Contra Natura (43 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—¿Quieres decir que mi madre no ha muerto? Que no se ha convertido en polvo, en nada. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Lo que quiero decir es que tú te rebelas contra el absurdo destino de tu madre asesinada y yo también. Y tenemos que apoyarnos los dos en esta rebelión y en el mensaje cristiano, a la vez, para sostenernos ante el absurdo, sin poder, sin embargo, deshacernos de él, convertirlo en algo razonable. La muerte de tu madre no es razonable. Es absurda, es la muerte de una pobre víctima de la crueldad, de la brutalidad, anónima en este caso...

Allende piensa: Estoy balbuceando, estoy a punto de servirme de frases hechas, referencias de mi educación cristiana, para consolar a este chico de cualquier manera. Este deseo de consolar a todo trance —que es válido— debe preservarse de este otro deseo que también siento en mí mismo ahora y que consiste en acabar de una vez, dejar el asunto concluido, allanar las dificultades, inundarlo todo de palabras nobles y quizá verdaderas, porque la situación es angustiosa y además insoluble. Debo —decide Allende— mantenerme aquí con lo poco que puedo decir y con la compañía y simpatía que pueda proporcionar mi presencia. Y eso es todo. No puedo querer y no quiero tranquilizar al chico a cualquier precio. Al precio maldito de las frases hechas, del consuelo cristiano convencional. Entonces —como inspirado por esta dialéctica interior de hacer uso del consuelo cristiano sin permitirse trivializarlo— se le ocurre a Allende decir lo siguiente:

—Tú sabes que los cristianos creen que Jesús, en su muerte, reúne todas las muertes de todas las víctimas inocentes. Cuando los cristianos hablan de la resurrección de Jesús, hablan de una victoria sobre la muerte en la cual se injertan todos los muertos inocentes. Es un injerto. Tu madre era inocente, no merecía la muerte que tuvo. Los cristianos dicen que el Dios cristiano es un Dios de la vida y que se injertan en Él todas las vidas. A eso llaman los cristianos vida eterna...

—Entonces, ¿mi madre no ha muerto? ¿Es eso lo que quieres decirme?

—Eso es lo que quiero decirte, sí. Lo que pasa es que no logro yo mismo acercarme a esa experiencia cristiana con demasiada energía o lucidez. Estoy tan a oscuras como tú. Pero, por lo menos, estamos a oscuras los dos.

—Entonces, ¿qué hay que hacer? ¿Qué tengo yo que hacer?

—Tienes que pensar en ti mismo ahora. Para poder entender o, por lo menos, para no desesperarte, para situarte con alguna clase de esperanza ante la muerte de tu madre, tienes que, y perdona que hable así, cambiar tu vida: salir del, si me permites decirlo, laberinto estúpido en el que estabas metido en Madrid...

—Es decir, dejar a Juanjo y a Salazar.

—Yo creo que sí. Creo que, además, tú mismo quieres dejarlos ahora.

—Entonces, lo que dices es que quieres que me vaya a vivir contigo.

—¿Otra vez vuelves a eso? Eso sería un error. Vamos a ver, a mí se me ocurre una solución: por lo menos para un par de meses, lo que dure este verano, mientras lo piensas todo otra vez. Tengo una compañera del instituto que alquila una habitación o dos, no sé, durante el curso a estudiantes. Seguramente, una de sus dos habitaciones estará libre ahora. ¿Por qué no ocupar una habitación en casa de esta chica, que es más joven que yo, que es profesora de literatura, que es una persona alegre? No sé, sería un cambio de ambiente. Estoy dando palos de ciego, ya entiendes. Igual no congeniáis. Sería como una situación transitoria.

A todas éstas, es ya la hora de comer. Curiosamente, Ramón Durán ahora sonríe:

—Joder, Allende, eres un buen tío. Tengo hambre. Por qué no bajamos a comer y pensamos luego en lo de Madrid. También tengo que ver a Marisa otra vez. ¿Te puedes quedar conmigo otra noche más y mañana volvemos a Madrid juntos?

—Sí que puedo, vámonos a comer ahora.

36

—¡Pero bueno, pero cómo es posible! Esto es un horror, Ramón. Eres un horror, cómo puedes esto a mí decirme, que no vienes, ¿no me quieres ya, no nos quieres ya? ¿Tampoco a Juanjo? Eres un chico horrible, Ramonín, que no nos quieres.

Ramón Durán escucha a través del auricular del teléfono la sala entera de Salazar, el sol dando en el toldo color calabaza, resplandeciendo en los geranios rojo fuego, el viento del atardecer cálido, azul. Dios está azul. La delicia del hielo en el whisky de malta, la delicia del tono zumbón de Salazar, inconfundible. No le ha dado el pésame. De pronto, a todos los efectos, la muerte de Chipri es una mera cesación. Univocidad de la muerte: Durán no sabe estas frases, no las piensa ni las dice, pero al engancharse en el anzuelo delicioso de la voz amable, ligera, cálida de Salazar entiende antepredicativamente que the past is past y que, como Semónides de Samos —y contra la ebriedad intelectivo-cristiana de Allende—, si fuéramos sensatos del muerto no deberíamos acordarnos durante más de un día. Sensatez, otra ebriedad, la profunda ebriedad del sol en los geranios de la juventud, la tersura muscular, los cuerpos exaltados, la gracia un poco superficial, el sol que atañe y que recubre como una pleamar el jazmín de la pared de la terraza de Salazar. ¿Quién coño se acuerda de la muerte? En la voz de Salazar hay, y Durán no lo ignora, guasa y un plus, un dejo de ansiedad disfrazada de fingido malhumor, porque Ramón Durán le ha llamado por teléfono para decirle que ha encontrado un sitio en Madrid, ha alquilado una habitación. Durán, además, se ha permitido añadir una frase que ha escocido un poco: «Ahora tengo dinero.» Nada más decirla, se arrepiente Durán de haberla pronunciado. Por otra parte se alegra de haberla pronunciado: ahora no dependerá de Salazar. Nunca dependió de Salazar. Y sin embargo dependía de Salazar antes de la muerte de Chipri. El dinero, el piso, no eran suyos entonces, eran de su madre. Ahora, sin su madre, es todo suyo, ahora es rico, ahora no depende de Salazar ni de nadie. No ha podido remediar contarlo por teléfono y a Salazar esto le ha interesado mucho.

—¡Ajá, chico rico! ¡Esto altera todos los supuestos, does it not? Pobrecillos Juanjo y yo, pobrecitos pardillos, sin un céntimo. Forzados a chapas y a mamadas por los antros de Dios, por los madriles súcubos de los coitos anales. ¿No vas, chico rico, ni a venir siquiera a vernos? Juanjo sin ti ya no es mi Juanjo, estamos ambos desolados: dos pollasbobas, que dicen los canarios, sin alegría juvenil, sin esa fructuosidad copiosa de la eyaculación tan joven: ese semen cremoso como la flor de un lilo blanco en la punta de los grandes nardos. Mi amor, ¿no vas a venir, o sí vas a venir a vernos, digo?

—Sí voy a ir, claro que voy a ir a veros. Además tengo que recoger mis cosas.

—¿Ah, sí? Conque recoger tus cosas. ¡Qué triste! De nada vale ya, ante tus velados ojos ya no brilla lo porno-poético que adjunto. Dime por favor, Ramón, cuándo vas a venir a recoger tus cosas para que yo no esté, para que yo me oculte en bares comepollas adonde ahora voy, y no presencie la deserción, la desertización de mi más bello amor. '

—No me has dado ni siquiera el pésame. Mi madre ha muerto asesinada y tú sales con que comes ahora pollas en los bares. Por eso no quiero ir a tu casa, ni verte nunca más a ti o a Juanjo. Sois dos hijos de puta, es lo que sois.

Si ahora Durán colgara el teléfono, tendría alguna oportunidad de zafarse de Salazar y de Juanjo. Pero no cuelga el teléfono porque Salazar le paraliza. Salazar es un beleño, un veneno, un narcótico. Sólo el hecho de que estos primeros días de Madrid los esté pasando Durán en casa de Allende, mientras queda libre el piso de la profesora compañera de Allende, impide que Ramón Durán pida perdón ahora por su desagradable contestación y vuelva a casa de Salazar, a la viscosidad dulzona donde casi estaba acostumbrado a vivir con Salazar y con Juanjo. De repente se pone al teléfono Juanjo. Incluso para la ingenua conciencia de la situación que percibe Durán es obvio que Juanjo, también con Salazar, estaba presente en la conversación telefónica.

—Ramonín, soy Juanjo. —La voz de Juanjo le conmueve ahora de verdad, Allende no está en casa, Durán está solo y ha llamado por teléfono para decir que no va a volver, salvo para recoger sus cosas. La voz guapa y rasposa de Juanjo le conmueve ahora: siempre se vuelve al primer amor, que dice el tango—. Oye, perdona a Javier, que está mamao, ya le conoces. Pero que lo de tu madre lo hemos sentido muchísimo los dos, o sea... esto te quiero decir sólo. Yo te quiero ver. Esta misma tarde te quiero ver, porque tú y yo somos uña y carne y tú lo sabes. Yo te quiero. Yo te quiero a ti. Éste está pirao y no sabe ni lo que habla. Dime dónde estás, que voy a verte este minuto. ¿Estás en un hotel?

—No. No estoy en un hotel.

—Entonces, dónde, Ramón. ¿Desde dónde llamas?

—Estoy con Paco Allende, en casa de Paco Allende.

Ramón Durán, de la misma manera que antes tuvo la impresión auditiva de la sala de Salazar, escucha ahora el bisbiseo, ligeramente alejado del auricular, de Salazar y Juanjo: Está con Paco Allende, ahí está. ¡Acabáramos! ¡Bujarra de mierda, pregúntale si follan, la puta mosca muerta, ya podrá sacar tajada ahora!

—¿Estás ahí? —pregunta Juanjo.

—Sí, estoy aquí, ¿qué os pasa? Vosotros dos sí que sois uña y carne. No tú y yo, vosotros dos. Y lo de mi madre os importa una mierda, di la verdad.

—Quiero verte, ¿sabes que quiero verte? Esta misma tarde quiero verte. Tú y yo somos tú y yo. No hay nadie más. Voy a buscarte donde quieras.

—Ven a buscarme a La Vaguada, debajo de los arcos, ahí te espero.

No lo ha podido remediar: hablar con Juanjo le ha excitado mucho. De verdad desea que Juanjo le abrace y le acaricie: irse calle adelante ellos, los dos, las avenidas repetitivas del dulce amor estival hacia el atardecer copiosamente sucio, sepia, cárdeno amarillo, bronco y dulce, hasta un parque secreto donde no les vean ni besarse ni masturbarse, que es lo que quiere hacer ahora Durán. A Juanjo le da igual, le gusta, por supuesto, y le da igual. Y todo ello Javier Salazar lo ha planeado para enganchar de nuevo al chico y no perderle. Salazar sabe que Durán ahora, después de la tensión del duelo y de la compañía ascética y ética —en esto acierta Salazar— de Paco Allende, necesitará su poco de magreo, un fácil acceso a su instintivo yo, tramposo y entrampado, facilón. Eso es lo que Juanjo representa y por eso ha dictado casi a Juanjo lo que le tiene que decir para engarlitar de nuevo al guapo Durán que ambos necesitan, Salazar y Juanjo, para correrse bien del todo.

Son las nueve de la noche, ha pasado ya la hora de volver de las oficinas. Los arcos decorativos que rebrillan metálicos producen a esa hora una curiosa sensación de irrealidad. Es un atardecer veraniego. El cielo es muy azul todavía, es un paisaje de altos bloques de viviendas, la Ciudad de los Periodistas. Durán está sin afeitar. Le sorprende que Juanjo le esté esperando en el paso de peatones. Durán le ve desde lejos. Y siente una emoción ambigua, una punzada de deseo, mezclada con una fuerte censura que procede de alguna parte de la conciencia de Ramón Durán, de la que el propio Durán no es aún dueño y que parece haber emergido —tras la muerte de su madre y las conversaciones con Allende— como una conciencia suspendida. La sensación que Ramón Durán tiene mientras espera en el paso de peatones y observa a Juanjo al otro lado, no es agradable, no se compone sólo de deseo, tiene un componente de crítica —Juanjo le parece demasiado arreglado y demasiado moreno, parece un modelo—. Parece un hombre joven, procedente de otro mundo más sofisticado y caro que el mundo cotidiano de la gente joven que va y viene por La Vaguada en ese momento: casi hubiera preferido Durán que Juanjo conservara algo del Juanjo mal arreglado que se encontró en la Ciudad Universitaria. Al encontrarse, Juanjo le tiende la mano, los dos están un poco forzados.

—Tío, he sentido mucho lo de tu madre.

Durán se queda frente a Juanjo sin decir nada. Ahora de pronto, esta frase convencional vuelca la muerte de su madre sobre Durán desconcertándole. No cree, de pronto, que Juanjo sienta la muerte de su madre. Juanjo ha venido demasiado alicatado, demasiado peripuesto, ha venido a una cita galante. No puede darse el pésame así.

—¿Te manda Salazar a que me digas eso? —pregunta Durán.

—Ramón, qué cosas tienes. Salazar no tiene que ver nada. Tú y yo somos amigos de mucho antes.

—Éramos amigos de mucho antes, sí. Ahora no sé lo que somos ya. Salazar nos ha confundido a los dos. Te está jodiendo a ti, y a mí también.

—Salazar te quiere mucho, me lo ha dicho estos días.

—¿Has venido a decirme eso? Ahora que me encuentro contigo, no tengo ganas de hablar contigo.

—Te está comiendo el coco el Allende. ¿Es verdad que vas a vivir con él?

—No, ¿quién ha dicho eso? Voy a vivir en una habitación de una amiga suya.

—¿Entonces no quieres nada con nosotros? ¿Por qué no vienes a cenar con Salazar y conmigo esta noche?

—No tengo ganas. Creía que iba a ser distinto.

—¿El qué iba a ser distinto?

—Este encuentro. Tú estás en otra onda. Apenas te reconozco.

De pronto, Juanjo mira el reloj Sandoz de esfera colorada.

—Entonces, ¿qué hacemos? —dice Juanjo.

—Tú no sé qué harás. Yo me vuelvo a casa.

—Es que, verás..., Salazar tiene mucho interés en verte. En hablar contigo. Yo no he venido sólo por eso, pero también he venido para decirte lo mucho que Salazar lo ha sentido todo, y lo mucho que me ha hablado de ti todos estos días.

—Déjalo. Me vuelvo a casa.

Durán se da la vuelta y, sin despedirse, se encamina Ginzo de Limia arriba, hacia el piso, todavía vacío, de Allende a estas horas. No desea realmente irse: desea que Juanjo le abrace, desea el enternecimiento dulzón, ferviente, del Juanjo que amaba y que por un instante ama todavía, pero está decidido a no volverse si Juanjo no le llama. Está empalmado y sabe que Juanjo lo sabe. Si Juanjo no le llama, no volverá la cabeza. Juanjo ahora se le viene encima, le pasa la mano por el hombro y le habla al oído:

—¡Joder, no seas así! ¿Estás celoso o qué? A mí me pones tú, no Salazar, joder, pareces tonto. Salazar es un tío enrollao, tú le conoces. Nos regala cosas, dinero, lo que le sale de la polla. Está encaprichao con nosotros, está que lo tira. Eso no es malo, es lo que es. Lo nuestro es lo nuestro... Estás empalmao ahora. Yo también.

Durán cede. Todo cede ante este deseo de atardecida estival de su primer amor, de su entrega pasiva a quien le proporcionó el más fuerte deleite erótico de su juventud. No lo puede remediar en este momento Durán, y es verdad que ha sufrido la tensión de estos días mucho más fuerte de lo que parece. Y es verdad que, aunque tiene la sincera intención de irse a vivir al piso de la amiga de Allende, no ve en este momento al menos que tenga que renunciar del todo a Juanjo. Juanjo está tan guapo. Durán baja la cabeza y se deja acariciar un poco el cuello. Dice:

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