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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (41 page)

—¿De veras es tu hermano? —Carlitos movía la cabeza, incrédulo —. Tu familia anda podrida en plata ¿no?

—Según el Chispas están al borde de la quiebra —dijo Santiago.

—Ya quisiera estar yéndome a la quiebra así —dijo Carlitos.

—Hace media hora que espero, conchudos —dijo Periquito —. ¿Oyeron las noticias? Gabinete militar, por los líos de Arequipa. ¿Los arequipeños lo sacaron a Bermúdez. Esto es el fin de Odría.

—No te alegres tanto —dijo Carlitos —. El fin de Odría es el comienzo ¿de qué?

VIII

El domingo siguiente Ambrosio la esperó a las dos, fueron a una matiné, tomaron lonche cerca de la plaza de Armas y dieron un largo paseo. Hoy va a ser, pensaba Amalia, hoy va a pasar. Él se la quedaba a veces mirando y ella se daba cuenta que también estaba pensando hoy será. Hay un restaurant en Francisco Pizarro que es bueno, dijo Ambrosio cuando oscureció. Era criollo y chifa a la vez; comieron y tomaron tanto que apenas podían caminar. Hay un baile por ahí cerca, dijo Ambrosio, vamos a ver. Era una carpa de circo levantada detrás del ferrocarril. La orquesta estaba sobre un tabladillo y habían colocado esteras en la pista para que la gente bailara sin pisar el barro. A cada rato Ambrosio se iba y volvía con cerveza en unos vasitos de papel. Había mucha gente, las parejas daban saltitos en el sitio por falta de espacio; a veces comenzaba una pelea pero nunca terminaba porque dos forzudos separaban a los tipos y los sacaban en peso. Me estoy emborrachando, pensaba Amalia. Con el calorcito que aumentaba se sentía mejor, más libre, y de repente ella misma jaló a Ambrosio a la pista. Se mezclaron con las parejas, abrazados, y nunca terminaba la música. Ambrosio la apretaba fuerte, Ambrosio le daba un empujón a un borracho que la había rozado, Ambrosio la besaba en el cuello: era como si todo eso pasara lejísimos, Amalia se reía a carcajadas. Después el suelo comenzó a girar y ella se prendió de Ambrosio para no caerse: me siento mal. Sintió que él se reía, que la arrastraba y de repente la calle. El friecito en la cara la despertó a medias. Caminaba del brazo de él, sentía su mano en la cintura, decía ya sé por qué me has hecho tomar. Estaba contenta, no le importaba, ¿dónde estaban yendo?, parecía que la vereda se hundía, aunque no me digas yo sé dónde. Reconoció el cuartito de Ludovico entre sueños. Estaba abrazando a Ambrosio, juntaba su cuerpo al de Ambrosio, con su boca buscaba la boca de Ambrosio, decía te odio, Ambrosio, te portaste mal, y era como si fuera otra Amalia la que estuviera haciendo esas cosas. Se dejaba desnudar, tumbar en la cama y pensaba de qué lloras, bruta. Luego la rodearon unos brazos duros, un peso que la quebraba, una sofocación que la ahogaba. Sintió que ya no reía ni lloraba y vio la cara de Trinidad, cruzando a lo lejos. De pronto, la remecían. Abrió los ojos: la luz del cuartito estaba encendida, apúrate decía Ambrosio, abotonándose la camisa. ¿Qué hora era? Las cuatro de la mañana. Tenía la cabeza pesada, el cuerpo adolorido, qué diría la señora. Ambrosio le iba pasando la blusa, sus medias, sus zapatos y ella se vestía a la carrera, sin mirarlo a los ojos. La calle estaba desierta, ahora el vientecito le hizo mal. Se dejó ir contra Ambrosio y él la abrazó. Tu tía se sintió enferma y tuviste que acompañarla, pensaba, o te sentiste enferma y tu tía no te dejó salir. Ambrosio le acariciaba a ratos la cabeza, pero no hablaban. El ómnibus llegó cuando apuntaba una luz floja sobre los techos; bajaron en la plaza San Martín y era de día, canillitas con periódicos bajo el brazo corrían por los portales. Ambrosio la acompañó hasta el paradero del tranvía. ¿Esta vez no sería como la otra vez, Ambrosio, se portaría bien esta vez? Eres mi mujer, dijo Ambrosio, yo te quiero. Permaneció abrazada a él hasta que llegó el tranvía. Le hizo adiós desde la ventanilla y lo estuvo mirando, viéndolo achicarse a medida que el tranvía lo dejaba atrás.

El auto bajó por el paseo Colón, contorneó la plaza Bolognesi, tomó Brasil. El tráfico y los semáforos lo demoraron media hora hasta Magdalena; luego, al salir de la avenida, avanzó rápido por calles solitarias y mal iluminadas y en pocos minutos estuvo en San Miguel: dormir más, acostarse temprano hoy. Al ver el auto, los guardias de la esquina saludaron. Entró a la casa y la muchacha estaba poniendo la mesa. Desde la escalera echó una ojeada a la sala, al comedor: habían cambiado las flores de los jarrones, los cubiertos y las copas de la mesa brillaban, todo se veía ordenado y limpio. Se quitó el saco, entró al dormitorio sin tocar. Hortensia estaba en el tocador, maquillándose.

—Queta no quería venir cuando supo que el invitado era él. Anda —su cara le sonreía desde los espejos; él arrojó el saco sobre la cama, apuntando a la cabeza del dragón: quedó oculta —. La pobre oye Landa y comienza a bostezar. Tiene que soplarse a cada vejestorio por ti, deberías invitarle algún buen mozo de vez en cuando.

—Que les den de comer a los choferes —dijo él, aflojándose la corbata —. Voy a darme un baño. ¿Quieres traerme un vaso de agua?

Entró al cuarto de baño, abrió el agua caliente, se desnudó sin cerrar la puerta. Veía cómo se iba llenando la bañera, cómo la habitación se impregnaba de vapor. Oyó a Hortensia dar órdenes, la vio entrar con un vaso de agua. Tomó una pastilla.

—¿Quieres un trago? —dijo ella, desde la puerta.

—Después que me bañe. Sácame ropa limpia, por favor.

Se sumergió en la bañera y estuvo tendido, sólo la cabeza afuera, absolutamente inmóvil, hasta que el agua comenzó a enfriarse. Se jabonó, se enjuagó en la ducha con agua fría, se peinó y pasó desnudo al dormitorio. Sobre el lomo del dragón había una camisa limpia, ropa interior, medias. Se vistió despacio, dando pitadas a un cigarrillo que humeaba en el cenicero. Luego, desde el escritorio llamó a Lozano, a Palacio, a Chaclacayo. Cuando bajó a la sala, Queta había llegado. Tenía un vestido negro con un gran escote y se había hecho un peinado con moño, que la avejentaba. Las dos estaban sentadas, con whiskies en las manos, y habían puesto discos.

Cuando Ludovico reemplazó a Hinostroza, las cosas habían ido un poquito mejor, ¿por qué?, porque Hinostroza era aburridísimo y Ludovico buena gente. Lo más fregado de ser chofer de don Cayo no eran esos trabajitos extras para el señor Lozano, tampoco no tener horario ni saber nunca qué día tendría salida, sino las malas noches, don. Esas que había que llevarlo a San Miguel y esperarlo a veces hasta la mañana siguiente. Qué sentanazos, don, qué desveladas. Ahora vas a saber lo que es aburrimiento, le había dicho Ambrosio a Ludovico el día que se estrenó, y él, mirando la casita: o sea que aquí tenía su jabecito el señor Bermúdez, o sea que moja aquí. Fue mejor porque con Ludovico conversaban, en cambio Hinostroza se encogía como una momia en el carro y se dormía. Con Ludovico se sentaban en el muro del jardín de la casita, desde ahí Ludovico podía tirar lente a toda la calle por si acaso. Veían entrar a don Cayo, oían las voces de adentro, Ludovico lo entretenía a Ambrosio adivinando lo que pasaba: estarían tomándose sus tragos, cuando se encendían las luces de arriba Ludovico decía comienza la orgía. A veces se acercaban los cachacos de la esquina y los cuatro se ponían a fumar y a conversar. En una época uno de los guardias era un ancashino cantor. Linda voz, don, Muñequita Linda era su fuerte, qué esperas para cambiar de profesión le decían. A eso de la medianoche comenzaba el aburrimiento, la desesperación porque el tiempo no pasaba más rápido. Sólo Ludovico seguía hablando. Un mal pensado terrible, él le estaba sacando cuentos de arrecho a Hipólito todo el tiempo, en realidad el gran arrecho era él, don. Ahí estaría ya don Cayo bañándose en agua rica, señalaba el balcón y se chupaba la boca, cierro los ojos y veo esto y estotro, y así hasta que, perdóneme don, los cuatro terminaban con unas ganas atroces de ir al bulín. Se enloquecía hablando de la señora: esta mañana que vine solo a traer a don Cayo la vi, negro. Puras invenciones de él, por supuesto. En bata, negro, una batita como de gasa, rosadita, transparente, con unas zapatillas chinas, sus ojos echaban chispitas. Te echa una mirada y mueres, otra y te sientes lázaro, a la tercera te mata de nuevo y a la cuarta te resucita: chistoso, don, buena gente. La señora era la señora Hortensia, don, por supuesto.

En la puerta se encontró con Carlota, que salía a comprar pan: qué te ha pasado, dónde estuviste, qué hiciste. Se había quedado a dormir donde su tía en Limoncillo, la pobrecita estaba enferma, ¿se había enojado la señora? Caminaban juntas hacia la panadería: ni se había dado cuenta, se había pasado la noche en vela oyendo las noticias de Arequipa. Amalia sintió que le volvía el alma al cuerpo. ¿No sabes que hay revolución en Arequipa?, decía Carlota excitadísima, la señora tan nerviosa les había contagiado los nervios y ella y Símula se habían quedado en el repostero hasta las dos oyendo la radio también. Pero qué pasaba en Arequipa, loca. Huelgas, líos, muertos, ahora estaban pidiendo que lo botaran al señor del gobierno. ¿A don Cayo? Sí, y la señora no podía encontrarlo por ninguna parte, se había pasado la noche echando lisuras y llamando a la señorita Queta. Compren el doble para guardar, les dijo el chino de la panadería, si se viene la revolución mañana no abro. Salieron cuchicheando, qué iría a pasar, ¿por qué querían botarlo al señor, Carlota? La señora en su colerón de anoche decía que por ser tan manso, y de repente agarró a Amalia del brazo y la miró a los ojos: no te creo lo de tu tía, estuviste con un hombre, se le veía en la cara. Con qué hombre, sonsa, su tía se había enfermado, Amalia miraba a Carlota muy seria y por adentro sentía cosquillas y un calorcito feliz. Entraron a la casa y Símula estaba oyendo la radio de la sala, con la cara ansiosa. Amalia fue a su cuarto, se duchó rápido, ojalá que no le preguntara nada, y cuando subió al dormitorio con el desayuno, desde la escalera oyó el minutero y la voz del locutor de Radio Reloj. La señora estaba sentada en la cama, fumando, y no contestó los buenos días. El gobierno había tenido mucha paciencia con quienes siembran la intranquilidad y la subversión en Arequipa, decía la radio, los trabajadores debían volver al trabajo, los estudiantes a sus estudios, y se encontró con los ojos de la señora que la miraban como si recién la descubrieran: ¿y los periódicos, tonta? Vuela a comprarlos. Sí, ahoritita, salió corriendo del cuarto, contenta no se había dado cuenta siquiera. Le pidió plata a Símula y fue al quiosco de la esquina. Tenía que pasar algo grave, tan pálida que estaba la señora. Al verla entrar, saltó de la cama, le arranchó los periódicos y comenzó a hojearlos. En la cocina le preguntó a Símula ¿cree que la revolución va a ganar, que lo van a sacar a Odría? Símula encogió los hombros: al que lo irían a sacar del Ministerio era al Señor, todos lo odian. Al ratito sintieron que la señora llamaba y ella y Carlota corrieron al repostero: ¿aló, aló, Queta? Los periódicos no decían nada nuevo, no he pegado los ojos, y vieron que furiosa tiraba
La Prensa
al suelo: también estos hijos de puta piden la renuncia de Cayo, años adulándolo y ahora también se le volteaban, Quetita. Gritaba, palabrotas, Amalia y Carlota se miraban. No, Quetita, no había venido ni llamado, el pobre estaría ocupadísimo con este lío, a lo mejor se había ido a Arequipa. Ah. Ojalá les metiera bala y les quitara las majaderías de una vez por todas, Quetita.

—La vieja Ivonne anda rajando del gobierno y hasta de ti —dijo Hortensia.

—Cuidadito con decirle algo, me mata si sabe que ando chismeándola —dijo Queta —. No quiero tener de enemiga a esa arpía.

Pasó frente a ellas, hacia el bar. Se sirvió un whisky puro con dos cubitos de hielo y se sentó. Las sirvientas, ya uniformadas, revoloteaban alrededor de la mesa. ¿Les habían dado de comer a los choferes? Respondieron que sí. El baño lo había amodorrado, veía a Hortensia y Queta a través de una ligera neblina, oía apenas sus cuchicheos y risas. Bueno, qué andaba diciendo la vieja.

—Es la primera vez que la oigo hablar mal de ti en público —dijo Queta —. Hasta ahora era puro almíbar cuando te nombraba.

—Le decía a Robertito que la plata que le saca Lozano se la reparte contigo —dijo Hortensia —. Al chismoso número uno de Lima, figúrate.

—Que si la siguen sangrando así se va a retirar a la vida decente —se rió Queta.

Él arrugó la cara y abrió la boca: si fueran mudas, si se pudiera entender uno con las mujeres sólo por gestos. Queta se agachó para alcanzar los palitos salados, su escote se corrió y aparecieron sus senos.

—Oye, no me lo provoques —le dio un manotazo Hortensia —. Guarda eso para cuando llegue el vejete.

—A Landa ni eso lo despierta —le devolvió el manazo Queta —. También está para retirarse a la vida decente.

Se reían y él las escuchaba, bebiendo. Siempre los mismos chistes, ¿sabía el último?, los mismos temas de conversación, Ivonne y Robertito eran amantes, ahora llegaría Landa y al amanecer tendría también la sensación de haber animado una noche idéntica a otras noches. Hortensia se paró a cambiar los discos, Queta a llenar los vasos de nuevo, la vida era una calcomanía tan monótona. Todavía bebieron otro whisky antes de oír que frenaba un auto en la puerta.

Gracias a las ocurrencias de Ludovico la espera se les hacía menos aburrida, don. Que su boquita, que sus labios, que las estrellitas de sus dientes, que olía a rosas, que un cuerpo para sacudir a los muertos en sus tumbas: parecía templado de la señora, don. Pero si alguna vez estaba en su delante ni a mirarla se atrevía, por miedo a don Cayo. ¿Y a él le pasaba lo mismo? No, Ambrosio escuchaba las cosas de Ludovico y se reía, nomás, él no decía nada de la señora, tampoco le parecía cosa del otro mundo a él, él sólo pensaba en que fuera de día para irse a dormir. ¿Las otras, don? ¿Que si la señorita Queta tampoco le parecía gran cosa? Tampoco, don. Bueno, sería guapa, pero que ánimos tendría Ambrosio para pensar en mujeres con ese ritmo matador de trabajo, la cabeza sólo le daba para soñar con el día libre que se pasaba tumbado en la cama, recuperándose de las malas noches. Ludovico era distinto, desde que pasó a cuidar a don Cayo se sentía importantísimo, ahora sí que entraría al escalafón, negro, y entonces jodería a los que lo jodían a él por ser un simple contratado. La gran aspiración de su vida, don. Esas noches, si no hablaba de la señora, era de eso: tendría sueldo fijo, chapa, vacaciones, en todas partes lo respetarían y quién no vendría a proponerle algún negocito. No, Ambrosio nunca había querido hacer carrera en la policía, don, a él eso le fregaba más bien, por el aburrimiento de las esperas. Conversaban, fumaban, a eso de la una o dos se morían de sueño, en invierno de frío, cuando comenzaba a amanecer se mojaban la cara en el pilón del jardín, y veían a las sirvientas que salían a comprar pan, los primeros autos, el olor fuerte del pasto se les metía a las narices y se sentían aliviados porque don Cayo no tardaría. Cuándo cambiará la suerte y tendré vida normal, pensaba Ambrosio. Y gracias a usted había cambiado y ahora por fin la tenía, don.

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