En la escuela no para de comerciar; todos los días vende cosas, hace rifas y subastas; después se arrepiente y quiere de nuevo sus mercancías; lo que compra por dos lo da por cuatro; juega a las aleluyas y nunca pierde; revende periódicos atrasados al pirotécnico y al estanquero, y tiene una libreta, llena de sumas y restas, donde anota todas las operaciones que realiza. Sólo le interesa la Aritmética, y si ambiciona premios es para entrar sin pagar en el teatro de marionetas.
A mí me gusta y me divierte. Hemos jugado a vender con pesos y medidas; sabe el precio exacto de las cosas, conoce las pesas, y lía las cosas en papel de estraza con la habilidad y presteza del mejor tendero. Dice que se establecerá en cuanto salga de la escuela, y se dedicará a un negocio nuevo que ha ideado.
Se ha puesto muy contento porque le he dado algunos sellos extranjeros, habiéndome dicho al instante el precio a que se venden para las colecciones. Mi padre, haciendo como que leía el periódico, le escuchaba y se distraía oyéndole. Siempre lleva los bolsillos llenos de pequeñas mercancías, que cubre con un largo delantal oscuro, y parece en todo instante preocupado y pensativo, como los comerciantes ya mayores. Pero lo que más estima es su colección de sellos de correos: es su tesoro y habla de él como si fuese a sacar una verdadera fortuna. Los compañeros dicen que es un avaro y un usurero. Yo no sé qué pensar de él. Le quiero, me enseña muchas cosas y me parece un hombrecito.
Coretti, el hijo del revendedor de leña, dice que Garoffi no daría los sellos que posee ni para salvar la vida de su madre. Mi padre no lo cree así.
—Espera aún para juzgarlo —me ha dicho—; siente pasión por las ganancias, pero tiene buen corazón.
Lunes, 5
Ayer fui a pasear por la ronda de Rívoli con Votini y su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa, vimos a Stardi, el que no permite que le distraigan en clase, parado, muy tieso, delante del escaparate de una librería con los ojos fijos en un mapa. Sabe Dios desde cuándo estaría allí, porque estudia hasta en la calle; apenas sí nos devolvió el saludo que le dirigimos.
Votini, como siempre, iba muy elegante, quizás demasiado; llevaba botas de tafilete con pespuntes encarnados, un traje con bordaduras y borlitas de seda, un sombrero de castor blanco y reloj. ¡Había que ver el postín que se daba el chico! Pero esta vez iba a acabar mal su vanidad.
Después de haber andado buen trecho por una calle, dejando muy atrás a su padre, que andaba despacio, nos detuvimos en un banco de piedra, junto a un chico modestamente vestido, que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza gacha. Un hombre, que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico.
Nos sentamos. Votini se puso entre aquel chico y yo. De pronto se acordó de que iba muy majo y quiso que le admirara y envidiara su vecino.
Levantó un pie y me dijo:
—¿Te has fijado en mis botas de militar?
Lo dijo para llamar la atención del otro chico. Pero éste no miró.
Entonces bajó el pie, y me enseñó las borlitas de seda, diciéndome, mirando de reojo al desconocido, que no terminaban de gustarle y que prefería botones de plata. Pero el otro chico tampoco se fijó en las borlitas.
Votini se puso a hacer girar sobre la punta del dedo índice su precioso sombrero de castor blanco. Mas el otro parecía que lo hiciese adrede y ni siquiera se dignó dirigir una mirada al sombrero.
Votini empezaba a enfadarse, sacó el reloj, lo abrió y me enseñó la maquinaria. Tampoco volvió esta vez la cabeza el vecino del banco.
—¿Es de plata dorada? —le pregunté.
—No, hombre —me respondió—. Es de oro.
—Pero no será todo de oro —le repuse—; tendrá también algo de plata.
—¡No, no! —replicó; y para obligar al otro chico a mirar, le puso el reloj delante de sus ojos, diciéndole:
—Oye, tú, fíjate, ¿verdad que es de oro?
El interpelado respondió secamente: —No lo sé.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Votini lleno de rabia—. ¡Qué soberbia! Mientras decía esto, llegó su padre, que había oído su expresión. Miró fijamente al niño desconocido y dijo bruscamente a su hijo:
—¡Cállate! —e inclinándose a su oído, añadió—: ¡Es ciego!
Votini se puso de pie de un salto y miró la cara del muchacho. Tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin mirada.
Votini se quedó anonadado, sin palabra, con los ojos bajos. Después balbuceó:
—¡Lo siento; no lo sabía!
El cieguecito, que todo lo había comprendido, dijo sonriendo bondadosa y melancólicamente:
—¡Oh, no importa!
Ciertamente Votini es vanidoso; pero después de todo no tiene mal corazón. Durante el resto del paseo no se volvió a reír.
Sábado, 10
¡Adiós, paseos por Rívoli! Ha llegado la hermosa amiga de los chicos. Ya ha caído la primera nevada. Desde ayer tarde, a última hora, no han cesado de caer copos a granel, tan gruesos como flores de jazmín. Esta mañana daba gusto, cuando estábamos en clase, verlos pegar en los cristales y amontonarse en los repechos; también contemplaba el maestro el espectáculo y se frotaba las manos. Todos estábamos contentos pensando hacer bolas y deslizarnos por el hielo, para luego tener el placer de calentarnos junto a la lumbre en casa. Únicamente no se distraía Stardi, completamente absorto en la lección y sosteniéndose las sienes con los puños.
¡Qué preciosidad! ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Todos empezamos a correr y saltar por las calles, gritando, gesticulando, cogiendo bolas de nieve y hundiéndonos en ella como perritos en el agua. Los padres que esperaban fuera tenían los paraguas blancos; los guardias municipales también estaban cubiertos de nieve, y blancas se pusieron enseguida nuestras bolsas y carteras. Todos parecían fuera de sí por la alegría, incluso Precossi, el hijo del herrero, el paliducho, que nunca se ríe, y Robetti el que salvó al niño del ómnibus, que saltaba con sus muletas.
El calabrés, que nunca había tocado la nieve, hizo una pelota y empezó a comérsela como si fuera un melocotón. Crossi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve la bolsa; y el albañilito nos hizo reír cuando mi padre le invitó a que fuese mañana a nuestra casa; tenía la boca llena de nieve, y, no sabiendo si escupirla o tragarla, se quedó pasmado sin responder nada. También las maestras salían corriendo y riéndose de la escuela; mi maestra de la primera superior, ¡pobrecilla!, corría por la nieve, resguardándose la cara con su velo verde y sin parar de toser.
Entretanto centenares de muchachas de la escuela vecina pasaban como chillando y pisando la blanca alfombra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban:
—¡A casa, a casa! —tragando copos de nieve y blanqueándose los bigotes y la barba. Pero también se reían de la turba de chiquillos que festejaban el invierno.
Mucho festejáis la venida del tiempo invernal… Pero hay chicos que carecen de abrigo, de calzado y no tienen lumbre para calentarse. Hay millares que bajan al poblado, tras largo camino, llevando en sus manos ateridas de frío una poca de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas rurales casi sepultadas en la nieve, tan desnudas y lóbregas como cavernas, donde los chicos se ahogan por el humo o dan diente con diente por el frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin cesar, que se amontonan sin descanso sobre sus lejanas cabañas, amenazadas por los aludes. Mientras vosotros festejáis el invierno, pensad en las miles de criaturas a quienes esta estación les trae miseria y les produce la muerte.
TU PADRE
Domingo, 11
El albañilito ha venido hoy a casa, vestido con una cazadora y vieja ropa del padre, todavía blanca por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniese aún más que yo. ¡Qué gusto nos ha dado! Al entrar se ha quitado el viejísimo sombrero, cubierto de nieve, y se lo ha metido en el bolsillo; después ha venido hacia mí con su andar descuidado de trabajador cansado, volviendo a una y otra parte su cabeza redonda como una manzana y con su nariz achatada. En el comedor, después de echar una mirada a los muebles, se ha detenido mirando un cuadrito que representa a Rigoletto, un bufón jorobado, y le ha puesto la cara con su acostumbrado «hocico de liebre». Es imposible no reírse al verle hacer esa mueca.
Luego nos hemos puesto a jugar con palitos. Tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece no se caen de milagro; trabaja en eso muy serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una y otra construcción me ha ido hablando de su familia: viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, para aprender a leer; su madre es de Biella. Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido pobremente, está bien resguardado del frío con ropa cuidadosamente remendada y el lazo de la corbata hecho con exquisito gusto. Me ha dicho que su padre es un hombretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero bonachón; acostumbra a llamar a su hijo «hocico de liebre»; él, por el contrario, es más bien bajo para la edad que tiene.
A las cuatro hemos merendado pan y pasas, sentados en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, no sé por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respaldo manchado de blanco por el albañilito con su chaquetón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado él sin que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un botón de la cazadora, y mi madre se lo ha cosido, poniéndose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el aliento. Después le he enseñado el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aquellas caras tan bien, que mi padre no ha podido contener la risa. Tan contento estaba al irse, que se ha olvidado de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la escalera, para mostrarme su reconocimiento, me ha hecho una vez más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Antonio Rabucco, y tiene ocho años y ocho meses…
¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por haberlo ensuciado. Y no convenía, primeramente porque no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había ensuciado con ropa de su padre, que se la había enyesado trabajando: y lo que se mancha trabajando no es suciedad, sino polvo, cal o lo que quieras; todo menos suciedad. El trabajo no mancha. No digas nunca de un obrero que sale del trabajo: «Está sucio». Debes decir: «Lleva en su ropa las señales, las huellas de su trabajo». Recuérdalo bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo porque es compañero tuyo, y después porque es hijo de un trabajador.
TU PADRE
Viernes, 16
Continúa nevando sin cesar. Esta mañana, a causa de la nieve, ha ocurrido un serio percance cuando salíamos de la escuela. Un tropel de chiquillos, en cuanto llegaron a la plaza, empezaron a tirar bolas de nieve acuosa tan duras y pesadas como piedras. Por la acera pasaba mucha gente. Un señor gritó:
—¡Alto, chavales!
¡ALTO CHAVALES!
Pero en aquel preciso momento se oyó por otra parte un agudo chillido, viéndose a un anciano que había perdido el sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y junto a él un niño que gritaba:
—¡Auxilio! ¡Socorro!
Inmediatamente acudió gente de todas partes. Le había pegado una bola en un ojo. Todos los muchachos escaparon a la desbandada, corriendo como flechas. Yo estaba delante de la librería, adonde había entrado mi padre, y vi llegar de prisa a varios compañeros míos, que se mezclaron entre los demás fingiendo que miraban los escaparates: eran Garrone con su acostumbrado panecillo en el bolsillo, Coretti, el albañilito, y Garoffi, el de los sellos de correos.
Mientras tanto se había reunido mucha gente en torno del anciano; un guardia y otros corrían de una parte a otra amenazando y preguntando:
—¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Decid quién ha sido! —y miraban las manos de los muchachos para ver si las tenían humedecidas por la nieve.
Garoffi estaba a mi lado; me di cuenta de que temblaba y estaba tan pálido como un muerto.
—¿Quién? ¿Quién ha sido? —continuaba gritando la gente.
Entonces oí a Garrone que decía por lo bajo a Garoffi:
—Anda, ve a presentarte; sería una cobardía permitir que se lo cargasen a otro.
—¡Pero si yo no lo he hecho adrede! —respondió Garoffi, temblando como una hoja de árbol.
—No importa, cumple con tu deber —repitió Garrone.
—¡No me atrevo!
—Date ánimos, yo te acompañaré.
El guardia y los otros gritaban cada vez más fuerte:
—¿Quién es el culpable? ¿Quién ha sido? ¡Le han metido un cristal de las gafas en un ojo! ¡Lo han dejado ciego! ¡Granujas!
Yo creí que Garoffi se iba a desmayar.
—Ven —le dijo Garrone de forma imperativa—, yo te defenderé.
Y cogiéndole por un brazo le empujó hacia adelante, sosteniéndole como a un enfermo. La gente, viéndolo, lo comprendió todo enseguida, y algunos acudieron con los puños en alto. Pero Garrone se interpuso, gritando:
—¿Serán capaces de arremeter diez hombres contra un niño?
Entonces se contuvieron; un guardia municipal tomó a Garoffi de la mano y lo condujo abriéndose paso entre la multitud a una pastelería, donde habían llevado al herido. Al verlo, reconocí de inmediato al viejo empleado que vive con su sobrinillo en el cuarto piso de nuestra casa. Lo habían recostado en una silla, poniéndole un pañuelo sobre los ojos: