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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (43 page)

—Ni siquiera cuando el desgraciado de Bermúdez lo perseguía fuiste, ni siquiera en su cumpleaños lo llamaste —dijo la Teté —. Qué desgraciado eres, supersabio.

—Estás loco si crees que el viejo te va a ir a llorar —dijo el Chispas —. Te largaste de puro loco y los viejos están resentidos con toda razón. El que tiene que ir a pedirles perdón eres tú, conchudo.

—¿Vamos a seguir hablando todas las veces de lo mismo? —dijo Santiago. Cambien de tema, por favor. ¿Cuándo te casas con Popeye, Teté?

—Qué te pasa, idiota —dijo la Teté. Ni siquiera estoy con él. Sólo es un amigo.

—Leche de magnesia y un polvo cada semana, Zavalita —dijo Carlitos —. Con el estómago limpio y la paloma al día no hay angustia que resista. Una receta infalible, Zavalita.

En la casa, Carlota vino a su encuentro, atolondrada: el señor ya no era Ministro, lo estaba diciendo la radio, lo habían cambiado por un militar. ¿Ah, sí?, disimulaba Amalia poniendo los panes en la panera, ¿y la señora? Estaba enojadísima, Símula acababa de subirle los periódicos y había dicho unas lisuras que se oyeron hasta aquí. Amalia le llevó la jarrita de café, el jugo de naranja y las tostadas, y desde la escalera oyó el tic-tac de Radio Reloj. La señora estaba a medio vestir, los periódicos regados por la cama deshecha, en vez de contestarle los buenos días le ordenó sólo café puro, con una cólera. Le alcanzó la taza, la señora tomó un traguito y puso la taza de nuevo en la bandeja. Amalia la seguía del closet al cuarto de baño al tocador, para que tomara su café mientras se vestía, veía la mano que le temblaba tanto, la raya de las cejas se le torcía, y ella temblaba también, oyéndola: esos ingratos, si no fuera por el señor a Odría y a esos ladrones hacía rato que se los habría cargado la trampa. Ahora quería ver qué harían sin él esos sinvergüenzas, el lápiz de labios se le escapó de las manos, derramó el café dos veces, sin él no durarían ni un mes. Salió del cuarto sin acabar de maquillarse, llamó un taxi y, mientras esperaba, se mordía los labios y de repente una palabrota. Apenas partió, Símula encendió la radio, estuvieron oyendo todo el día. Hablaban del gabinete militar, contaban las vidas de los nuevos ministros, pero en ninguna estación lo nombraban al señor. Al anochecer Radio Nacional dijo que había terminado la huelga de Arequipa, mañana se abrirían los colegios, la Universidad y las tiendas y Amalia se acordó del amigo de Ambrosio: había ido allá, a lo mejor lo habían matado. Símula y Carlota comentaban las noticias y ella las oía, distrayéndose a ratos, pensando en Ambrosio: se asustó por, vino por, tí. A lo mejor ahora que ya no estaba en el gobierno se viene a vivir aquí, decía Carlota, y Símula sería una gran desgracia para nosotras, y Amalia pensó: ¿si lo habían, tendría algo de malo que Ambrosio arrendara el cuartito para ellos dos? Sí, sería aprovecharse de una desgracia. La señora volvió tarde, con la señorita Queta y la señorita Lucy. Se sentaron en la sala y mientras Símula preparaba la comida, Amalia escuchaba a las señoritas consolando a la señora: lo habían sacado para que se acabara la huelga pero seguiría mandando desde su casa, era el hombre fuerte, Odría le debía todo a él. Pero ni siquiera me ha llamado, decía la señora, paseándose, y ellas estaría en reuniones, discusiones, ya llamaría, a lo mejor esta misma noche vendría. Se tomaban sus whiskicitos y al sentarse a la mesa ya se reían y hacían bromas. A eso de la medianoche la señorita Lucy se fue.

Llegó primero Hortensia, sin ruido: vio su silueta en el umbral, vacilando como una llama, y la vio tantear en la penumbra y encender la lamparilla de pie. Surgió el cubrecama negro en el espejo que tenía al frente, la cola encrespada del dragón animó el espejo del tocador y oyó que Hortensia comenzaba a decir algo y se le enredaba la voz. Menos mal, menos mal. Venía hacia él haciendo equilibrio y su cara extraviada en una expresión idiota se borró cuando entró a la sombra del rincón donde estaba él. La atajó con una voz que oyó difícil y ansiosa: ¿y la loca, se había ido ya la loca? En vez de seguir hacia él la silueta de Hortensia se desvió y avanzó zigzagueando hasta la cama, donde se desplomó con suavidad. Allí le daba a medias la luz, vio su mano que se alzaba para señalarle la puerta, y miró: Queta había llegado sigilosamente también. Su larga figura de formas llenas, su cabellera rojiza, su postura agresiva. Y oyó a Hortensia: no quería nada con ella; te llamaba a ti Quetita, a ella la basureaba y sólo pregunta por ti. Si fueran mudas, pensó, y empuñó decidido la tijera, un solo tajo silencioso, taj, y vio las dos lenguas cayendo al suelo. Las tenía a sus pies, dos animalitos chatos y rojos que agonizaban manchando la alfombra. En su oscuro refugio se rió y Queta que seguía en el umbral como esperando una orden, también se rió: ella no quería nada con cayito mierda, chola, ¿no quería irse, no se iba a largar? Que se fuera nomás, no lo necesitaban y él con infinita angustia pensó: no está borracha, ella no. Hablaba como una mediocre actriz que además ha comenzado a perder la memoria y recita despacio, miedosa de olvidar el papel. Adelante, señora Heredia, murmuró, sintiendo una invencible decepción, una ira que le turbaba la voz. La vio moverse, avanzar simulando inseguridad, y oyó a Hortensia ¿lo oíste, tú conoces a esa mujer, Quetita? Queta se había sentado junto a Hortensia, ninguna miraba hacia su rincón y él suspiró. No lo necesitaban, chola, que se fuera donde esa mujer: por qué fingía, por qué hablaba, táj. No movía la cara, sólo sus ojos giraban de la cama al espejo del closet al de la pared a la cama y sentía el cuerpo endurecido y todo los nervios alertas como si de los almohadones del silloncito pudieran brotar de pronto clavos. Ellas ya habían comenzado a desnudarse una a la otra y a la vez se acariciaban, pero sus movimientos eran demasiado vehementes para ser ciertos, sus abrazos demasiado rápidos o lentos o estrechos, y demasiada súbita la furia conque sus bocas se embestían y él las mato si, las mataba si. Pero no se reían: se habían tendido, entreverado, todavía a medio desnudar, al fin calladas, besándose, sus cuerpos frotándose con una demorada lentitud. Sintió que su furia disminuía, las manos mojadas de sudor, la presencia amarga de la saliva en la boca. Ahora estaban quietas, presas en el espejo del tocador, una mano sobre los imperdibles de un sostén, unos dedos estirándose bajo una enagua, una rodilla acuñada entre dos muslos. Esperaba, tenso, los codos aplastados contra los brazos del sillón. No se reían, sí se habían olvidado de él, no miraban hacia su rincón y tragó la saliva. Pareció que despertaban, que de pronto fueran más, y sus ojos iban rápidamente de un espejo a otro espejo y a la cama para no perder a ninguna de las figurillas diligentes, sueltas, hábiles que desabotonaban un tirante, enrollaban una media, deslizaban un calzón, y se ayudaban y jalaban y no hablaban. Las prendas iban cayendo a la alfombra y una ola de impaciencia y de calor llegó hasta su rincón. Ya estaban desnudas y vio a Queta, arrodillada, dejándose caer blandamente sobre Hortensia hasta cubrirla casi enteramente con su gran cuerpo moreno, pero saltando del techo al cubrecama al closet todavía alcanzaba a divisarla fragmentada bajo la sólida sombra tendida sobre ella: un pedazo de nalga blanca, un pecho blanco, un pie blanquísimo, unos talones, y sus cabellos negros entre los alborotados rojizos de Queta, que había empezado a mecerse. Las oía respirar, jadear, sentía el suavísimo crujido de los resortes, y vio las piernas de Hortensia desprenderse de las de Queta y elevarse y posarse sobre ellas, vio el brillo creciente de las pieles y ahora podía también oler. Sólo las cinturas y nalgas se movían, en un movimiento profundo y circular, en tanto que la parte superior de sus cuerpos permanecían soldados e inmóviles. Tenía las ventanillas de la nariz muy abiertas y aun así faltaba aire; cerró y abrió los ojos, aspiró por la boca con fuerza y le parecía que olía a sangre manando, a pus; a carne en descomposición, y oyó un ruido y miró. Queta estaba ahora de espaldas y Hortensia se veía pequeñita y blanca, ovillada, su cabeza inclinándose con los labios entreabiertos y húmedos entre las piernas oscuras viriles que se abrían. Vio desaparecer su boca, sus ojos cerrados que apenas sobresalían de la mata de vellos negros y sus manos desabotonaban su camisa, arrancaban la camiseta, bajaban su pantalón, y jalaban la correa con furia. Fue hacia la cama con la correa en alto, sin pensar, sin ver, los ojos fijos en la oscuridad del fondo, pero sólo llegó a golpear una vez: unas cabezas que se levantaban, unas manos que se prendían de la correa, jalaban y lo arrastraban. Oyó una lisura, oyó su propia risa. Trató de separar los dos cuerpos que se rebelaban contra él y se sentía empujado, aplastado, sudado, en un remolino ciego y sofocante, y oía los latidos de su corazón: Un instante después sintió el agujazo en las sienes y como un golpe en el vacío. Quedó un momento inmóvil, respirando hondo, y luego se apartó de ellas, ladeando el cuerpo, con un disgusto que sentía crecer cancerosamente. Permaneció tendido, los ojos cerrados, envuelto en una modorra confusa, sintiendo oscuramente que ellas volvían a mecerse y a jadear. Por fin se levantó, mareado, y sin mirar atrás pasó al cuarto de baño: dormir más.

—¿Y tú cuándo te vas a casar, Chispas? —dijo Santiago.

El mozo se acercó al automóvil, colocó la bandeja en la ventanilla. El Chispas sirvió la Coca-cola de la Teté, las cervezas de ellos.

—Quisiera casarme ya, pero ahora está difícil, por el trabajo —dijo, soplando la espuma de su vaso —. Bermúdez nos dejó casi en la quiebra. Las cosas recién empiezan a componerse; y no puedo dejarlo solo al viejo. Hace años que trabajo sin tomar vacaciones. Quisiera viajar un poco. Me voy a desquitar en la luna de miel, conoceré lo menos cinco países.

—En la luna de miel estarás tan ocupado que no tendrás tiempo de ver nada —dijo Santiago.

—Déjate de vulgaridades delante de la mocosa —dijo el Chispas.

—Cuéntame qué tal es la famosa Cary, Teté —dijo Santiago.

—Ni chicha ni limonada —dijo la Teté, riéndose —. Una desteñida de la Punta, que no abre la boca.

—Es una muchacha formidable, nos entendemos muy bien —dijo el Chispas —. Un día de éstos te la voy a presentar, supersabio. Yo la hubiera traído una de estas veces, pero, no sé, hombre, ¿no ves que a todos nos creas problemas con tus tonterías?

—¿Sabe que no vivo en la casa? —dijo Santiago —. ¿Qué le has contado?

—Que eres medio loco —dijo el Chispas —. Que te peleaste con el viejo y te mandaste mudar. Ni siquiera le he contado que la Teté y yo te vemos a escondidas, porque de repente se le escapa en la casa.

—Siempre estás preguntándonos qué hacemos, pero nunca nos cuentas nada de ti —dijo la Teté. Así no vale.

—Le gusta hacerse el misterioso, pero conmigo estás fregado, supersabio —dijo el Chispas —. Si no me cuentas lo que haces, allá tú. Yo no te pregunto nada.

—Pero yo me muero de curiosidad —dijo la Teté —. Anda, supersabio, cuéntame algo.

—Si lo único que haces es ir de la pensión al periódico y del periódico a la pensión, a qué hora vas a San Marcos —dijo el Chispas —. Nos cuentas cada cuentanazo. Es mentira que estés yendo a la Universidad.

—¿Tienes enamorada? —dijo la Teté —. No me vas a hacer creer que no sales con chicas.

—Sólo para demostrar que no es como los demás, acabará casándose con una negra, china o india —se rió el Chispas —. Ya verás, Teté.

—Al menos cuéntanos qué amigos tienes, anda —dijo la Teté —. ¿Siempre comunistas?

—Ha pasado de los comunistas a los crápulas —se rió el Chispas —. Tiene un amigo en Chorrillos que parece salido del Frontón. Una cara de forajido y un tufo que marea.

—Si el periodismo no te gusta, no sé qué esperas para amistarte con el papá y venir a trabajar con él —dijo la Teté.

—Los negocios me gustan menos que el periodismo —dijo Santiago —. Eso está bien para el Chispas.

—Si no vas a ser abogado, ni quieres hacer negocios; nunca vas a tener plata —dijo la Teté.

—El problema es que tampoco quiero tener plata —dijo Santiago —. Además, para qué. El Chispas y tú serán millonarios; ustedes me darán cuando me haga falta.

—Estás en tu noche —dijo el Chispas —. ¿Se puede saber qué tienes contra la gente que quiere ganar plata?

—Nada, simplemente que yo no quiero ganar plata —dijo Santiago.

—Bueno, eso es lo más fácil del mundo —dijo el Chispas.

—Antes de que peleen vamos a comer unos pollos —dijo la Teté —. Me muero de hambre.

A la mañana siguiente se despertó antes que Símula. Eran sólo las seis en el reloj de la cocina, pero el cielo ya estaba claro y no hacía frío. Barrió su cuarto y tendió la cama con toda calma, como siempre estuvo midiendo el agua de la ducha con el pie un buen rato y acabó entrando a poquitos; se jabonó sonriendo, acordándose de la señora: las patitas, las tetitas, el potito. Salió y Símula, que preparaba el desayuno, la mandó a despertar a Carlota. Desayunaron y a las siete y media fue a comprar los periódicos. El muchacho del quiosco la estuvo fastidiando y en vez de responderle una malacrianza se bromeó un rato con él. Se sentía de buen humor, sólo faltaban tres días para el domingo. Querían que las despertaran temprano, dijo Símula, súbeles el desayuno de una vez. Sólo en la escalera vio la fotografía del periódico. Tocó la puerta varias veces, la voz dormida de la señora ¿sí?, y entró hablando: había una foto del señor en
La Prensa
, señora. En la semioscuridad una de las dos formas de la cama se enderezó, se encendió la lamparita del velador. La señora se echó los cabellos atrás y mientras ella colocaba la bandeja en la silla y la aderezaba a la cama, la señora miraba el periódico. ¿Le abría la cortina, señora?, pero ella no contestó: pestañeaba, los ojos clavados en la fotografía. Por fin, sin mover la cabeza, estiró una mano y remeció a la señorita Queta.

—Qué quieres —se quejaron las sábanas —. Déjame dormir, es medianoche.

—Se mandó mudar, Queta —la remecía con furia, miraba asombrada el periódico —. Se largó, se mandó mudar.

La señorita Queta se incorporó, se frotaba los ojos hinchados con las dos manos, se inclinó a mirar, y Amalia como siempre sintió vergüenza al verlas así tan juntas, sin nada.

—Al Brasil —repetía la señora, con voz espantada —. Sin venir, sin llamar. Se largó sin decirme una palabra, Queta.

Amalia llenaba las tazas, trataba de leer pero sólo veía los pelos negros de la señora, los colorados de la señorita Queta, se había ido, qué iba a pasar.

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