Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Así las cosas, una tarde ve a Durán despidiéndose de Salazar, en la calle de la Princesa.
—¿Quién era ese tipo?
—Es Javier Salazar. Ya te dije que vivía en su casa.
—Está muy bien —comenta Juanjo.
—¡A que sí!
—¡Qué callado te lo tenías!
Hay entre los dos todo el ruido de Princesa en verano: las taladradoras, las tuneladoras, las uvis móviles, los automóviles, el mestizaje: el ruido y el color se traducen entre sí. Es ruido de ciudad sudamericana: la calle está atestada de zanjas con obreros multirraciales, atestada de ombligos. Se tiene una sensación umbilical, de mundo en pequeño, como una mini Calcuta. No deja de ser, sin embargo, la calle familiar de siempre. Entre los dos amigos se ha intercalado el sonido y el colorido y el calor no muy intenso aún del verano del 2004, como un personaje más, como una presencia invisible, como la invisible presencia de Salazar, quien —a juzgar por la expresión de sorpresa que aún se advierte en el rostro de Juanjo— le ha impresionado mucho. Ramón Durán siente una vanidad un poco infantil en este instante, al fin y al cabo Javier Salazar es alguien eminentemente presentable, de quien uno puede sentirse orgulloso. A Ramón Durán le está haciendo gracia observar la cara de sorpresa y contenida admiración de su amigo. Así que Durán, un poco a lo tonto, retoma la conversación donde la habían dejado:
—¿Tú qué te crees? A ver si te creías que yo iba a estar con cualquiera.
Durán se da cuenta de que ésta es una frase vulgar, rabanera, pero éste es el tono que desea mantener. Después de todo la frase de Juanjo, el «qué callado te lo tenías», invita a secreteo de vecindonas, un comineo rabanero. Así que Durán prosigue en este tono de falsete que sin querer se le viene a la boca.
—Me lo tenía tan callado para que no me lo quites.
—¡Qué perra eres!
Éste es un tono de Chueca que los dos han aprendido ya a lo largo de este año en Madrid. Sólo que Ramón Durán aún no se siente cómodo del todo con este lenguaje camp. Es el mismo lenguaje que Durán ha utilizado al hablar el otro día con Allende, al referirse a su novio malagueño. Durán está incluso a punto de decir que detesta este lenguaje de musculocas, y sin embargo, al contemplar ahora a Juanjo tan cuarzón, con su camisa tan ceñida, atractivo de pronto, le parece adecuada esta imagen de los musculocas, este baratillo de gimnasios, gays de drugstore y cabinas de bronceado rápido. Durán se echa a reír de buena gana. Esta conversación tan gay, tan impostada, le da risa. Se siente de pronto feliz. Se alegra también de ver a Juanjo con tan buen aspecto. Todo va a mejor —piensa—: ¿Y si fuera verdad que todo está yendo a mejor? ¿Y si fuera verdad que Juanjo ha conseguido superar su negatividad inicial y los complejos de inferioridad que sentía al principio en Madrid? Durán piensa: ¿No es esto lo que yo quería, la salvación de Juanjo, su bien? No puedo ser feliz si Juanjo no lo es. Quiero que Juanjo exista y sea feliz.
Juanjo dice ahora:
—Está muy bueno el tío este. Ya me lo podías presentar.
—Ya te dije que te lo presentaba. Eras tú el que no querías.
—Al final te dije que sí quería, lo que pasa es que tú has estado dando largas.
—Te llamo luego, esta noche. Seguro que Javier estará encantado de que vengas a comer con nosotros un día de esta semana.
Se separan. Esa misma noche Durán lo habla todo con Salazar. Salazar parece divertido y encantado con la idea de convidar a comer a Juanjo el próximo sábado. Dice:
—Tenemos que buscar un sitio bueno, un tanto despampanante.
—¿Por qué no vamos al Divina la Cocina, en la calle Colmenares?
Quedan en eso. Durán telefonea a Juanjo al móvil. Los dos se sumen en un estado de suspensión y expectación. ¿Qué irá a pasar el próximo sábado?
Entre el encuentro de Durán y Juanjo y el sábado, transcurrieron cuatro días. Durán se sentía realmente entusiasmado con la idea del encuentro. No hubiera podido precisar por qué, de haberle alguien obligado a precisarlo, y, sin embargo, su sentimiento era claro: una sensación de logro, de bienestar, de vida encauzada o que por fin se encauza inteligiblemente. Esa emoción de Durán tenía incluso su temperatura y su presión atmosférica, su colorido de principios de otoño madrileño, sus aceptables 23-25 grados, su sensación de vuelo y de vendimia, su coloratura redorada, muy brillante, sus terciopelos como los colores terrosos, de bodegón, de algunos detalles de cuadros de Murillo, sus magentas. Había en los inocentes y no muy cultivados ojos de Durán una emoción de bodegones de Velázquez y Murillo, una emoción de faisanes, perdices y pan candeal. También había una renovación de deseo físico por su compañero. Al aceptar Salazar con tanta facilidad la reunión, había a su vez aumentado el valor de todo el conjunto. Durán se había dejado impresionar. De momento al menos el valor de Juanjo y su relación con Durán había aumentado mucho. Había sugerido aquel particular restaurante porque conocía a su dueño, José Luis de Castañedo, y porque, al preguntar Salazar por un lugar despampanante para la ocasión, recordó lo que José Luis de Castañedo había enunciado a beneficio de Durán: «Lo que buscamos en Divina la Cocina es dar lujo a los gays para cuando quieran celebrar algo o hacer una comida más formal, para que se sientan a gusto en un ambiente más selecto.» El provinciano moscatel del corazón de Durán se había acelerado al oír aquello. Aunque no le besó, hubiera con gusto besado a este chico, Castañedo, por confesarle aquel secreto de su restauradora fórmula. Y parte de esa conversación fue la que transmitió de palabra a Salazar y por teléfono a Juanjo. «Yo conozco al dueño, a José Luis de Castañedo, y dice siempre que su restaurante es otra cosa, es para las ocasiones especiales. Dice José Luis que de lo que se trata es de mostrar lo que puede llegar a ser un sitio gay. Es glamouroso y muy profesional, con una cocina muy cuidada, divina.» Y recordaba que Salazar había dicho zumbonamente: «Este amigo tuyo, Castañedo, is a man for all seasons.»
Se encontraron allí. Durán llegó el primero. Llevaba una camiseta de manga corta de Adolfo Domínguez, un pantalón For sail y unos zapatos Martinelli. La carta estaba fuera puesta en dos idiomas, en inglés y en español. Se entretuvo leyendo la carta. Habían quedado a las dos y media. Durán había llegado con un cuarto de hora de anticipación. Salazar llegó a las dos y media en punto, y Juanjo se hizo esperar quince minutos. Salazar parecía encantado. No mostró la menor impaciencia. Durán se sentía terriblemente nervioso: ¿armaría también esta vez Salazar un escándalo repentino, inexplicable, como cuando Allende? Salazar pidió un Martini seco. Durán una cerveza. De pronto, Juanjo se les vino encima:
—¡Qué tarde llegas! —dijo Durán.
El ambiente del Divina es teatral, de ópera un poco. Una idea de lujo correspondiente a la sensibilidad de alguien dispuesto a decir al entrar: Es divino. Salazar sonríe desde que se ha sentado.
Los guapos camareros, con sus camisetas negras ceñidas, van y vienen, ¿qué siente Salazar ahora? ¿Qué idea se hace Salazar de todo esto? ¿Qué pretende hacer con estos dos chicos cuya historia de amor no le ha conmovido? Le ha parecido que oscila entre lo conmovedor y lo ridículo, como una lágrima de cocodrilo. Llevaba muchos años Salazar sin sentir que siente tan vivazmente como ahora. Siente el sentido del ridículo. Se siente sexualmente incompetente. Siente que tiene un poder aún no definido del todo sobre Ramón Durán. Siente que puede manipular la relativa inocencia o la ingenuidad de Durán. Siente una fría voluntad de humillar a Durán. Este sentimiento es muy indefinido. A veces parece una simple gana de bromear, de tomar el pelo al chico. Y otras veces parece pura malicia agresiva. La novedad ahora es Juanjo. A Salazar le ha gustado Juanjo desde que le ha visto llegar. Ha venido muy puesto, demasiado arreglado. La ropa cuidada —se ha puesto incluso una corbata burdeos con pasador y una camisa roja y chaqueta de lino rojo—, es cargante. Una cargazón hortera. Es también un gusto de provincias, ton sur ton. Salazar siente que no siente atracción genital alguna por ninguno de los dos. No desea tocarles o ser tocado por ellos. En general todos los camareros con sus camisas ceñidas le repelen. La obviedad le repele. Pero esto no equivale a ninguna liberación. Hay por una parte concupiscencia de los ojos en el sentido clásico. Y hay un deseo de posesión análogo al deseo de poseer un determinado reloj de marca: uno no lo necesita —ya tiene un buen reloj—, pero uno desea tener además el reloj de marca. ¿Pero es posible poseer algo? Sartre se preguntaba en qué consiste poseer una bicicleta: en usarla, impedir que la usen otros, venderla o revenderla, romperla o mantenerla impecable. ¿Y una persona? ¿Y un animal doméstico? Salazar nunca ha querido tener animales domésticos porque detesta tener que cuidarlos. Por eso mismo no ha tenido compañeros fijos de larga o media duración. Ha detestado siempre el apego, ha detestado siempre el cuidado. Ahora piensa, mientras bebe a pequeños sorbos su Martini, que la única posesión que le puede divertir hoy en día es la propia de la esclavitud. La esclavitud es un proyecto feliz, una ocurrencia feliz. No hay que emplear tiempo o energía alguna en ser entendido o en ser amado o en ser obedecido: eres automáticamente obedecido porque eres el dueño de tu esclavo. Y dado que eres benévolo —Salazar será benévolo— el esclavo se sentirá feliz: ¿para qué quieren la libertad Durán o Juanjo? Mientras piensa todo esto les han servido el primer plato. Juanjo se ha quitado la chaqueta y está más guapo sin chaqueta. El vino le ha soltado un poco la lengua, un mucho: está contando anécdotas de la gente del piso. Los camareros le miran de reojo y sirven a la mesa de los tres con especial dedicación. Qué cosa envidiable: ser tan rico y tener dos chicos a mano: dos esclavos. Dulce sodomía imaginaria vuela entre los crespones, las telas, los biombos de Divina la cocina.
—Así que fuisteis profesor y alumno —dice ahora Salazar.
Esta frase interrumpe bruscamente el relato sin sustancia de Juanjo.
—Así es. Sí. Lo fuimos. Yo le llevo diez años.
—¿Así que tenías veintiséis y te aprovechaste de un menor? Sí, según creo lo hiciste todo con Ramón y le llevabas diez años, mereces la cárcel, ¿o no?
—Bueno, él también quería.
—Los menores siempre quieren. No saben lo que quieren y quieren los besos, los sobos, las ventajas de que el profesor les meta mano. ¿No te parece que aquello en el fondo fue muy cutre? —Salazar bebe un sorbo del vino tinto de diez años que el propio Castañedo les ha servido.
—No fue cutre —intercala, decidido, Durán—. Yo estaba loco por él. Al principio estaba enamorado sólo yo, luego los dos, pero no fue cutre, todo lo contrario. No sé por qué se te ha ocurrido esa idea.
—Pues no es una idea muy original —dice Salazar—. Se le ocurriría a cualquiera. Cualquier adulto responsable que supiera lo que yo sé de vuestro pasado preguntaría a Juanjo lo mismo que yo le he preguntado. A saber: ¿no te parece que aprovechaste tu posición de entrenador y que te aprovechaste de este chaval hace doce años?
—No. No fue así —insiste, ensombreciéndose, Durán.
El almuerzo ha transcurrido más deprisa de lo que Durán esperaba, y en un abrir y cerrar de ojos ya están en el postre. Y ha salido José Luis de Castañedo a preguntarles qué tal la comida. Salazar ha felicitado efusivamente a Castañedo. Pero en realidad las preguntas de Salazar han terminado por ensombrecer la reunión, por lo menos para Durán. En cambio Juanjo no parece haber registrado ninguna nota agresiva en las preguntas: sólo se ha mostrado un poco sorprendido, no sabiendo si tomar a broma todo.
—¿Estás de coña? —ha preguntado a Salazar.
Y Salazar ha respondido con otra pregunta a Juanjo:
—¿Tú crees que estoy de coña?
—¿Qué más da que tuviese dieciséis años si él quería? ¿Es que nunca lo has hecho con chavales de esa edad? Es la mejor edad, reconoce.
—¡Ah! Entonces no te consideras corruptor de menores aunque lo hayas sido.
—Pues no —contesta rotundamente Juanjo, y se vuelve hacia Durán—: Está de coña, ¿no?
—¡Sí. Claro! —responde Durán, y dirigiéndose a Salazar—: Dejamos esto, ¿no?
—Por supuesto —concede Salazar.
Los tres toman café y un licor que les ofrece Castañedo, un lemonello. Todavía es muy temprano. No son ni las cuatro.
—¿Por qué no vamos a casa y seguimos charlando? —sugiere Salazar—. Ramón puede hacernos allí un cafecito bueno, allí también.
Han tomado un taxi. Es lo más cómodo. Es también —piensa Salazar— lo que más cante pega de toda la jornada: un hombre mayor, aún de buen ver, toma un taxi con dos chaperos, dos jóvenes universitarios, dos chicos. Del chico al chapero, del chapero al chico. Chicos. Hay un dejo gozoso, pícaro, ramplón, en este «chicos». Los dos chicos parecen felices. El que parece más feliz de los dos es, sin duda, Juanjo Garnacho. Juanjo tiene la sensación de haber hincado el diente en algo bueno: «pillar cacho», por fin. A Ramón Durán le ha desconcertado mucho lo de la corrupción de menores: ésta es la primera ocasión en que semejante idea se le ocurre como algo que ha podido pasarle a él mismo. Mientras suben Gran Vía arriba en el taxi, Durán se siente furioso, aunque no dice nada: ¿Cómo puede ser —se pregunta— tan malintencionado Javier Salazar? Es verdad que era menor de edad entonces de acuerdo con la legislación vigente, pero fue la relación más dulce de su vida: aún el recuerdo de esa relación le resulta dulce y amoroso y estimulante. ¿A qué vienen, pues, las insidiosas preguntas de Salazar? Salazar, a su vez, se ve a sí mismo desde fuera: él es un caballero de buen ver que se lleva a dos chicos a su casa: esto es excitante y a la vez irritante: la disminuida estimulación erótica se compensa con una creciente irritabilidad, agresividad. ¿Es así como las prácticas sádicas se inician? ¿Desea atarlos a una cama? ¿Desearía atarles uno junto a otro, obligarles a masturbarse, quemarles con un pitillo encendido? Son bellísimos —se dice Salazar—. Juntos, la belleza de cada cual se multiplica. Recuerda ahora Salazar una divertida frase de un amigo suyo, periodista, un hombre guasón y más sincero y más joven desde luego que el propio Salazar, que dice: «Lo único que tienen que ser los chicos es guapos.» Estos dos son bellísimos. ¿No sería estimulante verlos masturbarse o darse por el culo o mamársela mutuamente? Sería estupendo quemarles el hermoso pecho con un cigarrillo. ¿Lo tomarían en serio? ¿Se dejarán atar primero y se horrorizarán después si Salazar les quema con un cigarrillo encendido? ¡Qué tonterías! Salazar sabe que no es un monstruo. Mientras suben al piso en el ascensor, tan juntos, tan cálidos, huelen tan jóvenes. Sentir frialdad es delicioso. Salazar siente una intensa frialdad irónica: fría concupiscencia de los ojos: eso es todo.