Contra Natura (17 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

—¿Por qué no estás on the phone? ¿Qué has tú estado haciendo todo el día? ¡Vente ahora, come on in, I've got to talk to you!

Y, para sorpresa de Ramón Durán, Araceli montó en aquel lujoso coche, un Audi A6 3.0 TDI —observó, con curiosidad, Durán, quien últimamente se fijaba en las marcas de los buenos coches porque comenzaba a desear poseer uno propio.

19

Aquella noche feliz se quedaron hablando los dos hasta muy tarde. Durán, maravillado, se dejaba arrastrar por el río aquel, impetuoso y tranquilo, de la recién recobrada felicidad juvenil de los dos, madre e hijo, charlando hasta las tantas. Cuando por fin se acostó, cruzó como un recuerdo muy lejano la imagen de Juanjo y Salazar allá en Madrid, bromeando entre ellos. Una imagen sobrevenida ahora, de otro reino, que apenas distrajo a Durán por un instante antes de quedarse dormido.

Araceli había aparecido al poco de acabarse —aparentemente para siempre— lo de Floren. Se habían conocido en una feria de biocultura en un pabellón del centro de Marbella, entre stands macrobióticos, método Pilates, talasoterapia, aromaterapia, candelería psicotrópica para casos de estrés, acupuntura, masajes, quiromasajes, reflexología podal, fisioterapia, ciencia de los abalorios, flores de Bach, cuencos tibetanos, tai chi y una sección especial dedicada a la República Dominicana: prácticas de magia negra y blanca y santería. Estaba Chipri peor incluso de lo que ella misma creía: lo del Floren había sido un mal golpe en un mal momento, demasiado inesperado: justo cuando Chipri acababa de hacer su régimen de adelgazar en Incosol y se sentía enamorada y delgada. Hubiera sido preferible quizá engañarla entonces, pero Floren no tuvo ni siquiera esa delicadeza, ni siquiera por unos días. Se sintió agobiado y lo vomitó todo y destrozó a Chipri. Aquella tarde de Araceli, Chipri había salido a la calle para no estar en casa, se había llegado a la feria de biocultura donde le pareció fácil pasar desapercibida. Araceli de pronto se dirigió a ella, la interpeló, y Chipri se dejó arrastrar por aquella labia medio cómica de Araceli, y, sorprendiéndose a sí misma, le contó todo lo de su problema con el Floren. «Ah, pero déjame que yo te diga. Para resolucionar esta situación lo mejor es que hablemos con Franchipán, mano de santo.» Franchipán resultó ser un gran mulato, cargado de sortijas y lunares, que solía instalarse después de copiosos almuerzos en las marisquerías del paseo marítimo, en la cafetería de la calle mayor, justo detrás del club financiero e inmobiliario. Allí se le veía siempre rodeado de una corte equívoca de jóvenes marroquíes acomodados, que recordaban a los propietarios de proliferantes melilleros, los antiguos decomisos de Ceuta y Melilla, y también de personas que se sentaban un rato con él como a pasar consulta. Allí bebía sus Bayleys y su thé citrón, allí hizo las presentaciones Araceli de Chipri y Franchipán. Al verla, Franchipán entornó los ojos, ladeada la cabeza, y dijo:

—Mi hijita, lo sé todo.

—¡Lo ves! —exclamó Araceli fascinada—. Con sólo verte, ya todo lo sabe. Es un vidente de primera, que le solía consultar la Nancy Reagan.

—Bien cierto, bien cierto, en Hollywood estuve, pero pronto lo dejé. ¡Disolución! El oro mercantil, afrodisiaco letal. Cada vez que venían a preguntarme todas ellas, las yo miraba un momentito sólo: lo que os pasa, yo decía, no es más que el espejismo total de la saciada. Vuestros cuerpos quemados por la sal del sol, salmuera pura, requemadas y flacas, nada sois. Vuestra alma es gorda y fofa, la enana gorda que no ha salido de su pubertad. Por eso no las quise ver ya más y me vine aquí, a la madre patria, donde tengo yo, sorpréndete, más clientes y clientas que Octavito Aceves. Ahora, una cosa yo te digo, los onofres se rompen, una vez que se rompen, para la entera eternidad...

Todo esto era tan lábil que podía ser digerido mentalmente sin apenas masticación: era en realidad lo que en aquel trance mejor convenía a Chipri: una papilla verbal combinada con una gesticulación segura de sí misma. Así fue como cogió la costumbre de telefonear o ir a visitar a Franchipán una vez por semana e incluso dos veces por semana. Las sesiones con Franchipán tenían dos partes: una primera, privada, un tête-a-tête con Franchipán, frecuentemente interrumpido por llamadas telefónicas y una segunda parte, pública, que venía a ser como un pleno. El momento verdaderamente embriagador era el pleno: ahí, en ese pleno, Franchipán, que llevaba en todo momento la voz cantante, leía cartas que le enviaban de todo el mundo, comunicaba noticias de amigos próximos y lejanos, celebraba una pequeña misa blanca con rezos incomprensibles e imposición de manos. La imposición de manos era el momento final del pleno. Franchipán recorría la sala imponiendo las manos con diferentes grados de extensión, cercanía y lejanía para cada cual, a veces tocaba la cabeza con la punta de los dedos, sólo la frente o la coronilla, con ambas manos o una sola, a veces instalaba la cabeza entre sus dos enormes manos y la giraba lentamente para dulcificarla murmurando: Redondéate, redondéate. A veces golpeaba con la palma de la mano derecha la frente de una de sus feligresas, algunas veces —quizá una o dos en toda la tarde— renunciaba y decía: Imposible, hoy no, hoy no, no puedo. Me quemaría las yemas de los dedos con el fuego o con el hielo de esta cabeza hoy. Eran rituales muy absurdos, que tenían la ventaja de poderse deglutir sin masticar, como una liturgia-basura que creaba sin embargo una corriente de simpatía entre todos los asistentes y Franchipán, un estado mental propenso al llanto y al abrazo, un estado fisiológico entre risueño y convulso. A veces alguno de los asistentes rompía en sollozos, o en risas, o en gemidos, o en grandes gritos: prorrumpía su voz en medio de la velada. Algunas personas se quedaban dormidas hablando, como en un trance. Chipri encontró todo aquello relajante en un principio, y luego se acostumbró. Pensaba que no había mal alguno en todo aquello.

De todo esto se fue enterando Durán a lo largo de aquella semana, que se le alargó mucho y que le hacía sentirse al final del día anormalmente agotado y vacío. Se sentía Durán succionado ahora por los relatos que su madre hacía de su vida presente y de sus nuevas amistades, por las cosas que oía contar a Araceli o lo que le contaban de las veladas en casa de Franchipán. Y esta sensación de vaciamiento no era nueva: Durán había descubierto esta misma emoción en las tardes o las noches con Salazar e incluso últimamente también con Juanjo: era una sensación de larga duración, una especie de estado de ánimo que hacía sentirse a Durán parte de un conjunto —amigo de Salazar, hijo de Chipri, amante de Juanjo— sin que la pertenencia a ese conjunto le produjera la menor sensación de plenitud: Soy parte de esto —se decía Durán en esas ocasiones—, no podría irme ahora, dejarles plantados y mucho menos irme para siempre: les pertenezco. Esta pertenencia hace que me sienta necesitado y como devorado amablemente por estas tres personas, sin ninguna compensación para mí: me siento poseído, siento que les pertenezco y que ellos no me pertenecen a mí, yo no los poseo. Los tres son más fuertes que yo y me arrastran hacia donde ellos van, sea donde sea. Era un estado de ánimo muy desazonante, que Durán no se sentía capaz de cambiar por sí solo. En el caso particular de su madre, esta sensación de vacío al cabo del día le parecía tener a Durán unas connotaciones alarmantes. Mientras que con Salazar y con Juanjo aquella sensación de familiaridad distanciada y vaciamiento no parecía tener consecuencias —al fin y al cabo estos dos personajes no parecían necesitar realmente a Durán—, en el caso de su madre sí le parecía a Durán que su madre le necesitaba, que no se trataba sólo de tomar nota de su vida o de disfrutar de las anécdotas, sino que tenía que estar preparado para salvarla o ayudarla a vivir. Antes de irse a Madrid, tanto en su época de adolescente como en los años de los amores con Juanjo, la relación entre Chipri y Durán había sido muy clara: ambos creían entenderse con medias palabras y ambos disfrutaban compartiendo casa, diversiones, almuerzos... Durán nunca había sentido lo que ahora sentía, a saber: una urgencia (una angustia instalada en la boca del estómago por extraer alguna sabiduría) por entender y ser capaz de intervenir favorablemente en la vida de su madre. Análoga angustia había sentido en Madrid en los primeros tiempos de encontrarse con Juanjo y verle tan echado a perder. Pero por otra parte nada sucedía, nada le estaba pasando a su madre, a simple vista al menos. Estaba haciendo, sí, posiblemente una vida inútil, cobrando a la baja, ¿hasta cuándo duraría esta situación? Durán no estaba en buenas condiciones para ejecutar el papel que mentalmente pensaba que debía representar. Para su madre era un poco todavía el adolescente guapo. Quizá —pensaba Durán— en paralelo con la idea que su madre tenía aún de sí misma, por deprimida que estuviese: que ella era en cambio, todavía, la mujer de negocios, eficaz, práctica, guapa, que siempre había sido. Al cabo de una semana de oír historias de Araceli, Durán empezó a pensar que no hacía nada en Marbella y que tenía que marcharse. De alguna manera su madre había estado entretenida saliendo con él, paseando, almorzando, cenando... No era tranquilizadora la locuacidad de su madre, pero verla ejercía un efecto sedante en Durán y Marbella era ahora, en otoño, un lugar tranquilo: un poco aburrido —Durán calculaba que podía volver a Madrid pronto y regresar a Marbella para las navidades—. Había hablado con Salazar un día en que su madre había salido, Salazar había estado amable, pero distante. La única frase que Durán recordaba de su conversación con Salazar era una frase rara y poco característica: «Quédate todo el tiempo que haga falta, pero que conste que Juanjo y yo te echamos de menos.» De estas dos frases, la última le había sonado a Durán completamente falsa. En realidad él mismo no echaba de menos a ninguno de los dos, pero que Salazar le echara de menos a él era impensable. El otro significado de la frase era veladamente amenazador: en aquel sujeto gramatical —Juanjo y yo— había una ligazón extrañamente matrimonial, de pareja. ¿Eran pareja ahora Juanjo y Salazar y lo de echarle de menos era una expresión guasona, una burla que significaba lo contrario? Curiosamente esta segunda interpretación sí casaba con la manera de ser de Salazar, con su humor agresivo e hiriente. Durán decidió que se iría a Madrid al final de aquella semana.

Aquella misma noche atracaron el piso de enfrente del rellano de su madre. Y Araceli, después de mucho hacerse de rogar por teléfono, apareció al final de la tarde con el rostro tumefacto, Durán casi no logró verla bien, ella no se dejaba ver, llevaba un pañuelo que le cubría la cabeza, pero supo por el relato de su madre que el marido de Araceli, que era alemán, había regresado a Marbella de improviso y la había encontrado en el lecho conyugal con un hombre. Ramón Durán no pudo menos de preguntar aquella noche a su madre:

—¿Te ha dicho si por casualidad ese hombre era el tipo del Audi?

La conjunción de ambos sucesos desquició mucho a Durán, casi más que a su madre. ¿Cómo iba a irse justo ahora a Madrid? Entonces fue cuando su madre empezó a contarle historias terroríficas.

Fue una casualidad que la violencia que acababa de sufrir Araceli y el robo del piso de enfrente coincidieran en el tiempo. Era una simple coincidencia —cada uno de los dos incidentes era independiente del otro—, pero su madre los trenzó juntos, intercalando a cada trecho innecesarios nudos que el nerviosismo reanudaba cada vez más fuerte cuando intentaba Durán desanudarlos. Chipri hacía una suma de ambos acontecimientos cuyos sumandos eran, por una parte, la brutalidad del marido alemán de Araceli, en lo que tenía de súbita (hasta entonces había hablado siempre de su marido como de una persona encantadora), pero también por lo que súbitamente revelaba de Araceli: que no sólo se dejaba acompañar en automóvil por un hombre de vez en cuando, sino que también se acostaba con ellos o por lo menos con alguno de ellos. Esta segunda revelación cobraba especial importancia por lo inesperado: de pronto Araceli tenía una doble vida que se había visto obligada a confesar a Chipri a consecuencia de la paliza. Pero, por otra parte, esos sumandos de Araceli se añadían a los sumandos del robo que revelaban un doble fondo, esta vez no personal sino impersonal, colectivo, urbano: la pacífica superficie burguesa de la Marbella otoñal que Chipri conocía, se había visto repentinamente agujereada por un robo en el piso de enfrente. Entre el piso de enfrente y el de Chipri sólo había un breve descansillo con una planta de interior debajo del interruptor de la luz, una kentia, que ahí seguía, neutral, en medio justo del pasillo como un testigo mudo de lo ocurrido. Chipri refirió a su hijo durante varias noches la situación una y otra vez: a la una de la madrugada (este dato se sabía por la policía, que había interrogado a los vecinos del bloque que oían ruidos extraños a esa hora) un hombre, quizá dos hombres (habían aparecido en la tarima dos tipos distintos de pisadas) habían abierto la puerta con una ganzúa, habían recorrido silenciosamente con las caras cubiertas con una media de seda (este detalle era invención de Chipri) todas las habitaciones de la casa, cuarto de estar-comedor, cocina, cuarto de baño, habitación de invitados, para finalmente llegar al dormitorio conyugal, donde dormían los dueños de la casa, de avanzada edad, unos sesenta y cinco años, que habían sido amordazados y atados, cubierta la cabeza de los dos con una sábana, arrojados al suelo. La dueña de esa casa tenía, según Chipri, la tensión muy alta y había tenido que ser trasladada a urgencias. Los ladrones se habían sentado en la cama y fumado cigarrillos, ¿Habían dejado colillas en los ceniceros? ¿Habían dejado su ADN en las colillas? Chipri veía todos los lunes CSI y estaba al tanto de las investigaciones de la policía forense. Habían arramplado con todo: con las joyas, con el dinero, unos dos mil euros en metálico. Tampoco tanto, en opinión de Chipri. Todo lo que pudiese ser transportado en un maletín. Lo escalofriante, según Chipri, procedía, precisamente, del hecho de que, sumado todo lo que se llevaron en joyas y en metálico, no pasaba de siete mil u ocho mil euros: esto significaba que habían entrado a robar a bulto, podían haber elegido la puerta de Chipri, y que en cierta manera robaban por robar. Ni siquiera la relativa insignificancia del matrimonio o de Chipri, la casi absoluta seguridad que podría tener cualquier ladrón de que no habría gran cosa de valor en la casa, servía de protección: nada servía de protección, salvo, en opinión de los agentes que visitaron a Chipri y a los vecinos el día siguiente al atraco, unas buenas alarmas conectadas con la comisaría más próxima. Todo este asunto implicaba que la policía entrase y saliese con frecuencia de la casa, cerrajeros, compañía de seguros... Examinado a la luz del día, toda esta agitación producía una sensación alegre, en opinión de Durán, que por cierto coincidió con un momento de alza en el ánimo de su madre. Se pasaba el día de charla con la policía y los diferentes operarios. A consecuencia de todo ello, encargó un carísimo y complejísimo sistema de alarma para su propio piso: dio como teléfono de contacto, además de su propio móvil, el número del móvil de Durán. Si alguien entraba en el piso de Chipri por la fuerza, sonaría de inmediato la alarma en la central de alarmas: Prosegur llamaría al móvil de Chipri o de Durán, y, caso de que ninguno de ellos respondiera y proporcionara un nombre en clave al operario, se daría aviso a la policía para que se presentase en pocos minutos en la vivienda. El nombre en clave que escogió Chipri fue Don Pelayo. La alarma en la casa era realmente estrepitosa. Y era sobre todo un asunto de gran minucia: cada vez que Chipri entraba o salía de la casa, tenía que activar la clave. Obligaba a los ocupantes de la casa, Chipri y Durán, a no olvidar que en la casa estaba instalada la alarma. Si lo olvidaban y no tecleaban con rapidez la clave correcta, la clave se disparaba. Esto era engorroso, pero, según la policía, lo único efectivo. Chipri tomó al principio todas estas minuciosas reglas casi como un estimulante y divertido juego. Le hacía sentirse protegida. ¿Sería Chipri capaz de mantener este buen ánimo a lo largo de días y meses?, se preguntaba Durán. Durán estaba contento: no consideraba que su madre estuviera enferma, ni siquiera débil. No tenía la menor noción de esa psiquiatría divulgativa que se denomina bipolaridad a los estados de ánimo ciclotímicos. Así que durante unos días el barullo de las instalaciones de alarmas y las idas y venidas de la policía mantuvieron a su madre de buen humor. Si las cosas seguían así, Durán pensaba, si lo de Araceli se arreglaba de un modo u otro, Durán podría regresar a Madrid sin ningún cargo de conciencia.

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