Contra Natura (8 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—El que calla otorga —declaró Ramón enfurruñado—. Te callas y no contestas porque en el fondo sabes que no me quiere. ¿A que es eso? ¿A que sí?

—Haces mal en preguntarme esto, Ramón. ¿Por qué no se lo preguntas al propio Javier? Si tienes dudas en eso, Javier es la persona indicada, no yo.

Sintió que esas frases interponían una barrera entre ellos. Lo natural era —por supuesto— consentir cierta dosis de chismorreo. Todo el mundo habla de todo el mundo en una circunstancia como esta en que se hallan Ramón y Allende. ¿Por qué entonces tenía Paco Allende que prohibirse esta inofensiva costumbre social? Los chismes también cumplen una importante función iluminadora. ¿Qué sería de las relaciones sociales si los interesados suprimieran todos los chismes? No sólo serían aburridas —que al fin y al cabo es lo de menos—, es que serían peligrosas. Pensaba Allende que en el fondo el chisme era como tomarse la temperatura o la tensión: determinan constantes vitales en el comportamiento ajeno. Los chismes son válvulas de seguridad: así sabemos de qué van nuestros amigos. Todo eso será cierto —concluyó Allende— pero no es para mí. Y añadió, ahora en voz alta:

—Mira, Ramón, yo creo que tú debes incrementar tu intimidad con Javier. Tratar de entenderos mejor entre los dos. No hay inconveniente en que tú y yo además nos veamos. No hacemos nada malo, y no veo por qué no podríamos incluso decírselo a Javier. Pero no podemos desde luego hablar de él, ni bien ni mal, a sus espaldas. ¿No te parece?

Ramón Durán no contestó, y ahí lo dejaron al poco rato. Quedaron en verse en otra ocasión. Paco Allende se separó del muchacho con cierta melancolía: pensando que había perdido una buena oportunidad de interesarle. Pensando que sus escrúpulos le había hecho perder una oportunidad erótica que ya no volvería a presentársele. Seguramente he obrado bien —concluyó para su capote—, pero me siento insatisfecho y melancólico.

8

Javier Salazar sonríe durante todo este mediodía nublado, esta tarde nublada, avecindada en su terraza como los herrerillos y los pardillos, esta machadiana tarde, soriana, parda y fría. No llueve. Todo está suspendido en el aire: la lluvia, un simulacro de ansiedad (puesto que Salazar no cree que Durán y Allende tengan energía para desafiarle o, mucho menos, traicionarle). ¿O sí lo cree? Nadie sabe lo que Salazar cree o no cree. Sólo el propio Salazar cree saberlo todo acerca de sí mismo, aunque —también para sí mismo— desglosar todo este saber de sí entraña considerables dificultades. Por consiguiente, Salazar ha ido, con los años, soslayando este análisis del yo que, aunque sólo sea porque, como el psicoanálisis freudiano, resulta, por definición, interminable, siempre puede posponerse. Javier Salazar ha pospuesto el análisis último de sí mismo por razones prácticas —lo que no puede ser acabado carece de acabado y acaba con la paciencia del analista antes incluso que acabe con él la muerte—. La muerte está presente esta tarde en la conciencia de Salazar como una anécdota cómica que hace referencia a la muerte ajena. La muerte está presente en esta tarde parda y fría del Madrid de un marzo que marcea, de este marzo que marcea y que no mayea, como una posibilidad real de caos difuso, de difusa mala baba que acabará con todos. Javier Salazar está dispuesto a liquidarlo todo, e incluso a liquidarse a sí mismo, si las cosas se ponen desagradables u obtusas y hay que liquidar a Ramón Durán y a Allende. Porque éste es el gran asunto de esta tarde: Salazar ha descubierto que Paco y Ramón han empezado a verse en secreto. ¿Cómo lo sabe? Lo supo por casualidad. Le chocó mucho que Ramón se levantara tan temprano, a las nueve de la mañana, el pasado sábado (en realidad el pobre Ramón Durán mintió a Allende cuando le dijo que estaba siempre levantado temprano los fines de semana a pesar de haber pasado la noche trabajando en los bares). Le mintió porque le pareció más interesante ser un hombre madrugador, porque pensó que Paco sería un hombre madrugador, y el que Ramón, contra su costumbre, ese sábado particular madrugara, nervioso como andaba, levantó la liebre. Así que cuando Ramón entró un momento en la cocina, declarando que iba a darse una vuelta y que si quería algo, Salazar eligió rápidamente entre dos posibilidades —ambas repentinamente malignas—: una era que sí que quería, excepcionalmente este sábado, el Herald Tribune, que hiciera el favor de subírselo, caso de que fuera a volver de inmediato. La otra era decirle que no quería nada, pero que había pensado que fuesen a almorzar este sábado al restaurante de los bajos del Café de Oriente: un almuerzo temprano, sobre la una y media, para no coincidir con las aglomeraciones de después. Pero no dijo ninguna de las dos cosas, porque lo delicioso era ver qué hacía Ramón por sí solo: ver por ejemplo si, sintiéndose culpable (¿pero por qué había de sentirse culpable? ¿No es cierto que Salazar postulaba la culpabilidad antes del acto, de tal modo que Ramón iba a ser culpable antes del acto culpable, porque, a decir verdad, Salazar se movía en función de una sospechosidad difusa e infundada? ¿Por qué supone que Ramón va a encontrarse con Allende?), rompía a hablar Durán: ver si prorrumpía en un hablique delator que delatara sus intenciones de esa mañana: dio la casualidad —dicho sea en honor de Ramón Durán— de que no hubo hablique, y ni siquiera expresión alguna de culpabilidad que la fina y atenta capacidad perceptiva de Salazar pudiera detectar. El chico salió, pues, indemne. Y Salazar, de pronto, que se hallaba aún en bata y en pijama, como solía los sábados y domingos por la mañana, en una acción unificada que envolvía interrumpir el café que tomaba, ir a su cuarto, quitarse la bata y el pijama y vestirse de calle con un pantalón y un jersey, salió a la calle detrás de Ramón, no sin antes haberse asomado al balcón y observado desde ahí cómo Ramón Durán salía del portal, cruzaba a la acera de enfrente y se encaminaba, con paso decidido, en dirección a Ferraz y hacia el este. Llamó al ascensor Salazar, y siguió al chico muy de lejos, a riesgo incluso de perderle de tanta distancia como mantenía, pero convencido de que no iba a perderle de vista por mucha que fuera la distancia entre ellos, convencido también de que iba a encontrarse con Allende, gozosamente convencido incluso de que iba a ser traicionado por dos personas que no tenían la menor intención de traicionarle y que, sin embargo, se iban a sentir, por el mero hecho inocente de verse a espaldas de Salazar, culpables de traición, o por lo menos Allende —de esto Salazar estaba seguro— iba a sentirse irremediablemente culpable y sin culpa real: una educación católica a la antigua usanza exigía como mínimo esa difusa sensación de culpa por un acto así. De modo que Salazar siguió su instinto, más bien que a Ramón Durán, que se había perdido ya entre las calles, y tomó Salazar Rey Francisco, que desemboca casi frente por frente del chiringuito del paseo con el Templo de Debod a la izquierda, y no dudó Salazar que ambos se encontrarían sentados cerca o junto a la fuente que da a la Casa de Campo. Podían haber elegido pasear en dirección al Palacio Real, o bajar por el pinar que da a la Estación del Norte, o podían haber retrocedido hacia el Parque del Oeste o incluso haber paseado o tomado algo por Rosales, pero Salazar, de algún modo pensó que habían hecho lo más soso, lo menos imaginativo, lo más tierno, lo más humano, lo demasiado humano: encontrarse frente al Templo de Debod y rodearlo por uno de sus laterales hasta dar con el balcón que se asoma a la Casa de Campo, tan luminosa en la distancia y tan agreste a principios de marzo. Y allí los descubrió a lo lejos, intensamente regocijado. Sólo entonces decidió regresar, se detuvo a tomar un café en uno de los bares de Ferraz abiertos a esa hora y después volvió a casa. Era la una de la tarde. 

Salazar ha vuelto a casa. He aquí que ahora tiene una ocupación: es como un nuevo amor: tan absorbente. Desde un principio se dijo: No me enamoraré de este chico creído. Desde un principio dio por sentado que Ramón Durán era un chico guapo que se lo tenía creído. Pero a las pocas semanas vio que ésta era una creencia inverosímil: ninguna suspensión de incredulidad permite ni por un instante creer a Salazar que Ramón Durán se lo tiene creído: sí, es muy guapo, tiene muy buena facha, es, como suele decirse, sexy, pero carece de picardía, carece —ha decidido Salazar— de capacidad reflexiva. Tiene demasiado deseo de gustar, no parece muy inteligente, no lo es. Recuerda un poco a un actor de reparto, uno de esos actores que son el barman con frase, el chapero con frase o un bailarín quizá en un coro. Alguien sin duda momentáneo que, curiosamente, se ha provisto a sí mismo de un pequeño repertorio de frases hechas, algunas interesantes, como aquella que sorprendió el primer día a Salazar de que podía parecer lo que quisiera. En cualquier caso, Salazar ha descubierto lo, que en cierto modo ya sospechó que sucedería cuando invitó a Allende a su casa: ha descubierto que Ramón Durán dispone de alguna que otra iniciativa propia, además de la de seducir físicamente, que no es una iniciativa, sino una consecuencia pasiva de su aspecto. Sin duda —reflexiona Salazar— Ramón Durán se sedujo a sí mismo momentos antes de seducirme a mí en el parque, y seducirme a mí no fue más que el eco o las ampliaciones de la onda en el agua que provocó el haberse seducido primero él a sí mismo, el haberse gustado. De pronto, en pleno Parque del Oeste, se sintió el Ramón Durán, aquel día, feliz consigo mismo, a gusto consigo mismo, se gustó. Y las ondas circulares impresas en el aire a consecuencia de este gustarse a sí mismo me alcanzaron a mí y quiso gustarme a mí, a consecuencia de lo cual interfirió conmigo y se metió en mi vida perturbándome. Salazar tiene ahora un argumento entre los dientes, como un gato a un pajarillo aún vivo entre las uñas. A ratos afloja la presión y el pájaro aletea torpemente y huye (acaso se esconde debajo de un cubo), y entonces el gato alarga su patita para alcanzar al pájaro, que pía liberado momentáneamente: Salazar está esta tarde rodeado de imágenes crueles: que el pájaro se haya escondido tras unas maderas o bajo un cesto no preocupa al gato, que se tiende al sol observando tranquilo el lugar en el que aletea horrorizado el pájaro. Así ahora Salazar observa su argumento, que contiene icónicamente a Ramón Durán mediante el nombre propio y el primer apellido: Ramón Durán. El argumento acaba de cobrar nueva vida, equivalente al aún bravo y desesperado intento del pájaro por escapar del gato implacable. Salazar se aburría antes de conocer a Ramón Durán. La sensación de encontrarse cómodo consigo mismo —como apareció en las primeras páginas de este relato— era sólo intermitente, con más frecuencia estaba aburrido: el tedio era su emoción más constante. Pero, en opinión de Salazar, cualquier grado de aburrimiento, hasta el más insufrible, es preferible a la compañía de un semejante. Por eso su jubilación adopta la forma básica del aislamiento. Si, en activo, el aislamiento cobraba la forma de la obsesión por el trabajo bien hecho, que le separaba de sus compañeros de editorial, ahora cobra la forma de no ser molestado, pero se aburre. No tiene muchos deseos que satisfacer, de la misma manera que tampoco tiene mucho apetito: tiene poca gana de comer, por eso se ha conservado toda su vida tan delgado. Tiene muy poca gana de charlar o de encontrarse con sus semejantes, sean coetáneos o más jóvenes. Deseaba, y aún desea en realidad, ser olvidado, no deseaba sentir ninguna pasión: All passion spent. Y de pronto Durán se le cruzó tan atractivo en medio de su vida, cuando menos lo esperaba y menos lo deseaba, cierta inercia le impidió rechazarle en un principio, y el hecho, casi fantasmal, de que físicamente le agradara el chico —una especie de esquematismo afectivo homoerótico, más que un real deseo— le permitió retenerle consigo aquella tarde y acostarse con él por la noche y las otras noches. Pero no podía disfrutar de esa relación física. Por parte de Salazar hubo aquella primera noche de todo menos placer erótico directo. Luego descubrió que Ramón Durán no se lo tenía tan creído, y a la vez descubrió que era un chico crédulo y en parte muy ingenuo, y que era un alma cándida, un limpio de corazón. Y pensó burlonamente: Aprovecharé esta ocasión, la limpieza de este corazón tan joven, para ver a Dios, siquiera oblicuamente. Y sintió, como el picotazo de una avispa un día de verano, una descarga tonificante en su conciencia. Pero eso duró poco. Fue entonces cuando se le ocurrió lo de Paco Allende, y ahí acertó por completo. En realidad Allende y Durán, como Salazar había supuesto, se parecían mucho: están hechos el uno para el otro y ya han pegado la hebra... a sus espaldas. Es perfecto, es divertido. Javier Salazar ya no se siente aburrido sino excitado. ¿Qué va a pasar ahora?, se pregunta a sí mismo. ¿Qué seré yo capaz de hacer en una situación como ésta? ¿Qué iré yo a hacer? Todavía no lo sé. Esta renovación de la sangre es como una primavera encarnizada. Todo Javier Salazar se despereza y se siente joven otra vez, acerado, lúcido, agresivo: sumamente divertido y expectante. Son ya las dos de la tarde. Oye el llavín en la puerta de entrada y, un instante después, entra en la sala de estar Ramón Durán, encendidas las mejillas, como si hubiera venido corriendo, como si se sintiera emocionado, como si hubiera sido ya puesto en evidencia antes de ser puesto en evidencia. Salazar sabe todo esto y por lo tanto no tiene ninguna prisa.

—¿Qué tenemos de comida? —pregunta Salazar. 

—Si quieres abro una lata de fabada —dice Durán.

—Un poco fuerte quizá. Podríamos mejor bajar a Casa Manolo.

A Ramón Durán le parece estupendo: le encanta salir a comer fuera.

9

Ramón Durán, hasta la fecha, ha contado con la suerte, su buena suerte: no ha tenido quizá muy buena suerte, pero él ha leído en términos optimistas lo que le ha ido ocurriendo, sobre todo los últimos meses. En realidad está contento en casa de Salazar, se siente perplejo en ocasiones (Salazar se muestra a veces poco comunicativo, o distraído), pero en conjunto Ramón Durán siente que se halla en el disparadero de una experiencia de iniciación: nunca ha vivido en una casa rodeado de tantos libros, nunca ha visto a nadie leer tanto y tan seguido como lee Salazar, nadie con tan poco interés por ver la televisión. A Durán, en cambio, le divierte casi toda la televisión: en los tiempos de Juanjo soñaba con pasarse domingos enteros ante la televisión, con Juanjo preparando palomitas de maíz en la cocina. Nunca llegaron a pasar juntos todo un domingo, porque los domingos, y en general los fines de semana, eran los días de Sonia. Era una ensoñación doméstica, de domesticidad gay, que Ramón Durán era capaz de imaginar con todo lujo de detalles. Echa de menos a Juanjo. Está contento en casa de Javier Salazar. No ha contado nada de su secreto encuentro con Allende, cosa que le regocija. Está repentinamente harto de su trabajo por las noches en el pub. Planea ahora hacer unos cursos de informática, estudiar inglés, buscarse otro empleo. Echa de menos a Juanjo.

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