrido Ramón Durán a grandes borbotones, grandes copos de semen que han caído al suelo en la terraza. Y los que le quedaban aún, pegados a la polla, ha, de pronto, irrumpido Juanjo Garnacho en la terraza, curda, y le ha mamado a Ramón Durán la última gota de su leche infame. Y Salazar se corre a la vista de los dos chavales, y los tres se abrazan, ya sin ganas, y beben lo que queda del Glenmorangie... Y Durán sabe, ahora que en frío piensa en todo lo ocurrido en esta terraza esta tarde, que de lo que ocurra aquí, de ahora en adelante, ni podrá librarse ni querrá. Pero a la vez sabe que o bien se libra de todo esto, aún no sabiendo cómo, o bien acabará todo aquí, todo así, enviscado en la náusea y en la estúpida muerte.

30

—¡Un tirón tiene de la hostia el Papa, hay que reconocerlo! —había declarado tiempo atrás Juanjo. Y ahora era verdad. Aquel sábado de la muerte del Papa, Salazar se fue a tomar el té con Lucía Martín, y Juanjo a un ligue telefónico. En casa de Salazar no había Internet: de haberlo habido, le hubiera dado igual a Ramón Durán no sabiendo usarlo y no siendo, como no era, ni siquiera aficionado a los flippers. Tampoco sabía escribir a máquina. Era Durán ciberanalfabeto. Juanjo sí que se apañaba: chateaba Juanjo en los cibercafés de Madrid a veces. Solo en casa, Durán se quedó viendo esa tarde la muerte del papa Juan Pablo II: todo aquel circo de la Plaza de San Pedro con su forma de llave. Sintió nostalgia al ver llorar a aquellos chicos jóvenes con sus anoraks de colores: él también tenía un anorak, un anorak rojo. Se sintió envejecido y aislado ante la televisión, que Salazar había instalado en el tinello para ver las noticias mientras almorzaba o cenaba. Los bellos guardias suizos. ¡Todo tan verdadero! —pensó—, ¡todo tan bien escenificado, todo tan bien ejecutado! Intercalándose la agonía tras los cristales de las ventanas iluminadas todo el tiempo, con las retrospectivas del Papa aquí y allá, recién nombrado Papa, con su sotana blanca y su capa roja, como un emperador romano. Se le saltaban las lágrimas a Durán sin precisión: contagiado de los llorares de la gente de su edad, aquellos chicos guapos que lloraban y decían: «Nosotros hemos nacido con el Papa, desde que nacimos no hemos conocido otra cosa.» Dos años de edad tendría Durán cuando salió Wojtyla al balcón central de la fachada del Vaticano y dijo: «¡No tengáis miedo!» Lo había visto muchas veces después: su madre lo tenía grabado. Y a veces volvía a ponerlo: era como una devoción de Chipri: aquel guapo Papa de cincuenta y tantos años. Chipri tuvo desde un principio una foto del Papa en el tocador. Durán había observado muchas veces aquella cara amable, abierta, del Papa, una carita de polaco guapo con su solideo blanco. Pero lo había olvidado en gran medida todo Ramón Durán después: sólo ahora esta tarde, a solas en casa de Salazar, sintió nostalgia de aquellos tiempos que coincidieron con el papado de Juan Pablo II, como de algo en lo cual hubiera Durán tomado parte. Pensó que no tenían importancia aquellas auténticas lágrimas que se le escapaban de los ojos, que no correspondían a ninguna pena que Durán sintiera: que eran como del cine aquellas lágrimas: así había llorado Durán también viendo Tierras de penumbra (¡había llorado de verdad en las escenas finales, cuando ya se ha muerto Debra Winger y Anthony Hopkins —el escritor Sinclair Lewis— sube a la buhardilla con el niño y, ante la puerta del armario tras la cual, en los cuentos de ese autor, se abre paso a un realísimo mundo de fantasía, el niño le pregunta: «¿Crees tú que mi madre estará en el cielo?» Y Hopkins le responde: «No lo sé»). Así ahora Durán, ante el llorar de la Plaza de San Pedro y de Santiago de Compostela y de todo el mundo en otros sitios, se pregunta también si estará el Papa en el cielo (uno de los cardenales ha dicho que el Papa ya está tocando a Dios). También Durán quisiera ver y tocar a Dios. ¿Y quién no? Se alegró cuando, ya entrada la noche, oyó el ruido de las llaves que Javier Salazar solía dejar en la bandeja de la entrada. Salazar entró en el tinello sonriendo:

—Recuerdos de Lucía —dijo Salazar.

—¡Cómo que recuerdos de Lucía! ¡Pero si yo no la conozco!

—Pues ella a ti sí que te conoce, ¿qué estás viendo?

—Estoy viendo lo del Papa, que se ha muerto. Me ha dado mucha pena, ¿sabes?

—¿Y cómo es eso?

Salazar se ha sentado frente a la televisión, junto a Durán. Salazar está crecido esta noche. Lo de Lucía Martín se ha alargado. Han tomado el té, han cotilleado profusamente acerca de conocidos comunes: a última hora de la tarde han salido a cenar, cosa que Salazar rara vez hace. Salazar se ha sentido de buen humor, condescendiente, ha hablado a Lucía de los dos chicos que tiene en casa. Lucía no ha salido de su asombro: sabe que Salazar es gay, pero también es consciente de que nunca o casi nunca lo han hablado ellos dos. A Lucía le ha divertido mucho este relato, está encantada con la confidencia: por eso ha mandado recuerdos al guapo Durán. Esta noche, sin embargo, Durán no quiere hablar de nadie que no sea ese Papa difunto que soltaba palomas blancas desde su balcón del tercer piso del palacio Vaticano. Las dos imágenes superpuestas: palomas de los primeros años del pontificado y las de ahora, que no querían salirse de la habitación, cuando se acatarró y se agravó mortalmente. Durán se ha vuelto hacia Salazar y ha aprehendido la sonrisa entornada de Salazar. Su mirada entornada de ese instante, un poco entrecerrados los dos ojos, ladeada un poco la cabeza como una nota fría, como un retraimiento guasón:

—¿Qué miras? —pregunta Durán.

—No se ha portado muy bien el Papa con vosotros los gays...

—Dices vosotros como si tú no lo fueras, como si no fueras uno de nosotros.

—A veces lo dudo. Cuando os veo a todos juntos os detesto.

—Eso, nos detestas. Significa que nos odias porque te odias a ti mismo.

—¡No, no! ¡Yo no me odio a mí mismo! El que os odia u os odiaba es el Papa. Y ahí te ve sentado, haciendo pucheros porque se ha muerto un Papa que te odiaba.

Durán no sabe bien qué contestar. El regreso de Salazar le alegró hace un rato porque las imágenes de la televisión le habían descompuesto, le habían inquietado: aquel tránsito conmovedor que las cámaras de televisión tenían la facultad de efectuar instantáneamente, de la imagen de un Papa joven y fuerte a la de un anciano retorciéndose en su silla de ruedas. Deseó poder explicarle esto a Salazar: explicarle que era ese contraste entre la fortaleza de un hombre guapo en su madurez y la debilidad de un hombre anciano en su vejez enferma. Pero no podía explicar esto a Salazar ahora, porque Salazar —y esto lo percibió Durán con gran claridad e intensidad— había venido remontado, reanimado, de tomar el té con Lucía. Libre —intuyó Durán—, al menos en este momento, del apremio de los deseos carnales que sentía por Juanjo, y por lo tanto capaz de volver a su antiguo yo irónico: capaz de arroparse de nuevo en su distanciamiento guasón. En la pantalla de la televisión continuaban las imágenes, lúgubre monotonía la Plaza de San Pedro, las muchedumbres, la alternancia de antiguas tomas del Papa y las de los últimos años inmovilizado en su silla. Durán hubiera deseado explicar que había una cierta valentía en aquello, una noble gallardía: hubiera querido Durán decir algo así: «Lo que sucede en la pantalla es lo que sucede en la realidad: no es una representación teatral, no es una crucifixión representada: es una muerte en directo.» Pero a la vez que Durán deseaba decir esto, sentía que no podía decirlo porque le faltaban palabras para expresarse y Salazar se reiría de él de inmediato. Y, por otra parte, ¿cómo podía estar seguro de que lo que el Papa había tenido hasta la muerte no había sido sólo empecinamiento, voluntad de permanecer en el candelero a toda costa? De pronto pensó en su madre y apagó la televisión con el mando a distancia. Salazar preguntó:

—¿Por qué apagas la televisión? ¿No quieres verlo más?

—Tengo que llamar a mi madre.

Salió a la terraza, marcó el número del móvil de su madre, que estaba desconectado. Entonces llamó al teléfono fijo y no hubo respuesta. Le sorprendió no escuchar el mensaje del contestador siquiera. Durán contaba con que su madre estuviera a esas horas en casa, viendo los programas sobre el Papa. Se sentó en una de las butacas de la terraza sin encender la luz. Era una noche pausada, muy abrileña. Olían en la terraza los geranios que la asistenta había regado esa tarde. Volvió a marcar los dos números, el móvil y el fijo: no había respuesta ni voz grabada en el contestador. Salazar se asomó a la puerta-ventana de la terraza:

—¿Qué haces ahí? —inquirió—. ¿No quieres ver más lo del Papa?

—Estoy tratando de hablar con mi madre.

Salazar se había retirado hacia el interior de la sala, y su voz sonó desde ahí apagada y fría al preguntar:

—¿Y qué dice tu madre?

—No dice nada, no está. Parece que no está.

—Habrá salido a cenar —comentó Salazar desde el interior de la sala. Su voz sonaba desinteresada, aburrida.

Durán se sentía angustiado: las imágenes del Papa enfermo, de las gentes llorando, le habían conmovido tanto que deseaba hablar con su madre: no se tranquilizaría hasta que consiguiera hablar con ella esa noche.

—¿No quieres beber algo antes de irte a la cama? Yo voy a tomarme un whisky muy ligerito.

—No quiero nada, gracias.

—¡Como quieras! ¡Yo me acuesto, mañana hablamos! Hasta mañana —contestó Salazar.

—Hasta mañana.

Decidió no acostarse hasta hablar con su madre. De pronto sintió miedo. De pronto sintió que nada en este mundo le importaba más que su madre. ¿Qué podía estar pasando? Eran las doce de la noche ya. Volvió a llamar una y otra vez. Fue a tumbarse a su dormitorio, que ahora compartía con Juanjo. Salazar había comprado una cama individual nueva, con su colchón y sus sábanas nuevas. Se quedó adormilado: se despertó sobresaltado al cabo de una hora. Volvió a marcar los números de los dos teléfonos y no hubo respuesta. Le sobresaltó la entrada de Juanjo que llegaba a casa, una vez más, muy bebido. Se trasladó a la sala y reanudó sus llamadas telefónicas. Decidió bajar a Marbella a la mañana siguiente, si no conseguía hablar por teléfono antes con su madre. Se acurrucó en el sofá de la sala. Se quedó ahí dormido. Se despertó sobresaltado a las siete de la mañana. Esta vez su madre se puso al teléfono. Sólo acertaba a decir: «Estoy bien, estoy bien», con la voz ronca o somnolienta de alguien que ha bebido o ha tomado somníferos. Hablar con ella le tranquilizó: «Te volveré a llamar más tarde, duérmete ahora.» Se duchó, se puso el chándal y salió a correr con las primeras luces del amanecer de aquel día.

31

Nada está pasando en Marbella. La preocupación por su madre, acostándose a las tantas y contestando al teléfono con la voz ronca y pegajosa de los somníferos, no ha tenido tirón suficiente. Salazar se ha dado cuenta anoche de la inquietud de Durán por su madre y está decidido a contrarrestar la inquietud con quietud, el sentimiento de responsabilidad filial con la irresponsabilidad del principio del placer. Es una ocupación de todo el día: Salazar dedica ahora el día entero a jugar este juego de retener en casa a los dos chicos. En cada caso cambia el procedimiento: con Juanjo recurre a la adulación y a los regalos de ropa y dinero de bolsillo, los relojes deportivos, el Sandoz de esfera roja del piloto Fernando Alonso: «A veces es bueno llegar en hora», ha comentado guasón Salazar al alargarle hace unos días el elegante estuche de Sandoz. Y ha añadido:

—Si Ramón te pregunta, le dices que es un regalo de un ligue tuyo. Seguro que eso le evitará sentir celos. Está celoso de ti y celoso de mí. Ramón es el más sensible de los tres, ¿a que sí?

Así que Juanjo le ha enseñado el reloj nuevo a Durán enseguida y le ha contado que se lo ha regalado Salazar y también la recomendación de Salazar de que no se lo dijera: justo lo que Salazar sabía que Juanjo haría. No ha acertado Salazar, sin embargo, en lo de la envidia o los celos. Durán no ha dado el rebote mezquino del envidioso o del posesivo, sino que —impulsado quizá por un espíritu creador que procede, sin que el propio Durán lo sepa, de sí mismo— se ha alegrado de que Juanjo tenga ese estupendo reloj. A su vez, Juanjo le ha contado a Salazar lo ocurrido: le ha contado que ha contado a Ramón Durán que Salazar le había recomendado que no contara que el regalo era suyo. Y le ha contado que ha desobedecido adrede para ver qué cara Durán pondría de envidia y rabia, aunque apenas Juanjo lo ha notado. Así que, sin querer, cuenta a Salazar más verdad de la que cree que cuenta al contar que no ha notado la menor envidia en el rostro de Durán. Todos estos microrrecuentos deleitan a Salazar, y deleitan también a Juanjo Garnacho: le sirven a Juanjo para sentir que Salazar y él forman una unidad dinámica, un circuito cerrado en torno al cual circula a su vez Ramón Durán creyendo que es aceptado, sin serlo. Juanjo está viviendo una temporada de extraordinaria felicidad. Su autoconciencia funciona como una ininterrumpida sesión de rayos UVA ahora, que le enciende la piel y le aceita la musculatura y le enciende y le aceita la polla y la raja del culo: el ano solar que —Juanjo cada vez más claramente sabe— fascina crecientemente a Salazar. Para que se produzca la impregnación de estos rayos, de esa su mínima autoconciencia, requiere Juanjo poder sentir cierto gozo —cuanto más mejor— como rédito del daño que hace, o cree que hace, a su antiguo amante. Y Salazar, a su vez, se da cuenta del buen funcionamiento de esta creación de circuitos autónomos para cada uno de los dos muchachos, el centro de cada uno de los cuales es Salazar, sólo que, en el caso de Durán, en vez de relojes o ropa de marca se sirve Salazar de la ternura y de una insidiosa comparación con Juanjo, favorable a Durán, que incrementa la ternura y el sentido protector de Durán por Juanjo y que, en general, derrite al chico, le ablanda. Así, esta mañana que sigue a las llamadas telefónicas a Marbella, al volver de correr, Durán desayuna con Javier Salazar en el tinello y, con dulzura, Salazar le pregunta si por fin ha podido hablar con su madre y le envuelve en una conversación tierna acerca de Chipri que hace que, una vez más, Durán posponga su viaje a Marbella hasta el día siguiente y hasta el otro y hasta que, de nuevo, su madre llame por teléfono.

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