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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (38 page)

—Está usted perdiendo mucho dinero con ese criterio —dijo don Fermín —. Absurdo que se contente con sumas miserables, absurdo que tenga su capital inmovilizado en un Banco.

—Sigue empeñado en meterme al mundo de los negocios —sonrió él —. No, don Fermín, ya escarmenté. Nunca más.

—Por cada veinte o cincuenta mil soles que usted recibe, hay quienes sacan el triple —dijo don Fermín —. Y no es justo, porque usted es quien decide las cosas. De otro lado, ¿cuándo se va a decidir a invertir? Le he propuesto cuatro o cinco asuntos que hubieran entusiasmado a cualquiera. Él lo escuchaba con una sonrisita cortés en los labios, pero tenía los ojos aburridos. El churrasco estaba en la mesa hacía unos minutos y todavía no lo probaba.

—Ya le he explicado —cogió el cuchillo y el tenedor, se quedó observándolos —. Cuando el régimen se termine, el que cargará con los platos rotos seré yo.

—Es una razón de más para que asegure su futuro —dijo don Fermín.

—Todo el mundo se me echará encima, y los primeros, los hombres del régimen —dijo él, mirando deprimido la carne, la ensalada —. Como si echándome el barro a mí quedaran limpios. Tendría que ser idiota para invertir un medio en este país.

—Vaya, está pesimista hoy, don Cayo —don Fermín apartó el consomé, el mozo le trajo la corvina —. Cualquiera creería que Odría va a caer de un momento a otro.

—Todavía no —dijo él —. Pero no hay gobiernos eternos, usted sabe. No tengo ambiciones, por lo demás. Cuando esto termine, me iré a vivir afuera tranquilo, a morirme en paz.

Miró su reloj, intentó pasar algunos bocados de carne. Masticaba con disgusto, bebiendo sorbos de agua mineral, y por fin indicó al mozo que se llevara el plato.

—A las tres tengo cita con el Ministro y ya son dos y cuarto. ¿No teníamos otro asuntito, don Fermín?

Don Fermín pidió café para ambos, encendió un cigarrillo. Sacó de su bolsillo un sobre y lo puso en la mesa.

—Le he preparado un memorándum, para que estudie los datos con calma, don Cayo. Un denuncio de tierras, en la región de Bagua. Son unos ingenieros jóvenes, dinámicos, con muchas ganas de trabajar. Quieren traer ganado vacuno, ya verá. El expediente está plantado en Agricultura hace seis meses.

—¿Apuntó el número del expediente? —guardó el sobre en su maletín, sin mirarlo.

—Y la fecha en que se inició el trámite y los departamentos por los que ha pasado —dijo don Fermín —. Esta vez no tengo ningún interés en la empresa. Es gente que quiero ayudar. Son amigos.

—No puedo prometerle nada, antes de informarme —dijo él —. Además, el Ministro de Agricultura no me quiere mucho. En fin, ya le diré.

—Lógicamente, estos muchachos aceptarán sus condiciones —dijo don Fermín —. Está bien que yo les haga un favor por amistad, pero no que usted se tome molestias de balde por gente que no conoce.

—Lógicamente —dijo él, sin sonreír —. Sólo me tomo molestias de balde por el régimen.

Bebieron el café, callados. Cuando el mozo trajo la cuenta, los dos sacaron la cartera, pero don Fermín pagó. Salieron juntos a la Plaza San Martín.

—Me imagino que estará muy ocupado con el viaje del Presidente a Cajamarca —dijo don Fermín.

—Sí, algo, lo llamaré cuando pase este asunto —dijo él, dándole la mano —. Ahí está mi carro. Hasta pronto, don Fermín.

Subió al auto, ordenó al Ministerio, rápido. Ambrosio dio la vuelta a la Plaza San Martín, avanzó hacia el Parque Universitario, torció por Abancay. Él hojeaba el sobre que le había entregado don Fermín, y a ratos sus ojos se apartaban y se fijaban en la nuca de Ambrosio: el puta no quería que su hijo se junte con cholos, no querría que le contagiaran malos modales. Por eso invitaría a su casa a tipos como Arévalo o Landa, hasta a los gringos que llamaba patanes, a todos pero no a él. Se rió, sacó una pastilla del bolsillo y se llenó la boca de saliva: no querría que le contagies malos modales a su mujer, a sus hijos.

—Toda la noche has estado haciendo preguntas tú y ahora me toca —dijo el tío Clodomiro —. Cómo te va en
La Crónica
.

—Ya estoy aprendiendo a medir las noticias —dijo Santiago —. Al principio me salían muy largas, muy cortas. Ya me acostumbré a trabajar de noche y dormir de día, también.

—Es otra cosa que aterra a Fermín —dijo el tío Clodomiro —. Piensa que con ese horario te vas a enfermar. Y que ya no vas a ir a la Universidad. ¿De veras estás yendo a clases?

—No, mentira —dijo Santiago —. Desde que me fui de la casa no he vuelto a la Universidad. No se lo digas a mi papá, tío.

El tío Clodomiro dejó de mecerse, sus pequeñas manos revolotearon alarmadas, sus ojos se asustaron.

—No me preguntes por qué, tampoco te lo puedo explicar —dijo Santiago —. A veces creo que es porque no quiero encontrar a esos muchachos que se quedaron en la Prefectura mientras a mí me sacaba mi papá. Otras, me doy cuenta que no es eso. No me gusta la abogacía, me parece una estupidez, no creo en eso, tío. ¿Para qué voy a sacar un título?

—Fermín tiene razón, te he hecho un pésimo servicio —dijo el tío Clodomiro, apesadumbrado —. Ahora que manejas plata ya no quieres estudiar.

—¿No te ha dicho tu amigo Vallejo cuánto nos pagan? —se rió Santiago —. No, tío, casi no manejo plata. Tengo tiempo, podría asistir a clases. Pero es más fuerte que yo, la sola idea de pisar la Universidad me da náuseas:

—¿No te das cuenta que te puedes quedar toda la vida de empleadito? —dijo el tío Clodomiro, consternado —. Un muchacho como tú, flaco, tan brillante, tan estudioso.

—No soy brillante, no soy estudioso, no repitas a mi papá, tío —dijo Santiago —. La verdad es que estoy desorientado. Sé lo que no quiero ser, pero no lo que me gustaría ser. Y no quiero ser abogado, ni rico, ni importante, tío. No quiero ser a los cincuenta años lo que es mi papá, lo que son los amigos de mi papá. ¿Ves, tío?

—Lo que veo es que te falta un tornillo —dijo el tío Clodomiro, con su cara desolada —. Estoy arrepentido de haber llamado a Vallejo, flaco. Me siento responsable de todo esto.

—Si no hubiera entrado a
La Crónica
, habría conseguido cualquier otro trabajo —dijo Santiago —. Sería lo mismo.

¿Sería, Zavalita? No, a lo mejor sería distinto, a lo mejor el pobre tío Clodomiro era responsable en parte. Eran las diez, tenía que irse. Se levantó.

—Espera, tengo que preguntarte lo que me pregunta Zoilita a mí —dijo el tío Clodomiro —. Cada vez me somete a un interrogatorio terrible. Quién te lava la ropa, quién te cose los botones.

—La señora de la pensión me cuida muy bien —dijo Santiago —. Que no se preocupe.

—¿Y tus días libres? —dijo el tío Clodomiro —. Con quiénes te juntas, adónde vas. ¿Sales con chicas?

Es otra cosa que desvela a Zoilita. Si no andas metido en alguna aventura con una tipa, cosas así.

—No estoy metido con nadie, tranquilízala —se rió Santiago —. Dile que estoy bien, que me porto bien. Iré a verlos pronto, de veras.

Fueron a la cocina y encontraron a Inocencia dormida sobre su mecedora. El tío Clodomiro la riñó y entre los dos la ayudaron a llegar a su cuarto, cabeceando de sueño. En la puerta de calle, el tío Clodomiro abrazó a Santiago. ¿Vendría a comer el próximo lunes? Sí, tío. Tomó un colectivo en la avenida Arequipa, y, en la Plaza San Martín, buscó a Norwin en las mesas del Bar Zela. No había llegado aún, y después de esperarlo un momento, salió a su encuentro por el Jirón de la Unión. Estaba en la puerta de
La Prensa
, conversando con otro redactor de
Última Hora
.

—Qué pasó —dijo Santiago —. ¿No quedamos a las diez en el Zela?

—Este es el oficio más cabrón que hay, convéncete, Zavalita —dijo Norwin —. Me quitaron todos los redactores y he tenido que llenar la página yo solo. Hay una revolución, no sé qué cojudez. Te presento a Castelano, un colega.

—¿Una revolución? —dijo Santiago —. ¿Aquí?

—Una revolución abortada, algo así —dijo Castelano —. Parece que la encabezaba Espina, ese general que fue Ministro de Gobierno.

—No hay ningún comunicado oficial, y estos cabrones me quitaron a mi gente para que salieran a buscar datos —dijo Norwin —. En fin, olvidémonos, vamos a tomar unos tragos.

—¿Espera, yo quiero saber —dijo Santiago —. Acompáñame a
La Crónica
.

—Te van a poner a trabajar y perderás tu noche libre —dijo Norwin —. Vamos a tomar un trago y a eso de las dos nos caemos por allá a buscar a Carlitos.

—Pero cómo ha sido —dijo Santiago —. Cuáles son las noticias.

—No hay noticias, sólo rumores —dijo Castelano —. Esta tarde comenzaron a detener gente. Dicen que la cosa era en Cuzco y Tumbes. Los Ministros están reunidos en Palacio.

—Han movilizado a todos los redactores por puras ganas de joder —dijo Norwin —. De todos modos no van a poder publicar más que el comunicado oficial, y lo saben.

—¿Por qué en vez de ir al Zela no vamos donde la vieja Ivonne? —dijo Castelano.

—¿Quién ha dicho entonces que el general Espina anda metido en esto? —dijo Santiago.

—Okey, donde Ivonne y desde allá llamamos a Carlitos para que se nos junte —dijo Norwin —. Ahí en el bulín vas a averiguar más cosas sobre la conspiración que en
La Crónica
, Zavalita. Y por último qué carajo te importa. ¿Te importa la política a ti?

—Es pura curiosidad —dijo Santiago —. Además, sólo tengo un par de libras, donde Ivonne es carísimo.

—Eso es lo de menos, siendo de
La Crónica
—se rió Castelano —. Como colega de Becerrita, ahí tendrás todo el crédito que quieras.

VII

El domingo Amalia se demoró una hora arreglándose y hasta Símula, siempre tan seca, le bromeó caramba, qué preparativos para la salida. Ambrosio estaba ya en el paradero cuando ella llegó y le apretó la mano tan fuerte que Amalia dio un gritito. Ay, se reía, contento, terno azul, una camisa tan blanca como sus dientes, una corbatita de motas rojas y blancas: siempre lo tenías saltón, Amalia, ahora también había estado dudando si me dejarías plantado. El tranvía vino semivacío y, antes de que ella se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para la reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones cuando no tienes miedo de que te vayan a chapar conmigo. Y él estaba contento porque se acordaba de otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en la mano y Ambrosio lo despachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil. La miró a los ojos, serio: ¿yo me porté mal, yo me fui con otra? Portarse mal era cuando uno dejaba a su mujer por otra, Amalia, nos peleamos porque no comprendiste lo que te pedí. Si no hubiera sido tan caprichosa, tan engreída, se habrían seguido viendo en la calle y trató de pasarle el brazo por el hombro pero Amalia se lo retiró: suéltame, te portaste mal, y se oyeron risitas. El tranvía se había llenado. Estuvieron un rato callados y después él cambió de conversación: irían un momentito a ver a Ludovico, Ambrosio tenía que hablarle, después se quedarían solos y harían lo que Amalia quisiera. Ella le contó cómo don Cayo y don Fermín alzaban la voz en el escritorio y que el señor dijo después que don Fermín era una rata. Rata será él, dijo Ambrosio, después de ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par de cuadras. Era aquí, Amalia, en la calle Chiclayo. Lo siguió hasta el fondo de un pasillo, lo vio sacar una llave.

—¿Me crees tonta? —dijo, cogiéndolo del brazo —. Tu. amigo no está ahí. La casa está vacía.

—Ludovico vendrá más tarde —dijo Ambrosio —. Lo esperaremos conversando.

—Vamos a conversar caminando —dijo Amalia — No voy a entrar ahí.

Discutieron en el patio de losetas fangosas, observados por chiquillos que habían dejado de corretear, hasta que Ambrosio abrió la puerta y la hizo entrar, de un jalón, riéndose. Amalia vio todo oscuro unos segundos hasta que Ambrosio prendió la luz.

Salió de la oficina a un cuarto para las cinco y Ludovico estaba ya en el auto, sentado junto a Ambrosio. Al paseo Colón, al. club Cajamarca. Estuvo callado y con los ojos bajos durante el trayecto, dormir más, dormir más. Ludovico lo acompañó hasta la puerta del club: ¿entraba, don Cayo? No, espera aquí. Comenzaba a subir la escalera cuando vio aparecer en el rellano la silueta alta, la cabeza gris del senador Heredia y sonrió: a lo mejor la señora Heredia estaba aquí. Llegaron todos ya, le dio la mano el senador, un milagro de puntualidad tratándose de peruanos. Que pasara, la reunión sería en el salón de recepciones. Luces encendidas, espejos de marcos dorados en las vetustas paredes, fotografías de vejestorios bigotudos, hombres apiñados que dejaron de murmurar al verlos entrar: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros: nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tardes, pensaba la señora Heredia y ¿Hortensia, Queta, Maclovia?, oía a sus órdenes, encantado, y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros, pañuelitos rígidos estirados en los bolsillos de los sacos, mejillas amoratadas, y mozos de chaqueta blanca que pasaban bebidas, bocaditos. Aceptó un vaso de naranjada y pensó tan distinguida, tan blanca, esas manos tan cuidadas, esos modales de mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta tan morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir.

—Si quiere, empezamos de una vez, don Cayo —dijo el senador Heredia.

—Sí, senador —ella y Queta — sí, cuando quiera.

Los mozos jalaban las sillas, los hombres tomaban asiento con sus copitas de pisco-sauer en las manos, serían una veintena, él y el senador Heredia se instalaron frente a ellos. Bueno, aquí estaban reunidos para esta conversación informal sobre la visita del Presidente a Cajamarca, dijo el senador, esa ciudad tan querida para todos los presentes y él pensó: podría ser su sirvienta. Sí, era su sirvienta, un triple motivo de regocijo para los cajamarquinos decía el senador, no aquí sino en la casa-hacienda que ella tendría en Cajamarca, por el honor que significa que visite nuestra tierra decía el senador, una casa-hacienda llena de viejos muebles y largos corredores y cuartos con mullidas alfombras de vicuña donde ella se aburriría mientras el marido atendía la senaduría en la capital, y porque va a inaugurar el nuevo puente y el primer tramo de la carretera decía el senador, una casa llena de cuadros y sirvientes pero la sirvienta que ella preferiría sería Quetita, su Quetita. El senador Heredia se puso de pie: sobre todo, una ocasión para que los cajamarquinos demostraran su gratitud al Presidente por las obras de tanta trascendencia para el departamento y el país. Movimiento de sillas, de manos, como si fueran a aplaudir, pero el senador ya estaba hablando de nuevo, Quetita la que le serviría el desayuno en la cama y la que le escucharía sus confidencias y le guardaría los secretos: por eso se había nombrado este Comité de Recepción integrado por, y él entrevió que al oír sus nombres los mencionados sonreían o se ruborizaban. Esta reunión tenía por objeto coordinar el programa preparado por el Comité de Recepción con el programa elaborado por el propio gobierno para la visita presidencial, y el senador se volvió a mirarlo: Cajamarca era una tierra hospitalaria y agradecida, don Cayo, Odría recibiría una acogida digna de la labor que cumple al frente de los altos destinos del país. No se puso de pie; sonriendo apenas, agradeció al distinguido senador Heredia, a la representación parlamentaria cajamarquina su desinteresado esfuerzo para que la visita fuera un éxito, al fondo del salón tras unos tules ondulantes las dos sombras cálidamente se dejaban caer una junto a la otra sobre un colchón de plumas que las recibía sin ruido; a los miembros del Comité de Recepción por haber tenido la amabilidad de venir a Lima a cambiar ideas, e instantáneamente brotaban ahogadas risitas atrevidas y las sombras ya se habían estrechado y rodado y eran una sola forma sobre las sábanas blancas, bajo los tules: él también estaba convencido que la visita sería un éxito, señores.

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