—¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, llegará a ser algo: yo te lo aseguro.
Y Stardi entornaba los ojos al recibir aquellas rudas caricias, como un perro de caza.
Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no me parece cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuando me dijo: «Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me faltó para responderle:
—A su disposición.
Se lo dije después a mi padre en casa.
—No lo comprendo: Stardi no tiene talento, carece de buenas maneras, su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto.
—Porque tiene carácter —respondió mi padre.
Y añadí yo:
—En una hora que he estado con él no ha pronunciado cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído una vez, y sin embargo, he estado tan contento.
—Porque lo estimas —añadió mi padre.
Lunes, 9
Sí, pero también aprecio a Precossi, y me parece poco decir que le aprecio. Es el hijo del herrero, el chico pálido, de mirada bondadosa y triste, tan tímido, que pide perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho y, sin embargo, tan estudioso.
No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le pega sin motivo, le tira de un revés los libros y cuadernos, y el pobrecito va a la escuela con el semblante lívido, algunas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto llorar.
Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha pegado.
—Tu padre te ha dado una tunda —le dicen los compañeros.
—No es verdad, no es verdad —responde para no dejar en mal lugar a su padre.
—Esta hoja no la has quemado tú —le dice el maestro, mostrándole el cuaderno medio quemado.
—Sí, señor —responde con voz temblorosa—. He sido yo. Se me ha caído sin querer a la lumbre.
Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando el chico estaba haciendo los deberes de la escuela.
Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra escalera; la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar el otro día desde la azotea, cuando le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque le había pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre bebe y apenas trabaja, por lo que la familia pasa hambre. ¡Cuántas veces va el pobre Precossi a clase en ayunas, y se come a escondidas un mendrugo de pan que le da Garrone, o una manzana que le entrega la maestrita de la pluma encarnada, que lo conoce bien por haberle tenido de alumno en primero inferior! Pero él jamás dice: «Tengo hambre; mi padre no me da de comer».
Su padre acude alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con cara torva, el pelo en los ojos y la gorra al revés. El pobre chico tiembla cuando le ve en la calle, pero, sin embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hombre hace como si no lo viera y pensase en otra cosa. ¡Pobre Precossi! Recose sus cuadernos desbarajustados o rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta con alfileres los jirones de la camisa y da lástima verle hacer gimnasia con zapatos que parecen hechos para dos, con pantalones que se le caen de anchos y el chaquetón tan largo, con mangas que ha de subirse hasta los codos.
Estudia con ahínco y seguramente sería uno de los primeros si pudiese atender en su casa las faenas escolares con alguna tranquilidad.
Esta mañana se ha presentado en clase con la señal de un arañazo en la cara, y los compañeros le han dicho:
—Eso te lo ha hecho tu padre. Vamos, no digas que no. Esta vez no lo puedes negar.
Pero él ha contestado, poniéndose rojo y con la voz ahogada por la irritación:
—¡No es cierto! ¡Mi padre no me pega nunca!
Mas luego, durante la lección, se le caían las lágrimas sobre el banco, y cuando alguno le miraba, se esforzaba en sonreír para disimular. ¡Es un chico digno de compasión!
Mañana irán a mi casa Derossi, Coretti y Nelli; yo quisiera que viniese también Precossi para hacerle merendar conmigo, regalarle algunos libros y procurar por todos los medios divertirle y llenarle los bolsillos de fruta para ver contento siquiera una vez a mi buen compañero que tan sufrido es.
Jueves, 12
Hoy ha sido uno de los jueves más gratos del año para mí. A las dos en punto han llegado a casa Derossi y Coretti, en compañía de Nelli, el jorobadito. A Precossi no le ha dejado venir su padre.
Derossi y Coretti apenas podían contener la risa contándome que por la calle habían visto a Crossi, el hijo de la verdulera —el pelirrojo del brazo inmóvil— que llevaba a vender una col fenomenal, la mar de contento porque con lo que le dieran pensaba comprarse una pluma y alguna otra cosita, y, además, porque habían recibido carta de su padre, que se encuentra en América, diciéndoles que le esperasen de un día para otro.
¡Qué dos horas más felices hemos pasado juntos! Derossi y Coretti son los dos más alegres de la clase; mi padre estaba contento al verles en mi compañía. Coretti llevaba su inseparable jersey marrón oscuro y su gorra de piel. Es un diablillo que siempre quisiera estar haciendo algo. Por la mañana, temprano, ya se había cargado en las espaldas media carretada de leña; sin embargo, no paró un instante, recorriendo toda la casa, observándolo todo y sin parar de hablar, con la listeza y viveza de una ardilla. Al pasar por la cocina preguntó a la cocinera cuánto le costaban diez kilos de leña, cosa que su padre vendía por cuarenta y cinco céntimos. Siempre está hablando de su padre, de cuando sirvió en el regimiento cuarenta y nueve y tomó parte en la batalla de Custoza, a las órdenes del príncipe Humberto. Es un chico de modales más finos de lo que cabría esperar de él. Aunque ha nacido y se ha criado entre los leños, según mi padre, tiene distinción en la sangre.
Derossi nos ha divertido mucho; sabe la Geografía como un maestro. Cerrando los ojos decía: «Estoy viendo toda Italia, los Apeninos, que recorren la Península hasta el mar Jónico, los ríos que van de un lado para otro, fertilizando la tierra por donde pasan; las blancas ciudades, los golfos, los azules lagos, las verdes islas», y, al mismo tiempo, iba diciendo los correspondientes nombres, por su orden y con gran rapidez, como si hubiese estado leyéndolos en el mapa. Estábamos admirados de oírle y verle tan gallardo, con sus rubios rizos, los ojos cerrados, vestido de azul, con botones dorados, tan esbelto y bien proporcionado como una estatua… En una hora se había aprendido de memoria casi tres páginas que deberá recitar pasado mañana en los funerales de Víctor Manuel. Nelli también le miraba con admiración y cariño, sonriéndose con sus ojos claros y melancólicos.
Me ha gustado mucho la visita, que me ha dejado gratas impresiones, como chispazos, en la mente y en el corazón. También me ha satisfecho ver al pobrecito Nelli entre los otros dos, altos y robustos, cuando se han ido, haciéndole reír como hasta ahora nunca lo había hecho.
Al volver a entrar en nuestro comedor, me he dado cuenta de que no se hallaba en el sitio acostumbrado el cuadro que representa a Rigoletto, el bufón jorobado. Lo había quitado mi padre para evitar que lo viese Nelli.
Martes, 17
Esta tarde, a las dos, apenas habíamos entrado en clase, llamó el maestro a Derossi, que se puso junto a la mesa, frente a nosotros, empezando a decir con acento sonoro, alzando cada vez más su clara voz y animándose progresivamente:
«Hace ahora cuatro años, tal día como hoy y a la misma hora, llegaba delante del Panteón, en Roma, el carro fúnebre con el cadáver de Víctor Manuel II, primer rey de Italia, muerto después de veintinueve años de reinado, durante los cuales la gran patria italiana, fragmentada en siete Estados, oprimida por extranjeros y tiranos, quedó constituida en uno solo, independiente y libre, tras veintinueve años de reinado que él había ilustrado y dignificado con su valor, con su lealtad, con su sangre fría en los peligros, con la prudencia en los triunfos y la constancia en la adversidad.
Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras haber recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, en medio del silencio de una inmensa multitud afligida, procedente de todas partes de Italia, precedido por un numeroso grupo de generales, de ministros y de príncipes, seguido por un cortejo de inválidos y mutilados de guerra, de un bosque de banderas, de los representantes de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado del poderío y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante el augusto templo en el que le esperaba la tumba.
En ese preciso momento doce coraceros sacaban el féretro del carro, y por medio de ellos daba Italia el último adiós de despedida a su rey muerto, al viejo monarca que tan enamorado de ella había estado, el último saludo a su caudillo y padre, a los veintinueve años más afortunados y fructíferos de su historia. Fueron unos momentos grandiosos y solemnes. La mirada, el alma de todos temblaba de emoción entre el féretro y las enlutadas banderas de los ochenta regimientos portadas por otros tantos oficiales, formados a su paso; porque estaba representada toda Italia en aquellas ochenta enseñas, que recordaban los millares de muertos, los torrentes de sangre, nuestras glorias más sagradas, nuestros mayores sacrificios, nuestros más tremendos dolores.
Pasó el féretro llevado por coraceros, y ante él se inclinaron a un mismo tiempo todas las banderas de los regimientos, en señal de saludo, tanto las nuevas como las viejas rotas en Goito, Pastrengo, Santa Lucía, Novara, Crimea, Palestro, San Martino y Casteifidardo; cayeron ochenta velos negros; cien medallas chocaron contra el armón, y aquel estrépito sonoro y confuso que hizo estremecerse a todos fue como el eco de cien voces humanas que decían a un tiempo: «¡Adiós, buen rey, valiente caudillo, magnífico soberano! Vivirás en el corazón de tu pueblo mientras alumbre el sol de Italia».
Después se volvieron a erguir las banderas, con el asta hacia el cielo, y el rey Víctor Manuel entró en la gloria inmortal de la tumba.
Sábado, 21
Solamente uno era capaz de reírse mientras Derossi declamaba el discurso por los funerales del rey, y fue, precisamente, Franti. Lo detesto. Es malo, Cuando un padre viene a la escuela a reñir a su hijo delante de todos, él disfruta; si alguien llora, él se ríe. Tiembla ante Garrone, molesta y pega al albañilito porque es pequeño; atormenta a Crossi porque tiene imposibilitado un brazo; se burla de Precossi, a quien todos respetamos, y hasta se ríe de Robetti, el de segundo, que anda con muletas por haber salvado a un niño. Provoca a los que son más débiles que él y, cuando pega, se enfurece y procura hacer el mayor daño posible.
Hay algo que inspira repugnancia en su frente baja, en sus torvos ojos, que quedan ocultos por la visera de su gorra de hule. No respeta a nadie. Se ríe del maestro, hurta cuanto puede, niega desvergonzadamente, siempre ha de estar peleándose con alguien, lleva alfileres para pinchar a los que están cerca de él, se arranca los botones de la chaqueta, se los arranca a otros y luego se los juega; no se esmera en nada; su cartera, sus libros, sus cuadernos, son una verdadera pena y da grima verlos, por lo deslucidos, destrozados y sucios que los tiene; su regla está mellada y la pluma las más de las veces inservible; se come las uñas; lleva la ropa llena de manchas y de rotos que se hace en las peleas.
Dicen que su madre está enferma de los disgustos que le proporciona, y que su padre lo ha echado ya tres veces de su casa; su madre acude a la escuela de vez en cuando a pedir informes y se va llorando. El odia la escuela, a los compañeros y al maestro. Nuestro maestro finge alguna vez que no ve sus fechorías; pero no por eso se enmienda, sino que, por el contrario, es cada vez peor. Ha intentado corregirle por las buenas, pero él se ríe de lo que le dice o insinúa. Si le dice, regañándole, palabras tremendas, se cubre la cara con las manos como si llorara, pero se está riendo por lo bajo. Estuvo expulsado tres días de la escuela, y volvió más granuja y más insolente que antes. Un día le dijo Derossi:
—Pero hombre, ¿por qué no te enmiendas? ¿No ves que haces sufrir demasiado al señor maestro?
Por toda contestación le amenazó con meterle un clavo en la barriga.
Pero esta mañana hizo que le echaran como a un perro. Mientras el maestro daba a Garrone el borrador del Tamborcillo sardo, el cuento mensual correspondiente a enero, para que lo pusiese en limpio, Franti tiró al suelo un petardo que estalló, haciendo retemblar las paredes. Toda la clase experimentó una sacudida. El maestro se puso en pie y gritó:
—¡Fuera de la escuela, Franti!
El respondió:
—¡No he sido yo! —pero se reía.
El maestro repitió:
—¡He dicho que te vayas!
—¡Yo no me muevo! —replicó.
El maestro perdió los estribos, se fue hacia él, lo cogió de un brazo y lo arrancó del banco. Franti se revolvía, rechinaba los dientes, y tuvo que arrastrarlo a viva fuerza. El maestro lo llevó casi en vilo a la dirección, y luego volvió solo a la clase, y, sentado a su mesa, cogiéndose la cabeza con las manos, todo agitado, con una expresión de cansancio y de pena, que daba compasión, meneando tristemente la cabeza, exclamó:
—¡Después de treinta años de profesión todavía no me había ocurrido cosa semejante!
Todos conteníamos la respiración.
Le temblaban las manos, y la arruga recta que tiene en la frente se le profundizó de tal manera, que parecía una gran herida. Daba pena verlo. Derossi se levantó y dijo:
—¡No sufra usted, señor maestro! Nosotros le queremos mucho.
Entonces se tranquilizó y algo después dijo:
—Prosigamos la lección, muchachos.
CUENTO MENSUAL
El 24 de julio de 1848, primer día de la batalla de Custoza, unos sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, enviados a una colinita para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente acometidos por dos compañías de soldados austríacos que, disparándoles desde diversos sitios, apenas les dieron tiempo para refugiarse en la casa y cerrar precipitadamente las puertas, reforzándolas, después de haber dejado en el campo algunos muertos y heridos.
Una vez trancadas las puertas, los nuestros acudieron presurosamente a las ventanas de la planta baja y del piso de arriba, y empezaron a hacer fuego cerrado sobre los asaltantes, quienes, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, contestaban vigorosamente con sus disparos.