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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (49 page)

—Estábamos hablando de lo más bien y de repente te has enojado, papá —se humillaba pero tenía razón, Zavalita, dijo Carlitos —. Mejor no hablemos más de eso.

—No me he enojado, flaco —asustándose, Zavalita, pensando no irá el domingo, no me llamará, pasarán más años sin verlo —. Me amarga que sigas despreciando a tu padre, nada más.

—No digas eso papá, tú sabes que eso no es cierto, papá.

—Está bien, no discutamos, no me he enojado —llamaba al mozo, sacaba su cartera, trataba de disfrazar su decepción, volvía a sonreír —. Te esperamos el domingo, entonces. Cómo se va a poner tu madre de contenta.

Volvieron a pasar por las canchas de básquet y los jugadores ya no estaban. La neblina se había diluido y alcanzaban a verse los acantilados, lejanos y pardos, y los techos de las casas del Malecón. Se detuvieron a unos metros del auto, Ambrosio había bajado a abrir la puerta.

—No puedo entenderlo, flaco —sin mirarte, Zavalita, cabizbajo, como hablando a la tierra húmeda o a los pedruscos musgosos —. Creí que te habías ido de la casa por tus ideas, porque eras comunista y querías vivir como un pobre, para luchar por los pobres. Pero ¿para esto, flaco? ¿Para tener un puestecito mediocre, un futuro mediocre?

—Por favor, papá. No discutamos eso, te ruego, papá.

—Te hablo así porque te quiero, flaco —los ojos dilatados, piensa, la voz hecha trizas —. Tú puedes llegar a mucho, puedes ser alguien, hacer grandes cosas. ¿Por qué estás arruinando así tu vida, Santiago?

—Yo me quedo por aquí nomás, papá —Santiago lo besó, se apartó de él —. Nos veremos el domingo, iré a eso de las doce.

Se alejó hacia la playita a grandes trancos, torció por la pista hacia el Malecón, cuando comenzaba a subir la cuesta oyó arrancar el automóvil: lo vio alejarse por Agua Dulce, brincar en los baches, desaparecer en el polvo. Nunca se había conformado, Zavalita. Piensa: si estuvieras vivo, seguirías inventando cosas para hacerme volver a la casa, papá.

—Ya ves, ya viste el periódico, ni una palabra de la tal Queta —dijo Carlitos —. Y más bien te amistaste con tu padre y te vas a amistar con tu madre. Cómo te irán a recibir el domingo, Zavalita.

Con risas, bromas y llanto, piensa. No había sido tan difícil, el hielo se había roto un instante después que se abrió la puerta y oyó el grito de la Teté ¡ahí estaba ya, mami! Acababan de regar el jardín, piensa, el pasto estaba húmedo, la pileta seca. Ingrato, corazón, hijito, ahí los brazos de la mamá en tu cuello, Zavalita. Lo abrazaba, sollozaba, lo besaba, el viejo y el Chispas y la Teté sonreían, las sirvientas revoloteaban alrededor, ¿hasta cuándo con esas loqueras, hijito, no tenías remordimientos de hacer pasar a tu madre este calvario, hijito? Pero él no estaba ahí: no habían sido mentiras, papá.

—Me di cuenta lo incómodo que se sintió Becerrita cuando entraste a la redacción —dijo Carlitos —. Te vio y casi se traga el pucho. Increíble.

—No hay nada nuevo, fuera de las cojudeces de esa puta, mejor nos olvidamos —gruñó Becerrita, revolviendo con desesperación unos papeles —. Hágase una carilla de relleno, Zavalita. Prosigue la investigación, se examinan nuevas pistas. Cualquier cosa, una carilla.

—Es humano, es lo formidable de este asunto, Zavalita —dijo Carlitos —. Haber descubierto el corazón de Becerrita. Estás flaco, tienes ojeras, habían entrado a la sala, quién te lavaba la ropa, se había sentado entre la señora Zoila y la Teté, ¿la comida de la pensión era buena?, sí mamá, y en los ojos del viejo ninguna incomodidad, ¿ibas a clases?, ninguna complicidad ni turbación en su voz. Sonreía, bromeaba, esperanzado y dichoso, pensaría va a volver, todo se iría a arreglar, y la Teté dinos la verdad, truquero, no creo que no tengas enamorada. Era la verdad, Teté.

—¿Sabes que Ambrosio se fue? —dijo el Chispas —. Se largó de repente, de un día a otro.

—¿Periquito te quita el cuerpo, Arispe se chupa cuando habla contigo, Hernández te mira con burla? —dijo Carlitos —. Eso es lo que tú quisieras, masoquista. Tienen muchos problemas para perder su tiempo compadeciéndote. Y además compadecerte de qué. A ti de qué, carajo.

—Se largó a su pueblo, dice que quiere comprarse un carrito y ser taxista —sonrió don Fermín —. El pobre negro. Ojalá le vaya bien.

—Eso es lo que tú quisieras —se rió Carlitos —. Que la redacción entera hablara de ti, que chismearan, que rajaran. Pero o no saben o se quedaron tan espantados que no abren la boca. Te fregaron, Zavalita.

—Ahora se ha puesto a manejar el papá, no quiere tomar otro chofer —se rió la Teté —. Si lo vieras manejando te daría un ataque. A diez por hora y frena en todas las esquinas.

—¿Todos muy cordiales contigo, todos te hacen sentir mal con sus sonrisitas y amabilidades? —dijo Carlitos —. Eso es lo que tú quisieras. En realidad no saben nada o les importa un carajo, Zavalita.

—Mentira, de aquí a la oficina llego más rápido que el Chispas —se rió don Fermín —. Además, ahorro, y he descubierto que me gusta manejar. A la vejez viruelas. Caramba, qué buena cara tiene ese chupe.

Riquísimo mamá, claro que quería más, ¿te pelaba ella los camarones?, sí mamá. ¿Un actor, Zavalita, un maquiavelo, un cínico? Sí traería la ropa para que la lavaran las muchachas, mamá. ¿Uno que se desdoblaba en tantos que era imposible saber cuál era de verdad él? Sí vendría a almorzar todos los domingos, mamá. ¿Una víctima o victimario más luchando con uñas y dientes para devorar y no ser devorado, un burgués peruano más? Sí llamaría por teléfono todos los días para decir cómo estaba y si necesitaba algo, mamá. ¿Bueno en su casa con sus hijos, inmoral en los negocios, oportunista en política, no menos, no más que los demás? Sí se recibiría de abogado, mamá. ¿Impotente con su mujer, insaciable con sus queridas, bajándose el pantalón delante de su chofer? No trasnocharía, sí se abrigaría, no fumaría, sí se cuidaría, mamá. ¿Echándose vaselina, piensa, jadeando y babeando como una parturienta debajo de él?

—Sí, yo le enseñé a manejar al niño Chispas —dice Ambrosio —. A escondidas de su papá, por supuesto.

—Nunca les oí a Becerrita y a Periquito decir una palabra a los otros —dijo Carlitos —. Puede que cuando yo no estaba, ellos saben que somos amigos. Tal vez hablarían unos días, unas semanas. Después todos se acostumbrarían, se olvidarían. ¿Con la Musa no pasó así, no pasa con todo así en este país, Zavalita?

Años que se confunden, Zavalita, mediocridad diurna y monotonía nocturna, cervezas, bulines. Reportajes, crónicas: papel suficiente para limpiarse toda la vida, piensa. Conversaciones en el "Negro Negro", domingos con chupe de camarones, vales en la cantina de
La Crónica
, un puñado de libros que recordar. Borracheras sin convicción, Zavalita, polvos sin convicción, periodismo sin convicción. Deudas a fines de mes, una purgación, lenta, inexorable inmersión en la mugre invisible. Ella había sido lo único distinto, piensa. Te hizo sufrir, Zavalita, desvelarte, llorar. Piensa: tus gusanos me sacudieron un poco, Musa, me hicieron vivir un poco. Carlitos movió el dorso de la mano, levantó apenas el pulgar y aspiró; ahí su cabeza echada atrás, media cara iluminada por el reflector, media cara sumida en algo secreto y profundo.

—La China está acostándose con un músico del “Embassy”, —ahí sus vidriosos ojos errantes —. También tengo derecho a tener mi problema, Zavalita.

—Está bien, ya estoy viendo que nos amaneceremos aquí —dijo Santiago —. Que tendré que acostarte.

—Eres bueno y fracasado como yo, tienes lo que hay que tener —silabeó Carlitos —. Pero te falta algo. ¿No dices que quieres vivir? Enamórate de una puta y vas a ver.

Había inclinado un poco la cabeza y con voz densa, insegura y demorada, comenzado a recitar. Repetía un mismo verso, callaba, volvía, a ratos se reía casi sin ruido. Eran ya cerca de las tres cuando Norwin y Rojas entraron al “Negro Negro” y hacía rato que Carlitos desvariaba.

—Se acabó el campeonato, nos retiramos —dijo Norwin —. Les dejamos cancha libre a Becerrita y a ti, Zavalita.

—Ni una palabra más sobre el periódico o me voy —dijo Rojas —. Son las tres de la mañana, Norwin. Olvídate de "Ültima Hora", olvídate de la Musa o me voy.

—Sensacionalista de mierda —dijo Carlitos —. Pareces periodista, Norwin.

—Ya no estoy en policiales —dijo Santiago —. Esta semana volví a locales.

—Echamos tierra a la Musa, le dejamos el campo libre a Becerrita —dijo Norwin —. Se acabó, no da para más. Convéncete, Zavalita, no van a descubrir nada. Ya no es noticia.

—En vez de explotar los bajos instintos de los peruanos, convídame una cerveza —dijo Carlitos —. Sensacionalista de mierda.

—Ya sé que Becerrita va a seguir metiendo leña —dijo Norwin —. Nosotros ya no. No da para más, convéncete. Reconoce que hasta aquí llegamos tablas en las primicias, Zavalita.

—Es un mulato con el pelo planchado y unos músculos así —dijo Carlitos —. Toca el bongó.

—Los soplones ya enterraron el asunto, te paso el dato —dijo Norwin —. Me lo confesó Pantoja, esta tarde. Estamos pataleando en el mismo sitio, hay que esperar alguna casualidad. Ya se aburrieron, no van a descubrir nada más. Díselo a Becerrita.

¿No pudieron o no quisieron descubrir nada?, piensa. Piensa: ¿no supieron o te mataron dos veces, Musa? ¿Había habido conversaciones a media voz, salones mullidos, idas y venidas, misteriosas puertas que se abrían y cerraban, Zavalita? ¿Habido visitas, susurros, confidencias, órdenes?

—Fui a verlo esta tarde, al "Embassy” —dijo Carlitos —. ¿Vienes en plan de pelea? No, compadre, vengo a conversar. Cuéntame cómo se porta contigo la China, después yo te cuento y comparamos. Nos hicimos amigos.

¿Había sido la dejadez, la abulia limeña, la estupidez de los soplones, Zavalita? Piensa: que nadie exigiera, insistiera, que nadie se moviera por ti. ¿Olvídense o te olvidaron de verdad, piensa, échenle tierra al asunto o la echaron de por sí? ¿Te mataron los mismos de nuevo, Musa, o esta segunda vez te mató todo el Perú?

—Ah, ya veo por qué estás así —dijo Norwin —. Te peleaste otra vez con la China, Carlitos.

Iban al "Negro Negro" dos o tres veces por semana, mientras el diario estuvo en el viejo local de la calle Pando. Cuando
La Crónica
se mudó al edificio nuevo de la avenida Tacna se reunían en barcitos y cafetines de la Colmena. El Jaialai, piensa, el Hawai, el América. Los primeros días de mes, Norwin, Rojas, Milton aparecían en esas cuevas humosas y se iban a los bulines. A veces encontraban a Becerrita, rodeado de dos o tres redactores, brindando y conversando de tú y voz con los cabrones y los maricas y siempre pagaba la cuenta él. Levantarse a mediodía, almorzar en la pensión, una entrevista, una información, sentarse en el escritorio y redactar, bajar a la cantina, volver a la máquina, salir, regresar a la pensión al amanecer, desnudarse viendo crecer el día sobre el mar. También los almuerzos de los domingos se confundían, las comiditas en el "Rinconcito Cajamarquino" festejando los cumpleaños de Carlitos, Norwin o Hernández, también la reunión semanal con el papá, la mamá, el Chispas y la Teté.

II

—¿Otro café, Cayo? —dijo el comandante Paredes —. ¿Usted también, mi General?

—Ustedes me arrancaron el visto bueno pero no me han convencido, me sigue pareciendo estúpido hablar con él —el general Llerena arrojó los telegramas al escritorio —. Por qué no mandarle un telegrama ordenándole que venga a Lima. O, sino, lo que propuso ayer Paredes: sacarlo de Tumbes por tierra, subirlo a un avión en Talara y traerlo.

—Porque Chamorro es traidor pero no imbécil, General —dijo él —. Si usted le manda un telegrama cruzará la frontera. Si la policía se presenta en su casa la recibirá a balazos. Y no sabemos cuál será la reacción de sus oficiales.

—Yo respondo de los oficiales de Tumbes —dijo el general Llerena, alzando la voz —. El coronel Quijano nos ha estado informando desde el principio y puede asumir el mando. No se negocia con conspiradores, y menos cuando la conspiración está sofocada. Esto es un disparate, Bermúdez.

—Chamorro es muy querido por la oficialidad, mi General —dijo el comandante Paredes —. Yo sugerí que se detuviera a los cuatro cabecillas al mismo tiempo. Pero ya que tres han dado marcha atrás, pienso que la idea de Cayo es la mejor.

—Le debe todo al Presidente, me lo debe todo a mí —el general Llerena golpeó el brazo del sillón —. De cualquier otro podía esperarse una cosa así, pero de él no. Chamorro tiene que pagármelas.

—No se trata de usted, General —lo amonestó él, afectuosamente —. El Presidente quiere que esto se arregle sin líos. Déjeme proceder a mi manera, le aseguro que es lo mejor.

—Chiclayo al teléfono, mi General —dijo una cabeza con quepi, desde la puerta —. Sí, pueden usar los tres teléfonos, mi General.

—¿El comandante Paredes? —gritó una voz ahogada entre zumbidos y vibraciones acústicas —. Le habla Camino, Comandante. No puedo localizar al señor Bermúdez, para informarle. Ya tenemos aquí al senador Landa. Sí, en su hacienda. Protestando, sí. Quiere telefonear a Palacio. Hemos seguido las instrucciones al pie de la letra, Comandante.

—Muy bien, Camino —dijo él —. Soy yo, sí. ¿Está cerca el senador? Pásemelo. Voy a hablarle.

—Está en el cuarto de al lado, don Cayo —los zumbidos aumentaban, la voz parecía desvanecerse y renacía —. Incomunicado, como usted indicó. Lo hago traer ahora mismo, don Cayo.

—¿Aló, aló? —reconoció la voz de Landa, trató de imaginar su cara y no pudo —. ¿Aló, aló?

—Siento mucho las molestias que le estamos dando, senador —dijo, con amabilidad —. Nos precisaba dar con usted.

—¿Qué significa todo esto? —estalló la iracunda voz de Landa —. ¿Por qué me han sacado de mi casa con soldados? ¿Y la inmunidad parlamentaria? ¿Quién ha ordenado este atropello, Bermúdez?

—Quería informarle que está detenido el general Espina —dijo él, con calma —. Y el General está empeñado en complicarlo en un asunto muy turbio. Sí, Espina, el general Espina. Asegura que usted está comprometido en un complot contra el régimen. Necesitamos que venga a Lima para aclarar esto, senador.

—¿Yo, en un complot contra el régimen? —no había ninguna vacilación en la voz de Landa, sólo la misma furia resonante —. Pero si yo soy del régimen, si yo soy el régimen. Qué tontería es ésta, Bermúdez, qué se figura usted.

—Yo no me figuro nada, sino el general Espina —se disculpó él —. Tiene pruebas, dice. Por eso lo necesitamos aquí, senador. Hablaremos mañana y espero que todo se aclare.

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