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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (47 page)

—La pobre estaría completamente arruinada ya —se entristeció Becerrita, la mano en el bigotito, los ojitos titilantes fijos en Queta —. Por el trago, por la pichicata, quiero decir.

—¿Va a poner eso también? —sollozó Queta —. ¿Encima de los horrores que publican sobre ella cada día, eso también?

—Que andaba fregada, que era medio polilla, que tomaba y jalaba lo han dicho todos los periódicos —suspiró Becerrita —. Nosotros somos los únicos que hemos destacado la parte buena. Que fue una cantante famosa, que la eligieron Reina de la Farándula, que era una de las mujeres más guapas de Lima.

—En vez de escarbar tanto su vida, debían preocuparse más del que la mató, del que la mandó matar —sollozó Queta y se tapó la cara con las manos —. De ellos no hablan, de ellos no se atreven.

¿En ese momento, Zavalita? Piensa: sí, ahí. La cara petrificada de Ivonne, piensa, el recelo y el desconcierto de sus ojos, los dedos de Becerrita inmovilizados en el bigotito, el codo de Periquito en tu cadera, Zavalita, alertándote. Los cuatro se habían quedado quietos, mirando a Queta, que sollozaba muy fuerte. Piensa: los ojitos de Becerrita perforando los pelos rojizos, llameando.

—Yo no tengo miedo, yo escribo todo, el papel aguanta todo —susurró al fin Becerrita, con dulzura —. Si tú te atreves, yo me atrevo. ¿Quién fue? ¿Quién crees que fue?

—Si eres tan estúpida de meterte en un lío, allá tú —la cara de espanto de Ivonne, Carlitos, su terror, el grito que dio —. Si esas estupideces que se te ocurren, si esa estupidez que has inventado…

—Tú no entiendes, Madama —la vocecita casi llorosa de Becerrita, Carlitos —. Ella no quiere que la muerte de su amiga quede así, en nada. Si Queta se atreve, yo me atrevo. ¿Quién crees que fue, Queta?

—No son estupideces, usted sabe que no es invento, señora —sollozó Queta, y alzó la cara y lo soltó, Carlitos —. Usted sabe que el matón de Cayo Mierda la mató.

Todos los poros a sudar, piensa, todos los huesos a crujir. No perder ni un gesto, ni una sílaba, no moverse, no respirar, y en la boca del estómago el gusanito creciendo, la culebra, los cuchillos, igual que esa vez, piensa, peor que esa vez. Ay, Zavalita.

—¿Ahora se va a poner a llorar? —dice Ambrosio —. Ya no tome más, niño.

—Si tú quieres lo publico, si tú quieres lo digo tal cual, si no quieres no pongo nada —murmuró Becerrita —. ¿Cayo Mierda es Cayo Bermúdez? ¿Estás segura que él la mandó matar? Ese pendejo está viviendo lejos del Perú, Queta.

Ahí estaba la cara deformada por el llanto, Zavalita, los ojos hinchados enrojecidos, la boca torcida de angustia, ahí estaban la cabeza y las manos negando: Bermúdez no.

—¿Qué matón? —insistió Becerrita — ¿Lo viste, estabas ahí?

—Queta estaba en Huacachina —lo interrumpió Ivonne, amenazándolo con el índice —. Con un senador, si quieres saber con quien.

—No veía a Hortensia hacía tres días —sollozó Queta —. Me enteré por los periódicos. Pero yo sé, no estoy mintiendo.

—¿De dónde salió ese matón? —repitió Becerrita, sus ojitos pegados a Queta, tranquilizando a Ivonne con una mano impaciente —. No publicaré nada, Madama, sólo lo que Queta quiera que diga. Si ella no se atreve, por supuesto que tampoco yo.

—Hortensia sabía muchas cosas de un tipo de plata, ella se estaba muriendo de hambre, sólo quería irse de aquí —sollozó Queta —. No era por maldad, era para irse y empezar de nuevo, donde nadie la conociera. Ya estaba medio muerta cuando la mataron. De lo mal que se portó el perro de Bermúdez, de lo mal que se portaron todos cuando la vieron caída.

—Le sacaba plata, y el tipo la mandó matar para que no lo chantajeara más —recitó, suavemente, Becerrita —. ¿Quién es el tipo que contrató al matón?

—No lo contrató, le hablaría —dijo Queta, mirando a Becerrita a los ojos —. Le hablaría y lo convencería. Lo tenía dominado, era como su esclavo. Hacía lo que quería con él.

—Yo me atrevo, yo lo publico —repitió Becerrita, a media voz —. Qué carajo, yo te creo, Queta.

—Bola de Oro la mandó matar —dijo Queta —. El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.

—¿Bola de Oro? —se paró de un salto, Carlitos, pestañeaba, miró a Periquito, me miró, se arrepintió y miró a Queta, al suelo, y repetía como un idiota ¿Bola de Oro, Bola de Oro?

—Fermín Zavala, ya ves que está loca —estalló Ivonne, parándose también, gritando —. ¿Ves que es una estupidez, Becerrita? Incluso si fuera cierto, sería una estupidez. No le consta nada, todo es invención.

—Hortensia le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer —rugió Queta —. No es mentira, en vez de pagarle el pasaje a México la mandó matar con su cachero. ¿Lo va a decir, lo va a publicar?

—Nos vamos a salpicar de mierda todos —y se derrumbó sobre el asiento, Carlitos, sin mirarme, resoplando, de repente se puso el sombrero para ocupar las manos en algo —. Qué pruebas tienes, de dónde sacaste semejante cosa. No tiene pies ni cabeza. No me gusta que me tomen el pelo, Queta.

—Yo le he dicho que es un disparate, se lo he dicho cien veces —dijo Ivonne —. No tiene pruebas, estaba en Huacachina, no sabe nada. Y aunque tuviera, quién le iba a hacer caso, quién le iba a creer. Fermín Zavala, con todos sus millones. Explícaselo tú, Becerrita. Dile lo que le puede pasar si sigue repitiendo esa historia.

—Te estás salpicando de mierda, Queta, y nos estás salpicando a todos —gruñía, Carlitos, hacía muecas, se arreglaba el sombrero —. ¿Quieres que publique eso para que nos encierren en el manicomio a todos, Queta?

—Increíble tratándose de él —dijo Carlitos —. Para algo sirvió toda esa mugre. Al menos para descubrir que Becerrita también es humano, que podía portarse bien.

—¿Usted tenía algo que hacer, no? —gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural —. Váyase nomás, Zavalita.

—Cobarde, desgraciado —dijo Queta, sordamente — Ya sabía que era por gusto, ya sabía que no te atreverías.

—Menos mal que pudiste pararte y salir de ahí sin echarte a llorar —dijo Carlitos —. Lo único que me preocupaba es que se hubieran dado cuenta las putas y que no pudieras ir más a ese bulín. Después de todo, es el mejor, Zavalita.

—Di menos mal que te encontré —dijo Santiago —. No sé qué hubiera hecho esa noche sin ti, Carlitos.

Sí, había sido una suerte encontrarlo, una suerte ir a parar a la plaza San Martín y no a la pensión de Barranco, una suerte no ir a llorar la boca contra la almohada en la soledad del cuartito, sintiendo que se había acabado el mundo y pensando en matarte o en matar al pobre viejo, Zavalita. Se había levantado, dicho hasta luego, salido del saloncito, chocado en el pasillo con Robertito, caminado hasta la plaza Dos de Mayo sin encontrar taxi. Respirabas el aire frío con la boca abierta, Zavalita, sentías latir tu corazón y a ratos corrías. Habías tomado un colectivo, bajado en la Colmena, andado aturdido bajo el Portal y de pronto ahí estaba la silueta desbaratada de Carlitos levantándose de una mesa del bar Zela, su mano llamándote. Ya habían regresado de donde Ivonne, Zavalita, ¿había aparecido la tal Queta? ¿Y Periquito y Becerrita? Pero cuando llegó junto a Santiago, cambió de voz: qué pasaba, Zavalita.

—Me siento mal —lo habías cogido del brazo, Zavalita —. Muy mal, viejo.

Ahí estaba Carlitos mirándote desconcertado, vacilando, ahí el golpecito que te dio en el hombro: mejor se iban a tomar un trago, Zavalita. Se dejó arrastrar, bajó como un sonámbulo la escalerita del "Negro Negro", cruzó ciego y tropezando las tinieblas semivacías del local, la mesa de siempre estaba libre, dos cervezas alemanas dijo Carlitos al mozo y se recostó contra las carátulas del New Yorker.

—Siempre naufragamos aquí, Zavalita —su cabeza crespa, piensa, la amistad de sus ojos, su cara sin afeitar, su piel amarilla —. Este antro nos tiene embrujados.

—Si me iba a la pensión, me iba a volver loco, Carlitos —dijo Santiago.

—Creí que era llanto de borracho, pero ahora veo que no —dijo Carlitos —. Todos acaban teniendo un lío con Becerrita. ¿Se emborrachó y te echó de carajos en el bulín? No le hagas caso hombre.

Ahí las carátulas brillantes, sardónicas y multicolores, el rumor de las conversaciones de la gente invisible. El mozo trajo las cervezas, bebieron al mismo tiempo. Carlitos lo miró por encima de su vaso, le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.

—Aquí tuvimos nuestra primera conversación de masoquistas, Zavalita —dijo —. Aquí nos confesamos que éramos un poeta y un comunista fracasados. Ahora somos sólo dos periodistas. Aquí nos hicimos amigos, Zavalita.

—Tengo que contárselo a alguien porque me está quemando, Carlitos —dijo Santiago.

—Si te vas a sentir mejor, okey —dijo Carlitos —. Pero piénsalo. A veces me pongo a hacer confidencias en mis crisis y después me pesa y odio a la gente que conoce mis puntos flacos. No vaya a ser que mañana me odies, Zavalita.

Pero Santiago se había puesto a llorar otra vez. Doblado sobre la mesa, ahogaba los sollozos apretando el pañuelo contra la boca, y sentía la mano de Carlitos en el hombro: calma, hombre.

—Bueno, tiene que ser eso —suave, piensa, tímida, compasivamente —. ¿Becerrita se emborrachó y te aventó lo de tu padre delante de todo el bulín?

No en el momento que lo supiste, Zavalita, sino ahí. Piensa: sino en el momento que supe que todo Lima sabía que era marica menos yo. Toda la redacción, Zavalita, menos tú. El pianista había comenzado a tocar, una risita de mujer a ratos en la oscuridad, el gusto ácido de la cerveza, el mozo venía con su linterna a llevarse las botellas y a traer otras. Hablabas estrujando el pañuelo, Zavalita, secándote la boca y los ojos. Piensa: no se iba a acabar el mundo, no te ibas a volver loco, no te ibas a matar.

—Conoces la lengua de la gente, la lengua de las putas —adelantando y retrocediendo en el asiento piensa, asombrado, asustado él también —. Soltó esa historia para bajarle los humos a Becerrita, para taparle la boca por el mal rato que le hizo pasar.

—Hablaban de él como si fueran de tú y voz —dijo Santiago —. Y yo ahí, Carlitos.

—Lo jodido no es esa historia del asesinato, eso tiene que ser mentira, Zavalita —tartamudeando él también, piensa, contradiciéndose él también —. Sino que te enteraras ahí de lo otro, y por boca de quién. Yo creí que tú lo sabías ya, Zavalita.

—Bola de Oro, su cachero, su chofer —dijo Santiago —. Como si lo conocieran de toda la vida. Él en medio de toda esa mugre, Carlitos. Y yo ahí.

No podía ser y fumabas, Zavalita, tenía que ser mentira y tomabas un trago y te atorabas, y se le iba la voz y repetía siempre no podía ser. Y Carlitos, su cara disuelta en humo, delante de las indiferentes carátulas: te parecía terrible pero no era, Zavalita, había cosas más terribles. Te acostumbrarías, te importaría un carajo y pedía más cerveza.

—Te voy a emborrachar —dijo, haciendo una mueca —, tendrás el cuerpo tan jodido que no podrás pensar en otra cosa. Unos tragos más y verás que no merecía la pena amargarse tanto, Zavalita.

Pero se había emborrachado él, piensa, como ahora tú. Carlitos se levantó, desapareció en las sombras, la risita de la mujer que moría y renacía y el piano monótono: quería emborracharte a ti y el que se ha emborrachado soy yo, Ambrosio. Ahí estaba Carlitos de nuevo: había orinado un litro de cerveza, Zavalita, qué manera de desperdiciar la plata ¿no?

—¿Y para qué quería emborracharme? —se ríe Ambrosio —. Yo no me emborracho jamás, niño.

—Todos en la redacción sabían —dijo Santiago —. Cuando yo no estoy ¿hablan del hijo de Bola de Oro, del hijo del maricón?

—Hablas como si el problema fuera tuyo y no de él —dijo Carlitos —. No seas conchudo, Zavalita.

—Nunca oí nada, ni en el colegio, ni en el barrio, ni en la Universidad —dijo Santiago —. Si fuera cierto habría oído algo, sospechado algo. Nunca, Carlitos.

—Puede ser uno de esos chismes que corren en este país —dijo Carlitos —. Ésos que de tanto durar se convierten en verdades. No pienses más.

—O puede ser que no lo haya querido saber —dijo Santiago —. Que no haya querido darme cuenta.

—No te estoy consolando, no hay ninguna razón, tú no estás en la salsa —dijo Carlitos, eructando.

Habría que consolarlo a él, más bien. Si es mentira, por haberle clavado eso, y si es verdad, porque su vida debe ser bastante jodida. No pienses más.

—Pero lo otro no puede ser cierto, Carlitos —dijo Santiago —. Lo otro tiene que ser una calumnia. Eso no puede ser, Carlitos. —La puta le debe tener odio por algo, ha inventado esa historia para vengarse de él por algo —dijo Carlitos —. Algún enredo de cama, algún chantaje para sacarle plata, quizás. No sé cómo se lo puedes advertir. Sobre todo que hace años que no lo ves ¿no?

—¿Advertírselo yo? ¿Se te ocurre que voy a verle la cara después de esto? —dijo Santiago —Me moriría de vergüenza, Carlitos.

—Nadie se muere de vergüenza —sonrió Carlitos, y eructó de nuevo —. En fin, tú sabrás lo que haces. De todos modos, esa historia quedará enterrada de una manera o de otra.

—Tú conoces a Becerrita —dijo Santiago —. No está enterrada. Tú sabes lo que va a hacer.

—Consultar con Arispe y Arispe con el Directorio, claro que sé —dijo Carlitos —. ¿Crees que Becerrita es cojudo, que Arispe es cojudo? La gente bien no aparece nunca en la página policial. ¿Te preocupaba eso, el escándalo? Sigues siendo un burgués, Zavalita.

Eructó y se echó a reír y siguió hablando, desvariando cada vez más: esta noche te hiciste hombre, Zavalita, o nunca jamás. Sí, había sido una suerte: verlo emborracharse, piensa, oírlo eructar, delirar, tener que sacarlo a rastras del “Negro Negro”, sujetarlo en el Portal mientras un chiquillo llamaba un taxi. Una suerte haber tenido que llevarlo hasta Chorrillos, subirlo colgado del hombro por la viejísima escalera de su casa, y desnudarlo y acostarlo, Zavalita. Sabiendo que no estaba borracho, piensa, que se hacía para distraerte y ocuparte, para que pensaras en él y no en ti. Piensa: te llevaré un libro, mañana iré. Pese al mal sabor en la boca, a la bruma en el cerebro y a la descomposición del cuerpo, a la mañana siguiente se había sentido mejor. Adolorido y al mismo tiempo más fuerte, piensa, los músculos entumecidos por el incómodo sillón donde durmió vestido, más tranquilo, cambiado por la pesadilla, mayor. Ahí estaba la pequeña ducha apretada entre el lavatorio y el excusado del cuarto de Carlitos, el agua fría que te hizo estremecer y acabó de despertarte. Se vistió, despacio. Carlitos seguía durmiendo de barriga, la cabeza colgando fuera de la cama, en calzoncillos y medias. Ahí la calle y la luz del sol que la neblina de la mañana no conseguía ocultar, sólo estropear, ahí el cafetín de esa esquina y el grupo de tranviarios, con gorras azules, hablando de fútbol junto al mostrador. Pidió un café con leche, preguntó la hora, eran las diez, ya estaría en la oficina, no te sentías nervioso ni conmovido, Zavalita. Para llegar hasta el teléfono tuvo que pasar bajo el mostrador, atravesar un corredor con costales y cajas, mientras marcaba el número vio una columna de hormigas subiendo por una viga. Sus manos se humedecieron de golpe al reconocer la voz del Chispas: ¿sí, aló?

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