Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
Los efectos de todo lo anterior son visibles en la relación entre Salazar y Durán. Salazar cree que Durán se ve con Allende a sus espaldas. No puede saberlo a ciencia cierta preguntándoselo a Durán, porque su contraído sistema de observación le impide proceder abiertamente. Pero, a su vez, Durán, que no ha vuelto a ver a Allende desde la mañana del Templo de Debod, regresa a casa entre semana con dos horas, tres horas como máximo, añadidas a su esquema de entradas y salidas de los días previos al encuentro con Juanjo. Pero Durán no desea —cada vez lo desea menos— contar a Salazar que se está viendo con su antiguo amor. Se siente culpable. Y, por lo tanto, se siente obligado a inventar anécdotas verosímiles, actividades verosímiles que rellenen ese espacio vespertino que antes solía pasar en casa los días que no trabajaba en los bares. Le da mucho juego la FNAC. Así cuenta Durán que se le ha ido sin darse cuenta el tiempo en las salas de lectura de la FNAC o escuchando discos. Salazar no le cree, pero finge que le cree. En una ocasión, Salazar le ha preguntado: «Y Allende ¿qué? ¿Le ves a veces?» Y Durán ha respondido: «¿Allende? ¿Qué va? No le he vuelto a ver desde el día que vino.» Esta es una mentira, tonta además, que Salazar registra como una prueba del ocultamiento y la traición en marcha. Salazar odia ahora a Paco Allende: Salazar no odia a Paco Allende: Salazar siente celos: pero no puede sentir celos, porque se dice a sí mismo: Los celos son una imbecilidad, presuponen una cierta clase de interés por quien es objeto de los celos, y yo no lo siento por Durán. Pero sí está interesado en Durán. Luego: siente celos. Pero sentir celos es una imbecilidad y Salazar no es un imbécil. Luego: no siente celos. Lo más claro que Salazar siente con Durán es aborrecimiento. Pero un aborrecimiento envenenado de tal suerte, que a su vez es apego. De pronto, Salazar descubre, horrorizado, que detesta a Ramón Durán y que a la vez no puede vivir sin él.
¿Qué es lo que Salazar detesta? Lo cierto es que Ramón Durán, una vez superado aquel primer tramo de la relación en el cual él pretendió ser un personaje interesante, ha resultado ser un buen chico, afectuoso y quizá no muy despierto. Si Salazar fuese sencillo de corazón —o si la sencillez de corazón fuese un ideal que, de algún modo, directa o indirectamente, Salazar se hubiese propuesto alguna vez en su vida—, le habría sido posible disfrutar de la compañía y del placer corporal, genital y generalizado, que la mera presencia física de Durán de inmediato invoca: Durán es un chico macizo, un chico cachas, un vulgar chico guapo, moreno, con un cierto dejo gracioso malagueño, que admira la obvia prestancia intelectual de Salazar, sus paredes tapizadas de libros, sus cuadros incomprensibles de Gordillo, sus dibujos y litografías de Barceló, su selecto mobiliario de gusto inglés. Le gusta cómo se viste Salazar, su delgadez, su pelo gris, su rostro regular, un poco cansado, un poco arrugado... No debería haber nada, nada en absoluto, capaz de impedir que esta pareja alcance un razonable grado de bienestar, de compenetración, de buena vida. Y, sin embargo, no parecen ser ni siquiera moderadamente felices: nada indica que, no obstante el tiempo que llevan juntos, hayan empezado a acoplarse, a enroscarse dulcemente en sus mutuos hábitos: no se hacen mutua compañía. ¿Y por qué, entonces, no lo dejan?
La vida de la mayoría de nosotros suele transcurrir, hasta bien entrada la madurez, sin necesidad de sumarios. En la mayoría de los casos, hombres y mujeres alcanzamos los cuarenta o los cincuenta sin vernos obligados a hacer un resumen de nosotros mismos: ni la vida que llevamos, ni nuestras parejas, ni nuestros amigos nos exigen ese rápido compendioso resumen de nuestra vida y de nuestro modo de ser, del cual el célebre curriculum vitae no es más que una muestra profesional. Y, sin embargo, Ramón Durán tiene ante sí (o mejor aún: tiene encima, de tal suerte que no alcanza a verlo claramente, pero confusamente le consta) uno de esos grandes resúmenes de la propia vida: se halla atrapado entre dos apegos que parecen dos amores: Salazar, que le necesita y le detesta, y en quien se incuban ya los violentos celos de un sentido de la propiedad injustificable, y Juanjo, que no detesta a Ramón Durán pero que tampoco le ama, y sin embargo le necesita desesperadamente ahora para explicitar su vida, para ser oído, para ser comprendido y arropado, para tener —lejos de Sonia— un equivalente masculino de la Sonia que ha dejado en Málaga.
Pero sucede que Ramón Durán —que ya no está enamorado de Juanjo— ha adquirido, muy rápidamente, un sentimiento de responsabilidad por Juanjo —que llamamos compasión en recuerdo de Scobie, el personaje de Graham Greene, que was bound by the pathos of her unattractiveness (en ese caso la falta de encanto de su esposa Louise)—. Expuesto así, sumariamente, sólo tenemos el esquema de un no muy poderoso ensayo sobre la compasión y el amor. La exposición novelesca no resume sino que amplía y detalla esta experiencia amorosa en una relación fundamental. Pero es que Ramón Durán procede emotivamente ahora, arrastrado por la superposición de dos imágenes de Juanjo Garnacho: en una imagen Juanjo es aún el entrenador, admirado primero y adorado después, que Ramón Durán había acariciado y besado y con quien se había entregado a la dulce sodomía. En esta primera imagen de Juanjo, además del deleite corporal, hay el entusiasmo deportivo: el gozoso contagio que Juanjo logró despertar por un tiempo en el aún adolescente Durán, aquel sentirse llamado a ser un gran deportista de élite. En este contexto la sodomía y las mamadas formaban parte del ritual secreto, de la iniciación de un brillante joven nuevo, de un atleta maravilloso, y no eran por lo tanto sólo actos placenteros para ambos sino también parte de una paideia admirable —cosa que Juanjo solía subrayar, porque Juanjo le parecía a Durán entonces un hombre cultísimo que conocía toda la pedagogía deportiva de la Grecia clásica que Juanjo enseñó a Durán a denominar la paideia—. Aún ahora, cuando Juanjo, los días en que están solos en el piso compartido, le da por el culo, Ramón Durán siente el derretimiento mantecoso, la flojera de sus glúteos y sus piernas como un enternecimiento carnal —parte de la paideia olímpica—. De esa pasividad, tan deliciosa cuando amaba y creía ser amado, extrae ahora una resignación fuerte, una decisión poderosa que es compasión pura, como si dijera: Deseo que este reblandecimiento mío, esta penetración recto adentro de la verga de mi antiguo amor, se transfigure en recta intención para poder ser justo con Juanjo. Esta es la segunda imagen de Juanjo: el Juanjo agobiado, resentido, sudado, embutido en el perpetuo chándal baboso, que incesantemente habla de sí mismo y de sus dificultades para vivir y sobrevivir en Madrid. Esta es la segunda imagen, superpuesta a la primera. El problema es que Juanjo se le corre dentro precipitadamente: en vez de un acto amoroso hay un acto mecánico. Ramón Durán es incapaz de analizar la diferencia entre ambas cosas, pero las siente vivamente. No le queda, pues, resquicio alguno para el hedonismo, el simple y fecundo placer carnal: está demasiado invadido por su preocupación, por su deseo de cuidar a Juanjo. Tiene que salvar a Juanjo. Teme que Juanjo pierda pie en su nueva vida. Se siente llamado a salvar a Juanjo Garnacho. Ramón Durán, por supuesto, es sólo imperfectamente consciente de que esta superposición de imágenes (una primera, enternecedora y entusiástica, olímpica, y otra segunda, enternecedora también, pero no entusiástica, sino desanimante, y no olímpica sino trivial, cotidiana, rastacueros) funciona como dos círculos concéntricos que se cierran a cada movimiento que hace Durán. Este cerramiento sincronizado de las dos imágenes de Juanjo Garnacho en la conciencia de Durán es, por supuesto, lentísimo. La lentitud sin embargo no impide a Ramón Durán percibir de continuo estos días un sentimiento de opresión (que a su vez percibe Salazar como traición y desvergüenza del chico) que le quita alegría y entristece sus entrenamientos matutinos por la Ciudad Universitaria.
Ramón Durán amaba el Ritz. Esto fue lo único que Salazar —tan poco imaginativo— imaginó perfectamente: que amaba Ramón Durán sentarse allí, sentirse allí. «¡Esto ya no es lo que era!», comentaba Salazar tomando sorbos de su té: un té completo con sándwiches pequeños y pastitas en una bandeja de tres pisos. Y Ramón Durán pensaba: Esto, claro, es lo que él tiene que decir: porque ha conocido otro Ritz de otro tiempo, más elegante y refinado. Yo soy al fin y al cabo un simple camarero, podría haber sido camarero aquí. Estar allí no era igual a nada, ni parecido a nada. Era suficiente estar allí, sentado en el jardín las primaveras, o en el bar de la rotonda, con el piano o el citarista los otoños, los inviernos. Los camareros, que se parecen a mí, piensa Ramón Durán, iban y venían. Y Javier Salazar ahí sentado estaba junto a Durán: ahí, en el Ritz, verdaderamente amaba Ramón Durán a Salazar, con un amor humilde y extensible que recubría el ingenuo corazón de Durán como una tienda de campaña.
Esto del Ritz era un entretenimiento que, desde un principio, ofreció Salazar una vez al menos por semana. E incluso era un entretenimiento de mediodía, los cócteles de la una que precedían, tal vez, al almuerzo. El propio Salazar se encontraba cómodo allí. En sus tiempos de editor, la editorial había celebrado allí muchos cócteles. Salazar era, pues, una persona conocida: le trataban de don Javier los camareros. Y Durán estaba contento sólo con acurrucarse casi junto a aquel hombre mayor, aún joven de aspecto, de maneras tan elegantes, de palabras tan suaves y moduladas. Salazar vio desde un principio que esto entusiasmaba al chico, que le permitía introducirse en una ensoñación de vida distinguida, adinerada. Durán decía siempre: «Cuando mi madre venga tenemos que convidarla aquí, le encantará.» Tenía que ver el Ritz con la profesión de jefa de personal que su madre había desempeñado allá en el sur, en un mundo adinerado, aparentemente fácil, con existencias llevaderas, con sentimientos —pensaba Durán— que ni ascendían mucho ni descendían mucho, que eran sonrientes, tibios, que podían durar sin pena ni gloria toda una vida. Encontraba esto Durán representado también en las cadenas de televisión de todo aquel año, con la jetset de su edad, con las Eugenias y los Colates y los toreros cuyas imágenes, cuyas ropas, cuyos aires eran accesibles, aunque no sus vidas, fuera o antes o después de las instantáneas, las imágenes. Mientras estaba en el Ritz, Durán pensaba que aquélla era la mejor vida posible, y apenas se daba cuenta de que el Ritz era una idea del Ritz que había tomado prestada de Salazar, quien, a su vez, aun siendo una persona conocida, no era, sin embargo, un auténtico personaje sino sólo una ensoñación para sí mismo: la ensoñación de un hombre maduro que ha ligado con un chico guapo con quien toma copas en el bar del Ritz. Es posible que una cierta inocencia sea compatible con las ensoñaciones desinformadas de Durán y con la ensoñación tramposa de Javier Salazar: una inocencia que podría redimirles a los dos si el mundo se clausurara esa misma tarde. Esos días tenía Durán la sensación de que su relación con Salazar prosperaba e iba camino de convertirse en algo importante, que sólo se retrasaba un poco como todas las cosas importantes y definitivas de la vida se retrasan. El Ritz era un claro tema de conversación telefónica con su madre, una fuente legítima, en opinión de Durán, de las medias verdades que su madre necesitaba oír casi diariamente. Una de las razones por las que se le hacía difícil sentir por Juanjo algo distinto de aquella compasión asfixiante, era que le resultaba difícil imaginar a alguien como Juanjo, con su chándal, en el Ritz (y eso que, a simple vista, la mala y desaseada pinta de los clientes del Ritz a media tarde hoy en día a duras penas justifica el entusiasmo desinformado de Durán). El Ritz, en suma, producía un efecto adormecedor en Durán, y hacía que se relajase y bajase la guardia, y en especial aquella rara guardia que mantenía en pie Durán desde que se había visto en secreto con Allende y, sobre todo, desde que se veía en secreto casi a diario con Juanjo Garnacho. Así que fue en el Ritz, una tarde de domingo tras el segundo gin fizz, cuando Durán lo soltó todo. Deseaba ser divertido en aquel momento, fascinante, estar a la altura de aquel estilo liberal, festivo, de bohemia artística años veinte, que para él —por sugerencia de Salazar— evocaban aquellos comedores y aquellas salas, con dos o tres camareros pendientes siempre de ellos. Deseó de pronto ser ese personaje joven, ese chico fascinante que, según le contó Javier Salazar, acompañaba siempre a Jean Cocteau en sus viajes. Todos eran iguales —contaba Salazar—: todos eran uno y el mismo por muchos que hubiese: Cocteau los dibujó en su Libro blanco: caras aniñadas de expresión inocente, con enormes penes erectos. En esta ensoñación del gin fizz, que convertía a Salazar en un hombre elegante, inofensivo (agreste y bondadoso a la vez), enamorado de Durán (así aparecía en la ensoñación: en la ensoñación Durán y Salazar se amaban tiernamente y se besaban en público en sitios como el bar del Ritz), Durán con frecuencia hacía confidencias: se sintió avergonzado de no haber sido sincero con Salazar, de no haberle contado antes lo que ahora iba a contarle. De pronto su temor desapareció, sus miedos se disiparon: Salazar es inofensivo y él me ama y yo le amo.
—¿Sabes que tengo aquí un amigo, aquí en Madrid?
—¿Ah, sí? ¿Y qué amigo es ése?
Salazar observa de reojo a su compañero y observa el rubor, la emoción amorosa que le envuelve, la ensoñación que le vuelve ingenuo.
—Es una persona que tuvo mucha importancia para mí en Málaga: lo más importante que me pasó.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo no me has hablado de este amigo nunca?
—Porque no me atrevía, pensé que igual no te gustaba, que ibas a pensar cualquier cosa de mí, no sé qué.
—Ah, pero tú y yo, mi amor, no tenemos secretos. ¿Tenemos secretos tú y yo?
—No. No tenemos.
—Pero sí que teníamos éste, éste sí.
—No llega a ser un secreto ni siquiera —murmura Durán endulzado y como dormido.
—Sí que lo es. Un poco sí. Cuéntamelo.
—Pero ¿no vas a pensar mal?
—¿Yo? ¡Qué va! Yo nunca pienso mal, yo siempre pienso bien, mi vida. ¿No te has fijado que nunca me equivoco? No me equivoco porque pienso bien, siempre pienso lo justo. Mi conciencia se ajusta a los objetos que pienso, como un cepo. ¿No te habías fijado en eso?
Durán declara que no se había fijado. Tiene ganas de pedir disculpas, tiene ganas de sincerarse, de abrir el corazón. Ahora lamenta haber sido tan reservón con el único amigo que le ha querido en Madrid. Salazar le observa de reojo y encarga otros dos gin fizz. Incluso murmura: