Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—¡Ea, chicos, no seáis brutos! —exclamó Allende riéndose.
—Ja! —exclamó para sí Salazar, como regocijándose—. No sabes insultar. El arte del insulto es mucho más difícil que el arte del elogio. Un insulto como ése, bujarra, no me alcanza: resbala por encima y por debajo de mí y cae en el vacío estéril de las palabras que no tienen referente, los dardos que no atinaron, las gracias que no nos hicieron gracia. El cuerpo desnudo cuyo encanto nadie percibió porque no había nadie. Todo tú entero, mi amor, estás siempre un poco a punto de caerte por ahí, de resbalar no atinando. Eres muy guapo, pero no atinas bien. Es como si no tuvieras el don de existir, como si existieras pero carecieras de la suficiente duración para ser percibido por el ojo humano. ¿No te parece, Allende, que nuestro bello Adonis carece de garra?
—¡Bah! —declaró Paco Allende—. Hablas por hablar. Esto es como una engarrada de crios. Os peleáis por pelearos.
Y declaró entonces Ramón Durán, sentado del revés en su silla y mirando el suelo:
—Casi me alegro de que mis insultos resbalen por encima de ti y no te alcancen. Me alegro mucho de que así sea. Porque en cambio los tuyos, tus insultos, sí me alcanzan y me hacen mucho daño. Esos insultos-bromas tuyos, como llamarme chapero, me duelen porque son verdad en parte. Es verdad que soy casi un chapero. Soy un chapero. Lo he sido. Puedo volver a serlo. No me gustó mucho, pero pagaban muy bien. Me dejé dar por el culo, ¿por qué no? Así que tu insulto no cae en el vacío, me pringa, me cae encima como un bote de pintura, pero mira, es por lo menos eficaz. Me hace el daño que tú querías que hiciera. Así que certero sí eres.
Salazar, encarándose ahora con Durán, inquirió secamente:
—¿En qué quedamos? ¿No quedamos en que podías parecer lo que quisieras? Puedes parecer un chapero si quieres, podrías serlo o dejar de serlo. Chapero no es insulto en mi lenguaje, es una descripción. Yo estoy persuadido de que puedes ser lo que tú quieras, de lo que no estoy tan seguro es de si tú, Ramón, por ti mismo, sabes ser o parecer quien dices ser o parecer. Incluso parecer chapero en una película de estos nuevos jóvenes directores españoles requiere cierto entrenamiento, cierta capacidad imitativa. Tiene truco, hay que saber parecer lo que se quiere parecer, y a veces dudo, Ramón, de que tú estés a estas alturas dispuesto a aprender nada.
Paco Allende dijo:
—Vamos mejor a cambiar de conversación. Te estás poniendo desagradable. O no sé esto a qué viene.
—Esto viene —dijo Salazar— a que tú estás aquí para que no cambiemos de conversación. Esto es ante terceros. Gracias a ti, a tu presencia inspiradora, podemos repentinanmente despellejarnos vivos éste y yo. Cosa que, hasta que tú apareciste, no podíamos. Es el encanto del amor ante terceros.
—Déjate de frases, Salazar —dijo secamente Paco Allende, aunque quizá en un tono demasiado bajo—. Aquí yo no he venido para ver engarradas. No sé para qué he venido, pero no he venido para eso. Estoy seguro de que si os paráis cinco minutos a pensarlo, esta discusión os avergüenza. Es irracional, y lo irracional nos acaba avergonzando siempre.
—Hoy está extraño —comentó Durán dirigiéndose expresamente a Paco Allende—. Está excitado y agresivo. La vez que más en lo que llevamos juntos. Normalmente no es así, es guasón pero no quiere hacer daño. No entiendo qué le pasa.
—Será porque Paco conoce a un Javier Salazar que tú desconoces: uno que existía cuando Paco y yo nos veíamos a diario, ¿verdad, Paco? Y yo era aún más joven de lo que tú ahora eres. Y será que al salir ahora los dos, el de entonces y el de ahora, chocan y se agreden entre sí, ante terceros, ante Paco Allende, que todo lo recuerda, ¿verdad, Paco, que tú recuerdas todo? En ciertas cosas no eres nada hegeliano, ¿a que no?: las heridas del espíritu cicatrizan en ti dejando grandes cicatrices.
No puede evitar Allende evocar esta tarde, sentado en torno a la camilla con Salazar y con Ramón Durán, al remoto chaval del seminario que se tiró de cabeza por un acantilado después de una relación que nunca se reveló con claridad con el Salazar joven. Vivamente recuerda Paco Allende esta tarde la imagen que durante todos aquellos años ha asociado siempre con Salazar: la imagen kierkegaardiana de la reserva: lo reservado es lo diabólico, la angustia de la reserva. Lo que ocurre, después de tantos años de no verse con Salazar, es que Allende se siente incómodo ante estas viejas imágenes de la juventud de los dos que ahora le parecen prejuicios que, casi sin querer, proyecta sobre su antiguo amigo. Por eso se siente incómodo. La velada termina poco tiempo después de lo anterior, con cierta brusquedad. Como si se hubiesen proferido amenazas que han corrompido el aire.
Los dos, Durán y Salazar, han acompañado a Paco Allende hasta el ascensor. Los dos han vuelto a entrar en casa en silencio. Sólo que Durán, fruncido el ceño, desea hacer cientos de preguntas o reproches a su amigo, mientras que Salazar parece contento y como liberado del peso social que ahora de pronto parece haber sido Allende.
—¿Un whisky? —pregunta Salazar al tiempo que se pone hielo y whisky en su vaso.
—No, gracias. ¿Qué te ha pasado esta tarde?
—Nada. ¿Qué me va a pasar?
—Has estado agresivo conmigo. Insoportable. ¿Por qué? Has cohibido a Allende. Nos has estropeado la tarde a él y a mí. Tú, en cambio, parecías divertirte. Pero nosotros dos no. No nos hemos divertido.
—¡Cuánto lo siento!
—¿Por qué has invitado a Paco si no tenías intención de ser amable? Hace años que no os veis. ¿Por qué tenías que invitarle hoy?
—¿Y por qué no?
—No te entiendo.
—No sé por qué. No tengo un motivo. Porque sí. ¿No es eso suficiente?
—Nadie invita a nadie a su casa sólo porque sí y menos tú. Tú no haces nada sin motivo.
—¿No decías que me avergonzaba de ti? Le he invitado para que veas que no.
—Eso no es cierto. Estoy seguro de que no es verdad. Tienes algún motivo, no sé cuál es, pero no es lo que dices. A mí me ha gustado Allende. —¡Me alegro mucho! Ya sabía que te gustaría —exclama Salazar con el tono de voz de quien desea cambiar de conversación. '
Durán no sabe salir de esta conversación. No ha sabido entrar y no sabe salir. Paco Allende le ha caído simpático. Y le hubiera gustado que la velada hubiese transcurrido afablemente. Siente irritación contra Salazar. Pero a la vez todos estos sentimientos se suceden en su cabeza sin sustancia precisa. Como trozos de una conversación o de unos sentimientos imprecisamente sentidos que ya se desmoronan. Sentir todo eso a la vez, agitado, mezclado, le hace sentirse tonto. Empequeñecido y tonto.
Qué desagradable —pensó Paco al salir—. Tan desagradable me parece porque pensé, según entré, que podría ser tan agradable. El tan agradable que imaginé que sería tratar a Ramón Durán, aquella sorpresa agradable cuando me abrió la puerta, se ha vuelto tan desagradable por contraste. Paco Allende, al salir, tiene la sensación de haber bebido mucho, tiene el estómago revuelto, aerofagia o una incipiente diarrea. No puede asegurar que sea debido a la reunión, ni a la bebida, ni a los anacardos que han consumido, ni al jamón de jabugo ni al queso de oveja curado. Realmente Allende, al caminar en dirección al metro, que queda como a medio kilómetro de la casa, va repasando la perplejidad final en que le ha sumido la reunión. Había aceptado la invitación sin pensarlo mucho, sorprendido sólo por el hecho de que Salazar le telefoneara después de tantos años, pero sintiendo —quizá éste fue el desencadenante— curiosidad por volver a ver a Salazar, y un punto de malicia al pensar cómo habría afectado el paso del tiempo al admirable Javier Salazar de sus recuerdos. Paco Allende no había olvidado a su amigo del seminario. De hecho, una parte de su imaginería erótica —el cuerpo masculino imaginario de sus ensoñaciones diurnas o de sus sueños nocturnos— era el cuerpo de Salazar: uno no se libera nunca de la presencia irreal de las imágenes corporales que le excitaron sexualmente de joven. Había contado con encontrarse sólo con Salazar. Al abrir la puerta Ramón Durán, sintió un rebote de alegría: era un chico tan alto, tan simpático. Aunque Salazar le había mencionado por teléfono, fue en ese instante cuando recuperó mentalmente la mención, para estar amable con el muchacho. Y, sin embargo, la reunión no había sido en ningún momento alegre sino dificultosa y tensa. ¿Qué más pasaría? De pronto, mientras esperaba su tren sentado en el banco de la estación, Paco Allende volvió a desear tener la oportunidad de regresar a la casa aquella, de encarar a Salazar con su pasado y a Ramón Durán con su presente y consigo mismo. La ternura, como una erección, se irguió en su pecho, en su garganta como un flujo vivo de saliva o de semen, como un trago del malta puro que acababa de beber en casa de Salazar. Y esta ternura, que le envolvía de pronto y que le hizo montar en el tren como en sueños, giraba alrededor del cuerpo de Ramón Durán como un pajarillo, como un asustadizo gorrión a saltitos. ¡Qué pobre hombre soy —pensó Allende—. Tengo tan poca entidad que sólo pienso ya en estos chicos cuando los veo con otras personas! Y pienso con envidia —porque esto es envidia solapada— que si yo tuviera la oportunidad de tener a un Ramón Durán en casa, yo le cuidaría y no le insultaría de ese modo. Le acariciaría, sentiría veneración por él. Una veneración tranquila. Y me sentiría constantemente, día tras día, hora tras hora, embargado por una felicidad libre de euforia —una frase que recordaba haber leído y le había impresionado mucho en un poema de Juan Antonio González Iglesias.
Paco Allende había ido con los años leyéndolo todo. Desde su rincón chusquero de orientador escolar en un instituto de la periferia había ido comprando poco a poco los libros que aparecían reseñados en Babelia o en El Cultural de El Mundo que por una u otra razón le interesaban, y había ido leyéndolos con aplicación y con devoción: libros en especial donde creía verse a sí mismo reflejado e incluso interpretado. Libros que podía alojar en su memoria en frases. Su pasión por la literatura había cobrado con los años este aire humilde de citas citables y textos inolvidables. Ahora, por ejemplo, en la línea 9 del metro, camino de Herrera Oria, que era su salida, y recordando la conversación en casa de Javier Salazar y toda su propia vida, y sus años en el seminario con Salazar, evocó de repente: Ni las penalidades se reconocen / ni se aprende el amor / y aquello que en la muerte nos separa / no nos es revelado . Sintió una intensa tristeza que —Paco Allende sabía— formaba parte de su paisaje abisal, su sentido último de la existencia: nuestros esfuerzos, nuestra euforia, nuestros pequeños sacrificios, todo es en vano: no se aprende el amor. ¿Y al morir? Al morir no hay ninguna revelación. No se nos comunica nada en la muerte. Mi ascetismo, mi voluntad de hacerme invisible para percibir mejor el corazón de las personas reales, mis semejantes, ha sido al fin y al cabo timidez, cobardía, falta de energía vital. Y por eso, al encontrarme de nuevo frente a Salazar, a quien siempre he tenido por la expresión más pura de la energía vital y el encanto, he acabado desfondado, agotado. Reducido a recordar fragmentos de fragmentos, frases sueltas que un día me parecieron certeras y ahora me parecen la letra de esa melodía caediza, insuficiente, que es mi vida. Ya llegaba a su casa. Iba a sacar el llavín del portal cuando sintió una oleada más intensa que de ordinario de indignación contra sí mismo. ¿Cómo es posible que me haya dejado arrastrar hasta la casa de Salazar, que haya soportado su desagradable engarrada y que me haya ido finalmente sin llegar a saber por qué, en primer lugar, consentí en ir a su casa, sin saber realmente qué quería de mí y por qué me llamó?
Lo que Paco Allende quería decir, no lo podía decir sin ayuda de sus libros, tan amados, tantas veces subrayados, tan olvidados y tan recordados como esos rostros que hemos admirado y venerado de jóvenes y que luego, con el tiempo, se desvanecen en parte, se retiran a un segundo o tercer o cuarto plano hasta parecer huidos u olvidados, pero que vuelven siempre, de pronto, unas veces sorprendiéndonos con su brusca reaparición y que otras veces vuelven sin sorprendernos, como vuelve la lluvia en otoño a repetirse mil veces redoblada sobre las hojas cobrizas de la arboleda, admirándonos sin sorprendernos, porque su renovada reaparición es sólo un incremento delicadísimo, infinitesimal, de su constante presencia brumosa, lluviosa, gris-verdosa y redorada en la espesura aurificada del cobre y del corinto y el profundo azul de la noche que mansamente se enuncia también en el campo alrededor del caserío sumiso y blanco: así, para Paco Allende, algunas veces los recuerdos de sus lecturas emergían, impregnándole la cabeza entera y la lengua entera, haciéndosele agua en la boca, en un paladeo de ocurrencias que no procedían de él sólo sino de lo que Paco consideraba sus verdaderos amigos, esas dos docenas de libros de toda su vida: uno de los autores de esos libros era Sartre. Había muy pocas personas en este mundo que se parecieran tan poco a Jean-Paul Sartre como Paco Allende, y sin embargo era el gran autor de su vida, su gran inspirador. Así, ahora, reflexionando sobre la velada que acababa de tener lugar, y haciendo memoria de Javier Salazar allá en los tiempos del seminario, y superponiendo esa memoria a la de esta misma tarde, tras cenar un poco y acostarse, y mientras hacía las veces de dormir para llegar a dormirse lo antes posible, se preguntaba por qué, una vez más, durante toda aquella velada, al reencontrarse con Salazar después de tanto tiempo, había tenido la impresión de que Salazar era el hombre que quiere ignorar tal y como Sartre lo caracteriza. Le pareció de pronto, súbitamente lúcido ahora, con su vaso de Nesquik caliente en la mano, justo antes de meterse en la cama, que aquella tarde, reunido por la propia voluntad de Salazar que le había llamado, y en compañía de aquel chaval Durán tan ingenuo y codiciable, Salazar se había comportado con toda la brusquedad, la vileza y la violencia de quien desea huir y se acobarda toda la vida, la violencia de quien no sabe y quiere seguir viviendo en la ignorancia: No saber es querer enfrentarse sólo con el Ser prestado, no con el Ser puro. ¿Qué tiene, pues, el Ser en sí mismo que pueda asustar?
Pero ¿y Allende? ¿Qué había Allende en sí mismo desvelado que, en esta hora de aflicción y dulzura combinadas, le impedía disfrutar del todo de la imagen recordada de Ramón Durán? Paco Allende ha descubierto —como quien desentierra un horrible tesoro faraónico de mojama y topacios— que desea arrebatar a Durán de los —aparentemente contradictorios— abrazos de Javier Salazar. Y Paco Allende piensa que al advertir este deseo (formulado, por cierto, en aquel instante antes de dormir, con una curiosa precisión) lo que ha sacado a flote era su corazoncito ladrón, su almita guarra y codiciosa que sólo anhela desnudar a Ramón Durán, poseerle, empezando por los calcetines y el calzoncillo cutre-lux de Calvin Klein, hasta dejarle meramente en camiseta y en camisa y mamársela a sorbos. Tardó en dormirse esa noche, revuelto por esas inevitables sospechas acerca de sus intenciones, que, por más que estuviese convencido de que lo que cuentan son sólo las acciones rectamente llevadas a cabo y no las intenciones, no acababan de desaparecerle del todo. Paco Allende se daba cuenta de que, a estas alturas de su vida (y por muy vehementes que fueran sus imágenes eróticas de Durán), no había en él ningún resorte anímico, ningún reblandecimiento de su voluntad, que le permitiera dar ningún paso concreto para llevar aquellos pensamientos eróticos a un final feliz real: quedaba para Paco Allende descartado, con plena libertad pero con absoluta firmeza, todo telefonear a casa de Salazar para intercambiar unas palabras —fingidamente casuales— con el chico, o por supuesto tratar de verle en una cafetería, o dar un paseo juntos, o presentarse en su bar como por casualidad un fin de semana. Es una severidad profunda consigo mismo lo que pone todo esto fuera de juego en la práctica. Pero Paco Allende tenía que reconocer que, aun no estando dispuesto de ningún modo a tomar alguna medida que prácticamente pudiera conducirle a una traición a Salazar (¿pero cómo podía hablarse aún de traición o de lealtad a Salazar, si no se habían apenas visto en veinte años?), había todavía en su conciencia una intensa curiosidad, no satisfecha, relativa a los motivos que habían impulsado a Salazar a telefonearle súbitamente y convidarle a su casa. Y aunque Allende, tan pronto como se le ocurrió esta idea, la desechó junto con las otras, que consideraba inclinaciones perversas de su voluntad, sin embargo la curiosidad reobraba en él, no sólo esa noche en la que apenas durmió unas horas, sino también los días siguientes. Por eso, por todo eso, lícito e ilícito a la vez, la inesperada llamada telefónica de Ramón Durán, a última hora de la tarde del jueves siguiente, no le sorprendió y le agradó mucho. Durán le llamaba desde un teléfono móvil, desde —según aseguró— uno de los bancos del Templo de Debod que miran al familiar panorama grisazul de la Casa de Campo y que tiene a sus pies la vista del Madrid iluminado del anochecer.