Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—Pues sí, seguro que me gusta, si cree en todo eso.
Es un atardecer cálido y luminoso. Ha habido toda una larga semana de atardeceres así en estos últimos diez días de enero. Por las mañanas, hasta las nueve de la mañana e incluso hasta las diez, marcaba tres grados bajo cero el termómetro de la terraza de Salazar. Pero el sol, al resurgir sobre las ocho y media, desafía todo lo fosco y escalofriado de la neblina y la helada, que escarchaba las piedras de las cunetas y los tramos de césped: el sol de inmediato, al resurgir, incluso cuando sólo era medio sol, un cálido pan de oro entre la niebla del este de Madrid, calentaba el corazón de Ramón Durán, que los días de diario, de lunes a viernes, al no tener que trasnochar en el bar y sobre todo desde que se había quedado a vivir con Salazar, salía a esas horas a hacerse sus buenos diez kilómetros a la carrera. Le gustaba correr por los desmontes del Clínico, por los pinares de detrás de Medicina y Navales, regresar a casa empapado de sudor y darse una larga ducha de agua muy caliente y tomar un copioso desayuno. Aquella semana que iba a venir Allende —iba a venir el jueves a media tarde— Ramón, que lo sabía desde el lunes, se dio cuenta, aunque no lo comentó con Salazar, de la mucha curiosidad que sentía, de lo esperanzado —sin saber por qué— y lo expectante que estaba. Tal vez a causa de la poca gente que veían: a excepción de la gente del bar los fines de semana, desde que vivía con Salazar se había ido reduciendo su —nunca muy numeroso, pero sí relativamente definido— número de amigos. Javier Salazar no parecía tener amigos íntimos, y ni siquiera muchos conocidos: éste era un misterio que no dejaba de intrigar a Durán, teniendo en cuenta que Salazar, por su edad y posición económica, tenía que ser una persona muy bien conectada. Al principio creyó que Salazar se avergonzaba de él un poco: esta idea le mortificaba y se lo preguntó. No mediante una pregunta directa sino que declaró: «Soy poco para ti. Ya lo sé. Te avergüenzas de mí y nunca vemos a nadie por eso.» Pero Salazar se mostró muy amable y le convenció de que ése no era el caso: Salazar se echó a reír y acabó convenciendo a Durán de que pensar aquello era fruto de sus propias preocupaciones: «No es el asunto lo que te inquieta, sino las ideas que tú te haces sobre el asunto.»
Allende resultó ser un hombre de la edad de Salazar aunque mucho menos agraciado. Ramón Durán le abrió la puerta con cierto temor a no saber qué decir. Pero Allende habló bastante y dijo que ya le conocía de oídas, lo que sorprendió a Durán, que no sabía que Salazar hubiese hablado de él con ningún amigo. Era más bien bajo y estaba gordito. Se sentaron alrededor de la mesa camilla, y Allende enseguida se instaló bajo los faldones de la mesa y comprendió Durán que ese gesto le era familiar: esto de la camilla era de lo que más gustaba a Durán de la casa de Salazar, porque le recordaba la casa de su madre allá en Málaga, donde había una camilla parecida, a la cual solía sentarse Ramón Durán durante todo su bachillerato para hacer sus deberes. Tal como había previsto Salazar, Allende cayó muy bien a Durán desde el principio.
Allende era atento y afable, y Durán tuvo la sensación de que nunca había conocido a nadie tan afable. Era curioso lo acerado que resultaba Salazar al compararlo con Allende. Y más curioso aún, si cabe, era que, por primera vez desde que se conocían, Durán había pensado en Salazar ante un tercero. Se le ocurrió esta tarde a Durán que nunca Salazar y él se habían encontrado ante conocidos o amigos del uno o del otro, o comunes.
—Me gusta esta casa lo bonita que está —acababa de decir Allende, que, instalado en uno de los dos sillones de la mesa camilla, recorría con la vista, complacido, la amplia estancia.
—Es que a Javier le gustan las casas al estilo inglés ese que llaman. Un poco guarro yo lo encuentro todo, aunque confortable. —Y al decir esto sonreía Ramón Durán y señalaba el sillón amarillo a rayas rojas y verdes que tenía la cima y los brazos bastante sucios—. Este sillón está asqueroso, ¿cómo se limpia este sillón?
—Se limpia con una vaporeta —aseguró Allende afablemente—. Se llama a unos de una compañía que vienen y que traen su propia vaporeta y detergentes. La vaporeta viene a ser como una plancha que produce vapor y va limpiando a presión y con detalle parte por parte
—He aquí —intercaló Salazar— dos generaciones de marujas en plena charla cotidiana: la joven maruja recién casada y la maruja de mediana edad, que comparan los valores relativos de la vaporeta y de la plancha eléctrica.
Los tres se echaron a reír, o eso fue lo que pensó Durán más tarde, que los tres se habían reído al tiempo ante el comentario de Salazar. Pero lo cierto es que Salazar no se había reído: sólo había mostrado los dientes, sus propios piños, que aún conservaba intactos, con sólo un par de empastes en las muelas de atrás, como un civilizado perro de presa. Había sonreído ferozmente y le pareció a Durán que se reía de verdad. Allende en cambio —que le conocía mejor— percibió de inmediato la puntada y se rio con Ramón Durán para ahuyentar la extrañeza de la impresión. Allende había aceptado aquella invitación sin muchas ganas: casi únicamente por no haberse atrevido a decir que no y a la vez inventar un pretexto cualquiera, una mentira piadosa: la invitación le había sorprendido mucho: era la primera invitación que había recibido de Javier Salazar en muchos años: una invitación hecha por teléfono, muy amablemente, pero con esa energía nerviosa, vehemencia, que a veces ponía en sus cosas Salazar, un poderío un poco maligno, un poder consciente de sí que se ejerce a capricho o por motivos propios del poderoso, que no admite discusión. Era todo absurdo —pensó Paco Allende cuando se sintió obligado a aceptar la invitación por teléfono— y en aquel instante, en aquel par de segundos que tardó en responder: «Sí, desde luego, iré a vuestra casa, muchas gracias», repasó la voluntad de poder que siempre había estado presente en Salazar: Salazar nunca había mantenido ninguna relación con Allende en la cual no llevara Salazar la iniciativa y el dominio. Pero a pesar de todo le pareció absurdo a Paco Allende no aceptar la invitación: después de todo siempre había sentido afecto por Salazar y también cierta curiosidad, a medida que pasaron los años, por aquella secreta vida de Salazar: siempre tan público y a la vez tan privado. Salazar había dicho por teléfono: «Quiero que conozcas a un amigo con el que tendrás muchos puntos comunes.» Y ésa fue la frase que permitió a Paco Allende decirle a Durán, cuando abrió la puerta, que había oído hablar mucho de él. Allende sabía que Salazar era homosexual. Homosexual a su aire. Allende ignoraba, después de tantos años, si su amigo practicaba la homosexualidad o no. Nunca en los últimos, quizá, treinta años Salazar le había presentado a uno de sus amigos. Se habían encontrado ocasionalmente e incluso almorzado o cenado juntos, pero siempre los dos solos. Un amigo así —pensó Allende, asombrándose al pensarlo de su propia malicia espontánea—, siendo tan guapo como es, sólo podía ser un amante. En el fondo de su conciencia, además de una veloz comprensión de los hechos, quedó pendiente una gran interrogación: ¿Por qué quería ahora Salazar presentarle a este chico después de tantos años? ¿Por qué precisamente a él? ¿Necesitaba Salazar un tercero a título de anticuada dama de compañía para sentirse cómodo con su llamativo amigo? Esto sonaba demasiado estúpido, resultaba inverosímil. Detrás de estas preguntas había otra más ennegrecida y maliciosa —temió Allende— que decía así: ¿Qué juego de dominación y sumisión, qué trama endiablaba e irónica, qué trampa tramaba Javier Salazar, que incluía a aquel chaval guapo y a un viejo amigo como Allende? Allende contempló a Salazar y le pareció todavía fascinante. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Treinta años quizá? ¿Cuántos años representaba Salazar ahora? No los sesenta y tantos que con seguridad tenía, sino quizá diez o quince años menos. Pero no es su indudable buen aspecto, su cara casi sin arrugas, su pelo canoso, su delgadez, su elegante pantalón de franela, lo más fascinante de todo. Lo más fascinante es el gesto alerta de la cara huesuda, como un animal cazador, entrecerrados los ojos, recogido sobre sí, que observa, tenso, a su presa, una incauta liebre que pace en el prado: una sensación de elasticidad felina, de atención felina, entrecerrada, tensada, que se disparará en cualquier momento, que capturará infalible a su presa. Y se pregunta Allende: ¿Quién puede ser esa presa sino nosotros dos?
Y sintió por un instante un temor difuso, como un miedo a una posibilidad meramente pensada. Y se avergonzó Allende de sentir miedo de pronto y de dejarse invadir, aunque fuese sólo por un momento, por la desconfianza y el recelo. La misma sensación de años atrás: que en compañía de Salazar se aceleraba el tiempo y se reducía a un único punto luminoso el espacio. Y esto significaba entonces —y volvía a significarlo ahora— que Javier Salazar tenía el don de transfigurar, con su sola presencia, los espacios y los tiempos psicológicos de sus compañeros y volverlos excitantes y mágicos: a eso, muchos años atrás, lo había denominado Allende agapé primero y luego filia y luego enamoramiento a secas: había amado a Salazar porque transfiguraba y dejaba vestidos de hermosura todos los paisajes y cosas que tocaba. Esta referencia poética al amado de San Juan de la Cruz le deja esta tarde un repentino mal sabor de boca a Allende, un regusto a pastiche, a ternurismo clerical, a alma pringosa. Y, sin embargo (Paco Allende vuelve a recordarlo ahora, extáticamente, en este instante replegado y desplegado en un abrir y cerrar de ojos: pastiche o no, bobalicón o no), esos sentimientos habían formado parte intensa del pasado común de Allende y Salazar. ¿Le había llamado Salazar por eso? ¿O quizá le había llamado —rumió Allende— porque Salazar, al no tener ya la edad que tuvo cuando le amó Allende, y al contar secretamente con que Paco aún le amaba, necesitaba ahora, en su senectud, la estimulación de sentirse amado para hacerse amar también por aquel guapo chico, aquel Ramón Durán? No hago pie, se dijo Paco Allende, como quien cuchichea en el oído de un ratón de campo un secreto que sólo comprenden los ratoncitos grises y los niños. Y Allende pensó —en el relámpago extático de aquel estar allí, delante de Salazar y de Ramón Durán: ahora me cuchichea el ratoncito a mí—: No, no haces pie. Aquí no sabes tú nadar y una corriente de agua fría azul oscura vendrá pronto, una corriente más fría que ya no pertenece al agua de la playa sino al agua frondosa y férrea del centro del mar, mar adentro, donde se ahogan los ratones y los niños y las ahogadas se hinchaban en verano y los besugos les comían los ojos y regresaban a las playas veinte kilómetros o treinta kilómetros más abajo, por Somo o por la Playa del Francés a bajamar, como enormes medusas roídas. Así que lárgate, levántate y vete. ¡Diles adiós con un pretexto cualquiera! Acordarse repentinamente de tanto como había sucedido entre ellos dos no facilitaba la sencillez —pensó ahora Allende como disculpándose—, dificultaba cualquier gesto ingenuo de confianza. Y había, además, este otro aspecto: todo el enorme tiempo transcurrido entre el entonces y el ahora ¿no invitaba al perdón y al olvido? No podía continuar en silencio Paco Allende: Todo lo que pienso sucede tan deprisa que nadie puede verlo desde fuera: nadie pudo nunca ver desde fuera lo que yo pensaba. Hace mucho tiempo que mi actividad mental no es como ahora, hace mucho tiempo que no estoy incandescente como ahora. ¡Qué bobo y enamoradizo soy todavía! A pesar de mi edad... ¿Por qué se sentía de pronto tan extraño, amenazado y excitado a la vez? Ramón Durán era muy atractivo: el tipo de chico que Paco Allende rara vez encontraba: aseado, atento, luminoso y moreno: en los medios universitarios y estudiantiles que Allende frecuentaba solía faltar este punto de sofisticación que Durán tenía, combinándolo con un aire de provincias y plazas mayores y calles mayores. La pregunta era, y seguía siendo: ¿por qué Salazar le había invitado?
Y como todas estas reflexiones de Allende, plegadas y replegadas en un instante, no tenían salida ni en aquel momento ni quizá en ningún otro, puesto que formaban parte de esos conceptos emotivos cuyo contenido se deshace al tratar de expresarlos, Allende se vio obligado a dar conversación para que no pareciera que se había ensimismado en sus propios asuntos (aunque lo cierto es que no se había ensimismado sino más bien alterado con aquella curiosa clase de excitación que —ahora lo recordaba vivamente— Salazar siempre le había producido). Así que dijo:
—¿Entonces tú, Ramón, eres un actor?, como Eduardo Noriega, te das un aire así. ,
—¡Ah! —exclamó Salazar—. ¡Bien visto, Paco! ¡Es un actor de la vida! Un maravilloso actor del día a día. Que puede, si quiere, parecer lo que él quiera. ¿A que fue eso lo que me dijiste cuando nos encontramos por primera vez? Dijiste: «Puedo parecer lo que yo quiera.»
—Eso son chuminadas que yo a veces digo, por fardar un poco —declaró Ramón Durán, que curiosamente se había puesto colorado al sentirse tan directamente aludido por los dos hombres a la vez. Se sentía alegre Durán como al beber un buen malta. No mucho licor, sólo el suficiente para sentir la quemazón en las encías y la lengua, retenerlo ahí y tragarlo después, el suave ardor del malta neto, el sentimiento de placer al sentirse admirado o querido. Una sensación ingenua en un mundo ingenuo, como era en el fondo el mundo de Durán: el mundo, al menos, en que Ramón Durán hubiera deseado vivir y que a veces lograba persuadirse a sí mismo que realmente habitaba.
Comprendió Paco Allende que aquélla era una com versación cabezona, como un vino cabezón, como un Moriles que se sube a la cabeza demasiado rápido y sin matices y anula las posibilidades dialógicas que toda conversación, como también aquélla, debería tener. Paco Allende tenía gana de hablar, y hubiera deseado vencer su timidez instantáneamente y expresarse con una cierta resolución, una desenvoltura que no tenía, que raras veces lograba. Hablar, en cualquier caso, parecía mejor que no hablar, así que dijo:
—Si no eres actor, ¿qué haces entonces?
—Barman, soy barman. Pongo copas en un bar. No llego a barman. Trabajo tres días por semana en un bar. Eso hago.
—¡Ah, pues qué bien! —declaró Allende. ..
—¡Viene a ser un chapero de postín! —intercaló Salazar.
—¡Qué bruto eres! —exclamó Allende.
Esta deriva ennegreció el corazón de Durán: le enfureció:
—Yo seré chapero, pero tú eres un bujarra de mierda.
Durán había palidecido, como alguien que se siente violentamente empujado de pronto.