Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (46 page)

—La Musa no queda muy bien, hay que bautizarla de nuevo —dijo Becerrita —. ¡Tras las Huellas de la Mariposa Nocturna! Redactabas extensas crónicas, sueltos, recuadros, leyendas para las fotografías con una creciente excitación, Zavalita. Becerrita releía las carillas con ojos agrios, tachando, añadiendo frases de temblorosa letra roja, y ponía las cabezas: Nuevas Revelaciones sobre la Vida Disipada de la Mariposa Nocturna Asesinada en Jesús María, ¿Era la Musa una Mujer con un Terrible Pasado?, Reporteros de la Crónica Despejan Nueva Incógnita del Crimen que Conmueve a Lima, Desde los Comienzos Artísticos hasta el Sangriento Fin de la Otrora Reina de la Farándula La Mariposa Nocturna Chaveteada Había Caído en la más Baja Inmoralidad declara Dueña del Cabaret donde la Musa Interpretó sus últimas Canciones, ¿Había Perdido la Voz la Mariposa Nocturna por el Uso de Estupefacientes?

—Hemos dejado botados a los de “Última Hora" —dijo Arispe —. Sigue metiendo candela, Becerrita.

—Más bazofia para los perros, Zavalita —decía Carlitos —. Son las órdenes del mandamás.

—Se está usted portando bien, Zavalita —decía Becerrita —. Dentro de veinte años será un redactor policial pasable.

—Acumulando mierda con mucho entusiasmo. Hoy día un montoncito, mañana otro poquito, pasado un pocotón —dijo Santiago —. Hasta que hubo una montaña de mierda. Y ahora a comértela hasta la última gota. Eso es lo que me pasó, Carlitos.

—¿Ya terminamos, señor Becerra? —dijo Periquito —. ¿Puedo irme a dormir?

—Todavía no comenzamos —dijo Becerrita —. Vamos donde la Madama a averiguar si es cierto lo de las tortillas.

Había salido a recibirlos Robertito, bienvenidos a ésta su casa, qué era de esa buena vida señor Becerra, pero Becerrita le arrebató la alegría de golpe: venían a trabajar,?podían pasar al saloncito? Pase, señor Becerra, pasen.

—Tráeles unas cervecitas a los muchachos —dijo Becerrita —. Y a mí tráemela a la Madama. Es urgente.

Robertito abanicó sus rizadas pestañas, asintió con una risita inamistosa, salió dando un saltito de bailarín. Periquito se dejó caer en un sillón con las piernas abiertas, qué bien se estaba aquí, qué elegante, y Santiago se sentó a su lado. El saloncito alfombrado, piensa, las luces indirectas, los tres cuadritos de las paredes. En el primero, un joven de rubios cabellos y antifaz perseguía por un sendero enmarañado a una muchacha muy blanca, de cintura de avispa, que corría en puntas de pie; en el segundo, la había capturado y se sumergían abrazados bajo una cascada de sauces; en el tercero, la muchacha yacía en el césped, el pecho desnudo, el joven besaba tiernamente sus hombros redondos y ella tenía una expresión entre alarmada y lánguida. Estaban a orillas de un lago o de un río y a lo lejos desfilaba una cuadrilla de cisnes de largos pescuezos.

—Ustedes son la juventud más podrida de la historia —dijo Becerrita, con satisfacción —. ¿Qué otra cosa les interesa fuera del trago y el bulín?

Tenía la boca torcida en una mueca casi risueña, se rascaba el bigotito con sus dedos color mostaza, se había echado el sombrero hacia la nuca y se paseaba por el saloncito con una mano en el bolsillo, como un malo de película mexicana piensa. Entró Robertito, con una bandeja.

—La señora ya viene, señor Becerra —hizo una reverencia —. Me preguntó si usted no prefería un whiskicito.

—No puedo, por la úlcera —gruñó Becerrita —. Vez que tomo, al día siguiente cago sangre.

Robertito salió y ahí estaba Ivonne, Zavalita. Su larga nariz tan empolvada, piensa, su vestido de gasas y lentejuelas rumorosas. Madura, experimentada, sonriente, besó a Becerrita en la mejilla, tendió una mano mundana a Periquito y a Santiago. Miró la bandeja, ¿Robertito no les había servido?, hizo un mohín de reproche, se inclinó y llenó los vasos diestramente, a medias y sin mucha espuma, se los alcanzó. Se sentó al borde del sillón, estiró el cuello, la piel se recogió en pequeños pliegues bajo sus ojos, cruzó las piernas.

—No me pongas esa cara de asombro —dijo Becerrita —. Ya sabes por qué vinimos, Madama.

—No puedo creer que no quieras tomar nada —su acento extranjero, Zavalita, sus gestos afectados, su desenvoltura de matriarca suficiente —. Si tú eres borracho viejo, Becerrita.

—Era, hasta que la úlcera me hizo trizas el estómago —dijo Becerrita —. Ahora sólo puedo tomar leche. De vaca.

—Siempre el mismo —Ivonne se volvió hacia Santiago y Periquito —. Este viejo y yo somos hermanos, desde hace siglos.

—Un poco incestuosos, en una época —se rió Becerrita, y encadenando, con el mismo tono de voz íntimo —. Haz de cuenta que fuera un cura y te estuvieras confesando. ¿Cuánto tiempo tuviste aquí a la Musa?

—¿La Musa, aquí? —sonrió Ivonne —. Qué chistoso te ves de cura, Becerrita.

—Ahora resulta que no tienes confianza en mí —Becerrita se sentó en el brazo del sillón de Ivonne —. Ahora resulta que me mientes.

—Está usted loco, Padre —sonrió Ivonne y dio un golpecito a Becerrita en la rodilla —. Si hubiera trabajado aquí, te lo diría. Sacó un pañuelo de su manga, se limpió los ojos, dejó de sonreír. La conocía, por supuesto, algunas veces había venido aquí cuando era amiga de, bueno, Becerrita sabía de quién. Él la había traído algunas veces, en plan de diversión, para que espiara desde esa ventanita que daba al bar. Pero, que Ivonne supiera, ella nunca había trabajado en ninguna casa. Volvió a reírse, con elegancia. Sus arruguitas en los ojos, en el cuello, piensa, su odio: la pobre trabajaba en la calle, como las perritas.

—Se nota que la querías mucho, Madama —gruñó Becerrita.

—Cuando era querida de Bermúdez miraba a todo el mundo por sobre el hombro —suspiró Ivonne —. Hasta a mí me prohibió que fuera a su casa. Por eso nadie la ayudó cuando perdió todo. Y lo perdió por su culpa. Por el trago y las drogas.

—Estás encantada de que se la cargaran —sonrió Becerrita —. Qué sentimientos, Madama.

—Cuando leí los periódicos me dio pena, esos crímenes siempre dan pena —dijo Ivonne —. Sobre todo las fotos, ver cómo vivía. Si quieres decir que trabajó aquí, yo encantada. Propaganda para el establecimiento.

—Te sientes archisegura, Madama —dijo Becerrita, con una desteñida sonrisa —. Debes haber encontrado un protector tan bueno como Cayo Bermúdez.

—Calumnias, Bermúdez nunca tuvo que ver nada con la casa —dijo Ivonne —. Era un cliente como cualquier otro.

—Volvamos a la bacinica que estamos manchando el suelo —dijo Becerrita —. No trabajó aquí, okey. Llámame a la que vivía con ella. Que nos dé algunos datos y te dejo en paz.

—¿La que vivía con ella? —cambió de cara, Carlitos, perdió toda la cancha, se puso lívida —¿Una de las chicas vivía con ella?

—Ah, la policía no se enteró todavía —Becerrita se rascó el bigotito y se pasó la lengua por los labios, con avidez —. Pero se va a enterar tarde o temprano y vendrán a interrogarlas a ti y a la tal Queta. Prepárate, Madama.

—¿Con Queta? —se le vino abajo el mundo, Carlitos —. Pero qué me dices, Becerrita.

—Se cambian de nombre todos los días y uno las confunde, ¿cuál es? —murmuró Becerrita —. No te preocupes, no somos policías. Llámala. Una conversación confidencial, nada más.

—¿Quién te ha dicho que Queta vivía con ella? —balbuceó Ivonne: hacía esfuerzos por recuperar la sonrisa, la naturalidad.

—Yo sí te tengo confianza, Madama, yo sí soy tu amigo —susurró Becerrita, con un dejo despechado —. Nos lo dijo la Paqueta.

—La peor hija de puta que parió jamás una puta —primero una perica con aires de gran señora, Carlitos. Después una viejecita asustada, y cuando oyó nombrar a la Paqueta, una pantera —. La que se crió haciendo gárgaras con la menstruación de su madre.

—Cómo me gusta esa boca, Madama —Becerrita le pasó un brazo por el hombro, feliz —. Ya te vengamos, en la información de mañana decimos que "Monmartre" es el antro con más mala fama de Lima.

—¿No te das cuenta que la vas a arruinar? —dijo Ivonne, cogiendo la rodilla de Becerrita, estrujándola —. No te das cuenta que la policía la va a encerrar, ¿para interrogarla?

—¿Vio algo? —dijo Becerrita, bajando la voz —. ¿Sabe algo?

—Claro que no, sólo quiere que no la metan en líos —dijo Ivonne —. La vas a fregar. ¿Por qué vas a hacer una maldad así?

—No quiero que le pase nada, sólo que me cuente algunas intimidades de la Musa —dijo Becerrita —. No diremos que vivían juntas, no la nombraremos. ¿Crees en mi palabra, no?

—Por supuesto que no —dijo Ivonne —. Tú eres otro hijo dé puta igual que la Paqueta.

—Así es como me gustas, Madama —Becerrita miró a Santiago y Periquito con una sonrisa furtiva —. En tu ley.

—Queta es una buena muchacha, Becerrita —dijo Ivonne, a media voz —. No la hundas. Te podría costar caro, además. Tiene muy buenos amigos, te lo advierto.

—Llámala de una vez, y no te pongas dramática —sonrió Becerrita —. Te juro que no le pasará nada.

—¿Se te ocurre que tiene ánimos para venir a trabajar después de lo que le pasó a su amiga? —dijo Ivonne.

—Muy bien, búscala y arréglame una cita con ella —dijo Becerrita —. Sólo quiero algunos datos. Si no le da la gana de hablar conmigo, publicaré su nombre en primera página y tendrá que hablar con los soplones.

—¿Me juras que si te hago ver a Queta no la nombrarás para nada? —dijo Ivonne.

Becerrita asintió. Su cara se fue llenando a poquitos de satisfacción, sus ojitos se abrillantaron. Se puso de pie, se acercó a la mesa, con un gesto resuelto cogió el vaso de Santiago y lo vació de un trago. Una redondela de espuma blanqueó su boca.

—Te juro, Madama, búscala y llámame —dijo, solemne —. Ya conoces mi teléfono.

—¿Usted cree que va a llamarlo, señor Becerra? —dijo Periquito, en la camioneta —. Yo más bien pienso que irá a decirle a la tal Queta los de
La Crónica
saben que vivías con la Musa, desaparécete.

—¿Pero cuál es Queta? —dijo Arispe —. Es seguro que la conocemos, Becerrita.

—Debe ser alguna de las exclusivas, las que trabajan a domicilio —dijo Becerrita —. Tal vez la conocemos pero con otro nombre.

—Esa mujer vale oro, mi señor —dijo Arispe —. Tienes que encontrarla, aunque sea removiendo todas las piedras de Lima.

—¿No les dije que la Madama me iba a llamar? —Becerrita los miró sin vanidad, burlón —. Hoy a las siete. Resérvame la página del centro enterita, mandamás.

—Pasen, pasen —dijo Robertito —. Sí, al saloncito.

Tomen asiento.

Así, con la luz del atardecer que entraba por la única ventana, el saloncito había perdido su misterio y su encanto. Los forros raídos de los muebles, piensa, el papel descolorido de las paredes, las quemaduras de puchos y los rasgones en la alfombra. La muchacha de los cuadritos no tenía facciones, los cisnes eran deformes.

—Hola Becerrita —Ivonne no lo besó, no le dio la mano —. Le he jurado a Queta que vas a cumplir lo que me prometiste. ¿Por qué han venido éstos contigo?

—Que Robertito nos traiga unas cervezas —dijo Becerrita, sin levantarse del sillón, sin mirar a la mujer que había entrado con Ivonne —. Éstas te las pagaré, Madama.

—Alta, lindas piernas, una mulata de pelos rojizos —dijo Santiago —. No la había visto nunca donde Ivonne, Carlitos.

—Siéntense —dijo Becerrita, con aire de dueño de casa —. ¿No van a tomar nada, ustedes?

Robertito llenó los vasos de cerveza, las manos le temblaban al alcanzárselos a Becerrita, a Periquito y a Santiago, sus pestañas aleteaban de prisa, su mirada era miedosa. Salió casi corriendo, cerró la puerta tras él. Queta se sentó en un sofá, seria, no asustada, piensa, y los ojos de Ivonne ardían.

—Sí, eres de las exclusivas porque se te ve poco por aquí —dijo Becerrita, tomando un trago de cerveza —. ¿Trabajas sólo en la calle, con clientes seleccionados?

—A usted no le importa donde trabajo —dijo Queta —. Quién le ha dado permiso para tutearme, además.

—Cálmate, no te pongas así —dijo Ivonne —. Es un confianzudo y nada más. Sólo te va a hacer unas preguntas.

—Usted no podría ser mi cliente aunque quisiera, conténtese con eso —dijo Queta —. No tendrá nunca con qué pagar lo que yo cobro.

—Yo ya no soy cliente, ya me jubilé —dijo Becerrita, con una risa burlona, y se limpió el bigotito —.¿Desde cuándo vivías con la Musa en Jesús María?

—Yo no vivía con ella, es una mentira de esa desgraciada —gritó Queta, pero Ivonne la cogió del brazo y ella bajó la voz —. A mí no me va a enredar en esto. Le advierto que…

—No somos policías, somos periodistas —dijo Becerrita, con un gesto amistoso —. No se trata de ti, sino de la Musa. Nos cuentas lo que sabes de ella y nos vamos y nos olvidamos de ti. No hay razón para enojarse, Queta.

—¿Y por qué esas amenazas, entonces? —gritó Queta —. ¿Porqué vino a decirle a la señora que avisaría a la policía? ¿Usted cree que tengo algo que ocultar?

—Si no tienes nada que ocultar, no hay por qué tenerle miedo a la policía —dijo Becerrita, y tomó otro trago de cerveza —. He venido aquí como amigo, a conversar. No hay razón para enojarse.

—Él tiene palabra, va a cumplir, Queta —dijo Ivonne —. No te va a nombrar. Contéstale sus preguntas.

—Está bien, señora, ya sé —dijo Queta —. Qué preguntas.

—Ésta es una conversación entre amigos —dijo Becerrita. Yo soy una persona de palabra, Queta. ¿Desde cuándo vivías con la Musa?

—Yo no vivía con ella —hacía esfuerzos por dominarse Carlitos, procuraba no mirar a Becerrita, cuando sus ojos se cruzaban con los de él se le descomponía la voz —. Éramos amigas, a veces me quedaba a dormir en su casa. Ella se mudó a Jesús María hará poco más de un año.

—¿Le provocó una crisis y la quebró? —dijo Carlitos —. Es el método de Becerrita. Romperle los nervios al paciente para que suelte todo. Un método de soplón, no de periodista.

Santiago y Periquito no habían tocado sus cervezas: seguían el diálogo desde la orilla de sus asientos, mudos. La había quebrado, Zavalita, ahora contestaba todo, sí. Subía y bajaba la voz, piensa, Ivonne le daba palmaditas en el brazo, alentándola. La pobre andaba muy mal, muy mal, sobre todo desde que perdió su trabajo en Monmartre, sobre todo porque la Paqueta se había portado como una canalla. La había echado a la calle sabiendo que se moría de hambre, la pobre. Tenía sus aventuras pero ya no conseguía un amante, alguien que le pasara una mensualidad y le pagara la casa. Y de repente se había puesto a llorar, Carlitos, no por las preguntas de Becerrita sino por la Musa. O sea que todavía existía la lealtad, al menos entre algunas putas, Zavalita.

Other books

Waiting for Morning by Karen Kingsbury
Treasured Submission by Maggie Ryan
Past Heaven by Laura Ward
Winter Winds by Gayle Roper
A Talent for Trouble by Jen Turano
Vessel by Lisa T. Cresswell