Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
En aquel entonces, el Javier Salazar que esta tarde de invierno contempla las llamaradas vivaces de su estufa, dejándose iluminar sólo por ellas, se hallaba muy oculto aún. El propio Salazar no cree que de entonces acá haya sufrido él mismo muchos cambios: se reconoce muy bien en su pasado, en sus inmovilizadas imágenes, en esa codificada sucesión de figuras y acontecimientos que él ha retenido cuidadosamente en su memoria como otros muchos (muchos intelectuales amigos suyos que ahora publican abultadas memorias) han guardado fotografías y hasta billetes de metro o entradas de fútbol que ahora aparecen en sus testimonios. Salazar ha guardado muy pocos documentos. Tiene lo que suele llamarse una memoria fotográfica, una memoria —le complace pensar— de disco duro.
Salazar, sin embargo, ha efectuado, a lo largo de los años, una cuidadosa selección de escenas: ha imaginado unas memorias que nunca ha llegado a escribir y que quizá por eso —al no haberse obligado a contrastarlas nunca con otras memorias de sus contemporáneos— han permanecido intactas y dan la sensación a su autor de ser verdaderas, siempre adecuadas y nunca falseadas o amañadas. Una de las razones por las cuales siempre ha mantenido a Paco Allende a distancia es porque teme —no sin razón— que Allende se atreva a presentar unas memorias no escritas que incluyan a Salazar y que difieran de las memorias del propio Salazar. Y aunque a Salazar le consta que Allende es uno de los personajes menos apegados a la rememoración o a la nostalgia, lo cierto es que teme a Allende más quizá de lo que se atreve a reconocer ante sí mismo. Por eso le trata con altivez, porque en el fondo teme dejar que se acerque demasiado.
Pero el pasado no es del todo preciso esta tarde. No se deja reproducir ordenadamente como las palabras o las imágenes de un ordenador, sino que se le agolpa a Salazar en la conciencia, a consecuencia quizá de estas inesperadas relaciones eróticas con los dos chicos y también por obra de ese punzante personaje o voz de la conciencia: el contradiós, que aparece, desaparece y reaparece casi en cualquier momento, colándose en las siestas o en los despertares abruptos entre dos sueños por la noche: un ens realisimum, porque acumula, en sí mismo, todo el poder de negación de lo imposible y de lo absurdo, de lo desfigurado, de lo contradictor, de aquello que siempre Salazar, hasta estos últimos tiempos, había logrado evitar casi sin dificultad. El contradiós se presenta ahora, emerge como un muñeco que salta desde una caja movilizado por un resorte invisible, en paralelo con el saltón deseo erótico que ahora siente por Juanjo, la repentina curiosidad e intranquilidad que ahora siente por Juanjo y de la cual —muy injustamente por cierto— culpa a Ramón Durán. Y, de la misma manera que el contradiós y el erotismo saltan y aparecen y desaparecen inesperadamente en su conciencia, su pasado entra en tromba, a diferencia de otras veces sale en tromba, como un tsunami en los vídeos de los aficionados de Sri Lanka, como sorbía el oleaje de las mareas de septiembre en Santander, en el Sardinero, la arena pedregosa. El pasado no se le presenta ya en imágenes recortadas que pueden clasificarse y reclasificarse fácilmente, sino como un continuo afectado de esas curiosas disonancias de las piezas de música dodecafónica: el concierto para violín de Schönberg que Salazar considera que comprende bien y que escucha con frecuencia.
Se siente desbordado por la historia de la homosexualidad en España estos diez últimos años. Javier Salazar, esta tarde de niebla madrileña, observando las sinuosas lenguas de fuego que emergen de los troncos de encina, con la elocuencia muda de los significantes sin significado, con una inquieta elocuencia musical, entrecortada, disonante, deja que recorra su conciencia el canal entero de su vida, pero ahora ya no recortado y ordenado con precisión cronológica y gráfica, sino desordenado, tumultuoso, entrecortado. Nunca deseó la gloria explosiva, la alta visibilidad de los primeros espadas literarios o políticos o mediáticos. Estuvo siempre en un segundo plano, un tercer o cuarto lugar. Tuvo un puesto excelente en dos grandes editoriales, una mediana pero muy de vanguardia y la otra realmente grande. Vivió entre el darse y no darse a conocer, y este proceso empezó nada más entrar en el seminario. Ahora le escandaliza la facilidad con que todos se dan a conocer: dan a conocer su homosexualidad en los medalleros de la actualidad mediática, pero Javier Salazar sigue prefiriendo el anonimato. Por lo menos prefiere pasar desapercibido: se ha dejado envolver en la historia de estos dos chicos, pero sobre todo se ha dejado envolver por Juanjo Garnacho, quien a su vez se ha dejado envolver por Javier Salazar, como si ambos se hubiesen descubierto mutuamente posibilidades fruitivas. Cuando Salazar piensa en estas cosas, como por ejemplo esta tarde, se siente ridículo. Se consuela pensando que su sexualidad desgenitalizada le ha ido convirtiendo poco a poco, o quizá de golpe, en un perverso polimorfo. Pero todo esto suena un poco rancio, suena al Marcuse de Eros y Civilización. Old hat, sin duda.
No se era, en el pueblo, maricón. Se hablaba, naturalmente, mucho de tener bien puestos los cojones o de no tener cojones, pero no se tenía de maricón una idea clara y distinta diferente de que lo mariquita era lo torero, lo folclórico, lo bailable, lo artístico. En una de las vacaciones de los quince años de Salazar, su padre —que era el médico y también medio terrateniente—, que tenía tierras, trajo el Caterpillar. Empezaba entonces a hablarse mucho de concentraciones parcelarias, y para los propietarios que tenían entre doscientas y quinientas hectáreas de tierra de labor, la idea de renovar a fondo sus tierras tenía un gran atractivo. Los seminaristas del pueblo, que no trabajaban, eran delicados por eso. Iban a las tierras a ver roturar y arar a los tractores-oruga. De pronto esta tarde madrileña huele a leña otra vez, huele a parbón y monte bajo, a secarral. En la terraza es ahora el invierno ceniciento del páramo. A las seis ya es noche cerrada, el sol es un rescoldo, las vacaciones de Navidad son tediosas. Las vacaciones del verano... ¿cómo eran? Javier Salazar se siente esta tarde, sin encender las luces, acalenturado. Se siente —¿esto qué significa?— inspirado: inspirado como quien se dispone a escribir algo porque acaba de recordar algo con particular alegría o intensidad o dolor, y se dispone a escribir —como antiguamente se escribían cartas— en arrebatos, o como el propio Salazar durante su juventud escribía diarios que guardaba bajo llave en su maleta en el dormitorio. Afiebrado. ¡Pero si no tiene fiebre! ¿Qué pasará por fin con los dos chicos? ¿Va a perderlos a los dos? Ahora le da lo mismo. Ahora prefiere estar solo, preferiría no haberlos conocido, preferiría sobre todo no haberse encontrado con Ramón Durán en el Parque del Oeste. No descubrirse es siempre preferible. Salazar no se considera homosexual: ninguno de los homosexuales que Salazar conoce se parecen a Salazar en nada. Todos los homosexuales que Salazar conoce se parecen entre sí. Salazar en cambio no se parece a ninguno: Iba en medio de ellos pero no era uno de ellos. ¿Cómo que no? Vuelve a contarme toda la historia de tu iniciación / La sabes de sobra / No. No la sé. Si te fijas bien, has referido hasta ahora los detalles racionalizables, las escenas que podías reducir a escenas objetivables, a fotos. Has contado sólo lo que podía detenerse y congelarse y embellecerse. Has referido siempre, únicamente, lo que no te delata. Pero yo soy más interior a ti que tú mismo, y aunque no es fácil ver en tu interior, la cualidad característica de tu interior es una reflexividad no especular: en tu interior hay una fragmentación no fractal. Si me permites, diría que es un microlugar donde impera la ley de la pura falta de semejanza. Ningún aspecto se parece a ningún otro aspecto, ninguna criatura a ninguna otra, y ninguna criatura se parece a Dios. Dado que el entendimiento madura por comparaciones y que es casi imposible hacerlas en tu interior —ni siquiera yo, que soy más profundo que tu propio interior, puedo—, con frecuencia me ocurre que sólo puedo reconocerte cuando entras en acción, pero no predecirte si no entras en acción. E incluso las consecuencias de tus acciones se vuelven impredecibles. Eres estupendamente divertido, admirablemente fascinante, Salazar, porque, no obstante lo bien que soy capaz de reconocerte, soy incapaz de conocerte y me resultas por eso impredecible: cuando —como esta tarde plomiza— te hundes en la bilis negra del aire deshilachado de la fétida nieve excremental en los charcos de los corrales vacíos, cuando te callas como la nieve, toda tu significación aterida, concentrada, irrepresentable, impredecible como esta tarde, entonces no te conozco. Aunque después, más adelante, quizá esta misma noche, cuando vuelvan los chicos, actúes y entonces pueda reconocerte. Te reconozco pero no te conozco. Ese es tu encanto, Salazar, al menos para mí...
Ser homosexual era, ¿qué? En aquel entonces, con quince años, Salazar nunca había pensado en su propio cuerpo o en el cuerpo de sus compañeros como objeto de deseo. No había visto ningún cuerpo desnudo, ni siquiera el suyo: todo el cuerpo era pudendo, incluidas las manos, incluido el rostro, que se fragmentaba en los espejitos de los cuartos de baño al lavarse los dientes o la cara. O ante el espejo del dormitorio de sus padres, oscurecido, con su pantalón y chaqueta negros de seminarista: resultaba una figura negra: chaqueta negra, jersey negro, camisa blanca, pantalones negros, zapatos negros. Esto era fascinante: su negra estampa, su singular estampa de adolescente. Todo lo cubierto se había descubierto un buen día en las tierras. Le gustaba pasear solo por los barbechos o los trigales recién segados. No necesariamente seguía el camino de los segadores o de los pastores. No disfrutaba demasiado con la compañía de nadie en la adolescencia. Se sentía superior. Era superior en el sentido de que su inteligencia, rápida y mimética, le había conducido a ser siempre el primero de la clase. El elogio había sido el gran gancho: los elogios de los profesores en el seminario. Se dejó arrastrar al copioso mundo de los seminarios de entonces porque necesitaba ser constantemente elogiado y lo era: en el seminario lo era. Era maravillosamente y fácilmente puro, sagaz, rápida inteligencia mimética que todo lo imitaba exactamente. Imitaba todo con gran perfección: los versos latinos, recordaba largos pasajes de memoria, leía con fruición. Su retentiva admirable ¿de dónde le venía? Era guapito en muy delgado, era muy alto a los quince, no pasó nunca desapercibido en el seminario menor, y eso le encantaba. La primera vez que vio un cuerpo desnudo, las pichas, las pollas, fue el de los dos mecánicos del Caterpillar, que se la meneaban a la sombra del Caterpillar. Él llegó desde detrás en silencio y, al dar la vuelta al Caterpillar, vio que se habían bajado los monos azules y se besaban y se mordían y masturbaban furiosamente. Salazar observó admirado los largos rabos rojos, como pollas de caballos y de perros. No le vieron y se fue. Aquella tarde se masturbó pensando en ellos dos. Se agarró su propio pene, viendo a ver si se le estiraba tanto como a los mecánicos, y el cálido semen le cosquilleó abultado, pene arriba y pene abajo, deleitándole. Este asunto se volvió un centro experimental para Salazar a los quince: lo interiorizó muy rápido, aunque también espió con gran curiosidad a los dos hombres durante los quince días que aún permanecieron por el pueblo. Iban al baile los domingos y al bar del Tabas, que también tenía el cine, donde se veían las películas de Jorge Negrete y de Cantinflas. Uno era mayor que el otro. El mayor era más rechoncho y moreno, el otro más alto y rubio y tenía la piel requemada por la parte expuesta al aire. Desnudo en las tierras, resplandecía blanco y manchado de tierra y gasoil. El pelo rubio de las piernas blancas —¿cómo no le vieron?— y las piernas negras del mecánico mayor. ¿Y si le vieron y disimularon? Esta idea de haber sido visto por los dos mecánicos y haber sido adrede omitido, para seguir masturbándose delante de él, le fascinó muchísimo: él era el espectador oscuro y muy joven que se asomaba al brocal de la iniciación amorosa y los dos, por respeto, hacían como que no le veían, para permitirle disfrutar a placer. Así fue como una semana después volvió a buscar al Caterpillar y anduvo mucho y sintió mucho calor porque se habían alejado mucho del pueblo, alzando los secos barbechos de Castilla la Vieja, hasta que por fin los vio parados cerca de un chozo: se agazapó y les vio tumbados a la sombra del alto Caterpillar, esta vez vestidos, bebían de una bota. ¿Volverían a hacerlo esta vez? El más joven se puso a cuatro patas de pronto, y el mayor le quitó el mono y le lamió la raja del culo y se masturbó un poco y le metió la polla por el culo y los dos jadeaban: le pareció al joven Salazar una escena bellísima.
¿Es bellísima el adjetivo adecuado? Ése no fue, desde luego, el adjetivo que utilizó Salazar para describirse a sí mismo la escena recién contemplada. No utilizó ningún adjetivo. Vivió la escena o las sucesivas escenas —porque además de estas dos hubo otras dos más, sobre todo una última en la que fue invitado a participar— en términos de existencia o de sustancialidad: ahí estaban, ahí eran, carecían de significación o de finalidad. Más adelante, Salazar pensaría en ellas como escenas dotadas de finalidad sin fin, cerradas sobre sí mismas. Pero, con quince años, aquel verano, las escenas sólo podían ser atrapadas, absorbidas como un fresco líquido, como un vino fresco que al mismo tiempo embriaga y no embriaga. Éstas eran, naturalmente, escenas que Javier Salazar hubiera podido en aquel tiempo, sin el menor esfuerzo, calificar de pecaminosas. De hecho, éste sí que fue un adjetivo que acompañó la intensa presencia de esas escenas en la conciencia del joven Salazar. Eran pecado. Pero el concepto de pecado, a su vez, pesaba muy poco incluso entonces —y por paradójico que parezca— en la conciencia del joven seminarista. Aquí hay que girar un poco —una larga cambiada quizá—: Javier Salazar descubrió, casi desde el primer año, que su interés por la vida del seminario era muy intenso, pero no era religioso. No era, para empezar, sentimental. Los sentimientos de Salazar no se dirigían a la Virgen María ni a Jesucristo en la cruz, ni al Dios Padre Todopoderoso al que se rezaba en el Credo. Era una sensibilización muy total, de toda la incipiente personalidad de Salazar hacia lo litúrgico-teatral- verbal. Lo que interesaba a Salazar era el gran estampado, la gran configuración de todo ello. Años más adelante, en el Museo del Prado, en la National Gallery de Londres, en el Louvre, en Roma..., descubrió que la vida religiosa del seminario católico de su juventud le interesó tanto —pero ni un ápice más— como le interesaban los grandes cuadros de vírgenes y de santos, los grandes ademanes de las manos, los rostros encendidos o demudados, los gruesos muslos de los Cristos sangrando, el pavor y el temblor teatrales, los Berruguetes. Descubrió una analogía emocional ante ambas contemplaciones, fascinantes formaciones de formas: las misas, los rosarios, las exposiciones del Santísimo, los funerales, los esponsales, el Papa en su silla gestatoria, los cuadros de Ribalta y de Rivera y de El Greco. No hacía falta la menor fe sobrenatural, ese interesante imposible (tantas veces mencionado en el seminario y malamente caracterizado siempre). Sólo hacía falta un sentido, una refinada capacidad para degustar las formas: había de sucederle algo parecido mucho más tarde, en las editoriales, con los libros y autores que seleccionó y que editó: lo notabilísimo y fascinante era la formación de formas conceptuales, ensayísticas, narrativas, poéticas. Desde el punto de vista de la expresividad y la manifestación, todos los libros eran verdaderos si eran fascinantes: válidos si resplandecían como grandes espectáculos, una gran gigantomaquía peri tes ousías. El ser se dice de muchas maneras: y ahí, en el decirse de miles de maneras, en la gigantomaquia, ponía todo el acento Salazar desde muy joven. Por eso el concepto de pecado y el concepto de gracia, el concepto de ser y de no-ser, el concepto de Dios y de contradiós funcionaban en pares o en tríos con gran rapidez, como poderosas energías mimetizantes que daban que hablar ininterrumpidamente, eternamente, queriendo decir todo y nada al mismo tiempo. Tuvo la sensación Javier Salazar aquel verano, y gracias a la intensa emoción de ver a los dos mecánicos copulando (y también lo que vendrá luego), de que a él le había sido dado el don de entender todas las formas del mundo. Pensó que, cuanto menos las juzgase, cuanto menos se definiera a sí mismo como amante de unas formas en detrimento de otras, más y más formas vería: el mal y el bien de que se hablaba tanto en el seminario le parecieron alternativas de balanzas, pesos y contrapesos del fascinante espectáculo de la vida. El problema era, aunque Salazar no lo percibió hasta pasados los años, que su amor por la contemplación distanciada de todas las formas no acababa nunca de traducirse en una expresión propia: se percibía a sí mismo como el vacuo marco que enmarca una procesión sin fin. Esto le convirtió en un lector extraordinario, voraz y le permitió alcanzar altos puestos en las editoriales. Siempre Salazar había leído más que nadie, estaba siempre más al tanto que nadie de todos los textos y de las correlaciones entre todos los textos: de hecho, gracias a su alta asepsia judicativa, su suspensión del juicio era tan profunda que acabó permitiéndole acelerar mucho sus lecturas y contemplaciones: era capaz de recorrer todas las exposiciones de Madrid, de París, de Londres, de Nueva York, veía todas las películas, leía todos los libros, lo retenía todo antepredicativamente. Pero, naturalmente, esto es una falsificación: nadie, ningún ser humano, es capaz de vivir con una suspensión de juicio de tal calibre. Salazar hacía una pequeña trampa que se fue agrandando y profundizando con el tiempo: se limitaba a ver las cosas sin amarlas, las juzgaba de acuerdo con escalas de valores recibidas, pero ninguna le arrastraba lo suficiente, ni a favor ni en contra. Sólo desde los quince años, y a partir quizá de las escenas del Caterpillar, sintió una única pasión distinta e inconfundible de todas las demás: la pasión del cuidado de sí. Era, dicho vulgarmente, un delicado Narciso. Y esto tuvo como consecuencia muy extraños rebotes en los dos siguientes años del seminario.