Contra Natura (7 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

Fueron los años de Juanjo y el fútbol sala, los años del despertar amoroso: otra vez Juanjo. Los años de la seguridad en casa al volver cada noche a la habitación decorada con sus trofeos deportivos y sus fotografías y los atardeceres neblinosos del mar y el olor a pescado frito de los mediodías y los atardeceres del otoño criselefantino, tierno como las cañas de bambú. Y Chipri, no obstante disfrutar de esa felicidad tanto como su hijo, se empeñaba en decir con frecuencia: «Hay algo que nos falta, no sé qué. Un padre te hacía falta. No somos una familia normal», decía Chipri, contradiciendo con sus palabras, y sólo de palabra, la profunda felicidad y bienestar de sus dos vidas aquellos años. Pero Chipri, sin querer, proyectaba sus viejas desilusiones, o al menos una de ellas, sobre el presente, como hacemos todos. Ahora que Ramón Durán recuerda esos años que con frecuencia denomina «los años de Juanjo», se siente embargado de una melancolía saltona que le descoloca y le afea (Ramón Durán tiene una idea confusa, una experiencia más bien, de que hay sentimientos que al sentirlos embellecen, mientras que otros al sentirlos afean, uno de los que afean es su melancolía o su nostalgia por los tiempos de Juanjo). Así, la idea de que aquello hubiera podido continuar de no haber sido porque el propio Ramón Durán quiso cortar aquel romance irrealizable. Sin saberlo, de los dieciséis a los veinte, los años de la calidez del hogar materno, los años del fútbol sala y de Juanjo, fueron una situación límite que Ramón Durán y también Juanjo vivieron como un irrealizable. Al no disponer Durán de ningún sistema conceptual apropiado, su experiencia de lo irrealizable, que fue muy intensa, se diluyó en un vulgar sentimiento de fracaso: vulgar porque lo que sucedió no fue un fracaso sino más bien un cambio de dirección, inspirado por la generosidad tanto del propio Durán como de Juanjo: una versión humilde del sobreponerse de Rilke: «Quién habla de victorias, sobreponerse es todo.»

De este asunto de Juanjo, Durán no le ha hablado nunca a Salazar. De hecho, una de las finalidades oscuramente presentidas de su relación con Allende es poder contarle lo de Juanjo, porque lo de Juanjo aún es conmovedor, aún reciente, una herida húmeda, palpitante que aún duele al tocarla, que aún hace llorar: en este contexto recuerda Durán una de sus últimas conversaciones con Juanjo:

—Tú eres mi debilidad, Ramón —le dijo Juanjo una tarde malagueña, dulce como aquel vino dulce de allí: era ya la anochecida, habían salido juntos del entrenamiento después de ducharse, separados por las mamparas traslúcidas, observando sus siluetas maravillosas sin atreverse a mirarse cara a cara. A Ramón Durán le había dolido esa frase de pronto: era tan bello el paseo que daban por las noches tras el entrenamiento, cargando con sus bolsas de deporte, sintiendo el cansancio en sus miembros, deseando besarse o acariciarse, que le dolió a Ramón oír esa frase de la debilidad. Por eso exclamó:

—¡Pero, Juanjo! ¡No quiero ser eso!

Y le preguntó Juanjo, a quien el intenso deseo no consumado le hacía olvidar casi el contenido de las palabras que oía (daba la impresión a veces de haberse quedado un poco sordo, en opinión de Ramón):

—¿Qué es lo que no quieres ser?

—No quiero ser tu debilidad. Eso es horrible. Quiero ser tu fuerza, tu alegría de vivir. ¡Tu fuerza, vaya! Cualquier cosa tuya quiero ser menos eso —declaró Ramón Durán, y se le saltaron las lágrimas.

Aquella tarde fue la tarde más horrible que ahora Durán recuerda. Quizá no lo expresaran esa tarde: esa tarde, sin embargo, fue la tarde en que los dos decidieron dejarlo, con una diferencia que decía más a favor de Durán que de Juanjo: que Durán lo dejó —quizá equivocándose, como lamentaría después— porque amaba a Juanjo. Juanjo, en cambio, lo dejó porque temía aquel amor y se acobardó ante sí mismo y ante Ramón Durán, a quien, a su manera timorata de hombre católico y casado y entrenador de futbito, también amaba.

¿Qué siente en realidad Ramón por Salazar? ¿Sintió atracción física por él en algún momento? Seguramente Ramón Durán no siente el ligero desdén (que Salazar, por cierto, le atribuye) ante la poca energía erótica de su compañero. Quizá el sentimiento dominante, casi desde un principio, ha sido la curiosidad, una fascinación entreverada de curiosidad que, en realidad, no es tanto por Salazar mismo como por todo lo que, con ocasión de Salazar, siente, o cree que piensa, el propio Ramón. Es verdad que, en compañía de Salazar, se siente, los primeros tiempos, hiperactivado, hiperexcitado o —como dice José Antonio Marina— a gusto sintiendo que siente sentimientos. En esto su relación con Salazar es claramente distinta de su relación con la demás gente de su edad que trata en los bares. Y esta particular característica, este sentir que siente muy acentuadamente con Salazar, empareja a Salazar con Juanjo en la mente de Durán: también con Juanjo, Ramón sentía que sentía: Juanjo le hacía —quizá ilusoriamente— sentir mucho o creer que sentía mucho, muchos sentimientos o fragmentos de sentimientos sentidos a la vez. Juanjo era más joven y también físicamente más atractivo. En esto —repite Durán para sí— los dos se parecían: en que en compañía de ambos Durán sentía que sentía. Precisamente por los ciertos parecidos que había entre los dos en este terreno del hacerle sentir, es por lo que Durán se ha reservado por completo todo relato acerca de su relación con Juanjo. Durante estos meses que está con Salazar, ha habido ocasiones en las que se ha sentido Durán tentado de hablarle de esto a Salazar, pero nunca lo ha hecho. ¿Y por qué no? Porque está seguro de que a Salazar le encantaría oírlo. Durán está seguro —por una como ciencia infusa, digamos, porque no tiene en realidad información suficiente, aunque, sin saber cómo, acierta— de que a Salazar le encantaría saborear los detalles crueles y melodramáticos de esa relación, y Durán teme que, deseoso inconscientemente de agradar a Salazar, revele lo melodramático y cruel de su relación con Juanjo. Teme no ser capaz de no contarlo. Y, por otra parte, saber que está en condiciones de contar algo tan interesante le parece que es como tener un as escondido en la manga: le parece que siempre tendrá a Salazar pendiente de lo que le cuente si tiene una carta de ese calibre en cualquier momento dispuesta. Pero esta carta tiene Durán que reservársela, porque tiene, ahora lo descubre, un gran miedo a no saber jugarla, a no saber aprovecharla bien. ¿Qué pasaría si Salazar se apodera de ese relato y desea retenerlo para contemplarlo guasonamente realmente actuando ante él? Al fin y al cabo —medita Durán— Juanjo existe: Ramón Durán ha procurado cerciorarse de que aún vive en Málaga, aún está casado con la misma chica, Sonia. Incluso ha descubierto que viene de vez en cuando a Madrid, un fin de semana cada cuatro o cinco o seis. Ramón Durán supone que parará en cualquier pensión de la calle Barbieri, una de esas muy de provincias, con un suelo, todo recepción, a cuadros blancos y negros y una gran kentia que se verá desde la entrada y conferirá al vestíbulo un exotismo cairota. Durán se ha fijado en hotelitos así por esas calles: con una recurrente señora en bata, que limpia la entrada y el rectángulo de calle ante la entrada y que deja, al terminar, un fuerte olor alimonado, a ambientador de cine años cincuenta. En los tres años que estuvieron juntos, Juanjo había expresado a menudo su deseo de ser entrenador de fútbol de primera división. Ramón Durán sospecha que Juanjo va a pasar tiempo en Madrid para los cursos. Sabe que a veces viene con su mujer, a veces solo. ¿Qué pasaría si Salazar llega a saberlo? ¿No querría utilizarlo? Ramón se da cuenta, al repasar estas cosas, del incipiente temor que siente ante Salazar, y este temor, que empezó muy pronto, ha sido también determinante en su deseo de encontrarse con Allende e iniciar una relación independiente con él. Al fin y al cabo, en Allende no hay voluntad de mal, no hay ninguna voluntad de hacer daño o de tomar la vida o a los demás en broma.

7

—Es increíble lo de Santa Gemma Galgani, la iglesia está en Príncipe de Vergara. La hermana de mi madre, María Teresa, tenía un bulto que le salió en el pecho y que en principio era maligno, le habían hecho la biopsia, y ella fue a rezarle a Santa Gemma y cuando la bajaron al quirófano eran las siete de la mañana y ya la habían preparado con el jabón desinfectante ese que te dan, primero te duchas y luego te dan el desinfectante. Y la bajaron al quirófano y la duermen, la anestesian, y va el médico a palparla y dice: ¿Dónde está el bulto? Y ya no estaba. Hay cosas que no sabe uno cómo explicarlas, Paco, ¿tú cómo lo ves?

Era muy agradable estar con él —sintió Paco Allende—, el cielo era muy claro después de la lluvia y el frío y aguanieve de los días anteriores, resplandecía muy alto el intenso sol de febrero, de primeros de marzo, hacia la primavera, que parece que deslumbra en los ojos incandescente y frío, como será el amor seguramente, apasionado y dulce y frío e intensamente luminoso al mediodía. Se habían encontrado en el Templo de Debod (un lugar vulgar para Allende, no obstante la gracia pequeña y remota de ese templo) y a aquella hora de aquel sábado estaba muy vacío. El chorro de la fuente que da a la Casa de Campo era ahora un tallo grande de agua blanca atravesada por el sol blanco que se abre como un loto líquido. Mientras Ramón Durán hablaba, Paco Allende pensaba que lo milagroso es existir, percibir la maravilla de la existencia existente en acto en aquel momento, pero no podía, no hubiera querido por nada del mundo, sustraerse a la emoción absurda que le provocaban las palabras del muchacho y no se atrevía a desengañarle, ¿era obligación suya desengañarle? ¿Y cómo fue que casi nada más encontrarse habían empezado a hablar de esos temas? Ramón solía escuchar de madrugada los programas de radio Milenio 3 y Más Allá. Ahora también hablaba de las caras de Bélmez y del chico que acababan de detener por esos días por matar a su amante de una noche en la calle Orense, con catorce años de retraso. Y Paco Allende —que no podía negar que se sentía atraído físicamente por Durán, y por lo tanto en manos de una emoción que desafinaba su capacidad de percibir con justeza los estados de ánimo ajenos o las ideas ajenas y propias— pensaba que era barato todo aquel mundo mental de Durán: una mezcla, como una papilla, de noticias periodísticas, sensacionalismo, milagrerías, credulidad: Es fácil detestar todo eso, pensó Allende. Y una costumbre muy arraigada de examinar críticamente su conciencia le hizo advertir, en este disgusto que sentía por la confusión mental de Durán, una luz roja que quería decir: Peligro: ¿no será que detestas los contenidos de su conciencia porque el chaval te gusta, y para desearle tienes antes que rebajarle a la condición de un simple chico guapo, necio y crédulo? Detestas lo que deseas porque detestas los propios deseos, que te envuelven en un maremoto que no puedes controlar. ¿Por qué no puedes simplemente disfrutar de su compañía? ¿Es cierto que es detestable su mundo intelectual? Si quitas las noticias sensacionalistas, ese asunto del asesinato, y la teleplastia de las caras de Bélmez, si te quedas sólo con lo milagrero y las milagrerías, ¿de verdad te resulta eso tan extraño? ¿No creíste tú, en tu juventud de católico practicante, en muchas de las milagrerías que ahora cree este muchacho?

—Llevas un rato callado, Paco, ¿por qué? ¿Te estoy aburriendo?

—No. Es que no sé qué decirte. Me acabas de preguntar cómo veo yo algo sumamente complejo que acababas de mencionar y que incluye un supuesto milagro de Santa Gemma y un asesinato de la calle Orense, por lo menos esas dos cosas. ¡Y las caras de Bélmez también! No sé cómo veo todo eso, para empezar no sé si lo veo todo junto o por separado. Y quizá podamos hablarlo más despacio, más adelante, partida por partida, como quien dice. ¿Para hablar de estas cosas querías hablar conmigo?

—¿Te parece mal?

—No. De ninguna manera. Sólo que no sé qué decirte.

—También quería disculparme por la otra tarde.

—¿Por la otra tarde? ¿Y qué pasó la otra tarde?

—En casa de Javier, quiero decir. Se puso tan borde. Tú que le conoces, sabes lo borde que se puede poner. 

—¿Conocerle? No sé. Quizá en aquel entonces... No sé si le conozco ahora.

Allende deseaba ser simpático: desea al chaval, desearía poder hablar mal, o ni siquiera eso, sencillamente hablar, aunque sea bien, de un asunto que conoce bien: el asunto de Javier Salazar. Pero sabe que cualquier mención y cualquier análisis de la otra tarde o de los años del seminario sería una deslealtad que, no obstante no ser debida esta lealtad a Salazar, es exigida por la dignidad elemental, por el respeto elemental que Allende siente por sí mismo. Deseaba decir: Ten cuidado con Javier, Javier no es trigo limpio. Deseaba decir: Yo sí soy trigo limpio. Deseaba resbalar dulcemente hacia la confesión, la delación, la acusación, la cabeza del chaval apoyada en su hombro: deseaba consolar, besar, acariciar: traicionar. Y tenía, a toda costa, que no hacerlo, y permanecer sobriamente, fríamente, al lado del chaval durante un rato todavía, sin decir nada o comentar nada en absoluto acerca de Javier Salazar. Habían dado una vuelta completa al Templo de Debod, y estaban otra vez frente al paisaje distante de la Casa de Campo, azul y blanco, resplandeciente del sol blanco de primeros de marzo, como el sonido de una copa de cristal. Y preguntó Ramón Durán:

—Paco, ¿crees tú que Javier me quiere? Yo creo que no me quiere. ¿Tú qué crees?

Y pensó Allende: De lo que ahora diga, dependerá todo después. Si ahora entro al trapo de cominear sobre Javier Salazar, no saldré nunca. No saldremos ya ninguno de los dos: ni este chaval, este guapísimo Ramón, que tanto deseo besar ahora y que, probablemente, tantas cosas dudosas o negativas tiene que decir de Salazar, no obstante acabar apenas de conocerle, ni tampoco yo, que tantas cosas dudosas y negativas tengo que decir de Salazar a pesar de hacer treinta años que apenas nos hemos visto. En realidad yo no debería estar aquí. No debería tampoco haber acudido a esta cita. Aunque quizá dé lo mismo. Lo que en cambio no da lo mismo es cotillear sobre Salazar.

Y Allende se propuso en aquel mismo instante no dar pábulo a ocurrencias que condujesen a desprestigiar a Salazar a ojos de Durán, porque, aunque era cierto que Salazar había sido en el pasado, y podría ser en el futuro, un personaje peligroso, este convencimiento no tenía una base en el presente: Salazar hasta ahora sólo se había mostrado borde y desagradable en la velada que tuvo lugar días atrás, así que cualquier cosa que dijera estaría construida necesariamente desde la mala fe, y tanto peor cuanto más semiconscientemente se presentase.

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