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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (42 page)

La señora se pasó la mañana en bata, un cigarrito tras otro, oyendo las noticias. No quiso almorzar, sólo tomó un café cargado y se fue en un taxi. Poco después salieron Carlota y Símula. Amalia se echó vestida en la cama. Sentía un gran cansancio, le pesaban los párpados, y cuando despertó era de noche. Se incorporó y sentada, trató de recordar lo que había soñado: con él pero no se acordaba qué, sólo que mientras soñaba pensaba que dure, no termines. O sea que el sueño te gustaba, bruta. Se estaba lavando la cara cuando la puerta del baño se abrió de golpe: Amalia, Amalia, había revolución. A Carlota se le salían los ojos, qué pasaba, qué habían visto. Policías con fusiles y ametralladoras, Amalia, soldados por todas partes. Amalia se peinaba, se ponía el mandil y Carlota daba saltos, pero dónde, pero qué. En el Parque Universitario, Amalia, Carlota y Símula estaban bajando del ómnibus cuando habían visto la manifestación. Muchachos, muchachas, cartelones, Libertad, Libertad, A —re —qui —pa, A —re —qui —pa, que renuncie Bermúdez, y de puro tontas se habían puesto a mirar. Centenares, miles, y de repente aparecieron los policías, el Rochabús, camiones, jeeps, y la Colmena se había llenado de humo, chorros de agua, carreras, gritos, pedradas y en eso la caballería. Y ellas ahí, Amalia, ellas en medio sin saber qué hacer. Se habían apretado contra un portón, abrazadas, rezando, el humo las hacía estornudar y llorar, pasaban tipos gritando muera Odría y habían visto cómo apaleaban a los estudiantes y las pedradas que les llovían a los policías. Qué iba a pasar, qué iba a pasar. Fueron a escuchar la radio y Símula tenía los ojos irritados y se persignaba: de la que se habían librado, ay Jesús. La radio no decía nada, cambiaban de estación y anuncios, música, preguntas y respuestas, pedidos telefónicos.

A eso de las once vieron bajar a la señora del autito blanco de la señorita Queta, que partió ahí mismo. Venía muy tranquila, qué hacían despiertas, era tardísimo. Y Símula: estaban oyendo la radio pero no decían nada de la revolución, señora. Qué revolución ni ocho cuartos, Amalia se dio cuenta que estaba tomadita, ya se había arreglado todo. Pero si ellas habían visto, señora, decía Carlota, la manifestación y los policías y todo, y la señora tontas, no había de qué asustarse. Había hablado por teléfono con el señor, les iban a dar un escarmiento a los arequipeños y mañana ya estaría todo en paz. Tenía hambre y Símula le hizo un churrasco: el señor no pierde la serenidad por nada, decía la señora, no vuelvo a preocuparme así por él. Apenas levantó la mesa, Amalia se fue a acostar. Ya está, había comenzado todo de nuevo, bruta, te habías amistado con él. Sentía una languidez suave, una flojera tibiecita. Cómo se llevarían ahora, ¿se pelearían de vez en cuando?, no iría más a casa de su amigo, que alquilara un cuartito, ahí podrían pasar los domingos. Se lo arreglarás bonito, bruta. Si pudiera conversar con Carlota y contarle. No, tenía que aguantarse las ganas hasta que volviera a ver a Gertrudis.

Landa venía con los ojos rutilando, muy locuaz y oliendo a alcohol, pero apenas entró puso una cara de duelo: sólo podía quedarse un momento, qué tragedia. Se inclinó a besar la mano de Hortensia, pidió a Queta un besito en la mejilla amariconando la voz, y se dejó caer en el sillón entre ambas, declamando: una espina entre dos rosas, don Cayo. Estaba ahí, semicalvo, enfundado en un terno gris de línea impecable que disimulaba sus curvas, con una corbata granate, piropeando a Hortensia y a Queta y él pensó la seguridad, la desenvoltura que da la plata.

—La Comisión de Fomento se reúne a las nueve de la mañana, don Cayo, fíjese qué hora —dijo Landa, con una mueca tragicómica —. Y yo tengo que dormir ocho horas por receta médica. Qué lástima.

—Cuentos, senador —dijo Queta, alcanzándole un whisky —. La verdad es que tu mujer te tiene del pescuezo.

El senador Landa brindó por los dos primores que me rodean y también por usted, don Cayo. Bebió, paladeando, y se echó a reír.

—Soy hombre libre, ni las cadenas del matrimonio aguanto —exclamó —. Hijita, te quiero mucho, pero quiero conservar mi libertad de parranda, que en el fondo es la que más importa. Y ella entendió. Treinta años de casados y nunca me ha pedido cuentas. Ni una sola escena de celos, don Cayo.

—Y te has aprovechado de esa libertad a tu gusto —dijo Hortensia —. Cuéntanos tu última conquista, senador.

—Más bien les voy a contar algunos chistes contra el gobierno que acabo de oír en el Club —dijo Landa —. Vengan, sin que nos oiga don Cayo.

Se festejaba con sonoras carcajadas, que se mezclaban con las de Queta y Hortensia, y él festejaba también los chistes, la boca entreabierta y las mejillas fruncidas. Bueno, si el ilustre senador tenía que irse pronto, mejor comían de una vez. Hortensia partió hacia el repostero, seguida de Queta. Salud don Cayo, salud senador.

—Cada día más buena moza esa Queta —dijo Landa —. Y Hortensia ni se diga, don Cayo.

—Le estoy muy agradecido por el dictamen de su Comisión —dijo él —. Le di la noticia a Zavala, a mediodía. Sin usted, esos gringuitos no hubieran ganado la licitación.

—Aquí el que tiene que dar las gracias soy yo, por lo de "Olave" —dijo Landa, haciendo un gesto de olvídese —. Los amigos están para servirse unos a otros, no faltaba más.

Y él vio que el senador se distraía, su mirada se desviaba hacia Queta que venía contoneándose: nada de hablar de negocios ni de política aquí, estaba prohibido. Se sentó junto a Landa y él vio el pestañeo súbito, la resolana en las mejillas de Landa que adelantaba la cara y posaba un instante los labios en el cuello de Queta. No se iría, se iba a quedar, inventaría una mentira, se emborracharía y sólo a las tres o cuatro de la mañana se llevaría a Queta: acercó los pulgares sin vacilar y los ojos de ella estallaron como dos uvas. Lo excitaste, se quedó y por tu culpa hoy tampoco dormí: paga. Pasen a la mesa, dijo Hortensia, y él alcanzó todavía a sepultar la barra ígnea entre los muslos de Queta y a oír el chasquido de la carne chamuscada: paga. Durante toda la comida, Landa acaparó la conversación, con una versatilidad que aumentaba a cada copa de vino: chismes, chistes, anécdotas, piropos. Queta y Hortensia le preguntaban, le contestaban, lo celebraban, y él sonreía. Cuando se levantaron, Landa hablaba de una manera difusa y sobresaltada, quería que Queta y Hortensia dieran pitadas de su habano, se iba a quedar. Pero de pronto miró su reloj y la alegría se esfumó de su cara: las doce y media, con el dolor de su alma tenía que irse. Besó la mano de Hortensia, quiso besar a Queta en la boca pero ella ladeó la cara y le ofreció la mejilla. Él acompañó a Landa hasta la puerta de calle.

IX

La movían, te está esperando, abrió los ojos, el chofer del señor de la otra vez, la cara burlona de Carlota: ahí en la esquina te estaba esperando. Apurada se vistió, ¿había estado el domingo con él?, se peinó, ¿por eso no había venido a dormir?, y oía atontada las risas, las preguntas de Carlota. Cogió la canasta del pan, salió y en la esquina estaba Ambrosio: ¿no había pasado nada aquí? La agarró del brazo, no quería que lo vieran, la hacía caminar muy rápido, estaba nervioso por ti, Amalia. Ella se paró, lo miró, ¿y qué podía pasar, de qué estaba nervioso?, pero él la obligó a seguir caminando: ¿no sabes que don Cayo ya no es Ministro? Estás soñando, dijo Amalia, ya se había arreglado todo, anoche la señora pero Ambrosio no, no, anoche lo habían sacado a don Cayo y a todos los ministros civiles y había un gabinete militar. ¿La señora no sabía nada? No, no sabría todavía, estaría durmiendo, la pobre se acostó creyendo que todo se estaba arreglando. Cogió a Ambrosio del brazo: ¿y qué le iba a pasar al señor ahora? No sabía qué le iría a pasar, pero con dejar de ser Ministro ya le había pasado bastante ¿no? Amalia entró a la panadería sola, pensando tenía miedo por, vino por, te quiere. Al salir ella lo agarró del brazo, ¿y cómo se había venido a San Miguel, diciéndole qué a don Fermín? Don Fermín se había escondido, tenía miedo que lo metieran preso, la policía había estado vigilando su casa, estaba en el campo. Y Ambrosio feliz, Amalia, mientras estuviera escondido podrían verse más. La arrinconó contra un garaje, ahí no podían verlos desde la casa, le juntó el cuerpo y la abrazó. Amalia se empinó para llegar hasta su oído: ¿tenías miedo de que me pasara algo a mí? Sí, lo oyó que se reía, ahora ella se sobraría con él. Y Amalia: ahora sería mejor que la otra vez ¿no?, ya no se pelearían ¿no? Y Ambrosio: no, ahora no. La acompañó hasta la esquina, al despedirse le recomendó si las muchachas me han visto invéntales alguna mentira, que había venido a traer un encargo, que me conoces apenas.

Esperó que el automóvil de Landa arrancara y volvió a la casa. Hortensia se había sacado los zapatos y canturreaba, apoyada contra el bar; gracias a Dios que se fue el vejete, dijo Queta, desde el sillón. Se sentó, recobró su vaso de whisky y bebió, despacio, mirando a Hortensia que ahora bailaba en el sitio. Tomó el último trago, miró su reloj, y se puso de pie. Tenía que irse, también. Subió al dormitorio y, en la escalera, sintió que Hortensia dejaba de cantar y venía tras él. Queta se rió. ¿No podía quedarse?, se le acercó Hortensia por detrás y sintió su mano en el brazo, su voz mimosa, ebria ya, esta semana no te he visto una sola vez. Para el diario, dijo él, poniendo unos billetes sobre el tocador: no podía, tenía que hacer desde temprano. Se volvió, los ojos casi líquidos de Hortensia, su expresión cariñosa e idiota, y le pasó la mano por la mejilla, sonriéndole: estaba muy ocupado con el viaje del Presidente, vendría mañana quizás. Cogió el maletín y bajó la escalera, con Hortensia prendida de su brazo, oyéndola ronronear como una gata excitada, sintiéndola insegura, casi tambaleante. Tendida en el sofá grande, Queta balanceaba en el aire su vaso a medio llenar, y vio sus ojos que se volvían a mirarlos, burlones. Hortensia lo soltó, corrió torpemente, se echó en el sofá.

—Se quiere mandar mudar, Quetita —su voz dulzona y cómica, sus pucheros teatrales —. No me quiere ya.

—Qué te importa —Queta se ladeó en el sillón, abrió los brazos, abrazó a Hortensia —. Que se vaya, chola, yo te voy a consolar.

Oyó la risita desafiante de Hortensia, la vio estrecharse contra Queta y pensó: siempre lo mismo. Riéndose, jugando, dejándose ganar por el juego, las dos se abrazaban, soldadas en el sofá que sus cuerpos rebalsaban, y él veía sus labios picoteándose, apartándose y uniéndose entre risas, sus pies que se trenzaban. Las observaba desde el último escalón, fumando, una media sonrisa benévola en la boca, sintiendo en los ojos una súbita indecisión, en el pecho un brote de cólera. De pronto, con un gesto de derrota, se dejó caer en el sillón, y soltó el maletín que resbaló al suelo.

—Mentira lo de las ocho horas de sueño, lo de la Comisión de Fomento —pensó, apenas consciente de que también hablaba —. Estará ahora en el Club, apostando. Quería quedarse, pero su vicio fue más fuerte.

Ellas se hacían cosquillas, daban grititos exagerados, se secreteaban y sus estremecimientos, manotazos y disfuerzos las acercaban a la orilla del sofá. No llegaban a caer: adelantaban y retrocedían, empujándose, sujetándose, siempre con risas. Él no les quitaba la vista, la cara fruncida, los ojos entrecerrados pero alertas. Sintió la boca reseca.

—El único vicio que no entiendo —pensó, en voz alta —. El único que resulta estúpido en un hombre que tiene la plata de Landa. ¿Jugar para tener más, para perder lo que tiene? Nadie está contento, siempre falta o sobra algo.

—Míralo, está hablando solo —Hortensia alzó la cara del cuello de Queta y lo señaló —. Se volvió loco. Ya no se va, míralo.

—Sírveme una copa —dijo él, resignado —. Ustedes son mi ruina.

Sonriendo, murmurando algo entre dientes, Hortensia fue hacia el bar, tropezando, y él buscó los ojos de Queta y le señaló el repostero: cierra esa puerta, las sirvientas estarían despiertas. Hortensia le trajo el vaso de whisky y se sentó en sus rodillas. Mientras bebía, reteniendo el líquido en la boca, paladeándolo con los ojos cerrados, sentía el brazo desnudo de ella alrededor de su cuello, su mano que lo despeinaba, y oía su incoherente, tierna voz: cayito mierda, cayito mierda. El fuego de la garganta era soportable, hasta grato. Suspiró, apartó a Hortensia, se levantó y subió las escaleras sin mirarlas. Un fantasma que tomaba cuerpo de repente y saltaba sobre uno por la espalda y lo tumbaba: así le habría pasado a Landa, así a todos. Entró al dormitorio y no encendió la luz. Avanzó a tientas hasta el sillón del tocador, sintió su propia risita disgustada. Se quitó la corbata, el saco, y se sentó. La señora Heredia estaba abajo, iba a subir. Rígido, inmóvil, esperó que subiera.

—¿Sientes angustia por la hora? —dice Santiago —. No te preocupes. Un amigo me dio una receta infalible contra eso, Ambrosio.

—Mejor nos quedamos aquí —dijo el Chispas —. Ahí hay puro borracho. Si bajamos le dirán algo a la Teté y habrá trompadas.

—Entonces pega un poquito más el auto —dijo la Teté —. Quiero ver a los que bailan.

El Chispas acercó el auto a la vereda y ellos pudieron ver, desde el asiento, los hombros y caras de las parejas que bailaban en “El Nacional”; oían los timbales, las maracas, la trompeta, y al animador anunciando a la mejor orquesta tropical de Lima. Al callar la música, oían el mar a sus espaldas, y si se volvían, divisaban por sobre la barandilla del Malecón la espuma blanca, la reventazón de las olas. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares de La Herradura. La noche estaba fresca, con estrellas.

—Me encanta que nos veamos a escondidas —dijo la Teté, riéndose —. Me parece que estamos haciendo algo prohibido. ¿A ustedes no?

—A veces el viejo sé viene a dar sus vueltas por aquí, de noche —dijo el Chispas —. Sería graciosísimo que nos pescara aquí a los tres.

—Nos mataría si supiera que nos vemos contigo —dijo la Teté.

—Se pondría a llorar de emoción al ver al hijo pródigo —dijo el Chispas.

—Ustedes no me creen, pero me voy a presentar en la casa en cualquier momento —dijo Santiago —. Sin avisarles. La semana próxima, a lo mejor.

—Claro que te voy a creer, hace meses que nos cuentas el mismo cuento —y la cara de la Teté se iluminó —: Ya sé, ya se me ocurrió. Vamos ahora mismo a la casa, amístate hoy con los papás.

—Ahora no, otro día —dijo Santiago —. Además, no quiero ir con ustedes, sino solo, para que haya menos melodrama.

—No vas a ir nunca a la casa y te voy a decir por qué —dijo el Chispas — Estás esperando que el viejo vaya a tu pensión, a pedirte perdón no sé de qué y a rogarte que vuelvas.

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