Contra Natura (39 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—Usted comprenderá, señor comisario, que yo estoy a lo mío. El personal que viene a mi local no son críos. Yo me limito a recibir a la gente y a vigilar al servicio, y que conste que no es un puticlub: es un local decente. Prueba que es decente son los años que lleva este negocio sin que nunca pase nada. Ahora, responsable, yo no me hago responsable. Yo lo que digo es «Allá ellos». El ambiente que yo les proporciono, la atmósfera, es pues seria y respetable. No es un bar de ligue. Otra cosa es lo que hagan los clientes fueraparte. Como usted comprenderá, a esas edades uno espera que se comporten ellos por sí mismos. En mi local no hay personas menores de cuarenta. La gente es como es debido: respetable, personas solas, personas de una edad, separadas, separados, viudas, viudos: gente a la deriva de divorcios, usted me entiende, hay de todo. El nivel es bueno, The Royals tiene un buen nivel, música discreta, de la bailable, no oirá usted una voz más alta que otra. Yo a esta señora, claro está, la conocía. Al hijo no. No le conocía. ¿Que con quién pasó la noche? No lo sé, mire usted, no era asunto mío. Ni me fijé con quién salió o si salió, si sola o a qué hora, no lo sé. No admitimos a cualquiera, de eso nada. Ni la menor queja de vecinos se ha tenido nunca en mi local. Y conste que está en los bajos de un gran bloque. Esto funciona como un club: reservado el derecho de admisión...

El comisario oye toda esta retahíla entre exculpatoria y relamida. Es verdad que el local tiene en Marbella fama de discreto. Toda la clientela, le consta al comisario-jefe, se preocupa de diluir, una vez allí, su identidad un poco: nadie desea hacerse notar demasiado. Es un sitio con encanto cincuentón. Funciona todo el día, a mediodía se sirven platos combinados, el local se abre hacia las doce de la mañana para los aperitivos, y los habituales, generalmente hombres de negocios de Málaga, Marbella y alrededores, se quedan a almorzar. Hay dos comedores en la parte de atrás, muy reservados, que dan a un pequeño patio. Incluso a mediodía reina en el local la media luz, un crepúsculo interior: suena discretamente un hilo musical con canciones de Los Panchos, tangos, boleros, María Dolores Pradera, fados de Amália Rodrigues, Charles Aznavour, música de los años cincuenta del pasado siglo, que los habituales de The Royals bailaron de jóvenes y ahora tararean nostálgicos. La regla no escrita del local es que los caballeros vienen solos, por su lado, y las damas vienen también solas o, como mucho, de dos en dos por otro lado. Hay, como dice el Manguis, un muy buen ambiente años cincuenta de boîte y whiskería. Los clientes bailaron al son de los Pequeniques, los Bravos, el dúo dinámico, Adriano Celentano, Adamo. Algunos grupos actuales —puntualiza el Manguis— han tomado estas canciones y también Amena y Telefónica para anuncios. El Manguis, a quien toda esta situación policial con víctima en el depósito de cadáveres ha reanimado mucho, subraya la excelente música ligera de aquella época y de ahí los revivals de hoy en día. La versión de los hechos de Leonardo es rosicler, enfatiza lo normal, lo habitual, lo cotidiano, lo socialmente aceptado de toda la situación. No recuerda que Chipri «se significara» la noche pasada por haber bebido mucho o por bailar exageradamente. Lo que pudo pasar después —insiste Leonardo una y otra vez— no es culpa suya, no es culpa de nadie, estas cosas pasan. Mientras dura este interrogatorio, Marisa ha logrado que Durán, en voz baja, le cuente algo de la última etapa de la vida de su madre: así es como aparece en el relato Florentino Pelayo, el Floren, que resulta ser un importante cliente de The Royals. Se le considera un constructor-promotor de gran prestigio en la zona. Ultimamente —cuenta Leonardo— don Florentino trabaja en el interior de la provincia, rehabilitando casas antiguas, lo que llaman «sitios con encanto». No, don Florentino no estuvo la noche pasada en The Royals —indica el Manguis.

Marisa entretanto consigue que Durán le hable de sus amigos de Madrid: de Javier Salazar en concreto. Durán recuerda el teléfono de memoria, Marisa llama por teléfono a Salazar. Salazar declara hallarse desolado por la noticia, y también a punto de emprender esa misma tarde un viaje de negocios que no puede posponer de ninguna manera. La voz fría y tranquila de Salazar sorprende a Marisa, que, en un aparte, pregunta a Durán si de verdad cree que ese caballero es tan amigo suyo como dice. Durán no desea hablar con Salazar por teléfono: no desea oír la familiar voz fría de Salazar fingiendo que tiene que salir de viaje, sabiendo, como sabe Durán, que no tiene en realidad ningún viaje proyectado. De esta conversación telefónica no sale nada en limpio, sólo una sensación extraña, que Marisa confusamente percibe, de desamparo. Como si Ramón Durán no tuviera veintiocho años sino que fuera un adolescente confuso, un huérfano muy niño. Se deja arropar Durán por el ambiente entre familiar y cutre de la comisaría. Son buena gente estos policías nacionales que entran y salen, hombres entrados en años la mayoría, muchos de los cuales ya no patean la calle sino que realizan trabajos de despacho y hacen sitio, sin gran esfuerzo, al pobre muchacho cuya madre acaba de ser asesinada en condiciones incomprensibles. Todos ellos han visto casos parecidos muchas veces, incluso casos mucho peores. Poco a poco ha ido abriéndose paso la idea de que Chipri tuvo un encuentro desgraciado a la salida de The Royals. El hecho de que no lleve encima ni su reloj de pulsera ni ningún anillo ni el bolso de mano, parece indicar que fue asaltada al salir del bar, antes del amanecer. Va a ser imposible saber qué paso. Ahora se han reunido en el despacho del comisario-jefe Araceli, Leonardo, Marisa y Durán. Ya está todo o casi todo hablado. Esta reunión es casi un mero trámite final. Pero Leonardo, excitado por todo ello, tiene todavía muchas gañas de hablar. Se siente hombre de mundo, comprende el alma humana. Comprende la situación existencial —llega a decir— de sus clientes. Siente que sus opiniones calan hondo, aportan profundidad a las pesquisas policiales. Igual que sus clientes, él tampoco es un cualquiera. Desde su asiento se dirige al comisario-jefe de hombre a hombre, en voz lo suficientemente alta para que todos los presentes disfruten de su autorizada opinión: «Mire, comisario, yo voy a decirle la verdad. La verdad es que ella, Chipri, estaba en una mala edad, esto me consta. Las mujeres, usted lo sabe igual que yo, tienen esta problemática de las menopausias, que tanto las trastorna, yo lo sé porque lo veo en mi local, mi trabajo es de cara al público al fin y al cabo. Mujeres solas, pintadas como puertas, que vienen a buscar lo que no encuentran. Y eso frustra, eso amarga, ¿pero qué vamos a hacerle? Y así es la vida, la vida es como es. Y a ella, a Chipri..., cómo le diría yo: le iba la marcha, era chochona, entrada en carnes, era coñona, y pasaba de la depresión a la juerga sin trámite ninguno... ¡Patapum! Un par de whiskies y ya estaba mal la cosa, mal o bien, según se mire. Era ella además poco prudente, se tiraba encima de los tíos, pudo haber sido eso, el desespero, lo que acabó con ella la pasada noche. ¡La marcha le iba mucho!, ya le digo.»

Durán se ha acercado a Leonardo mientras hablaba con el comisario. Ahora le agarra la cabeza por los pelos y con ambas manos le estrella la cara contra la mesa del despacho. Le levanta la cabeza y la vuelve a estrellar contra la mesa.

—¡Hijoputa! —brama Durán con voz ronca. Los dos consecutivos golpes contra la mesa le han reventado las narices y quizá los dientes. Sangra el adefesio, el Manguis, por la nariz y por la boca: la cara se le borra. (Francis Bacon ve esto claramente ahora.)

Marisa, con la ayuda de otro policía joven, traslada a Durán a otro despacho. Una vez solo con Marisa, Durán se desploma sobre ella hipando y sollozando: «Hijoputa», se le oye decir.

Se decide llevar a Durán al hospital, a urgencias, para tenerlo en vigilancia psiquiátrica por una noche. Ahí le ponen un sedante fuerte para que duerma. Marisa va a verle al día siguiente. Durán le pide que llame por teléfono a Paco Allende, quien promete bajar a Marbella esa misma tarde.

33

Allende está en el colegio, a punto de salir, cuando recibe la llamada de Marisa. Marisa le pregunta si conoce a Ramón Durán y Allende le responde que sí. Marisa le explica que le llama desde la comisaría de Marbella por indicación de Ramón Durán. Ramón Durán ha dicho que es amigo suyo. ¿Es usted amigo de Ramón Durán? Sí, lo soy. ¿Sabe usted que su madre ha aparecido muerta en la playa? Por eso le llamo. La hemos encontrado esta mañana. El chico está destrozado y no sabemos qué hacer con él. ¿Puede usted desplazarse hasta Marbella esta misma tarde? Sí, puedo. Tendrá que hacerse cargo del muchacho, supongo. Me haré cargo, por supuesto. Creo —termina Allende— que podré llegar al final de la tarde, hacia las nueve de la noche.

Allende habla con el director del colegio, le explica que tiene que desplazarse a Marbella por una desgracia familiar, no da muchas explicaciones: nunca ha dado muchas explicaciones. Confía estar de vuelta a final de semana o principios de la siguiente. Del is al ought no hay una distancia infinita. Hay sólo un paso, el paso de la acción recta, la intención recta: this is the way the world is, this is how I must act. Paco Allende toma el AVE del mediodía. Llega a Sevilla a media tarde, llega a Málaga después y de Málaga a Marbella toma un taxi. Durante el trayecto de Madrid a Sevilla, Javier Salazar le ha llamado al móvil: ¿Dónde estás tú ahora?, le pregunta Salazar, y Allende dice: Voy camino de Sevilla, me han llamado de la comisaría de Marbella. Han asesinado a su madre. Ramón tiene que estar hecho polvo. Ah, admirable —comenta Salazar— desgraciadamente yo no puedo hacer lo que tú haces, porque tenía un compromiso ineludible, un viaje ineludible. Pero te llamo para que sepas que estoy a tu disposición. Tenme todo el tiempo al tanto. Te llamaré a tu móvil cada día, para saberlo todo. Quiero saberlo todo.

Paco Allende advierte la melosa insinceridad de Salazar. Cualquiera se daría cuenta de inmediato. Pero en realidad salta Allende por encima de esa insinceridad olvidándole. El impulso de su voluntad de ayudar a Durán en este trance es más fuerte que toda mezquindad. Y olvida a Salazar. Allende prefiere en realidad que Salazar no intervenga, porque así podrá hacerse con el chico. Esta frase, hacerse con el chico, pertenece al reino de otros fines, los fines egoístas del yo, que ahora no vienen al caso: sabe por experiencia que hacerse con el chico en estas nuevas circunstancias trágicas será terrible. Este viaje centelleante de Madrid a Sevilla es un repaso de toda su vida entera. Recorre Allende su vida entera desde su frívola juventud tras salir del seminario, hasta este instante en que, sólo movido por el deseo de ayudar a Durán, se va a comprometer en una acción compleja, que quizá termine mal. Hay una máxima que ha guiado a Allende durante todos estos años de ocuparse de alumnas y alumnos y madres y padres angustiados, todos estos años de esfuerzo por ser mejor, más libre y más comprometido con sus semejantes a la vez. Esta máxima dice: hacer lo correcto con independencia de que nuestras intenciones al hacerlo sean claras o turbias, buenas o malas. De alguna manera se trata de hacer el bien, lo que es adecuado y correcto, con independencia de que mis motivos sean egoístas o altruistas. Allende sabe que en su deseo de ayudar a Durán puede haber ahora mismo un deseo de hacerse con el muchacho, poseerle, adueñarse del chico. Si, preocupado por esta mala voluntad, esta codicia, se asustara y no acudiera en ayuda del chico, Allende obraría mal. Es cierto que el chico le gusta, pero la acción correcta debe ejecutarse con independencia de que le guste o no. Una inteligencia éticamente refinada como la de Allende siempre titubea a la hora de hacer algo que debe hacer pero que además le gusta hacer. Kant llamaba patológico a ese extra de agrado que la acción éticamente correcta puede en algunos casos comportar. Si Allende ahora —obsesionado por el formalismo kantiano, que es una tentación que todas las inteligencias éticamente responsables sienten— dejara de auxiliar a Durán, cometería una falta, un pecado moral imprescriptible. Pero no va a cometerlo. De la misma manera que se puso de viaje con lo puesto, sin preocuparse de llevar siquiera un maletín con lo indispensable, ahora Allende cierra los ojos y se dispone a lo que venga, sea lo que sea. Ahora no es el yo de Allende, sino el otro yo, el de Ramón Durán, inaccesible, incomprensible, quizá infernal, que necesita en este momento, como en la parábola del buen samaritano, su ayuda.

Durán ha vuelto a la comisaría desde el hospital donde pasó la noche. En comisaría no creen que este asunto vaya a resolverse nunca. La autopsia revela que Chipri tenía el cuello roto. ¿Fue que se cayó? ¿Fue que alguien le rompió el cuello? No hay un CSI-Marbella que vaya a hacer una investigación. Se ha decidido que todo debió de ser accidental: que Chipri salió de The Royals en avanzado estado de ebriedad. Quizá se desplomó desde la terraza del paseo marítimo al suelo. Quizá... ¿Quién tiene verdadero interés en investigar más el asunto? Florentino Pelayo estaba de viaje la noche de autos. Aún sigue de viaje, por Italia. En la comisaría se compadecen de Ramón Durán. Marisa se ha ocupado del chico de buen grado. Un pariente o amigo viene de Madrid para ocuparse de él. No puede hacerse mucho más. En comisaría están acostumbrados a los accidentes, a los crímenes, a la mezquindad, a la muerte. Ésta es una muerte más. ¿Quién puede detenerse a pensar en esta muerte con calma?

Allende por fin se encuentra con Durán, que está solo, en un despacho de la comisaría. Durán se abraza a Allende. Allende percibe el olor del chaval, sudoroso, tembloroso. Sabe que tendrán que ocuparse en breve del entierro y del funeral de la madre. Lo mejor es que esta noche vayan a dormir a casa: así que se despiden de Marisa y de los demás policías. Y, pasando el brazo derecho sobre los hombros de Durán, caminan lentamente los dos hasta la casa de Chipri. Una vez en la casa, Durán rompe a llorar sin consuelo. No hay nada que hacer. Allende sabe que sólo puede hacerse una cosa: estarse allí con el chico. Durán se acuesta vestido sobre la cama de la madre. Allende, vestido también, se tumba a su lado y se queda dormido. El día siguiente será un minucioso día de ceniza y confusión. Allende ha asistido a situaciones como ésta en otras ocasiones: sabe lo que hay que hacer. Se queda dormido sin apagar la luz de la mesita de noche.

Allende se despierta y se sorprende al ver que no le acompaña Durán. Se levanta precipitadamente de la cama temiendo que el chico haya salido a la calle. Está Durán en la cocina, sentado a la mesa de la cocina. Allende trastea en los armaritos de la cocina en busca de café y abre la nevera para sacar la leche. La nevera está casi vacía. Durán está callado, muy pálido, mira al frente.

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